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lunes, 2 de septiembre de 2013

JESÚS DIJO: ID TAMBIÉN VOSOTROS A MI VIÑA


 
 
 
 
Cuenta San Mateo en su Evangelio que yendo Jesús hacia Jerusalén por Perea, con sus discípulos, les puso  como ejemplo una parábola para indicarles como era el reino de los cielos (Mt 20, 1-7): "Porque es semejante el reino de los cielos a un hombre amo de casa, que salió al amanecer a contratar obreros para su viña / Y habiendo concertado con los obreros en un denario el día, les envió a su viña / Y habiendo salido hacia la hora tercia, vio otros que estaban en la plaza parados / y les dijo: <Id también vosotros a la viña, y os daré lo que fuere justo> / Ellos fueron. Habiendo salido otra vez hacia lo hora sexta y nona, hizo lo mismo / Cerca de la hora undécima, habiendo salido, halló a otros allí, y les dice: ¿Por qué estáis ahí  todo el día sin trabajar? / Le respondieron: <Porque nadie nos ha contratado>. Él les dijo: <Id también vosotros a mi viña>"

 
Como nos aseguraba el Papa Beato Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica post-sinodal <Christifideles Laici>, dada en Roma el 30 de diciembre de 1988, <el llamamiento del Señor no cesa de resonar en el curso de la historia desde aquel día lejano>, y se dirige a cada hombre que viene a este mundo, No solo a los sacerdotes, y a los religiosos, sino también a los fieles laicos, los cuales son llamados personalmente por Él, para realizar la tarea de la evangelización, en nombre de la Iglesia a favor de todos los pueblos.
Por eso, en la Constitución dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II, < Lumen gentium>, podemos leer (GL 31):

 
 
“A los laicos corresponde, por propia vocación, tratar de obtener el reino de Dios gestionando los asuntos temporales y ordenándolos según Dios. Viven en el siglo, es decir, en todos y cada uno de los deberes y ocupaciones del mundo, y en las condiciones ordinarias de la vida familiar y social, con las que su existencia está como entretejida. Allí están llamados por Dios, para que, desempeñando su propia profesión guiados por el espíritu evangélico, contribuyan a la santificación del mundo como desde dentro, a modo de fermento. Y así hagan manifiesto a Cristo ante los demás, mediante el testimonio de su vida, por la irradiación de la fe, la esperanza y la caridad. Por tanto, de manera singular, a ellos corresponde iluminar y ordenar las realidades temporales a las que están estrechamente vinculados, de tal modo que sin cesar se realicen y progresen conforme a Cristo y sean para la gloria del Creador y del Redentor”

 Como nos enseñaba  el Papa Benedicto XVI, cuando todavía era el Cardenal Joseph Ratzinger, en una conferencia que pronunciaba en el Congreso de Catequistas y Profesores de religión en la ciudad de Roma en el año 2000, todos los hombres tenemos la obligación de dar a conocer los santos Evangelios con nuestras obras y con nuestras palabras, porque: “La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto incompleto, que es preciso seguir realizando…Evangelizar quiere decir mostrar el camino, enseñar el arte de vivir”

La Iglesia tiene la obligación, el deber permanente, de evangelizar al mundo, es su misión, y los laicos como miembros  que son de la misma deben llevar a cabo su parte en este crucial cometido, el cual fue confiado por Cristo a los Once y por extensión a sus seguidores a lo largo de todos los siglos a partir su ascensión a los cielos (Mc 16, 9-15):

 
 
 
"Habiendo resucitado al amanecer del primer día de la semana, se apareció primeramente a María Magdalena, de la cual había lanzado siete demonios / Ella fue a dar la nueva a los que habían con Él, que estaban afligidos y lloraban / Y ellos, oyendo decir que vivía y que había sido visto por ella, no le creyeron / Tras esto, a dos de ellos que iban de camino se apareció en diferente figura, mientras iban en camino / También ellos se fueron a dar la nueva a los demás; y ni ellos creyeron / Posteriormente, estando ellos a la mesa, se apareció a los Once y les echó en cara su incredulidad y dureza de corazón por que no habían creído a los que le habían visto resucitado de entre los muertos / Y les dijo: Id al mundo entero y predicad el Evangelio a toda la creación"

 
En efecto, como aseguraba el Papa Benedicto XV en su Carta Apostólica <Maximun Illud> dada en Roma  en el año 1919: “El Evangelio no había de limitarse ciertamente a la vida de los Apóstoles, sino que se debía perpetuar en sus sucesores hasta el fin de los tiempos, mientras hubiera hombres en la tierra para salvar la verdad”

Así mismo, como también se indica en la Constitución dogmática <Lumen gentium>  (GL 33): “Los laicos congregados en el pueblo de Dios e integrados en el único cuerpo de Cristo bajo una sola Cabeza, cualquiera que sean, están llamados, como miembros vivos, a contribuir con todas sus fuerzas, las recibidas por el beneficio del Creador y las otorgadas por la gracia del Redentor, al crecimiento de la Iglesia y a su continua santificación”

 
Y esto es así, porque todos los creyentes estamos unidos a Cristo y entre sí, como proclamaba el Apóstol San Pablo en su primera carta al pueblo de Corinto (I Co 12, 12-13 y 27-30): "Pues lo mismo que el cuerpo es uno y tiene muchos miembros, y todos los miembros del cuerpo, a pesar de muchos, son un solo cuerpo, así es también Cristo / Pues todos nosotros, judíos y griegos, esclavos y libres, hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo. Y todos hemos bebido de un mismo Espíritu…/ Pues bien, vosotros sois el cuerpo de Cristo, y cada uno es un miembro / Pues en la Iglesia Dios puso en primer lugar a los Apóstoles; en segundo lugar, a los Profetas, en el tercero, a los maestros, después, los milagros, después, los carismas de curación, la beneficencia, el gobierno, la diversidad de lenguas / ¿Acaso son todos Apóstoles? ¿O todos son Profetas? ¿O todos maestros? ¿O hacen  todos milagros? / ¿Tienen todos don para curar? ¿Hablan todos en lenguas o todos las interpretan?"


