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lunes, 21 de diciembre de 2015

JESÚS DIJO: CONSUMADO ESTÁ


 
 
 

 
 Como aseguraba el Papa Benedicto XVI, en su Carta Encíclica <Spe Salvis>: La verdadera la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo, hasta el total cumplimiento. Y el Dios que nos ha amado hasta el extremo, es Cristo, es Jesús, el Hijo Unigénito del Padre.

La muerte de Jesús, del Redentor de los hombres, es el hecho más transcendental de la historia de la humanidad. Él consumó la obra que el Padre le había encomendado, y con la mayor sencillez, de su boca salieron sólo éstas palabras: <Consumado está>. Así narró San Juan los últimos momentos de la vida del Señor (Jn 19, 28-30):
"Sabiendo Jesús que ya todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliese la Escritura, dijo: <Tengo sed> / había allí un vaso lleno de vinagre; tomando, pues, una esponja empapada en vinagre, y clavándola en una caña de hisopo, se la acercaban a la boca / Cuando, pues, hubo tomado el vinagre, Jesús dijo: < Consumado está>.  E inclinando la cabeza entregó el espíritu"

 
 
 
Desde siempre la Iglesia ha identificado esta sed  real, abrasadora, uno de los tormentos más terribles de la muerte por crucifixión, debido a la gran pérdida de sangre y la fiebre que le acompaña, con aquella sed mayor, que asocia el evangelista con las palabras: <Para que se cumpliesen las Escrituras>,  que el Redentor moribundo experimentó, por llevar hasta el último término, hasta las últimas consecuencias, la obra salvadora de los hombres, que el Padre le había confiado.

Por eso hay que repetirlo una y mil veces: <La verdadera, la gran esperanza del hombre no puede ser otra que Jesús, el Cristo, el Hijo único del Padre>. Con razón el Papa Benedicto XVI aseguraba en su Carta Encíclica, anteriormente mencionada, que <quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza>. Porque sólo Jesús es la gran esperanza que sostiene la vida de los seres humanos. Sólo, como sigue diciendo el Papa en su Carta, <quien ha sido tocado por el amor, empieza a intuir, que quiere decir la palabra esperanza, que hemos encontrado en el rito del Bautismo>.
Jesús vino a este mundo para que el hombre tuviera <vida y la tuviera en plenitud, en abundancia>, esa vida, es la vida eterna, la gran esperanza que ha de superar todas las demás.  Pero, ¿ cómo lograremos alcanzar ésta esperanza salvadora? La respuesta a esta comprometedora pregunta la podemos encontrar en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II (Lumen Gentium Cap. 5º. Universal Vocación a la Santidad en la Iglesia nº 42):

“Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él (I Jn 4,16). Por consiguiente, el primero y más imprescindible don es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Él.  Pero, a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, todo fiel debe escuchar de buena gana la palabra de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia.

 
 
 
Participar frecuentemente de los Sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al solícito servicio de los hermanos y al ejercicio de todas las virtudes. Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf Col. 3, 14; Rm 3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo”

 
 
 
 
Se menciona en este artículo de la Constitución <Lumen Gentium>, a propósito del don de la caridad, y de todas las virtudes que el hombre debe practicar, con objeto de alcanzar el Reino de Dios, la Carta que San Pablo envió al pueblo de Colosas (antigua ciudad de Frigia).

La Iglesia de Colosas no parece, según todos los indicios, que fuera fundada por el apóstol San Pablo, sino que pudiera deberse a  un discípulo de éste, llamado Epafrás. El detonante que llevó al apóstol a escribir esta carta, tan significativa, fue la propagación malsana de ideas defendidas por ciertos habitantes de dicha ciudad que habían sido captados por los herejes, con objeto de engrosar las filas de los primeros representantes o precursores del gnosticismo.

El peligro mayor de estos grupos que practicaban una doctrina herética era que se camuflaban entre los cristianos, asegurando que ellos habían recibido la auténtica doctrina de Cristo, pues eran seres privilegiados, los únicos conocedores de los secretos divinos, y de esta forma arrastraban tras de sí a muchas personas con sus engaños.

San Pablo percibió enseguida el gran peligro de estas farsantes doctrinas, y se apresuró a reprimirlas con energía, para que quedara completamente claro cuál era la verdadera doctrina de Cristo, especialmente en los temas referentes a la caridad con Dios, y por Él hacia todos los hombres (Col 3, 12-14):
"Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos,  y amados, de entrañas de misericordia, de benignidad, humildad, mansedumbre, longanimidad, / sobrellevándoos los unos a los otros y perdonándoos recíprocamente siempre que alguno tuviera alguna querella contra el otro. Como por su parte Cristo os perdonó a vosotros, así también vosotros / Y sobre todas estas cosas revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección"

 
 
 
 
También el apóstol San Juan participaba de estas mismas ideas y así en su primera Carta aseguraba (I Jn 4, 7-10): "Carísimos, amémonos  los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama, de Dios ha nacido, y conoce a Dios / Quién no ama no conoció a Dios, porque Dios es amor / En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros, en que a su Hijo  Unigénito, le envió  Dios al mundo, para que vivamos por Él / en esto está el amor: no que nosotros hubiéramos amado a Dios sino que Él nos amó a nosotros y envió al Hijo suyo, propiciación por nuestros pecados"


