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viernes, 1 de febrero de 2013

JESÚS Y EL RETO DE LA NUEVA EVANGELIZACIÓN: SIGLO VII (2ª Parte)


 
 
 
 
 
Cuenta San Juan en su Evangelio que durante el segundo viaje de Jesús a Jerusalén curó a un hombre que había estado enfermo treinta y ocho años, pero lo hizo en sábado, y ello soliviantó a los judíos, que cumplían con rigurosidad obstinada, el descanso en ese día y le increparon. Entonces el Señor respondió a sus querellas con estas palabras: <Mi Padre sigue hasta el presente obrando, y yo también obro> (Jn 5, 15).


Al escuchar este razonamiento los judíos se sublevaron todavía más porque entendían que además de incumplir el sábado él se reconocía hijo de Dios, y pretendían matarlo.

La cerrazón de estos hombres que le reprendían hizo exclamar finalmente a Jesús (Jn 5, 39-45):

"Escudriñad las Escrituras, ya que creéis vosotros poseer en ellas la vida eterna; ahora bien, ellas son las que dan testimonio de mí / ¡Y no queréis venir a mí para tener vida! / Gloria de los hombres yo no la recibo; / pero os conozco, y sé que no tenéis en vosotros el amor de Dios / Yo he venido en nombre de mi Padre, y no me recibís; y si otro viniere en su propio nombre, a él le recibiréis. / ¿Cómo podéis vosotros creer recibiendo como recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria que viene del único Dios? / No pensáis que os voy a acusar delante del Padre; hay quien os acusa, Moisés, en quién vosotros tenéis puesta la confianza"

Estos versículos corresponden a un discurso apologético en el que el Señor afirma su identidad de acción y su comunión de vida con el Padre, y donde  también nos recuerda su papel de juez universal de todos los hombres a través de los siglos.
 
 
 
 
Por otra parte, de alguna forma hace mención a la futura llegada del anticristo porque como asegura el Papa Benedicto XVI: “La señal del anticristo es hablar en su propio nombre, por el contrario el signo del Hijo es su comunión con el Padre. El Hijo nos introduce en la comunión trinitaria, en el circulo del amor eterno, en donde sus personas son <relaciones puras>, el acto puro de entregarse y de acogerse.

El designio trinitario, visible en el Hijo, que no habla en su nombre, muestra la forma de vida del verdadero evangelizador. Más aún, evangelizar no es simplemente una forma de hablar, sino una forma de vivir; vivir a la escucha y ser portavoz del Padre.

<No hablará por su cuenta, sino que dirá lo que oiga> (Jn 16, 13), afirma el Señor a propósito del Espíritu Santo” (El elogio de la conciencia. La verdad interroga al corazón. Benedicto XVI. Ed. Palabra 2010).

Ciertamente esta fue la forma de actuar de muchos enviados a lo largo de la historia de la Iglesia, y aún sigue siéndolo, pero en el Alto Medievo se puede decir sin exagerar que la evangelización de los pueblos alcanzó cotas sino inigualables, sí muy importantes, respecto a otros siglos posteriores.

Sin embargo el anuncio de Cristo nunca ha sido una tarea fácil, porque supone <escuchar su voz en la voz de la Iglesia. No hablar en nombre propio, significa hablar en la misión de la Iglesia> (Benedicto XVI; Ibid).


En este sentido entendieron la labor misionera los hombres llamados a esta tarea en el siglo VII que nos ocupa, porque esta <ley de la expropiación>, asegura el Papa Benedicto, permite alcanzar normas de conducta y métodos más razonables para llevar a cabo la <Nueva evangelización>.

Precisamente los evangelizadores del Alto Medievo, siguiendo el ejemplo de Jesús,  el cual predicaba de día y oraba de noche, obtuvieron la conversión de los hombres <de Dios para Dios>, porque no podemos nosotros <los hombres ganar a los hombres>, debemos <obtenerla de Dios>. 

En estas palabras, según el Papa Benedicto XVI, debe estar basada la nueva evangelización; no lo olvidemos aquellos que en estos tiempos nos hemos sentidos llamados a ella porque como él nos decía:
“El proceso de expropiación, de renuncia al propio <yo> , es la forma concreta (expresada en muy distintas maneras) de dar la propia vida”

 
 
 
 
La vida  y la obra de San Gregorio Magno (540-604) es un ejemplo claro de este comportamiento en el seno de la Iglesia católica, él supo vigorizar, por otra parte, la disciplina y la moral de las comunidades de su tiempo y venciendo la arrogancia de los emperadores bizantinos, defendió la Silla de Pedro, de los ataques constantes a la que era sometida, evangelizando además a muchos pueblos bárbaros.  


