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lunes, 12 de marzo de 2012

SEÑALES PRECURSORAS DEL SEGUNDO ADVENIMIENTO DE CRISTO (1ª PARTE)


 
 
 
 
Jesús pronunció la siguientes palabras con motivo de su discurso escatológico y más concretamente cuando da señales precursoras de su segundo advenimiento a este mundo. El apóstol San Mateo recoge en su Evangelio el anuncio del Señor (Mt 24, 23-24): "Entonces si alguno dijere <Mirad, aquí está el Mesias>, o allí, no lo creáis / porque se levantarán falsos profetas y exhibirán grandes señales y portentos, hasta el punto de seduciros, si posible fuera, aun los elegidos"

 
 
 
 
 
Dos son las señales que remarca Jesucristo para indicar que se aproxima la Parusía o final de los tiempos, por una parte la aparición de falsos profetas y  por otra los fenómenos cósmicos (Mt 24, 25-29). En estos tiempos que se ha puesto tan de moda hablar del posible impacto con la Tierra de un planeta misterioso, ó de las llamaradas asesinas del Sol, como posibles causas del fin de la civilización, convendría  recordar las palabras del Señor, para reflexionar más sobre la labilidad de la vida del ser humano sobre este mundo y la necesidad que tiene de hablar más con Dios para conseguir su salvación.

Pues como decía Tomás de Kempis (Imitación de Cristo. Cap. LIII. Del día de la eternidad y de la angustia de esta vida):
“Los ciudadanos del cielo saben cuán alegre sea aquel día; mas los hijos de Eva desterrados gimen de ver cuán amargo y enojoso sea éste de aquí. Los días de este tiempo, pocos y malos, llenos de dolores y trabajos: donde se ensucia el hombre con muchos pecados y se enreda en muchas pasiones, y es angustiado de muchos temores y distraído con muchos cuidados, confundido con errores, envuelto en vanidades, quebrantado con muchos trabajos, agravado de tentaciones, enflaquecido con muchos deleites y atormentado de pobreza…

¿Cuándo se acabarán todos estos trabajos? ¿Cuándo seré librado de la miserable servidumbre de los vicios? ¿Cuándo me acordaré, Señor, de ti solo? ¿Cuándo me alegraré cumplidamente de ti? ¿Cuándo estaré sin impedimento en la verdadera libertad, sin ninguna pesadumbre de alma y cuerpo?...
¡Oh buen Jesús!, ¿cuándo estaré para verte? ¿Cuándo contemplaré tu gloria?... ¿Cuándo estaré contigo en tu reino, el cual has aparejado eternamente a tus elegidos?”

La respuesta la encontramos en el discurso escatológico que hace unos 2000 años Jesús pronunció, en el que anunciaba a los hombres el fin del mundo y con éste la vuelta del Hijo del hombre, del Mesías, es decir, de Él mismo para hacer justicia en nombre de su Padre.

 
 
 
 
 
Verdaderamente la lectura de este anuncio de Cristo que podemos leer en los Evangelios de San Mateo, San Marcos y San Lucas, nos produce cierta inquietud cuando lo hacemos atentamente y reflexionamos sobre las palabras  que vaticinan su segundo advenimiento a la Tierra (Mt 24, 30-31):

-Entonces aparecerá la señal del Hijo del hombre en el cielo, y entonces se herirán los pechos de todas las tribus de la tierra, y verán al Hijo del hombre venir sobre las nubes del cielo con grande poderío y majestad.

-Y enviará a sus ángeles con sonora trompeta, y congregarán a sus elegidos de los cuatro vientos, desde un extremo del cielo hasta el otro extremo.

En este pasaje del Evangelio de San Mateo Jesús nos dice cómo será la llegada de la Parusía, y la describe proclamando la aparición previa de una serie de signos como son <la señal de el Hijo del hombre>, es decir, la <señal de la Santa Cruz>, el desazón y ansiedad que reinará en el corazón de todos los hombres, la visión incluso del Mesías que vendrá con el propósito de juzgar el comportamiento de todos y cada uno de los seres humanos, vivos ó muertos y por supuesto el sonido de la trompeta de los ángeles, con la que Dios convocará a su presencia a todos sus elegidos de un extremo a otro de la tierra.