 
En efecto, como podemos leer en la Constitución dogmática <Lumen gentium> (GL 9): “Así como el pueblo de Israel, según la carne, peregrinando por el desierto, se le designa ya como Iglesia; así el nuevo Israel, que caminando en el tiempo presente busca la ciudad futura y perenne, también es designado como Iglesia de Cristo, porque fue Él quien la adquirió con su sangre, la llenó de su Espíritu y la dotó de los medios apropiados de unión visible y social. Dios formó una congregación de quienes, creyendo, ven en Jesús al autor de la salvación, y el principio de la unidad y de la paz, y la constituyó Iglesia a fin de que fuera para todos y cada uno el Sacramento visible de esta unidad salutífera. Debiendo difundirse en todo el mundo, entra, por consiguiente, en la historia de la humanidad, si bien trasciende los tiempos y las fronteras de los pueblos. Caminando, pues, la Iglesia en medio de tentaciones y tribulaciones, se ve confortada por el poder de la gracia de Dios, que le ha sido prometida para que no desfallezca de la fidelidad perfecta por la debilidad de la carne, antes, al contrario, persevere como esposa digna de su Señor y, bajo la acción del Espíritu Santo, no cese de renovarse hasta que por la Cruz llegue a la luz que no conoce ocaso”

 

Los Apóstoles, primero miembros de la Iglesia de Cristo, de inmediato, iniciaron la labor evangelizadora que éste les había encargado y ello les costó dar la vida por Él y su Mensaje, pues todos, a excepción de San Juan, sufrieron la muerte por martirio y San Juan aunque no murió de esta forma, según la tradición, sufrió también terrible martirio, por la misma razón. Después de estos, vinieron otros hombres, que durante los primeros siglos de la Iglesia, fueron los encargados de propagar la palabra de Jesús por todo el mundo entonces conocido y también sufrieron persecuciones y sufrimientos sin fin e incluso la muerte por martirio, las más de las veces.

Como el mismo Papa Benedicto XV recordaba en su carta Apostólica <Maximum Illud>:

“Aún en los tres primeros siglos, cuando una en pos de otra, suscitaba el infierno encarnizadas persecuciones para oprimir en su cuna a la Iglesia, y todo rebosaba sangre de cristianos, la voz de los predicadores evangélicos se difundió por todos los confines del Imperio romano”

 

Es sin duda importante y reconfortante también para los cristianos de hoy en día, recordar que Cristo nos pidió a todos sus seguidores que fuéramos sus evangelizadores; sabemos, por la historia de la Iglesia, de la labor extraordinaria realizada por muchos de sus miembros a lo largo de todos estos siglos. Precisamente Benedicto XV (1414-1922), el Pontífice que tomó posesión de la silla de Pedro casi al inicio de estallar la primera guerra mundial, la cual intentó parar, pero sin éxito, poco después de acabar la contienda, en la que él participó de forma activa ayudando a los prisioneros de guerra y a la población civil sin desaliento, escribió la Carta Encíclica <Maximun Illud>, ya mencionada para aportar luz a la historia de la evangelización realizada por la Iglesia católica:

“Desde que públicamente se concedió a la Iglesia paz y libertad, fue mucho mayor en todo el orbe el avance del apostolado, obra que se debió sobre todo a hombres eminentes en santidad. Así, Gregorio I el Iluminador (257-330) gana para la causa cristiana a Armenia; Victoriano (270-303), a Styria, Frumencio (+383), a Etiopia; Patricio (377-385; 461-464+) conquista para Cristo a los irlandeses; a los ingleses, Agustín (de Canterbury), (605+); Columbano (521-597) y Paladio (432+), a los escoceses. Más tarde, hace brillar la luz del Evangelio para Holanda, Clemente Villibrordo primer Obispo de Utretch, mientras Bonifacio (754+) y Anscario (865+) atraen a la fe católica los pueblos germánicos; como Cirilo (827-869) y Metodio (815-885) a los eslavos.

Ensanchándose luego todavía más el campo de la acción misionera, cuando Guillermo de Rubruquis (1253-1255) viajó a Asía e iluminó con los esplendores de la fe la Mongolia y   el Papa Beato Gregorio X (1210-1276) envió misioneros a China, cuyos pasos habían pronto de seguir  los hijos de San Francisco de Asís (1271-1368), durante la dinastía Yuan, fundando una Iglesia numerosa, que pronto había de desaparecer al golpe de la persecución.

Más aún: tras el descubrimiento de América; ejércitos de varones apostólicos, entre los cuales merece especial mención Bartolomé de las Casas, honra y prez de la orden dominicana, se consagraron a aliviar la triste suerte de los indígenas, ora defendiéndolos de la tiranía despótica de ciertos hombres malvados, ora arrancándolos de la dura esclavitud del demonio.