Esta Carta la escribió el apóstol San Juan a los fieles de Asia Menor, algunos años después de que San Pablo escribiera a los feligreses de la Iglesia de Colosas, por idénticos motivos: los seguidores del gnosticismo, a la cabeza de los cuales se encontraba Cerinto. Estos, habiendo blasfemado contra Cristo y su Iglesia, propagaban doctrinas completamente infectas y contrarias a la palabra divina, que por desgracia, de una u otra forma, han persistido en el tiempo hasta nuestros días, tal como han denunciado algunos de los últimos Pontífices de la Iglesia.

 
 
 
 
Pues bien, durante su ministerio en Jerusalén, próxima a su Pasión, Muerte y Resurrección, Jesús nos habló una vez más del primer mandamiento de la ley de Dios. Fue con motivo de la pregunta que un escriba bien intencionado le había hecho: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús de inmediato respondió (Mc 12, 29-34):


"El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor / y amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas / el segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos / Y le dijo el escriba: ¡Bien, Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno sólo  y no hay otro fuera de Él / Y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo como así mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios / Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios. Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas"

 
 
 
Como recordaba el Papa San Juan Pablo II (30 de octubre de 1988): “Al escriba, tras contestar a sus preguntas, recordando la primacía a Dios…, Jesús le dirá: <No estás lejos del Reino de Dios>. Efectivamente: el Reino de Dios es la realización del entero <orden del amor>. Se podría decir, empleando las palabras pronunciadas en nuestros tiempos por Pablo VI, de toda la <civilización del amor>.
<Si alguno me ama… mi Padre le amará y vendremos a Él> (Jn 14, 23). El orden entero del amor, basado en el mandamiento, el asentamiento del amor, <la civilización del amor>, tienen su raíz en el corazón del hombre. Mediante el amor, Dios habita en el corazón humano. Dios tiene su morada en él y modela al hombre desde su interior.

Dios: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se convierten desde ahí dentro, en la potencia, la fuerza del hombre, la roca y la fortaleza de su humanidad. Sólo siguiendo este camino, el hombre, transformado interiormente por el amor, puede hacer del mundo en el que vive un lugar más humano, más digno de la humanidad. Puede contribuir a <la civilización del amor>, que es su gran <proyecto evangélico>  para organizar y regir el mundo según la plena dignidad del hombre. Y, a través de dicha civilización, acercarse también al Reino de Dios”.

 
 
 
 
Cabría preguntarse tras estas sentidas palabras del Papa San Juan Pablo II ¿Cuáles son los <lugares> de aprendizaje y ejercicio de esta esperanza? Es la pregunta que también se han planteado tantos Padres y doctores de la Iglesia, y la respuesta a la que ellos han llegado, siempre ha sido la misma, a lo largo de todos estos siglos: Sin la esperanza que ha de superar todas las demás, esto es, sin el Dios Trino, que <abraza el universo y nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar> nada podríamos hacer (Spe Salvi. Benedicto XVI).

Para el Papa Benedicto XVI, son tres éstos <lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza> que él describe y analiza en profundidad en su Carta Encíclica anteriormente mencionada, y lo hace bajo los epígrafes siguientes: 1) La oración como escuela de esperanza 2) El actuar y el sufrir como lugares de aprendizaje de la esperanza y 3) El juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza.
Son muchos los estudios y análisis realizados, desde la presentación en Roma el 30 de noviembre, fiesta de San Andrés del año 2007, de esta excepcional Carta Encíclica del Papa Benedicto XVI, que todos los creyentes y aún los no creyentes deberían leer en algún momento de su vida, porque contiene las bases sobre las que se afinca la esperanza del género humano.
Recordaremos algunos de los párrafos que nos han parecido más importantes dentro de cada uno de los tres epígrafes anteriormente recordados, contenidos en dicha Carta.

 
 
 
 
 
Refiriéndose al primero: <La oración como escuela de esperanza>, el Papa Benedicto XVI nos advierte de que: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, cuando se trata de una necesidad o expectativa que supera la capacidad humana de esperar, Él puede ayudarme (C.I.C. nº 2657). Si me veo relegado a la extrema soledad… el que reza nunca está totalmente solo”.