Concretamente él fue el promotor y protector de la evangelización de los sajones, los germanos, los lombardos, etc.

 
 
 
 
Durante el siglo VII en Italia, Roma, la ciudad santa, permanecía como patrimonio de la Iglesia regida por el Papa, sucesor de San Pedro, a través de los avatares de la historia.


Los lombardos, pueblos bárbaros de origen germánico, se habían apoderado de una gran parte de la península itálica, pero habían respetado  la ciudad de Roma, como el lugar donde se encontraba la Sede Pontificia del cristianismo, y gracias al celo y al amor de San Gregorio, estos rudos pueblos que en un principio habían escuchado la herejía del arrianismo, se convirtieron al cristianismo casi en su totalidad. Concretamente durante el reinado de Agilulfo (591-606) se produjo este cambio, gracias también, a la influencia de su esposa Teodolinda, que era católica.

En su audiencia general del 28 de marzo de 2007, el Papa Benedicto XVI se expresaba al respecto en los siguientes términos:

“Para obtener la paz efectiva en Roma y en Italia, el Papa se comprometió a fondo, <era un verdadero pacificador>, emprendiendo una estrecha negociación con el rey lombardo Agilulfo. Esa negociación llevó a un periodo de tregua, que duró cerca de tres años (598-601), tras los cuales, en el 603, fue posible estipular un armisticio más estable. Este resultado positivo se logró, entre otras causas, gracias a los contactos paralelos que, entretanto, el Papa mantenía con la reina Teodolinda, que era princesa bávara y, a diferencia de los otros pueblos germánicos, era católica, profundamente católica. Se conserva una serie de cartas del Papa San Gregorio a este reino, en las que manifiesta su estima y su amistad hacia ella.
Teodolinda consiguió poco a poco, orientar al rey hacia el catolicismo, preparando así el camino a la paz”

Según la tradición fue esta reina, la que hizo construir  hacia el año 595 un Oratorio (capilla de la reina), en un lugar que por inspiración divina, vio entre sueños, dedicado a San Juan Bautista, como había prometido.

 
 
 
Por eso  sigue diciendo el Papa Benedicto en su Audiencia: “San Gregorio se preocupó también de enviarle (a la reina), reliquias para la Basílica de San Juan Bautista que ella había construido en Monza, así como su felicitación y preciosos regalos para esa Catedral, con ocasión del nacimiento de su hijo Adaloaldo. Las visicitudes de la vida de esta reina constituyen un hermoso testimonio sobre la importancia de las mujeres en la historia de la Iglesia”


Sucedió, así mismo, que hacia la segunda mitad del siglo VII el cristianismo alcanzó una importancia relevante en Occidente y así  durante el reinado del rey Pertarit (671-688), Italia se convirtió al catolicismo prácticamente en su totalidad, siendo Pavía, la capital del reino, el centro de la actividad religiosa, después de Roma.

Los lombardos (longobardos) organizaron sus posesiones en Italia subdividiendo éstas  en Ducados, como por ejemplo el de Friuli, el de Tuccia ó el de Benevento, todos ellos, eso sí, bajo un rey instalado en la capital. Sin embargo, este rey ejercía una potestad muy relativa, por ello, la  falta de una autoridad realmente fuerte fue causa de constantes enfrentamientos entre dichos Ducados, en los que no faltaron las persecuciones por motivos religiosos y las escaramuzas con los simpatizantes del Imperio  bizantino de Oriente que aún permanecían en territorio italiano.

Por otra parte, el imperio romano de Oriente o bizantino sobrevivió al de Occidente durante al menos diez siglos, las causas hay que buscarlas en la capacidad diplomática de sus dirigentes y como es lógico, también, en la gran potencia y calidad de sus ejércitos.

Recordemos que a la muerte del  gran emperador Justiniano, el cual logró tener bajo su mando la totalidad de las costas mediterráneas, excepto aquellas comprendidas entre el Júcar y los Alpes, los lombardos consiguieron apoderarse del norte de Italia.
Por su parte los emperadores Tiberio y Mauricio se encontraban en lucha contra los persas y los ávaros; el emperador Focas Augusto (602-610), el último de esta dinastía, sufrió una humillante derrota frente a estos mismos pueblos bárbaros, siendo finalmente destituido y ejecutado por orden de Heraclio el cual asumió finalmente el poder, dando paso así a una nueva dinastía (Dinastía heracliana) (610-695 y desde 705 hasta 711).
 