Al mismo tiempo, Francisco Javier, digno de ser comparado con los mismos Apóstoles, después de haber trabajado heroicamente por la gloria de Dios y salvación de las almas de las Indias Orientales y el Japón, expira en las mismas puertas del Celeste Imperio, a donde se dirigía, como para abrir con su muerte camino a la predicación del Evangelio en aquella región vastísima, donde habían de consagrarse al apostolado, llenos de anhelos misioneros y en medio de mil vicisitudes,  los hijos de tantas órdenes religiosas e instituciones misioneras.

Al  fin, Australia, último continente descubierto, y las regiones interiores de África, exploradas recientemente por hombres de tesón y audacia, han recibido también pregoneros de la fe. Y casi no queda ya isla tan apartada en la inmensidad del Pacifico donde no haya llegado el celo y la actividad de nuestros misioneros…

Pues bien: quien considere tantos y tan rudos trabajos sufridos en la propagación de la fe, tantos afanes y ejemplos de invicta fortaleza, admirará sin duda que, a pesar de ello, sean todavía innumerables los que yacen en las tinieblas…”

 

Por desgracia, desde que Benedicto XV escribiera esta Carta Apostólica la situación fue visiblemente empeorando, a partir de la segunda Guerra Mundial y hasta nuestros días, en los que el Llamado Viejo Continente, primero en recibir la Palabra de Cristo, se encuentra con la clara necesidad de lo que se ha dado en llamar Nueva Evangelización. Precisamente en este sentido, el Beato Papa Juan Pablo II hacia una denuncia en su Exhortación Apostólica Post-Sinodal, <Christifideles Laici> en el año 1988:

“¿Cómo no hemos de pensar en la persistente difusión de la <indiferencia religiosa> y del <ateísmo>, en sus más diversas formas, particularmente en aquella <hoy quizás más difundida> del <secularismo>? Embriagado por las prodigiosas conquistas de un irrefrenable desarrollo científico-técnico, fascinados sobre todo por la más antigua y siempre nueva tentación de querer llegar a ser como Dios (GN 3,5), mediante el uso de una libertad sin límites, el hombre arranca las raíces religiosas que están en su corazón: se olvida de Dios, lo considera sin significado para su propia existencia, lo rechaza poniéndose a adorar los más diversos <ídolos>… Y sin embargo la <aspiración y la necesidad de lo religioso> no puede ser suprimido totalmente. La conciencia de cada hombre, cuando tiene el coraje de afrontar los interrogantes más graves de la existencia humana, y en particular el sentido de la vida, del sufrimiento y de la muerte, no puede dejar de hacer propia aquella palabra de verdad proclamada a veces por San Agustín: <Nos has hecho, Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti>. Así también el mundo actual testifica, siempre de manera más amplia y viva, la apertura a una visión espiritual y trascendente de la vida, el despertar de la búsqueda religiosa, el retorno al sentido de lo sacro y a la oración, la voluntad de ser libres en el invocar el Nombre del Señor”

 

Sigue, en su Exhortación, el Pontífice Juan Pablo II, hablando largo y tendido, sobre el problema, mejor dicho, los múltiples problemas que embargaban a la sociedad del siglo veinte,  que han continuado creciendo desde entonces y siguen amenazando terriblemente a la sociedad desde los comienzos de este siglo veintiuno, por ejemplo: el desprecio de la dignidad humana, la conflictividad social, la falta de justicia entre los hombres y sobre todo la falta de paz, tanto en el seno familiar, como en el mundo en general. Es un campo de trabajo inmenso, incierto y doloroso, éste, que en la actualidad tienen que labrar los obreros del <dueño de la casa> de la parábola de Jesús, que recordábamos al principio con el Evangelio de San Mateo. A este respecto son dignas de tener en cuenta y muy significativas, las reflexiones del Papa Juan Pablo II en la Exhortación, ya mencionada:

“En este campo está eficazmente presente la Iglesia, todos nosotros, pastores y fieles, sacerdotes, religiosos y laicos…

La Iglesia sabe que todos los esfuerzos que va realizando la humanidad para llegar a la comunión y a la participación, a pesar de todas las dificultades, retrasos y contradicciones causadas por las limitaciones humanas, por el pecado, y por el Maligno, encuentran una respuesta plena en Jesucristo, Redentor del hombre y del mundo.

La Iglesia sabe que es enviada por Él como <signo e instrumento de la íntima unión con Dios y de la unidad de todo el género humano> En conclusión, a pesar de todo, la humanidad puede esperar, debe esperar. El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la <noticia nueva> y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres”

 

En efecto, como también razonaba otro Papa, Pablo VI, en su Carta Encíclica <Ecclesiam Suam>, dada en Roma el 6 de agosto de 1964 (segundo de su Pontificado):

“Habiendo Jesucristo fundado la Iglesia para que fuese al mismo tiempo <madre amorosa> de todos los hombres, y la <dispensadora de salvación>, se ve claramente por qué a lo largo de los siglos le han dado muestras de especial amor y le han dedicado especial solicitud todos los que se han interesado por la gloria de Dios y por la salvación eterna de los hombres; entre éstos, como es natural los Vicarios del mismo Cristo en la tierra, un número inmenso de Obispos y de Sacerdotes y un admirable escuadrón de cristianos santos”

 

Fue esta la primera Carta Encíclica del Papa Pablo VI, un hombre verdaderamente santo, que luchó denodadamente por transmitir <correctamente> los mensajes de la Iglesia, recogidos del Concilio Vaticano II. Fue por ello atacado, por aquellos que querían una <modernización de la Iglesia>, que implicaba, incluso, apartarse del Mensaje de Cristo; pero él, fiel al Señor, no cedió a los intereses particulares de aquellos que pretendían, equivocadamente y atraídos por filosofías malsanas, alejarse de la verdad salvadora.