Como ejemplo extraordinario de estas palabras, nos presenta el Santo Padre la figura del Obispo vietnamita Françoise-Xavier Nguien ban Thran, el cual dio testimonio de fe desde las cárceles de su País (1975-1988) y que consiguió hacer de los hombres que le tenían constantemente vigilado e incomunicado, sus amigos, sólo con la ayuda de la oración y el testimonio de amor a Dios y por Él, a los que le odiaban por sus creencias. Él nos dejaba el testimonio siguiente de camino a la cautividad (“Cinco panes y dos peces” Car. F.X. Nguien ban Thran. Ed. Ciudad Nueva. 2000):
 
 
 
“De camino a la cautividad he orado: <Tú eres mi Dios y mi todo Jesús>, y ahora puedo decir como San Pablo: <Yo, Francisco, prisionero de Cristo> en la oscuridad de la noche, en medio de este océano de ansiedad, de pesadilla, poco a poco me despierto: debo afrontar la realidad. Estoy en la cárcel. Si espero el momento oportuno de hacerme verdaderamente grande ¿Cuántas veces en mi vida se me presentarían ocasiones semejantes? Jesús no espera; vivo el momento presente colmándolo de amor. La línea recta está formada por millones de puntitos unidos entre sí. También mi vida está integrada por millones de segundos y minutos unidos entre sí…


El camino de la esperanza está enlosado de pequeños pasos llenos de esperanza. La vida de la esperanza está hecha de breves minutos de la esperanza. Como tú, Jesús, que has hecho siempre lo que agrada al Padre. Cada minuto quiero decirte, Jesús te amo; mi vida es siempre una nueva y eterna alianza contigo.
Cada minuto quiero cantar con la Iglesia: Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”

 
 
 
El Papa Benedicto XVI, dentro de su análisis sobre los <Lugares de aprendizaje y ejercicios de la esperanza>, concretamente refiriendose a <El actuar y el sufrir como lugares de aprendizaje de la esperanza> dice: “Toda actuación recta y seria del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas…
Pero el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos, nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande, que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones  en lo pequeño y por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica…
Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar…”


Por otra parte, respecto al sufrimiento como lugar de aprendizaje de la esperanza, el Papa manifiesta sus sentimientos y enseñanzas ampliamente y con muy bellos ejemplos, como el dado por el mártir, Pablo Le-Bao-Thin (Sacerdote vietnamita de la primera mitad del siglo XIX, que murió decapitado por sus creencias), del que resalta algunos de sus pensamientos correspondientes a una carta que escribió desde la cárcel:
“Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son, grillos, cadenas de hierro, y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y finalmente angustias y tristezas.

 
 
Pero Dios, que en otros tiempos libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de las tribulaciones y las convierte en dulzuras, porque es eterna su misericordia. En medio de estos tormentos, que aterrorizan a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy sólo, sino que Cristo está conmigo…”


Éste es un ejemplo estremecedor de como mediante la fuerza de la esperanza de esa esperanza-certeza, que proviene de la fe, el sufrimiento se transforma en gozo y alegría por la constatación cierta de la cercanía de Cristo, que comparte nuestras angustias y nos da valor para seguir adelante. Ciertamente como asegura el Papa Benedicto, la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor al bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad…
No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevemos dentro y sobre la cual nos basemos. Los santos pudieron recorrer el gran camino de la esperanza,  porque estaban repletos de esa gran esperanza…

Indudablemente, no todos estamos capacitados para seguir hasta tales extremos el caminar de los santos mártires, pero como el Papa sigue diciendo, podemos intentarlo y sobre todo podemos volver a la antigua y sabia costumbre de ofrecer las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan siempre, cada día, para contribuir de algún modo a fomentar el bien y el amor entre los hombres;  quizás de esta forma podamos preguntarnos si ello no podría volver a ser una práctica inigualable para cada uno de nosotros.

 
 
 
 
Por último, el tercer epígrafe, dentro del mismo apartado, dedicado a los <Lugares de aprendizaje y ejercicios de la esperanza>, lo reserva el Papa Benedicto al tema del <El Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza>. Este tema tan importante, pero a la vez tan delicado, es tratado en profundidad y con realismo en su Carta Encíclica (Ibid), a pesar de que como asegura el Pontífice:

“En la época moderna, la idea del <Juicio final> se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y orienta sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la historia universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del progreso. Pero el contenido fundamental de la esperanza del < Juicio> no es que haya simplemente desaparecido, sino que ahora asume una forma totalmente diferente”


No podemos resumir todas las cuestiones tan importantes que el Papa desarrolla en este apartado de su Carta, por eso el mejor consejo que podríamos dar, sería la necesidad de leer detenidamente toda la catequesis que sobre el tema del <Juicio final> se realiza en la misma.
Destacaremos sin embargo algunos de los párrafos que nos han parecido más concluyentes y reveladores:

 
 
“Dios mismo se ha dado una imagen: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado,  lleva al extremo la negación de las falsas imágenes de Dios. Ahora Dios revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe.

Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la reparación del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el <Juicio final> es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente en las convulsiones de los últimos siglos.
Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre, está hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede tener, en absoluto, la última palabra, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva”
 
 
También el Papa San Juan Pablo II, ante la pregunta de un periodista sobre la vida eterna, expresaba su opinión sobre la injusticia de la historia y se preguntaba: ¿El Dios que es Amor no es también justicia definitiva? ¿Puede Él admitir que terribles crímenes, puedan quedar impunes?... Se hacía así mismo la pregunta: ¿La pena definitiva no es en cierto modo necesaria para obtener el equilibrio moral en la tan intrincada historia de la humanidad? Y también esta otra: ¿La existencia del infierno, no es en cierto sentido la última tabla de salvación para la conciencia moral del hombre?...
 