 
 
Por su parte San Lucas añade a todo esto algo más, en concreto la advertencia del Señor de cuál debería ser la actitud de los hombres en ese preciso momento (Lc 21, 28): <Cuando estas cosas comenzasen a suceder, erguíos y alzad vuestras cabezas, pues se llega vuestra liberación>

San Cirilo de Jerusalén (S.IV), el Padre de la Iglesia y Arzobispo de Jerusalén tres siglos después de la Muerte y Resurrección de Cristo, durante algún tiempo, casi al comienzo de su labor apostólica, tuvo como misión la de instruir a los catecúmenos y como consecuencia de ello hasta nosotros han llegado, por suerte, algunos de los discursos catequéticos por él realizados, lo cual ha sido de enorme importancia para la labor pastoral de la Iglesia de todos los siglos. En uno de estos discursos se refirió a la <Segunda venida de Jesucristo> y por tanto de la Parusía o final de los tiempos, y lo hizo  en unos términos concluyentes y apoyándose siempre en las Sagradas Escrituras. Precisamente refiriéndose al discurso escatológico de Cristo dice entre otras muchas cosas (Catequesis de San Cirilo de Jerusalén. La segunda venida de Jesucristo. C. XV):

 
 
 
 
"Vendrá, pues, desde los cielos, nuestro Señor Jesucristo. Vendrá ciertamente hacia el final de este mundo, en el último día, con gloria. Se realizará entonces la consumación de este mundo, que fue creado al principio, será otra vez renovado. Pues ya que la corrupción, el hurto, el adulterio y toda clase de pecados se han derramado sobre la tierra y otra vez se derrama sangre (Os 4, 1-2), desaparecerá este mundo presente con el fin de que esta morada no se llene de iniquidad y para suscitar otro más hermoso.

¿Quieres ver una demostración de esto desde la Sagrada Escritura? Oye al profeta Isaías: <Se enrollan como un libro los cielos, y todo su ejército palidece como palidece el sarmiento de la cepa, como una hoja mustia de higuera> (Is 33, 4).


 
 
 
Y el Evangelio dice: <El sol oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo> (Mt 24, 29). No estemos, por tanto, apesadumbrados como si sólo nosotros tuviéramos que morir, pues también mueren las estrellas, aunque quizás resurjan de nuevo. El Señor hará que los cielos se plieguen y no para hacerlos perecer sino para hacer otros más hermosos. Escucha al profeta David cuando dice <Desde antiguo, fundaste tú la tierra, y los cielos son obra de tus manos; ellos perecerán, más tú quedas> (Sal 102, 26-27)”

San Marcos, por su parte, también nos recuerda el discurso escatológico del Señor (Mc 13, 32-36):
"Lo que toca a aquel día y aquella hora nadie lo sabe, ni los ángeles en el cielo ni el Hijo, si no es el Padre/ Estad alerta, velad; pues no sabéis cuando es el tiempo / Es como un hombre que, emprendiendo un viaje, dejó su casa y lo puso todo en manos de sus siervos, señalando a cada cual su labor, y al portero ordeno que velase / Velad, pues, porque no sabéis cuándo va a venir el dueño de la casa, si a primeras horas de la noche, o la media noche, o cuando el gallo, o a la madrugada;
-no sea que llegando de improviso, os halle durmiendo / Y a lo que a vosotros digo, a todos digo: velad"


Y San Cirilo en su catequesis nos dejo dicho: “Pasarán, por tanto, las cosas visibles y llegarán las que se esperan mejores que éstas, pero que nadie busque con curiosidad cuál será el momento. Pues dice el Señor: <No os toca a vosotros conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad>. Ni te atrevas a determinar cuándo sucederán estas cosas ni te quedes perezosamente adormecido. Pues también dice el Señor: <Estad preparados, porque en el momento que no penséis, vendrá el Hijo del hombre>”

 
 