 
 
 
Durante el mandato de Heraclio (610-641) el imperio de Oriente se vio sometido a constantes guerras contra los persas, los cuales en el año 611 emprendieron la conquista de Siria, ocupando Antioquia, una de las provincias más importantes del imperio bizantino; luego marcharon sobre Damasco y finalmente atacaron a Palestina, cercando Jerusalén en el año 614, la cual tras larga resistencia cayó en su poder.


Tanto los judíos como los cristianos de Palestina sufrieron persecución por parte de los conquistadores, en un principio, pero luego los primeros apoyaron a los persas participando según se cree en dicha persecuciones. Entre los tesoros rapiñados por los persas bajo el mando del rey Cosroes II, se encontraba la Santa Cruz en la que se creía que había muerto Cristo (Vera Cruz), la cual fue recuperada años más tarde por Heraclio tras dura lucha contra los persas (627) y restituida a su lugar de origen en Jerusalén con gran alegría por parte de toda la cristiandad.

Tanto estas guerras, como las mantenidas contra los pueblos  ávaros distrajeron al imperio de otro peligro aún mayor que pronto se cernió sobre el mismo, esto es, la expansión del islamismo.
Los seguidores de Mahoma, en un periodo de tiempo relativamente muy corto se apoderaron de Egipto (640-641), Cirene (642), Cartago (648) y el resto de lo que había sido imperio persa, de manera que a finales del siglo VII los árabes gobernaban todo el norte de África y se disponían a entrar en Hispania, además de haber conquistado también, a principios de este mismo siglo, Damasco, Siria, Palestina (635) y Jerusalén (638).

Los sucesivos herederos de Heraclio al trono de Bizancio  fueron, Constantino III Heraclio, hijo primogénito de éste (641), Heraclio II Heraclonas, hermanastro del anterior (641) y Constante II, nieto de Heraclio  e hijo de Constantino III (641-668), el cual trasladó la capital del imperio a Roma, y luego a Siracusa donde se cree que murió.

Durante el reinado de este último emperador, cuatro Pontífices sufrieron las consecuencias de su duro mandato para la Iglesia católica, en concreto, Teodoro I (642-649), San Martin I (649-655), San Eugenio I (654-657) y San Vitaliano (657-672) respectivamente, y es significativo el hecho de que durante este periodo de tiempo se hayan reconocido tantos Papas santos por la Iglesia, independientemente de que de una u otra forma todos los Pontífices de este siglo VII se caracterizaran por su gran labor evangelizadora.
 
 
 
 
 
No cabe duda, por otra parte, de que los terribles problemas que se presentaron a los cristianos durante esta dinastía heracliana estuvieron relacionados, en gran medida con las herejías cristológicas que ya venían, sin embargo, de siglos anteriores sobre la naturaleza de Cristo.


En particular en el año 451 se convocó el IV Concilio Ecuménico, celebrado en Calcedonia, con objeto de condenar las ideas de Eutiques  (archimandrita del monasterio extramuros de Constantinopla), consistentes en rechazar la naturaleza humana de Cristo, herejía que se dio en llamar <monofisismo>.
Por el contrario la Iglesia sostiene y enseña que en Jesucristo existe una naturaleza Divina porque es  Dios verdadero, nacido en la eternidad del Padre y otra humana pues se encarnó por obra del Espíritu Santo en la Virgen María, y es semejante en todo a nosotros, salvo en el pecado, porque es purísimo.
Posteriormente durante el reinado del emperador Justiniano, la Iglesia convocó un nuevo Concilio Ecuménico, esta vez celebrado en Constantinopla (V Concilio Ecuménico), segundo celebrado en esta capital para condenar de nuevo las herejías de Nestorio y de Eutiques.
A pesar de todo, siguieron las trasgresiones teológicas respecto a  los dictámenes de los santos Padres en estos Concilios, y durante el reinado del emperador Heraclio, deseoso éste de acabar con las discusiones en torno al <monofisismo>, se decantó por una nueva herejía, esto es, el <monotelismo>, obligando a sus súbditos a reconocer que Jesús poseía una sola voluntad con dos naturalezas.