El motivo, pues, de esta su primera Encíclica, era dejar muy claras sus intenciones al respecto (Ibid):

“Esta nuestra Encíclica no quiere revestir carácter solemne y propiamente doctrinal, ni proponer enseñanzas determinadas, morales o sociales: simplemente quiere ser un mensaje fraternal y familiar. Pues queremos tan solo, con esta nuestra carta, cumplir el deber de abriros nuestra alma, con la intención de dar a la comunión de  fe y de caridad que felizmente existe entre nosotros  un mayor gozo, con el propósito de fortalecer nuestro ministerio, de atender mejor a las fructíferas sesiones del Concilio Ecuménico mismo, y de dar mayor claridad a algunos criterios doctrinales y prácticos que puedan útilmente guiar la actividad espiritual y apostólica de la Jerarquía eclesiástica y de cuantos le prestan obediencia y colaboración o incluso sólo benévola atención…”

 

Tres ideas del Papa Pablo VI, de esta su primera Encíclica, quisiéramos destacar a continuación, teniendo en cuenta que durante su Papado la situación de la Iglesia era enormemente conflictiva:

a) Que <ésta es la hora en que la Iglesia debe profundizar en la conciencia de sí misma, debe meditar sobre el misterio que le es propio, debe explorar, para propia instrucción y edificación, la doctrina que le es bien conocida>…

b)Que <hay que ver cuál  es el deber presente de la Iglesia en corregir los defectos de los propios miembros y hacerles tender a mayor perfección, y cuál es el método mejor para llevar con prudencia a tan gran renovación>…

c) ¿Cuáles son las relaciones que actualmente debe la Iglesia establecer con el mundo que le rodea y en medio del cual ella vive y trabaja? <Una parte de este mundo…ha recibido profundamente el influjo del cristianismo y lo ha asimilado íntimamente, pero luego se ha ido separando y distanciando en estos últimos siglos del trono cristiano de su civilización>…

Sin duda el Pontificado de Pablo VI (1963-1978) estuvo lleno de escollos que parecían insalvables y que proporcionaron al Papa un gran sufrimiento, aunque él siempre llevó la Cruz de Cristo con amor y dignidad. La reforma de la curia fue una de las principales dificultades con las que se topó, tal como se recuerda en el magnífico libro <Cien años de Pontificado romano> realizado bajo la coordinación del Dr. Josep-Ignasi Saranyana, con la colaboración de un gran número de eminentes historiadores, de la  Ed. Eunsa (2006):

“Allí encontró su cruz y su gloria, porque, pasado el inicial entusiasmo con su persona, se abatieron sobre la Iglesia los problemas que entonces conmocionaban al mundo de la cultura, de la religión y de la política. Estaba en puerta el conflictivo año de 1968

La corriente de secularización entró de lleno en la concepción de la doctrina eclesiástica, que sustituyó el objetivo formal de la teología por las realidades que implicaban sus modernas denominaciones de <teología de la muerte de Dios>, de la <secularización>, de la <liberación>, etc. Los mismos episcopados parecían demasiado condescendientes con la imprecisión dogmatica del momento…

Era el clima en el que se forjaba la escisión del Arzobispo Lefebvre, ya incoado durante los días del Concilio…”

 

Sin embargo los males que azotaban a la sociedad de mediados del siglo XX, se  iniciaron en tiempos anteriores; el Papa Pio X lo denunció, en su Carta Encíclica <Acerbo Nimis>, donde mencionó con dolor la falta de enseñanza del Catecismo Católico en las escuelas y en la sociedad cristiana en general, al principio de ese siglo, en concreto en el año 1905:

“¡Cuan comunes y fundados son, por desgracia, estos lamentos de que existe hoy un crecido número de personas, en el pueblo cristiano, que viven en suma ignorancia de las cosas que se han de conocer para conseguir la salvación eterna! Al decir pueblo cristiano, no queremos referirnos solamente a la plebe, esto es, a las personas pobres, a quienes excusa con frecuencia, el hecho de hallarse sometidos a dueños exigentes, y que apenas si pueden ocuparse de sí mismos y de su descanso; sino que también y, principalmente, hablamos de aquellos a quienes no falta entendimiento, ni cultura y hasta se hallan adornados de una gran erudición profana, pero que, en lo tocante a la religión, viven temerariamente e imprudentemente.