 
El Señor nos avisó y nos pidió que estuviéramos siempre alerta, pero a pesar de las palabras de Cristo, el hombre sigue teniendo una capacidad infinita de olvidar todo aquello que no le gusta, o no le interesa recordar, e incluso en estos tiempos suele suceder que desde dentro de la propia Iglesia católica el olvido del discurso escatológico del Señor se deja notar… quizás desde hace ya bastantes años como se deduce de la pregunta que un periodista realizaba al Papa Juan Pablo II casi al final  de los años noventa del siglo pasado:

“¿La gloria, el purgatorio y el infierno todavía existen? ¿Por qué tantos hombres de la Iglesia nos comentan continuamente la actualidad y ya casi no nos hablan de la eternidad, de esa unión definitiva con Dios que, ateniéndonos a la fe, es la vocación, el destino, el fin último del hombre? “

A una pregunta tan directa y bien realizada, el Papa  contestaba con sinceridad, pero también con contundencia, tratando de aclarar  las circunstancias que rodeaban a este hecho tan singular, y el razonamiento de su Santidad sigue teniendo vigencia en el momento actual (Cruzando el umbral de la esperanza. Cap.28. Vida eterna: ¿Todavía existe?) :

 
 
 
“Su pregunta no se refiere a la unión de la Iglesia peregrina con la Iglesia celeste, sino al nexo entre la escatología y la Iglesia sobre la tierra. A este respecto, usted muestra que en la práctica pastoral este planteamiento en cierta medida se ha perdido, y tengo que reconocer que, en eso, tiene usted razón.

Recordemos que, en tiempos aún no muy lejanos, en las prácticas de los retiros o de las misiones, los <Novísimos>, muerte, juicio, infierno, gloria y purgatorio, siempre eran temas fijos del programa de meditación, y los predicadores sabían hablar de una manera eficaz y sugestiva. ¡Cuántas personas fueron llevadas a la conversión y a la confesión por estas predicas y reflexiones sobre las cosas últimas!

Además, hay que reconocerlo, ese estilo pastoral era < profundamente personal>: <Acuérdate de que al fin te presentarás ante Dios con toda tu vida, que ante Su tribunal te harás responsable de todos tus actos, que serán juzgados no sólo por sus actos y palabras, sino también por tus pensamientos, incluso los más secretos>. Se puede decir que tales prácticas, perfectamente adecuadas al contenido de la Revelación del Antiguo y del Nuevo Testamento, penetraban profundamente en el mundo íntimo del hombre. Sacudían su conciencia, le hacían caer de rodillas, le llevaban al confesionario, producían en él una profunda acción salvífica”

La pregunta que surge ante esta reflexión del Papa es ¿puede todavía, en este siglo, la Iglesia llegar a los hombres a través de la escatología, es decir, a través del conjunto de creencias y doctrinas referentes a la vida de ultratumba? La respuesta a este interrogante, es difícil en el momento actual, sin embargo si tenemos en cuenta el interés que han despertado, en los últimos años, todos aquellos posibles acontecimientos relacionados con el fin de la humanidad, en principio se podría esperar que esto pudiera ser así.


 
 
De cualquier forma el Papa  Juan Pablo II también se formuló esta misma pregunta en el siglo pasado y a raíz de ella, trato de explicarnos el papel de la escatología en la Iglesia a partir del Concilio Vaticano II:

“Se puede decir, que aun en la reciente tradición catequética  y kerygmática de la Iglesia, dominaba una escatología, que podríamos calificar de individual, conforme a una dimensión, aunque profundamente enraizada en la divina Revelación. La perspectiva que el Concilio desea proponer es la de una escatología de la Iglesia y del mundo…

Hay que admitir que esta visión de la escatología estaba sólo muy débilmente presente en las predicaciones tradicionales. Y se trata de una visión originaria, bíblica…La escatología tradicional, que giraba en torno a los llamados Novísimos, está inscrita por el Concilio en esta esencial visión bíblica. La escatología, es profundamente antropológica, pero a la luz del Nuevo Testamento está sobre todo centrada en Cristo y en el Espíritu Santo, y es también, en cierto sentido cósmica”