 
 
Esta herejía fue totalmente rechazada por la Iglesia católica desde el principio, pero cuando Constante II, nieto de Heraclio subió al poder, molesto también con las polémicas teológicas surgidas en torno a la figura de Cristo, tomó partido por el <monotelismo> y para evitar más discusiones en el año 648 promulgó el <Edicto de Typos>, prohibiendo la doctrina ortodoxa cristiana defendida por los Pontífices de la Iglesia, lo cual supuso un gran castigo y desgarro para ésta.


Ante esta imposición injusta y equivocada muchos cristianos ortodoxos se enfrentaron con valentía a ella, tratando de combatir la herejía que propagaba, dando incluso ejemplo con su vida hasta la muerte. Dos figuras prominentes del cristianismo destacan en este sentido, San Sofronio (Patriarca de Jerusalén y Constantinopla) y San Máximo (Teólogo y Confesor).

San Sofronio I de Jerusalén fue nombrado Patriarca de la ciudad santa hacia el año 634, de manera que tuvo que soportar la conquista de la misma por los árabes, sin embargo pudo salir ileso del  terrible evento y tras una larga y penosa peregrinación en compañía su maestro el monje sirio Juan Mosco, por Siria, Cilicia, Egipto y Cipre, se refugió finalmente, según sus hagiógrafos, en Roma, aunque otros estiman que llegó también a Constantinopla. Este último dato no es bien conocido aunque sí se sabe con más certeza que permaneció  durante un tiempo en un Monasterio próximo a Cartago donde probablemente conoció a San Máximo.

San Sofronio es conocido con el sobre-nombre del <defensor de la fe> porque luchó denodadamente por el Mensaje de Cristo, en contra de las herejías de su tiempo y así mismo tuvo el mérito de cumplir con la palabra dada a su maestro Juan Mosco que le había pedido que enterrara sus restos en Palestina.

Precisamente a este monje sirio se debe una obra muy interesante sobre la vida de santos de su época entre las que destacan la del propio Sofronio y la de Juan el Limosnero  (Juan V Patriarca de Alejandría.  Segunda mitad del siglo VI- 619), un hombre reconocido santo por varias  Iglesia cristianas, que se caracterizó por su gran amor a los pobres y la práctica de la caridad con todo el mundo, por lo que recibió el sobrenombre de <limosnero>.

 
 
 
Este santo levantó muchas Iglesias en su ciudad y cuando los sasánidas saquearon Jerusalén hacia el año 614 mandó comida y dinero para socorrer a los más necesitados, más cuando los persas atacaron  Jerusalén en el año 616, tuvo que abandonar Alejandría refugiándose en Chipre donde se cree que murió en olor de santidad.   

Otro santo importante de esta época es Máximo el Confesor (580-662), natural de Constantinopla, muy  involucrado en las discusiones teológicas de su época sobre Cristo y su naturaleza, las cuales llevaron a tantas herejías durante este siglo VII; él sin embargo, fiel al Mensaje de Cristo y a su Iglesia defendió siempre la doctrina de que Jesús tenia voluntad tanto humana como divina (Historia de la espiritualidad. Javier Sesé. Ed Eunsa 2005):

“Enseña, en efecto, como la identificación con Jesucristo conduce a la perfección, que consiste en la unión de la voluntad del hombre con la de Dios, a semejanza de la unión que tenían en  Jesús sus dos voluntades, humana y divina”

San Máximo ostentó el cargo de secretario y asesor del emperador bizantino Heraclio, pero por Cristo y su Mensaje este santo varón fue perseguido, hasta que se retiró en vida monástica. Se le da el título de Confesor  porque aunque no sufrió muerte física por martirio, de forma indirecta se puede asegurar que a causa de la defensa de sus ideas dio la vida por Cristo y su Iglesia, siendo  encarcelado, juzgado, e incluso considerado hereje por sus enemigos.

Concretamente le cortaron la lengua para que no pudiera enseñar su doctrina y le cortaron la mano derecha para que no pudiera comunicarse por carta con sus fieles y sus amigos; finalmente fue desterrado a la región de la Cólquida, donde murió poco después en completa santidad (662).

 
 
 
 
Sus hagiógrafos han recogido los numerosos milagros que aún después de muerto hizo, y su libro sobre la vida de la Virgen es considerado la primera biografía completa sobre la Madre de Nuestro Señor Jesucristo.

El Tercer Concilio Ecuménico de Constantinopla (680-681) confirmó la bondad de las ideas de este santo que ha sido considerado por la Iglesia como uno de los teólogos más importantes de la época patrística.