 
 
 
Jesús es sus enseñanzas mencionó varias veces esta tabla de salvación (infierno) para la conciencia moral del hombre, tal como recogen las preguntas del Papa San Juan Pablo II. Uno de los ejemplos más significativos al respecto es aquel en el que Jesús narra la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, ante unos hombres entre los que se encontraban precisamente bastantes ricos y poderosos.
 
En concreto, algunos fariseos habían sido reprendidos con anterioridad por Jesús, por su extremada avaricia y también su gran incredulidad, porque aunque eran ciertamente muy rigurosos en la interpretación de la ley, su autosuficiencia, consecuencia de una desmedida soberbia, les impedía reconocer en Jesús, al Hijo del hombre, al Mesías.

Jesús narró la parábola del hombre rico y del hombre pobre, para ponerles en guardia de lo que les esperaba a ellos, y por extensión a todos aquellos que siguieran su ejemplo, después de la muerte y el <Juicio final> (Lc 16, 19-31)

En este punto conviene recordar la catequesis de Benedicto XVI, para aclarar la situación que Jesús nos presenta en su parábola (Spe Salvi. Carta Encíclica de Benedicto XVI):

“En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, Jesús ha presentado como advertencia la imagen de un alma arruinada por la arrogancia y la opulencia, que ha causado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el pozo de la cerrazón en los placeres materiales, el pozo del olvido del otro y la incapacidad de amar, que se transforma así ahora en una sed ardiente y ya irremediable"

 
 
Sigue diciendo el Papa Benedicto XVI en su Carta Encíclica (Ibid): “La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte, esta vida suya  está ante el juez. Su opción que se ha fraguado durante el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismos el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentiras; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellos mismos el amor.

Esta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría nada remediable y su destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno. Por otro lado, puede haber personas purísimas, que  se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora su ser y cuyo caminar hacia Dios las lleva sólo a culminar lo que ya son”

 
 
 
 
Entre estos dos extremos nos movemos en realidad la mayoría de los seres mortales, pero la pregunta que surge es ¿Qué sucede con esta clase de personas cuando comparecen ante el juez supremo? San Pablo en su primera Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto diverso del <Juicio de Dios> sobre el hombre, según su condición. El apóstol dice sobre la existencia cristiana:  <Que ante todo está construida sobre un fundamento en común, Jesucristo y que este fundamento resiste si hemos permanecido firmes sobre él y hemos construido sobre el mismo nuestra vida. Sabemos que este fundamento es imposible perderlo ni siquiera con la muerte>.

En efecto, San Pablo sobre la naturaleza del Ministerio Apostólico llega a expresarse en los términos siguientes (I Co 3, 10-17):

"Según la gracia de Dios que me ha sido dada, yo puse los cimientos como sólido arquitecto, y otro edifica sobre ellos. Cada uno mire como edifica / pues nadie puede tener otro cimiento distinto del que está puesto, que es Jesucristo / Sobre este fundamento uno puede construir con oro, plata, piedras preciosas, maderas, caña y paja / El trabajo de cada uno aparecerá claro el día del juicio, porque ese día se manifestará con fuego, y el fuego probará la obra de cada uno / Si la obra resiste la prueba de fuego, recibirá el premio; / Si se consume, lo perderá todo, aunque él se salvará, pero como el que escapa del fuego / ¿No sabéis que sois templos de Dios, y que el  Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él / porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo"

 
 
 
 
 
Según el Papa Benedicto XVI  el < Juicio de Dios> es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia y por eso, todos debemos esperar con temor y temblor, pero llenos de confianza el encuentro con el <Juez supremo>, al que conocemos como nuestro Paracleto (Abogado, Defensor) (I Jn 2,1-2):
“Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos junto al Padre un Defensor, Jesucristo, el  Justo / Él se ofrece en expiación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo”

 Sí, Jesús es la verdadera, la gran esperanza del hombre; es necesario que en la conciencia de cada uno de los seres humanos,  resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa; Alguien que tiene las llaves de la muerte y de los infiernos; Alguien que es el alfa y el omega de la historia del hombre, sea la individual, como la colectiva. Y este Alguien es Amor  (cf.I Jn 4,8-16). Esto es:
“Amor hecho hombre, amor Crucificado y Resucitado, amor continuamente presente entre los hombres. Es amor Eucarístico. Es fuente incesante de comunión. Él es el único que puede dar plena garantía de estas palabras < ¡No tengáis miedo!>” (Papa San Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza. Círculo de lectores S.A. 1994).

 
 
 


 

jueves, 17 de diciembre de 2015

NATANAEL: UNO DE LOS DOCE APOSTOLES DEL SEÑOR



 
 


Natanael, tradicionalmente, es identificado con el Apóstol del Señor llamado Bartolomé, seguramente porque en el Evangelio  del Apóstol San Juan (Jn 1, 43-51), es asociado a la figura del Apóstol Felipe y también  en los Evangelios sinópticos  es nombrado después  de Felipe. Así, por ejemplo, leemos en el Evangelio de Mateo (Mt 10, 1-4):
Jesús llamó a sus doce discípulos y les dio poder para expulsar espíritus inmundos y para curar toda clase de enfermedades y dolencias.