Precisamente la Iglesia siempre luchó para conseguir que Nuestro Señor Jesucristo y por ende el Espíritu Santo, fueran el Centro y el Principio de la sociedad humana y así por ejemplo el Papa Pio XI (1922-1939) cuyo Pontificado se desarrolló entre las dos guerras mundiales, cifró en  este empeño el objetivo primordial de su Papado, y ya en su primera carta Encíclica “Ubi arcano” denuncia con claridad cuáles eran las causas de la crisis mundial de valores y de la relajación de las costumbres (Ubi arcano. Encíclica de Pio XI del 23 de diciembre de 1922):



Nada más ordinario entre los hombres que desdeñar los bienes eternos que Jesucristo propone a todos continuamente por medio de su Iglesia y apetecer insaciables la consecución de los bienes terrenos y caducos. Ahora bien: los bienes materiales, por la misma naturaleza, son de tal condición, que en buscarlos desordenadamente se halla la raíz de todos los males, y en especial del descontento y de la degradación moral, de las luchas y de las discordias.

En efecto, por una parte esos bienes, viles y finitos como son, no pueden saciar las nobles aspiraciones del corazón humano que, criado por Dios y para Dios, se halla necesariamente inquieto mientras no descanse en Dios. Por otra parte, como los bienes del espíritu  comunicados con otros, a todos enriquecen, sin padecer mengua, así, por el contrario, los bienes materiales, limitados como son, cuanto más se reparten tanto menos toca a cada uno.

De donde resulta que los bienes terrenos incapaces de contentar a todos igual, ni de saciar plenamente a ninguno, son causas de divisiones y de tristeza, verdadera <vanidad de vanidades y aflicción del espíritu> (Ecl. 1.14.), como aseguró el sabio Salomón…. Y esto que acaece a los individuos acaece lo mismo a la sociedad. ¿De donde nacen las guerras y contiendas entre nosotros?, pregunta Santiago Apóstol, ¿No es verdad que de vuestras pasiones?...”

 
 
 
Se refiere el Papa con esta última pregunta a la Epístola del Apóstol  Santiago (el Menor) dedicada  a las doce tribus que vivían en la dispersión (4,1-3): "¿De dónde esas guerras y de dónde esas contiendas entre vosotros? ¿No provienen acaso de vuestras codicias, que militan en vuestros miembros? / Codiciáis, y no tenéis; matáis y envidiáis, y no lográis alcanzar; lucháis y guerreáis, y no recibís, porque pedís mal, para gastarlo en vuestras codicias"


Verdaderamente las palabras del Apóstol declaran abiertamente los defectos de la naturaleza humana siempre inclinada al mal, y así mismo, muchos siglos después, el Papa Pio XI sigue haciendo las mismas denuncias ¿acaso en el siglo actual no son también aplicables estas? Y es que el hombre tiene tendencia a escuchar al maligno, pero ello no es óbice para que la desesperanza haga mella en nuestros corazones porque el remedio a todas sus desviaciones y deficiencias se encuentra en la <Paz de Cristo> y así nos lo hace  saber el Papa Pio XI en su Carta Encíclica anteriormente mencionada:
“El reino de la Paz está en nuestro interior. Por tanto, en  la <Paz de Cristo> que nacida de la caridad reside en lo íntimo del alma y se acomoda muy bien a lo que San Pablo dice del reino de Dios que por la caridad se adueña de las almas:  <No consiste el reino de Dios en comer y beber> (Rom. 14,17).


 
 
Es decir, que la <Paz de Cristo> no se alimenta de bienes caducos, sino de los espirituales y eternos, cuya excelencia y ventaja, el mismo Cristo declaró al mundo y no cesó de persuadir a los hombres. Pues por eso dijo: ¿Qué le aprovecha al hombre ganar todo el mundo si pierde su alma? o ¿qué cosa dará el hombre a cambio de su alma? (Mat. 16, 26).