Otro santo importante de la primera mitad del siglo VII es Juan Climaco, del que aunque se desconoce la fecha exacta de su nacimiento se tienen algunos datos de su vida, gracias al monje Daniel del Monasterio de Raithu, sede próxima al Monasterio de la Transfiguración (Santa Catalina del Monte Sinaí) del cual este santo fue Abad, a pesar de sus deseos de llevar una vida totalmente ascética.

La insistencia de los monjes que conocían su santidad y las cualidades que poseía le obligaron a aceptar el puesto de Abad, pudiéndose decir que cumplió con creces las expectativas que aquellos hombres habían depositado en él, por los magníficos consejos y enseñanzas que impartía y la prudencia ejemplar de  su vida.


 
 
 
 
Su obra más importante es la Scala Paradis (Escalera del Paraíso), de la cual deriva el sobrenombre de Climaco (del griego Klimax, escalera), donde el santo analiza los treinta grados en el camino del alma hacia Dios que hace corresponder con los treinta peldaños de la escala de Jacob, y los treinta años de la vida oculta de Jesús.


San Juan Climaco antes de morir dejó la dirección de la Abadía a su hermano Jorge, por el deseo de volver a su vida solitaria y ascética en espera del Señor. Después de estos dos hermanos, San Anastasio, un monje que había recibido las enseñanzas y el ejemplo de vida de estos, fue nombrado Abad del Monasterio de Santa Catalina sito sobre el Monte Sinaí.

La fecha de su nacimiento y el momento de su muerte son datos poco fiables, sin embargo según sus hagiógrafos,  había nacido en  Siria, llevando desde muy joven una vida piadosa en este mismo Monasterio. Era un gran apologeta, pues defendía constantemente a la Iglesia de Cristo, con gran valentía y contundencia, de los numerosos  errores  sobre la Persona de Cristo y su Mensaje, que dieron lugar a herejías en  su tiempo.

En particular luchó contra el monofisismo, el monotelismo y en general contra todas las enseñanzas de Eutiques. Dotado de gran humildad nunca quiso destacar del resto de sus hermanos, pero Dios le había otorgado una gran inteligencia por lo que le fue dado escribir libros de carácter espiritual y algunas biografías de santos.

 
 
 
 
Está considerado uno de los primeros Padres de la Iglesia que hablaron sobre el Ángel de la Guarda, asegurando que su misión es preservar a los hombres del maligno guiándoles por el camino de la santidad. Entre sus sermones más bellos destaca el dedicado  al Sacramento de la Eucaristía, donde exhorta a los cristianos a recibir este regalo de Dios.   


Muchos fueron los hombres y mujeres que dieron ejemplo de santidad durante este siglo VII en la Iglesia Oriental en la que cabe destacar también la figura de San Andrés de Jerusalén o de Creta, según los distintos hagiógrafos, aunque se cree que nació en Damasco (Siria), inclinándose muy joven por la vida monástica, que desarrolló en el Monasterio de Jerusalén  de San Sabas.

Nombrado representante del Patriarca de Jerusalén, asistió al Concilio Ecuménico de Constantinopla (681-682), en el cual se condenó definitivamente todas las herejías cristológicas de la época. Por entonces fue ordenado diácono de la gran Basílica de Sofía y poco después fue consagrado Arzobispo de Gortina (Creta) donde tuvo que enfrentarse al problema del <culto de las imágenes>, surgido entre las Iglesias de Oriente y Occidente.

Escribió un gran número de himnos sacros, algunos de los cuales todavía son utilizados en las liturgias bizantinas y fue un gran evangelizador defendiendo siempre la doctrina católica de la Iglesia a través de sus numerosas homilías.

 
 
 
Otro santo de la época también nacido en Damasco es San Juan Damasceno (675-749) educado según sus hagiógrafos  por un sacerdote  italiano cautivo, que su padre, un hombre rico, había contratado con el deseo de cristianizar a su hijo, en unos momentos en que la ciudad había caído ya en poder de los árabes.


Verdaderamente su interés paternal dio grandes frutos a la Iglesia de Cristo, de tal forma, que incluso el Califa tomó en gran estima a Juan por sus cualidades morales e intelectuales. Sin embargo, no le faltaron  envidiosos al santo varón, y así, el emperador bizantino, León III (680-741), que había  adoptado la política religiosa de ponerse del  lado de los iconoclastas, prohibiendo el culto de las imágenes, urdió un complot contra el santo para ponerle en contra del Califa el cual de forma  inopinada le condenó a perder la mano.