-Los nombres de los doce Apóstoles son: primero Simón, llamado Pedro, y su hermano Andrés; luego Santiago el hijo de Zebedeo y su hermano Juan;

-Felipe y Bartolomé; Tomás y Mateo, el publicano; Santiago, el hijo de Alfeo, y Tadeo;

-Simón el cananeo, y Judas Iscariote, el que le entregó.

 Es lógico, por tanto, considerar que Bartolomé (Bar-Tôlmay ó hijo de Tôlmay), era el apellido patronímico del que llevaba el nombre propio de Natanael. Sea como fuere, desde el momento en que este hombre se acercó a Cristo, ya no se separó de Él, ni de sus discípulos, porque como nos dice el Papa Benedicto XVI (“Cuando Dios llama”. Antología. Alberto García Ruiz. Ed. Rialp. S.A. 2010):
“Los hombres han experimentado siempre que abandonándose a la voluntad del Padre, no se pierden, sino que de este modo encuentran el camino hacia una profunda identidad y libertad interior. En Jesús han descubierto que quien se entrega, se encuentra a sí mismo; y quien se vincula con la obediencia fundamentada en Dios y animada por la búsqueda de Dios, llega a ser libre. Escuchar a Dios y obedecerle no tiene nada que ver con una constricción desde el exterior y con una pérdida de sí mismo. Sólo entrando en la voluntad de Dios alcanzamos nuestra verdadera identidad”.

 Por otra parte, es muy interesante el pasaje de la vida de Jesús en el que se encuentra con Natanael (Jn 1, 43-51), porque en él están contenidas muchas ideas importantes respecto a su Mensaje.
Con razón, Benedicto XVI dice que Natanael planteó a Jesús un prejuicio de mucho peso, al realizar a Felipe la pregunta: ¿De Nazaret puede salir algo bueno? Según las expectativas de los judíos, el Mesías no podía proceder de una ciudad de tan poca importancia (Audiencia general. Miércoles 4 de octubre de 2006):
“Esta expresión es importante para nosotros. Nos permite ver que, según las expectativas judías, el Mesías no podría proceder de un pueblo tan oscuro, como era el caso de Nazaret. Al mismo tiempo, sin embargo, muestra la libertad de Dios, que sorprende nuestras expectativas, manifestándose allí donde no nos lo esperamos”

Y es que si tomáramos en cuenta solamente el punto de vista político, la ciudad de Nazaret, en los tiempos de Jesús, era según los historiadores una pequeña aldea, cuyos habitantes estarían ocupados en tareas agrícolas, en su mayoría, y agobiados por los impuestos tanto del Imperio Romano, como del propio tetrarca, Herodes Antipas, que gobernaba por entonces toda Galilea. Su población según parece era muy pequeña, de unos 500 habitantes, y ocuparía un territorio dentro de Galilea de unas 17 hectáreas, estando muy próxima a otras ciudades mucho más importantes, como Seforis y Jafia.

 


Sin embargo, Jesús realmente nació en Belén, ciudad  perteneciente a la provincia romana de Judea y por tanto la objeción de Natanael no tenía fundamento histórico, ya que se basaba en el desconocimiento de la verdad, que por otra parte, había sido revelada por Dios  a los profetas. La ciudad de Belén, no es que fuera mucho más importante que Nazaret desde el punto de vista de su tamaño o por el número de sus habitantes, pero como sabemos habría de ser la cuna del Salvador (Miqueas 5, 2-3):
-Más tu Belén Efratá, la más pequeña entre las regiones  de Judá, de ti me saldrá quien ha de ser dominador de Israel, cuyos orígenes vienen de antiguo, desde los días de la eternidad.

-Por eso  el Señor los abandonará hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar luz. Entonces el resto de sus hermanos volverá a los hijos de Israel.

El profeta Miqueas, era un hombre de campo, que se lamentaba, con dolor, del futuro que aguardaba  al pueblo de Israel, por haber abandonado los mandatos de Dios. Vivió durante el reinado de Jotan (742-735 a. C), Acaz (735-715 a. C) y Ezaquias (715-687 a. C), profetizando en la misma línea de los profetas Amós, Oseas, e Isaías, y defendiendo un ideal religioso basado en la justicia de Yahveh, que no podía tolerar la maldad del pueblo elegido. Se le conoce sobre todo porque vaticinó el nacimiento de Jesús, el Mesías esperado por el pueblo de Israel, en Belén de Judá. San Mateo en su Evangelio recuerda esta profecía cuando narra la adoración de los Magos (Mt 2, 1-12):
-Nació Jesús en Belén de la Judea en los días de Herodes el rey, he aquí que unos Magos venidos de las regiones orientales llegaron a Jerusalén,

-diciendo: ¿Dónde está el rey de los judíos que nació? Pues vimos una estrella en el oriente, y vinimos a adorarle.
-Oído esto, el rey Herodes se turbó y toda Jerusalén con él.

-Y convocados todos los jefes de los sacerdotes y los escribas del pueblo, se informó de ellos sobre donde había de nacer el Mesías.