Y enseñó además la constancia y firmeza de ánimo que ha de tener el cristiano: ni temáis a los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma, sino temed a los que pueden arrojar el alma y el cuerpo en el infierno”

 
 
 
 
Jesús dijo esta frase cuando habiendo elegido a los Doce de entre sus discípulos, con el objetivo de perpetuar su doctrina entre los hombres, les daba instrucciones para que realizarán su delicada e indispensable misión (Mat 10, 24-31):

"No es un discípulo más que su maestro, ni un esclavo más que su amo; / bastante es para el discípulo ser como su maestro, y para el esclavo ser como su amo. Si al Señor de casa llamaron Belcebú, ¿cuánto más a los de su casa? / Así es que no les cobréis miedo, pues no hay nada encubierto que no se descubra, ni nada escondido que no se dé a conocer / Lo que os digo en la oscuridad, decidlo a la luz del día, y lo que escucháis al oído, pregonadlo desde las azoteas / Y no temáis a los que matan el cuerpo, pero el alma no la pueden matar; sino temed más bien al que puede arruinar alma y cuerpo en la gehena"

El Señor con sus palabras está anunciando y precaviendo a sus Apóstoles respecto a las persecuciones que habrán de sufrir por su causa, es decir, por realizar la labor evangelizadora que les estaba encomendando, y les menciona el infierno como el mal terrible que mata el cuerpo y el alma.

Recordemos que ya los antiguos Concilios de la Iglesia rechazaban la idea de que el mundo sería regenerado después de su destrucción, y toda criatura se salvaría (apocatástasis final), entre otras cosas, porque esta teoría hacía desaparecer de forma indirecta el concepto de <infierno>.

Nuestro Señor Jesucristo nos habló del infierno, pero también de la gloria, en definitiva utilizó los <Novísimos> para hacernos comprender la necesidad de reflexionar sobre ellos si deseamos la salvación de nuestra alma, pero la pregunta que surge en el momento actual, cuando la sociedad se debate entre un materialismo terrible y un nihilismo avasallador, que ha llevado asimismo a un relativismo atroz e incluso a la negación de Dios:  ¿será posible todavía que los hombres se sientan motivados por las penas del infierno y los bienes de la gloria, para seguir luchando por el reino de Dios?


 
El Papa  Juan Pablo II ya se hacia esta pregunta y en algún sentido no se mostraba excesivamente optimista a este respecto, él decía: “El hombre en una cierta medida está perdido, se han perdido también los predicadores, los catequistas, los educadores, porque han perdido el coraje de <amenazar con el infierno>. Y quizá hasta quién les escucha hayan dejado de tenerle miedo"


"De hecho, el hombre de la civilización actual se ha hecho poco sensible a las <cosas últimas>. Por un lado, a favor de tal insensibilidad actúan la secularización y el secularismo, con la consiguiente actitud consumista, orientada hacia el disfrute de los bienes terrenos. Por otra parte ha contribuido a ella los infiernos temporales, ocasionados en el siglo que está acabando…

Así pues la escatología se ha convertido en cierto modo en algo extraño al hombre contemporáneo, especialmente en nuestra civilización. Esto, sin embargo, no significa que se haya convertido en completamente extraña la fe en Dios como Suprema Justicia; la esperanza en Alguien que, al fin, diga la verdad sobre el bien y sobre el mal.

 
 
 
 
Ningún otro, solamente Él, podrá hacerlo. Los hombres de nuestro siglo siguen teniendo esta convicción. Los horrores de nuestro siglo no han podido eliminarla: <<Al hombre le es dado morir una sola vez, y luego el juicio>> (Heb.9,17).