¡Difícil sería ponderar lo espeso de las tinieblas que con frecuencia los envuelven, y lo que es más triste, la tranquilidad con que permanecen en ellas! De Dios, Soberano autor y moderador de todas las cosas y de la sabiduría de la fe cristiana para nada se preocupan; y así nada saben de la Encarnación del Verbo de Dios, ni de la Redención por Él llevada a cabo…En cuanto al pecado, ni conocen su malicia, ni su fealdad, de suerte que no ponen el menor cuidado en evitarlo…”

 

Vemos, en su carta, la angustia del Papa ante los hechos por él denunciados en la sociedad, ya en los albores del siglo XX;  él trató de renovar <toda en Cristo>, con la esperanza de evitar el declive moral y prevenir lo que ya se anunciaba para  siglos posteriores. Ciertamente, como el propio Papa Beato Juan Pablo II recordaba en su Carta Apostólica <Tertio Millennio adveniente>, publicada en el año 1994, todos los Pontífices del siglo XX, anteriores al Concilio Ecuménico de Vaticano II, trataron de promover la paz entre las naciones, pero también, la paz verdadera en la conciencia de los hombres de la época. Sí, realmente todos los Papas comprendieron que, esto, era sumamente urgente y trataron de evangelizar a los pueblos para evitar lo que se avecinaba, pero sin demasiado éxito…

Fue el Papa Juan XXIII, movido seguramente por la situación moral acuciante de su grey, el que  decidió convocar el Concilio Ecuménico Vaticano II, aunque no todos los Cardenales y Obispos estuvieron en principio de acuerdo con ello, por el riesgo que la Iglesia podría correr, en unos momentos tan delicados…La muerte le impidió ver al Papa los resultados de este Concilio, la responsabilidad del mismo recayó en su sucesor cuando aún faltaba mucho para dar término final al mismo. En efecto, cuando Pablo VI ocupó la silla de Pedro, tan solo se había celebrado la primera convocatoria del Concilio, y ni tan siquiera se había publicado alguno de los posibles decretos resultantes de la misma. El nuevo Papa al tomar sobre sí la responsabilidad del Concilio Vaticano II se propuso, sobretodo, respetando la opinión de todos los Padres de la Iglesia participantes en el mismo, conseguir las reformas necesarias, pero eso sí, sin apartarse nunca del Mensaje Divino.

Pasados ya tantos años de la celebración y aplicación de la recomendaciones del Concilio Ecuménico, del que se han hecho tantas críticas y alabanzas, sólo nos atrevemos a decir que los resultados fueron muy diversos, pues aunque por una parte muchas voces se alzaron en contra de algunas de las resoluciones tomadas en él, a la postre, otros tantos beneficios se han obtenido de los mismos…Lo que no se puede negar es que a raíz de la celebración de Vaticano II muchas cosas cambiaron en las costumbres de la  Iglesia, que no en su mensaje, unas para bien y otras si no para mal sí que han sido causa de muchas dificultades que aún estamos tratando de superar…

Al Papa Pablo VI, las reformas postconciliares le causaron, eso sí, grandes problemas, por la interpretación moderada y acertadas del Pontífice que dieron lugar al rechazo de la sociedad más progresista del momento, incluido también  cierto sector de la curia. Fueron tantas las quejas recibidas que el Cabeza de la Iglesia se encontró en dificultades para mantener la disciplina que le era debida y la pureza de la doctrina cristiana. Con todo no cejó en su empeño y a través de sus Cartas Encíclicas fue manifestando la Verdad del Mensaje de Cristo, en contra mucha veces de la opinión generalizada de una sociedad imbuida de modernismo mal entendido, anticlerical y laicista en gran medida.

A la muerte de Pablo VI fue elegido como su sucesor en la silla de Pedro, el Cardenal Albino Luciani, persona muy próxima al anterior Papa y de una humildad y santidad reconocidas. Este Santo Padre que tomó el nombre de Juan Pablo I no defraudó en absoluto las perspectivas puestas en él, en el cortísimo tiempo que duró su Pontificado (apenas unos días del año 1978). Como podemos leer en el libro recomendado anteriormente (Cien años de Pontificado romano…):

“No sabemos cuál hubiera llegado a ser la fecundidad de aquella mansa lluvia, que era la suave doctrina y dulce talante del nuevo Papa. Todos pudieron comprobar que Juan Pablo I optaba por la continuidad decididamente…En la mañana del día 27 de agosto, a las nueve, el nuevo Papa celebró la Eucaristía con los Cardenales que habían participado en el Cónclave y seguidamente, a las 10:15, se dirigía al mundo en un primer mensaje en el que ponía de manifiesto su proyecto Papal…Era el de quien asume con filial reverencia y sin afán alguno de originalidades el rumbo de su predecesor: <Nuestro programa será  continuar el suyo (el de Pablo VI)…Queremos continuar sin fatiga en pos de la herencia del Concilio Vaticano II, cuyas sabias normas todavía necesitan ser llevadas a efecto, vigilando no sea que un empuje generoso, pero imprudente, tergiverse sus contenidos y significados…Queremos recordar a la Iglesia que su primer deber sigue siendo la evangelización, cuyas líneas maestras, nuestro predecesor Pablo VI, ha condesado en un memorable documento…Queremos, en fin, apoyar todas las iniciativas laudables y buenas que puedan tutelar e incrementar la paz en el mundo turbado, para lo cual pedimos la colaboración de todos los hombres buenos, justos, honestos rectos de corazón…>”

 

No pudo ser, el 29 de septiembre del mismo año que había sido elegido, 1978, se anunció al mundo entero su muerte, tan inesperada, como repentina…y su sucesor, Juan Pablo II (1978-2005) retomó con gran ánimo la tarea que había anunciado y deseaba realizar Juan Pablo I. El nuevo Papa, muy pronto, logró atraerse el cariño, respeto, y admiración de todos los miembros de la Iglesia, debido a su gran carisma y bondad absoluta. Fue uno de los Pontificados más largos de la historia de la Iglesia, y por tanto, uno de los más fructíferos. Los fieles fueron conquistados por él y muchas ovejas perdidas, volvieron de nuevo al rebaño que nunca debieron abandonar, en pos de ídolos con pies de barro…