Sin embargo,  la Virgen María de la que era devoto San Juan le hizo el milagro de recuperarla, como si nada hubiera pasado, y ante este portento el Califa le perdonó y le permitió que se retirara al desierto para hacer vida ascética, donde se dedicó a la oración y escribió sus Santos Tratados, entre los que cabe destacar los referentes a las virtudes y los vicios, y los que hablan de la fe ortodoxa. Ha sido considerado Padre y Doctor de la Iglesia por la excelencia de su labor evangelizadora y teológica.  
Por otra parte, durante  siglo VII, la Península Ibérica se encontraba bajo el poder de los visigodos, inicialmente arrianos, pero que posteriormente se convirtieron al cristianismo, floreciendo con ello, la vida monástica  y las vocaciones sacerdotales. Son numerosos los Obispos y Arzobispos conocidos por su santidad  y labor intelectual en favor de la Iglesia. En este sentido, mención especial merecen los cuatro hermanos santos: Fulgencio, Leandro, Isidoro y Florentina.

San Fulgencio, el segundo  hijo de Severiano y Túrtura,  nació en Cartagena a finales del siglo VI, desconociéndose la fecha exacta de este acontecimiento; según sus hagiógrafos muy pronto se traslado junto con su familia, a la hoy ciudad de Sevilla. Hombre estudioso y gran orador, fue nombrado Obispo de Écija, cuando era rey el visigodo Recaredo (586-601), que se había convertido al cristianismo por el deseo del rey Leovigildo, su padre,  y el empeño de San Leandro, hermano de Fulgencio y Arzobispo de Sevilla.


Sucedió que cercana ya la muerte, Leovigildo se arrepintió de su conducta con el que debería haber sido heredero de la corona, Hermenegildo, al que ordenó ejecutar por ser cristiano, convirtiéndose éste así en  el primer mártir visigodo, por lo que el rey compungido, pidió a su otro hijo Recaredo que se convirtiera al cristianismo, y éste así lo hizo.


 
 
 
 
La decisión tomada por el rey Recaredo se manifestó en una asamblea de Obispos arrianos hacia el año 586, a los que se animó y se solicitó la conversión al catolicismo; posteriormente en el  III Concilio de Toledo se hizo solemne la declaración de fe en Cristo y su Mensaje (589).


Durante el reinado de los visigodos tuvieron lugar un gran número de Concilios en España, siendo los más famosos e importantes los celebrados en Toledo, que desde la época de la conversión al catolicismo tenían el carácter de asambleas nacionales. Estos Concilios de Toledo eran convocados por los reyes y a ellos asistían  sus consejeros y  también  los Obispo y eclesiásticos del momento, por lo que tuvieron autoridad moral y legislativa singular, para toda la nación.

San Fulgencio asistió al II Concilio Hispalense (610) y tuvo parte activa en diversas misiones encargadas por el rey católico Recaredo, que le tenía en gran consideración por sus cualidades intelectuales y su gran humildad; fue considerado ya en su tiempo un hombre sabio y caritativo. San Fulgencio es el Patrón de la diócesis de Cartagena (Murcia), y desde el siglo XVI da nombre a los seminarios de las diócesis de Murcia y Plasencia; se cree que murió  en santidad hacia el año 630.

San Isidoro (556-636), hermano menor de <los cuatro santos>, dedicó toda su vida al estudio y a la oración, consiguiendo tal nivel cultural y preparación científica y espiritual, que cuando su hermano mayor, San Leandro murió, quedando vacante el Arzobispado de Sevilla, fue reclamado por la Iglesia para sucederle. Entre los méritos de este gran santo evangelizador hay que citar la fundación de una escuela ilustre y famosa por haber sido la cuna intelectual de muchos hombres santos y sabios, como San Ildefonso (Arzobispo de Toledo), o San Braulio (Arzobispo de Zaragoza).

San Isidoro presidió el segundo sínodo provincial de la Bética en Sevilla (618 o 619), durante el reinado del visigodo Sisebuto  (612-621), donde se acabó por establecer totalmente la naturaleza de Cristo, rebatiendo las falsas doctrinas propagadas por el arrianismo. Su obra principal es <Las Etimologías>, en la que trata magistralmente de todo lo que se sabía hasta entonces, una obra de la que se sirvieron todas las ciencias de la Edad Media. Con razón el Papa San Gregorio Magno le denominó el <Salomón de su tiempo>. Se puede considerar el personaje más sobresaliente de la cultura de la época, dentro y fuera de España.     