Esta convicción constituye además, en cierto sentido, un denominador común de todas las religiones monoteístas, junto a otras. Si, el Concilio (Vaticano II) habla de la índole escatológica de la Iglesia peregrina, se basa también en este conocimiento. Dios que es justo Juez, el Juez que premia el bien y castiga el mal, es realmente el Dios de Abraham, de Isaac, de Moisés, y también de Cristo, que es Su Hijo. Este Dios es en primer lugar Amor. No solamente Misericordia, sino Amor… (Cruzando el umbral de la esperanza. Juan Pablo II)”

Por eso el Señor sigue diciendo a sus Apóstoles, a aquellos que él había elegido con la seguridad de que le serían fieles hasta la muerte por martirio (Mat. 29-32):

 
 
 
 
"¿No se venden acaso los gorriones por un sueldo? Y ni uno de ellos caerán en tierra sin disposición de vuestro Padre / Y vosotros, hasta los cabellos de vuestras cabezas están todos contados / No temáis, pues; mucho más que muchos gorriones valéis vosotros / Todo aquel, pues, que se declare por mí ante los hombres, también Yo me declararé por él ante mi Padre, que está en los cielos"


Palabras, que en principio, parecen duras pero que en realidad son justas, porque nos están recordando la divinidad de Cristo, y por tanto la aptitud del hombre ante Él, que debe ser la misma que frente a su Padre, de tal manera que el negarle ó no, puede conducirnos al infierno o a la salvación de nuestra alma.  

Pero la pregunta que todo ser humano se realiza ante estas palabras es:

¿Puede Dios siendo infinitamente bueno, condenar para siempre al hombre pecador a la pena del infierno?

 
 
A esta pregunta respondió el Papa Juan Pablo II con otra pregunta (Ibid): ¿Puede Dios que ha amado tanto al hombre, permitir que éste lo rechace hasta el punto de querer ser condenado a perennes tormentos?

Por otra parte, la existencia o no de un lugar en el que el hombre debería pagar por sus pecados, es un problema que ha permanecido presente en todas las civilizaciones a lo largo de los siglos, pero quienes serán merecedores de este mal eterno, es un misterio inalcanzable para la mente humana que oscila entre la <santidad de Dios> y la <conciencia del hombre>, en palabras de Juan  Pablo II (Ibid). 


 
 
 
Recordemos que Nuestro Señor Jesucristo refiriéndose al <Juicio final>  también nos dijo (Mat 25, 41-46): "Apartaos de mí, vosotros los malditos, al fuego eterno, preparado para el diablo y para sus ángeles / Porque tuve hambre, y no me disteis de comer; tuve sed, y no me disteis de beber;/ peregrino era, y no me hospedasteis; desnudo y no me vestisteis; enfermo y en prisión, y no me visitasteis / Entonces responderán también ellos, diciendo: <Señor, ¿cuándo te vimos hambriento o sediento, o peregrino o desnudo, o enfermo y en prisión, y no te asistimos?> / Entonces les responderá diciendo: <En verdad os digo, cuando dejasteis de hacer con uno de estos más pequeñuelos, también conmigo lo dejasteis de hacer / E irán éstos al tormento eterno, más los justos, a la vida eterna"

 
 
En este sentido, en el Catecismo de la Iglesia Católica, podemos leer  (nº 1033 y  nº 1034):

* Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos:

<Quien no me ama permanece en la muerte. Todo el que aborrece a su hermano es un asesino; y sabéis que ningún asesino tiene vida eterna permanente en él>  (I Jn 3,15).

Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (cf Mt 25, 31-46).


 
 
 
Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra <infierno>


* Jesús habla con frecuencia de la <gehena> y del <fuego que nunca se apaga> (cf Mt 5, 22.29; 13, 42.50; Mc 9, 43-48) reservado a los que, hasta el fin de su vida rehúsan creer y convertirse, y donde se puede perder el alma y el cuerpo (cf Mt 10, 28).

Jesús anuncia en términos graves que:

<Enviará a sus ángeles que recogerán a todos los autores de iniquidad… y los arrojarán al horno ardiente> (Mt 13, 41-42)

 y que pronunciará la condenación:

<¡Alejaos de mí, malditos al fuego eterno!> (Mt 25, 41).

 
 
Según el  Rmo. P. Fr. Justo Pérez de Urbel (Misal y devocionario del hombre católico. Ed. Aguilar S.A. 1964): “Existe una gran semejanza entre el <año solar> y el <año litúrgico>, ya que el primero es el tiempo que tarda la Tierra en recorrer su órbita alrededor del Sol, mientras que el segundo es el tiempo que tarda la Iglesia de Cristo en recorrer su órbita en torno a la vida del Señor sobre la Tierra”.