-Y ellos le dijeron: En Belén de la Judea, pues así está escrito por el profeta (Miq. 5,2).

 
 


El Papa San Juan Pablo II en una Homilía realizada en enero del año 1980, nos habló así, refiriéndose  a los  magos de Oriente, que aparecen en el Evangelio de San Mateo:
“La historia de Israel les había dado la orden de detenerse en Jerusalén y de plantear –ante Herodes- la pregunta ¿Dónde está el Rey de los judíos que ha nacido?

Las vías de la historia de Israel habían sido trazadas por Dios, y por lo tanto era necesario buscarlas en los libros de los profetas: de aquellos que le habían hablado al pueblo, en nombre de Dios de su vocación particular. Y la vocación del pueblo de la Alianza era precisamente aquella a que conducía la vía de los Reyes Magos de Oriente…
Así pues, la vía de los Reyes Magos conduce al Mesías: <Aquel a quien el Padre ha santificado y enviado al mundo (Jn 10,36). Su vía  es también la vía del Espíritu. Es, sobre todo, la vía en el Espíritu Santo. Recorriendo esta vía –no tanto sobre los caminos de la geografía de Oriente Medio, sino a través de los misteriosos caminos del alma- el hombre es conducido por la luz espiritual que proviene de Dios, representada por la estrella que siguieron los tres Reyes Magos” 

 



Por otra parte, la vocación  Natanael  nos ofrece la posibilidad de reflexionar profundamente sobre el conocimiento de Dios, si tenemos en cuenta la respuesta de Felipe a la pregunta de éste sobre el origen de Jesús: “Ven y lo verás”. Nuestro conocimiento de Jesús tiene necesidad sobre todo de una experiencia viva. Como  asegura el Papa Benedicto XVI en su <Audiencia general>,  del 4 de octubre de 2006), más aún, de un testimonio, pero no de cualquier persona, sino de alguien muy importante para nosotros y ese alguien no puede ser nadie más que Jesús, nuestro Salvador, pero nosotros, a cambio, tenemos que quedar comprometidos personalmente con Él, en una relación íntima y verdadera. Por consiguiente, si nos paramos a pensar en la respuesta de Felipe: <Ven y lo veras>, tenemos que aceptar que ésta fue contundente y muy adecuada para la pregunta provocativa de su amigo.
Con todo, la cuestión más interesante en este relato de San Juan, quizás sea, la confesión de fe, pronunciada por Natanael, al reconocer en Jesús al Mesías esperado: <Rabí. Tú eres el Hijo de Dios, tú eres el Rey de Israel>.




Su confesión se basa tan sólo en la observación  de esta respuesta de Jesucristo a su pregunta ¿De dónde me conoces?: “Antes de que Felipe te llamase, cuando estabas debajo de la higuera, yo te vi”

Indudablemente que algo muy personal, desconocido para cualquiera que no fuera Dios, tendría que ser aquello que sucedió a Natanael debajo de la higuera y, algo digno del elogio del Señor, que le había recibido con aquellas palabras tan significativas: “Ahí viene verdaderamente un israelita, en quien no hay dolo”

Por tanto, aquello que ciertamente debemos destacar de este pasaje de la vida de Jesús, es la respuesta positiva de Natanael  a su llamada. Tal como nos manifiesta el Papa Benedicto XVI  (Ibid):
“De todos modos, lo que más cuenta en la narración de los hechos acaecidos, es la confesión de fe que al final profesa Natanael de manera límpida (Juan 1,49). Si bien no alcanza la intensidad de la confesión de Tomás con la que concluye su Evangelio San  Juan: ¡Señor mío y Dios mío! (Jn 20,28). La confesión de Natanael tiene la función de abrir el terreno al cuarto Evangelio. En ésta se ofrece un primer e importante paso en el camino de la adhesión a Cristo. Las palabras de Natanael presentan un doble y complementario aspecto de la identidad de Jesús: es reconocido tanto por su relación  especial con el Padre, del que es Hijo Unigénito, como por su relación con el pueblo de Israel, de quien es llamado Rey, atribución propia del Mesías esperado”

 
 


Como podemos comprobar por sus palabras, el Papa Benedicto XVI piensa que la respuesta de Natanael a Jesús, abre camino a los hombres para solidarizarse con Cristo, proclamando la doble naturaleza del mismo, divina y humana, pero teniendo mucho cuidado en las interpretaciones, tal como sigue diciéndonos:
“Nunca tenemos que perder de vista ninguno de estos dos elementos, pues si proclamamos sólo la dimensión celestial de Jesús corremos el riesgo de hacer de Él un ser etéreo y evanescente, mientras que si sólo reconocemos su papel concreto en la historia, corremos el riesgo de descuidar su dimensión divina, que constituye su calificativo propio”