San Isidoro presidió el IV Concilio de Toledo (633), en el cual se estableció la necesidad de que todos los Obispos crearan seminarios y escuelas catedralicias para la formación de los futuros  testigos de Cristo, a los que se debería dar una preparación intelectual adecuada para llevar a cabo la gran misión de la evangelización de los pueblos.

 
 
 
Santa Florentina, al igual que sus tres hermanos, Leandro, Fulgencio e Isidoro, era natural de Cartagena. Sus hagiógrafos aseguran que desde que salió a la luz, se vieron en ella señales inequívocas de su futura santidad; por otra parte, poseedora de las mismas cualidades intelectuales de sus hermanos, era como éstos, muy humilde y bondadosa.


Durante su niñez y juventud estuvo al cuidado de su hermano más pequeño, Isidoro, al que protegía como una madre, y atendía a las enseñanzas de su hermano mayor, Leandro, que fue su maestro en las oraciones y vida espiritual. Estudió al lado de sus hermanos el latín y otras ciencias, por lo que se la puede considerar una intelectual de su época. Muy pronto comprendió que su verdadera vocación era la vida religiosa, profesando en un convento de benedictinas probablemente en la ciudad de Écija del que con el tiempo llegó a ser Superiora.

Por su ejemplo y virtudes, acudieron muchas jóvenes nobles a su convento para seguir la vida religiosa, y más tarde con el apoyo de sus santos hermanos, pudo fundar un gran número de monasterios en los que convivían las religiosas dando ejemplo de oración y santidad. Murió en el Monasterio de Nuestra Señora del Valle de la ciudad de Écija y sus reliquias, junto con las  de San Fulgencio, se encuentran en la Iglesia del pueblo de Berzocana, en el Obispado de Plasencia.
Alumno querido y sobresaliente de San Isidoro de Sevilla, fue San Idelfonso, Arzobispo de Toledo (607-667), considerado uno de los más ilustres santos varones que ha tenido España. En la escuela fundada por San Isidoro, el santo de Toledo, estudió durante doce años y al regresar a su tierra, ingresó en el Monasterio benedictino de San Cosme y San Damián y más tarde, a la muerte del Abad, los monjes quisieron por unanimidad que fuera su sucesor; como tal tuvo ocasión de asistir a los Concilios VIII, IX y X de Toledo.

A la muerte del Arzobispo de Toledo fue nombrado su sucesor en el año 657 y desde allí evangelizó a los pueblos, llegando a ser considerado la alegría y el honor de todos los que le conocieron. Luchó denodadamente contra la herejía del arrianismo aún muy extendida entre los hombres en su época; herejía que según nuestro Papa Benedicto XVI, de alguna forma está tomando carta de naturaleza, de nuevo, en nuestros días.


 
 
Dice Joseph Ratzinger (Benedicto XVI),  en su libro <Un Canto Nuevo para el Señor>. (Ed. Sígueme. Salamanca 2011), en este sentido: “Cuando hablamos hoy del saber, como liberación de la esclavitud que es la ignorancia,  no solemos pensar en Dios, sino en el  <saber dominar>, en el arte de manejar las cosas y tratar a los seres humanos. Dios queda fuera de juego, parece irrelevante en el tema de aprender a vivir. Primero hay que saber afirmarse a sí mismo; una vez asegurado esto, podemos dar margen a la especulación.


En este recorte del conocimiento estriba no solo el problema de nuestra idea moderna de la verdad y la libertad, sino el problema de nuestro tiempo en general. Porque se da por supuesto que para orientar las cosas humanas y configurar nuestra vida es indiferente que exista o no exista Dios. Dios parece estar fuera de los contextos funcionales de nuestra vida y nuestra sociedad; es el célebre <deus otiosus> de la historia de las religiones.

Pero un Dios que sea irrelevante para la existencia humana no es Dios, puesto que es impotente e irreal. Si el mundo no viene de un Dios ni es regido por él hasta lo mínimo, significa que no viene de la libertad y que, por eso, la libertad tampoco es una posibilidad en él; el mundo es entonces una serie de mecanismos ciegos, y toda libertad en él es apariencia.