Con este rito sagrado que se repite cada año, la Iglesia aborda, por tanto, la tarea nada fácil en los tiempos que corren, de introducir en el alma de los fieles la vida de Cristo, desde su Nacimiento hasta su Muerte y Resurrección.

La primera estancia del año litúrgico contiene el tiempo de Adviento en el cual los cristianos se preparan para la venida del Salvador, es un tiempo de esperanza y de perenne expectación ante la posible llegada por segunda vez de Cristo a la Tierra.

Por este motivo la Misa del primer domingo de Adviento nos recuerda precisamente este momento de la Parusía y lo hace utilizando los textos sagrados más acordes con la ocasión, como  el discurso escatológico del Señor reflejado en los Evangelios Sinópticos.


 
 
Por su parte el Papa Benedicto XVI nos recuerda que también en el <ars celebrandi> de las Misas, desempeña un papel importante el canto litúrgico (Sacramentum Caritatis. Exhortación apostólica postsinodal. XI Asamblea General del Sínodo de los Obispos de 2005):


 
 
“Con razón afirma San Agustín en su famoso sermón: <el hombre nuevo conoce el cántico nuevo. El cantar es función de la alegría y, si lo consideramos atentamente, función de amor>. El Pueblo de Dios reunido para la celebración canta las alabanzas de Dios. La Iglesia en su bimilenaria historia, ha compuesto y sigue componiendo música y cantos que son un patrimonio de fe y de amor que no se ha de perder”

Precisamente durante siglos se tomó tan en serio la solemnidad de la segunda venida del Señor, que para celebrar la Misa del primer domingo de Adviento se compuso el célebre himno <Dies irae>, que posteriormente fue inspiración de numerosas piezas musicales. Más tarde este himno se utilizó primordialmente para la celebración de las Misas de difuntos, con objeto de dar más realce a las mismas y consolar a los finados, sin embargo a partir del Concilio Vaticano II se dejo de utilizar con este fin, por pensarse que podría ser contraproducente el hablar en estos <sentidos momentos> del fin del mundo y del juicio final.

 
 
 
 
Actualmente se sigue utilizando para lo que inicialmente fue compuesto, es decir, el tiempo de Adviento y en particular para la Misa del primer domingo. Recientemente el Papa Benedicto XVI nos ha recordado que este himno además de hablarnos de los <Novísimos>, también nos habla de la esperanza de alcanzar la gloria, es decir, de nuestra salvación. (Homilía de la Misa Crismal del jueves Santo. Basílica de San Pedro, 21 de abril de 2011):

“Queridos hermanos y hermanas, en el centro de la liturgia de esta mañana  está la bendición de los santos óleos…Tenemos en primer lugar el óleo de los catecúmenos. Este óleo muestra como un primer modo de ser tocados por Cristo y por su Espíritu, un toque interior con el que el Señor atrae a las personas junto a Él.

Mediante esta unción, que se recibe incluso antes que el Bautismo, nuestra mirada se dirige a las personas que se ponen en camino hacia Cristo, a las personas que están buscando la fe, buscando a Dios.

El óleo de los catecúmenos nos dice: no sólo los hombres buscan a Dios, Dios mismo se ha puesto a buscarnos. El que Él mismo se haya hecho hombre y haya bajado a los abismos de la existencia humana, hasta la noche de la muerte, nos muestra lo mucho que Dios ama al hombre, su criatura. Impulsado por su amor, Dios se ha encaminado hacia nosotros:

<Buscándome te sentaste cansado…que tanto esfuerzo no sea en vano>

rezamos en el <Dies irae>. Dios está buscándome…Dios ama a los hombres. Sale al encuentro de la inquietud de nuestro corazón, de la inquietud de nuestro preguntar y buscar, con la inquietud de su mismo corazón, que lo induce a cumplir por nosotros el gesto extremo.

 
 
 
 
No se debe apagar, en nosotros, la inquietud en relación con Dios, el estar en camino hacía Él, para conocerlo mejor, para amarlo mejor”