Fueron muchas sus Cartas Encíclicas, Apostólicas, u otros tipos de documentos, que sirvieron y sirven aún hoy, como guía absoluta a todos los fieles creyentes y aún a los no creyentes…En particular, en la Exhortación Apostólica Post-Sinodal, anteriormente mencionada, él hizo una llamada urgente a los laicos con objeto de que se concienciaran totalmente sobre la labor fecunda que podían y debían desarrollar para la Iglesia, a favor de la <nueva evangelización> (Christifideles Laici 1988):

“Los fieles laicos, cuya vocación y misión en la Iglesia y en el mundo (a los veinte años  del Concilio Vaticano II) ha sido tema  del Sínodo de los Obispos de 1987, pertenecen a aquel pueblo de Dios representado en los obreros de la viña, de los que habla el Evangelio de San Mateo: <El Reino de los cielos es semejante a un propietario, que salió a primera hora de la mañana a contratar obreros para su viña…>

La parábola evangélica despliega ante nuestra mirada la inmensidad de la viña del Señor y la multitud de personas, hombres y mujeres, que son llamados por Él y enviados para que tengan trabajo en ella. La viña es el mundo entero, que debe ser transformado según el designio divino en vista de la venida definitiva del Reino de Dios”

 

Recordemos que el tema del apostolado laico fue ampliamente tratado en el Concilio Vaticano II y que en el Decreto dado a este respecto <Apostolicam actuositatem>, en sus seis capítulos, se encuentran recogidas todas las ideas desarrolladas en el mismo al respecto: <Vocación de los laicos al apostolado>, <Fines que hay que lograr>, <Campos del apostolado>, <Formas de apostolado>, <Orden que hay que observar> y <Formación para ejercer el apostolado>. Por último, es muy importante también recordar  las palabras del Papa Pablo VI y los Santo Padres Conciliares en la Exhortación final del Decreto:

“Por consiguiente, el Sagrado Concilio ruega encarecidamente en el Señor a todos los laicos, que respondan con gozo, con generosidad y corazón dispuesto a la voz de Cristo; que en esta hora invita con más insistencia y al impulso del Espíritu Santo; sientan los más jóvenes que esta llamada se hace de una manera especial a ellos; recíbanla, pues, con entusiasmo y magnanimidad…”

 

Este Decreto sobre el Apostolado de los laicos fue emitido en Roma el 18 de noviembre de 1965, y prueba de las dificultades que implicaba su aplicación y desarrollo, en todos sus apartados, es que después de más de veinte años de su publicación, el Papa Juan Pablo II, se expresaba en los siguientes términos en su Exhortación Apostólica (Ibid):

“El significado fundamental de este Sínodo, y por tanto más valioso, deseado por él, es la acogida por parte de los fieles laicos del llamamiento de Cristo a trabajar en su viña, a tomar parte activa, consciente y responsable en la misión de la Iglesia en esta magnífica y dramática hora de la historia, ante la llegada inminente del tercer mileno.

Nuevas situaciones, tanto eclesiales como sociales, económicas y culturales, reclaman hoy, con fuerza muy particular, la acción de los fieles laicos. Si él no comprometerse ha sido siempre algo inaceptable, el tiempo presente lo hace más culpable: <A nadie le es lícito permanecer ocioso>.

Reemprendamos la lectura de la parábola evangélica: <Todavía salió a eso de las cinco de la tarde, vio otro que estaban allí, y le dijo ¿Por qué estáis aquí todo el día parados? Le respondieron, <nadie nos contrató>. Y él les dijo, <id también vosotros a trabajar en mi viña>.

No hay lugar para el ocio, tanto es el trabajo, que a todos espera en la viña del Señor. El <amo de la casa> repite con más fuerza, <id también vosotros a trabajar en mi viña>”

 

Ante los graves problemas que acuciaban al mundo, a finales del siglo pasado, y que se han agudizado a principios de éste, como el Papa ya profetizaba, él hablaba en su Exhortación Apostólica de Jesucristo, como la esperanza de los hombres, porque la voluntad de Dios es la santificación de toda la humanidad, porque constantemente nos llama a todos a conseguir la pureza de corazón y porque si despreciáramos la ayuda que Jesús nos presta, estaríamos despreciando también la ayuda de Dios Padre y del Espíritu Santo, en definitiva, del Dios Trino que es nuestro Creador (Exhortación Apostólica de Juan Pablo II…):

“El Evangelio vivo y personal, Jesucristo mismo, es la <noticia nueva> y portadora de alegría que la Iglesia testifica y anuncia cada día a todos los hombres. En este anuncio, y en este testimonio, los fieles laicos, tienen un puesto original e irremplazable, por medio de ellos, la Iglesia de Cristo está presente en los más variados sectores del mundo, como signo y fuente de esperanza y amor”

 

Por otra parte, el santo Padre recordando, así mismo, las enseñanzas del Concilio Vaticano II y las diversas imágenes bíblicas de la vid se expresaba de este modo en la Exhortación mencionada (Ibid):

“Cristo es la verdadera vid, que comunica vida y fecundidad a los sarmientos…La Iglesia es la viña evangelizadora…Solo dentro de la Iglesia como misterio de comunicación se revela la <identidad> de los fieles laicos, su original dignidad. Y solo dentro de esta dignidad se puede definir, su vocación y misión en la Iglesia y en el mundo. Los Padres Sinodales han señalado con justa razón la necesidad de individualizar y proponer una descripción positiva de la vocación y de la misión de los fieles laicos, profundizando en el estudio doctrinal del Concilio Vaticano II, a la luz de los recientes documentos del Magisterio y de la experiencia de la vida misma de la Iglesia guiada por el Espíritu Santo….