Precisamente la investigación de algunos especialista en el estudio de las Sagradas  Escrituras, sobre el <Jesús histórico>, ha sido objeto de gran interés en los siglos pasados y aún en lo que llevamos del presente, siendo muchos los análisis realizados, centrados fundamentalmente, en  la observación meticuloso y detallada de los Evangelios o en los restos arqueológicos de la época en que vivió  Jesús; desgraciadamente no todo ha llevado  a conclusiones respetuosas con el carácter divino de la figura de Cristo. Como ejemplo podemos recordar las preguntas provocativas de un periodista, al Papa San Juan Pablo II: ¿Por qué Jesús no podría ser solamente un sabio, como Sócrates, o un profeta, como Mahoma, o un iluminado, como Buda? ¿Cómo mantener esa inaudita certeza de que este hebreo condenado a muerte en una oscura provincia es el Hijo de Dios, de la misma naturaleza que el Padre?
La respuesta del Papa San Juan Pablo II, fue inmediata y rigurosa (Cruzando el umbral de la Esperanza. Capítulo 7):

“Si fuese solamente un sabio, como Sócrates, si fuese un profeta, como Mahoma, si fuese un iluminado, como Buda, no sería sin duda lo que es. Y es el único mediador entre Dios y los hombres. Es Mediador por el hecho de ser Dios-hombre. Lleva en Sí mismo todo el mundo íntimo de la divinidad, todo el Ministerio trinitario y a la vez el misterio de la vida en el tiempo y en la inmortalidad. Es hombre verdadero. En Él lo divino no se cofunde con lo humano. Sigue siendo algo esencialmente divino”

 


Y sigue diciendo  este Papa, con toda la razón de su magisterio (Ibid):
“¡Cristo es irrepetible! No habla solamente, como Mahoma, promulgando principios de disciplina religiosa, a los que deben atenerse todos los adoradores  de Dios. Cristo tampoco es simplemente un sabio en el sentido en que lo fue Sócrates, cuya libre aceptación de la muerte en nombre de la verdad tiene, sin embargo, rasgos que se asemejan al sacrificio de la Cruz.

Menos aún es semejante a Buda, con su negación de todo lo creado. Buda tiene razón cuando no ve la posibilidad de la salvación del hombre en la creación, pero se equivoca cuando por ese motivo niega a todo lo creado cualquier valor para el hombre.
Cristo no hace esto ni puede hacerlo, porque es testigo eterno del Padre y de ese amor que el Padre tiene por sus criaturas, desde el comienzo, ve un múltiple bien en lo creado, lo ve especialmente en el hombre formado a su imagen y semejanza. Lo ve como una tarea para su Hijo y para todas las criaturas racionales. Esforzándonos hasta el límite de la visión divina, podremos decir que Dios ve este bien de modo especial a través de la Pasión y Muerte del Hijo.
Este bien será confirmado por la Resurrección que, realmente, es el principio de una creación nueva, del reencuentro en Dios de todo lo creado, del definitivo destino de todas las criaturas. Y tal destino se expresa en el hecho de que Dios será <todo en todos> (I Corintios 15, 18)”

 
 
 



En efecto, las palabras de Jesús al replicar a Natanael cuando éste le dijo: “Rabí, tú eres el hijo de Dios, tú eres el rey de Israel”, confirman la catequesis del Papa:
“¿Porque te dije que te vi debajo de la higuera, crees? Mayores cosas que estas verás…En verdad, en verdad te digo, veréis el cielo abierto y a los ángeles del cielo que suben y bajan sobre el Hijo del hombre (Jn 1, 50-51)”

Estas palabras del Jesús,  en el sentido literal, sólo puede significar que Él resucitará y ascenderá a los cielos, es más, en un sentido espiritual más amplio, se verificó durante toda su vida, en la cual fue una realidad aquella comunicación del cielo con la tierra, que Jacob vio en sueños bajo la imagen de la escala por la cual los ángeles subían y bajaban, cuando Yahveh  prometió la tierra, sobre la que descansaba, a él y a sus descendientes  (Gen 28, 10-13):
-Jacob, salió de Bersabee y marchó a Jarán

-Como llegase a cierto lugar, se dispuso  a pasar allí la noche, porque el sol se había ya puesto. Para ello tomó una de las piedras del lugar, se la coloco como cabezal y se tendió en aquel sitio.

-Luego tuvo un sueño: era una escala que se apoyaba en la tierra y cuyo remate llagaba al cielo, y he aquí que los ángeles de Dios subían y bajaban por ella

-Yahveh estaba sentado por encima de ella y dijo: <Yo soy Yahveh, Dios de tu padre Abrahán y Dios de Isaac. Te daré la tierra sobre la que yaces a ti y a tu descendencia

 
 
 


Por otra parte, el Papa Benedicto XVI, al hablar del simbolismo del agua en los Evangelios dice lo siguiente (Jesús de Nazaret. Primera Parte. Ed. Esfera de los libros. 2007):
“El simbolismo del agua recorre el cuarto Evangelio del principio hasta el fin…, en el capítulo cuarto, encontramos a Jesús junto al pozo de Jacob: el Señor promete a la samaritana un agua que será, para quien beba de ella, fuente que salta para la vida eterna (Jn 4,14), de tal manera que quien la beba no volverá a tener sed.
Aquí el simbolismo del pozo está relacionado con la historia salvífica de Israel.
Ya cuando llama a Natanael, Jesús se da a conocer como el nuevo y más grande Jacob: Jacob habría visto, durante una visión nocturna, como por encima de una piedra que utilizaba como almohada para dormir  subían y bajaban los ángeles de Dios. Jesús anuncia a Natanael que sus discípulos verán el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre él (Jn 1, 51).
Aquí junto al pozo, encontramos a Jacob como el agua patriarcal que, precisamente con el pozo, ha dado el agua, el elemento esencial para la vida.
Pero el hombre tiene una sed mucho mayor aún, una sed que va más allá del agua del pozo, pues busca una vida que sobrepase el ámbito biológico”