En este sentido nos encontramos de nuevo con que la libertad y la verdad son inseparables. Si nada podemos saber de Dios ni Dios quiere saber nada de nosotros, no somos libres en una creación abierta a la libertad, sino elementos de un sistema de fatalidades donde, incomprensiblemente, el ansia de libertad no quiere extinguirse. La cuestión de Dios es a la vez solidariamente la cuestión de la verdad y de la libertad.
En el fondo hemos arribado nuevamente al punto donde un día se bifurcaron los respectivos caminos de Arrío y de la gran Iglesia; se trata de la pregunta por la diferencia cristiana y, al mismo tiempo, la pregunta por la capacidad del hombre para alcanzar la verdad. El verdadero núcleo de la herejía de Arrío consiste en la continuidad de esa de trascendencia absoluta  de un Dios que él tomó de la filosofía antigua tardía. Este Dios no se puede comunicar, es demasiado grande y el hombre demasiado pequeño…”

 
Seguro que San Idelfonso tenía las ideas muy claras al respecto, y no como  aquellos  hombres que quieren apartar  de su cabeza la idea de la existencia de Dios, y de hecho la han apartado considerando que la vida ordinaria no tiene que mezclarse con las ideas religiosas de los individuos. Por eso conviene tener en cuenta las palabras de nuestro actual Papa (Ibid):
 
 
 
 
“Hoy no podemos concebir ya que el tema de Dios sea algo real en grado sumo, ésta es la verdadera clave de nuestro males más profundos. Esto indica la gravedad de la enfermedad de nuestra civilización. En realidad no habrá curación si Dios no vuelve a ser reconocido como el eje de toda nuestra existencia. Sólo unida a Dios, la vida humana se hace verdaderamente vida; sin él, queda debajo de su propio umbral y se destruye así misma”

 
El arrianismo siempre estuvo presente durante el siglo VII en España, pero los Concilios de Toledo, a partir de la conversión de Recaredo, ejercieron un efecto muy beneficioso para la evangelización total del pueblo y San Idelfonso tuvo un papel muy importante,  en la misma. Son numerosos los milagros que según sus hagiógrafos, tuvieron lugar en la vida del santo, siendo particularmente famoso el de su encuentro con la Virgen María, la cual se cuenta, que se le apareció descendiendo sobre la Catedral de Toledo imponiéndole la casulla que debía usar en sus festividades. En la actualidad los peregrinos pueden contemplar la piedra en la que supuestamente la Virgen Santísima puso sus pies cuando se presentó a San Idelfonso.

Entre las obras más conocidas de este santo recordaremos la dedicada a la Virgen: <De virginitate  anctae  Mariae contra tres infedeles>, obra traducida por el Arcipreste de Talavera y que constituye el punto de partida de la teología Mariana en España. Merece destacar de su obra la claridad con la que afirma su fe en el parto virginal:

 
 
“No quiero que alegues que la pureza de nuestra Virgen ha sido corrompida en el parto…no quiero que rompas su virginidad por la salida del que nace, no quiero que la Virgen la prives del Título de madre, no quiero que a la madre la prives de la plenitud de la gloria virginal”

Otra obra muy interesante del santo es la titulada <De progressu spiritualis desert>, donde asegura que tras el bautismo, simbolizado por el paso de los israelitas a través del mar Rojo en su camino hacia la tierra prometida, el alma se encamina hacia la santidad gracias a la lectura de los Evangelios, que él asemeja al paso de los judíos a través del desierto cuando dirigidos por Moisés caminaban hacia el destino que el Señor les había preparado. Murió el santo en la segunda mitad del siglo VII, sus restos son custodiados en la actualidad en la Real Cofradía de Caballeros Cubicularios de Zaragoza y sus palabras deberían seguir resonando en los oídos de todos los católicos, porque la Virgen María es la Reina de la evangelización, ella es el ejemplo a seguir en el camino de la fe:

“La Virgen María, Madre e imagen perfecta de la Iglesia, desde los comienzos del Nuevo Testamento es proclamada bienaventurada, debido a su adhesión de fe inmediata y sin vacilaciones a la Palabra de Dios (Lc 1, 38-45), que conservaba y meditaba permanentemente en su corazón (Lc 2, 19, 51).


 
 
 
 
Ella se ha convertido así en el modelo y apoyo para todo el pueblo de Dios, confiado a su cuidado maternal. Le muestra el camino de la acogida y del servicio a la Palabra y, al mismo tiempo, el fin último que jamás debe perder de vista: el anuncio a todos los hombres y la realización de la salvación traída al mundo por su hijo Jesucristo (El elogio de la conciencia. La verdad interroga al corazón Benedicto XVI, Ed. Palabra 2009)”