Con el nombre de laicos, así lo describe la Constitución <Lumen Gentium>, se designa aquí todos los fieles cristianos, a excepción de los miembros del orden sagrado y los de estado religioso sancionado por la Iglesia; es decir, los fieles que, en cuanto incorporados a Cristo por el Bautismo, integrados en el pueblo de Dios, y hechos participes a su modo del oficio sacerdotal, profético, y real, de Cristo, ejercen en la Iglesia y en el mundo la misión de todo el pueblo cristiano en la parte que a ellos le corresponde”

 

Podríamos preguntarnos ante estas palabras del Papa: ¿pero de qué forma concreta participan los laicos en ese oficio triple de Jesús (sacerdotal, profético y real) cuyo origen es el Sacramento del Bautismo? La respuesta la tenemos también en la Exhortación del Santo Padre (Ibid):

“Los fieles participan en el oficio sacerdotal, por el que Jesús se ha ofrecido a sí mismo en la Cruz y se ofrece continuamente, en la celebración eucarística, por la salvación de la humanidad para gloria del Padre…

La participación en el oficio profético de Cristo, <que proclamó el Reino del Padre con el testimonio de la vida y con el poder de la palabra>, habilita y compromete a los fieles laicos a acoger con fe el Evangelio y a anunciarlo con las palabras y con las obras, sin vacilar en denunciar el mal con valentía…

Por su pertenencia a Cristo, Señor y Rey del universo, los laicos participan en su oficio real y son llamados por Él para servir al Reino de Dios y difundirlo en la historia. Viven la realeza cristiana, antes que nada, mediante la lucha espiritual para vencer en sí mismos el pecado; y después  en la propia entrega para servir, en la justicia y en la caridad, al mismo Jesús presente en todos sus hermanos, especialmente en los más pequeños”  

 

Ahora bien, la <condición eclesial> de los fieles laicos se encuentra radicalmente definida por su carácter cristiano y su dimensión secular, según consta en la <Lumen Gentium>. Ello quiere decir, como también recuerda Juan Pablo II en su Carta Apostólica post-sinodal, que de este modo <el mundo se convierte en el ámbito y el medio de la vocación cristiana de los fieles laicos>, porque el mismo está destinado a dar gloria a Dios Padre en Cristo. Desde este punto de vista los Padres Sinodales han afirmado que: <la índole secular del fiel laico no debe ser definida solamente en el sentido sociológico, sino sobre todo en el sentido teológico>.

Deberíamos tener claro todos los laicos, que junto con los sacerdotes, religiosos y religiosas, constituimos el pueblo de Dios; que todos hemos recibido la llamada del Señor para trabajar en su viña, <Id también vosotros a mi viña>… y por ser miembros de su Iglesia tenemos la vocación de evangelizar, de ser anunciadores de su Evangelio, porque hemos sido habilitados para ello con el Sacramento del Bautismo y reafirmados en ella por el Espíritu Santo con el Sacramento de la Confirmación.

Recordemos una vez más las sabias palabras del Papa Juan Pablo II a este respecto (Ibid):

“Por la evangelización la Iglesia es construida y plasmada como comunidad de fe; mejor dicho, como comunidad de una fe confesada en la adhesión a la Palabra de Dios, celebrada en los Sacramentos, vivida en la caridad como alma de la existencia moral cristiana…

En verdad, el imperativo de Jesús, <Id y predicad el Evangelio>, mantiene siempre vivo su valor, y está cargado de una urgencia que no puede decaer…Cada discípulo es llamado en primera persona; ningún  discípulo puede hurtar su propia respuesta, porque como dijo San Pablo, < ¡Ay de mí  si no predicase el Evangelio!> (I Co 9,16)”

 

Son palabras llenas de verdad que nos animan sin duda a continuar siempre adelante en la tarea de apostolado, aunque sabemos que las dificultades son grandes…Así lo han entendido los Pontífices de los últimos años que han fomentado una llamada a favor de lo que se ha dado en llamar <nueva evangelización>. Precisamente el Papa Benedicto XVI, cuando aún era el Cardenal Ratzinger, aclaraba la necesidad de la misma, en una conferencia que pronunció para el conjunto de profesores y catequistas que asistieron a un Congreso en Roma en el año 2000:

“La pobreza más profunda es la incapacidad de la alegría, el tedio de la vida considerada absurda y contradictoria. Esta pobreza se halla hoy muy extendida, con formas muy diversas, tanto en las sociedades materialmente ricas, como en los países pobres. La incapacidad de la alegría supone y produce la incapacidad de amar, produce la envidia, la avaricia…todos los vicios que arruinan la vida de las personas y del mundo. Por eso hace falta una <nueva evangelización>. Si se desconoce el arte de vivir, todo lo demás no funciona. Pero ese arte no es objeto de la ciencia; solo lo puede comunicar quien tiene la vida, el que es el Evangelio en persona”

 

 Esta situación de descristianización que hemos sufrido en los últimos siglos, ha llegado a límites insoportables en tantas ocasiones, por la pérdida de valores humanos, y la pérdida, como decía Benedicto XVI, de la alegría y del arte de vivir… Por desgracia también muchos católicos  no han logrado en una sociedad consumista y falta de amor a Dios, encontrar en la santa madre Iglesia las respuestas que buscaban a sus problemas en particular, persuadidos como estaban de poseer la verdad, la mayor parte de las veces, por una <conciencia errónea> que todo lo enmascara y borra…  

Como decía, el entonces Cardenal Ratzinger, eran necesarios nuevos caminos para  mostrar la verdad y belleza del Evangelio de Cristo:

“Busquemos, además de la evangelización permanente, nunca interrumpida, una <nueva evangelización>, capaz de lograr que la escuche este mundo que no tiene acceso a la evangelización clásica. Todos necesitamos el Evangelio. El Evangelio está destinado a todos y no sólo a un grupo determinado, y por eso debemos buscar nuevos caminos para que la evangelización llegue a todos…”

 

Los laicos hemos sido llamados también a colaborar, en la medida de nuestras posibilidades a esta tarea meritoria, ahora bien, no olvidemos que lo primero y principal es hacer llegar a las gentes apartadas de Cristo, la idea de que hay que creer en la existencia, al final de los tiempos, de una nueva venida del Señor para juzgar a todos los hombres. La existencia real de un juicio final debe volver al pensamiento de los cristianos, de otra forma habremos perdido parte esencial del mensaje del Evangelio de Cristo, que nos incumbe y ¡de que manera!

Algunos piensan que la <nueva evangelización> consiste, tan solo, en dar a conocer  el Evangelio con las nuevas técnicas del mundo de la comunicación, esto es así, pero no es lo más importante, recordemos al respecto las palabras de Benedicto XVI (Ibid):

“Nueva evangelización no puede querer decir atraer inmediatamente con nuevos métodos, más refinados, a las grandes masas que se han alejado de la Iglesia. No; no es está la promesa de la <nueva evangelización>. La <nueva evangelización> significa no contentarse con el hecho de que el grano de mostaza haya crecido en el gran árbol de la Iglesia universal, ni pensar que basta el hecho de que en sus ramas puedan anidar aves de todo tipo, dejando que Dios decida cuándo y cómo crecerán”

 

Sí, no podemos dejar a medias las cosas, no podemos implicarnos sin antes sufrir nosotros en nuestras propias carnes, la necesidad de una nueva visión de los problemas de esta vida, sin haber sufrido, de alguna manera también, el cambio de nuestras conciencias dormidas…Porque el anuncio del reino de Dios así lo requiere, porque es anuncio del Dios que nos conoce y nos escucha; del Dios que ha entrado en la historia de la humanidad para hacer justicia, como proclamaba Benedicto XVI (Ibid):

“Esta predicación es, por tanto, anuncio de juicio, anuncio de nuestra responsabilidad. El hombre, no puede hacer o no hacer, lo que quiera. El será juzgado…El debe dar cuenta de sus actos…

De esta manera, el artículo de fe del juicio, su fuerza de formación de las conciencias, es un contenido central del Evangelio y es verdaderamente una <buena nueva>. Lo es para todos aquellos que sufren por la injusticia del mundo y busca justicia. De este modo se comprende la conexión entre el <reino de Dios> y los pobres, los que sufren  y todos aquellos de los cuales hablan las Bienaventuranzas del discurso de la montaña de Jesús. Estos están protegidos por la certeza del juicio, por la certeza de que hay justicia. Este es el verdadero contenido del artículo sobre el juicio final, sobre Dios Juez: hay justicia”

 

Ciertamente como aseguraba Benedicto XVI , no es posible que las injusticias de este mundo, las injusticias practicadas por hombres impíos, tengan la última palabra, porque  Dios es justo y misericordioso, e imparte justicia ahora, e impartirá justicia al final de los siglos, pero de una forma muy distinta a como lo hacen los seres humanos (Ibid):

“La bondad de Dios es infinita, pero no debemos reducir esta bondad a una cosa melindrosa, sin verdad. Sólo creyendo al justo juicio de Dios, solo teniendo hambre y sed de justicia, abrimos nuestro corazón y nuestra vida a la misericordia divina…”

 

Por último, recordemos, una vez más, que <una grande, comprometedora y magnifica empresa ha sido confiada a la Iglesia: la de una nueva evangelización, de la que el mundo actual tiene una gran necesidad>, y todos los laicos hemos sido llamados también a colaborar en ella, junto al resto de sus miembros, tal como nos recordaba con su oración, el Papa Juan Pablo II en  la Exhortación Apostólica Postsinodal citada anteriormente:

“Oh Virgen Santísima, Madre de Cristo y Madre de la Iglesia, con alegría y admiración nos unimos a tu Magnificat, tu canto de amor agradecido.

Contigo damos gracia a Dios, <cuya misericordia se extiende de generación en generación>, por la esplendida vocación y por la multiforme misión confiada a los laicos, por su nombre, llamados por Dios a vivir en comunión de amor y de santidad con Él y de estar fraternalmente unidos en la gran familia de los hijos de Dios, enviados a irradiar la luz de Cristo y de comunicar el fuego del Espíritu por medio de su vida evangélica en todo el mundo”