El Santo Padre utiliza magistralmente la historia de Jacob relatada en las Antiguas Escrituras para explicar el papel salvífico de la Resurrección de Jesucristo relatada en los Evangelios. Con razón Tomas de Kempis en su libro <Imitación de Cristo> nos dice:
“En las Santas Escrituras se debe buscar la verdad y no la elocuencia. Cualquier Escritura se debe leer con el espíritu que se hizo, y más debemos en ellas buscar el provecho que no la sutileza”

El Apóstol del Señor, Bartolomé (Natanael), recibió el don de las lenguas en la Pascua de Pentecostés, junto a los otros Apóstoles y a partir de este momento no se le vuelve a nombrar en el Nuevo Testamento. Sin embargo la Tradición de la Iglesia ha recogido algunos datos interesantes sobre su vida, después de aquel acontecimiento; según sus hagiógrafos, evangelizó en la Licoania, en Albania, en las Indias Orientales y en Armenia.
Fue por tanto un Apóstol viajero, como la mayoría de ellos, teniendo que soportar grandes calamidades debido a la incomprensión y brutalidad de los habitantes de algunos de esto países visitados.
De cualquier forma y a pesar de la escasa información existente sobre la labor apostólica de Natanael, es interesante recordar que algunos historiadores de la antigüedad como por ejemplo, Eusebio de Cesarea (Siglo IV), hacen referencia a que cierto Panteno habría encontrado en la India los signos, de la presencia de Bartolomé (Historia Eclesiástica V, 10, 3). Concretamente es aceptado el hecho de que este Apóstol llevó consigo un ejemplar del Evangelio de San Mateo, escrito en arameo, dejando una copia en dicho país. 

Existen también muchas  leyendas recogidas por los hagiógrafos, cuya veracidad no ha sido contrastada, pero que la tradición de la Iglesia ha conservado por la riqueza de su ejemplo evangelizador. Se cuenta, entre otras muchas cosas, que al llegar el Apóstol a Armenia, tuvo lugar un gran prodigio, pues sucedió que el rey de aquel país se encontraba en el templo con toda su corte escuchando los oráculos que desvelaba el demonio por boca de un ídolo llamado Astarot, y apenas el Apóstol entró en el templo el maligno enmudeció. Los idólatras acudieron a otro oráculo para informarse de las causas de este enmudecimiento, a lo que el demonio respondió por boca del mismo, que la causa era sin duda la presencia del hombre santo recién llegado.
El rey se encontraba no obstante, muy preocupado por otro motivo, concretamente por la enfermedad de una hija suya muy querida, sin duda poseída por el diablo, y al conocer los poderes de Bartolomé le rogó que sanara a su hija, y éste así lo hizo con gran júbilo del monarca y de toda la corte. Gracias a esta feliz circunstancia el Apóstol pudo realizar su labor evangelizadora con relativa tranquilidad, incluso se dice que el rey llamado Polemón, se convirtió y con él casi toda su  corte, pero la envidia pronto hizo su aparición entre los no conversos, como por ejemplo en el propio hermano del rey, causante finalmente de la muerte por martirio del Apóstol.


 


Se cuenta, así mismo, que la muerte de Bartolomé tuvo lugar muy probablemente por despellejamiento, terrible martirio si se tiene en cuenta que el fallecimiento, en tal caso, no se produce de forma inmediata sino después de terribles dolores por agotamiento.


Miguel Ángel representó al Apóstol Natanael (Bartolomé) en el mural del juicio final en la Capilla Sixtina, y lo hizo mediante un autorretrato con la piel en la mano, aceptando el hecho del terrible martirio al que fue sometido el santo.
Aunque se conoce muy poco sobre la vida del Apóstol Natanael (Bartolomé), al que el Señor vio debajo de una higuera, podemos sin embargo asegurar, con  el Papa Benedicto XVI  que, lo poco que sabemos de él, nos demuestra que:

<La adhesión a Jesús puede ser vivida y testimoniada incluso sin realizar obras sensacionales>

Porque con ser extraordinarias las obras realizadas por este Apóstol, que  según la tradición murió por martirio, lo importante y extraordinario es que Jesús:

<Le vio debajo del árbol y le llamó para que fuera su testigo sobre la tierra>

lunes, 14 de diciembre de 2015

JESÚS Y EL RETO DE LA EVANGELIZACIÓN: SIGLO VIII (Segunda Parte)


 
 
 



Durante el siglo VIII los Papas de la Iglesia católica tuvieron que soportar grandes estragos y pruebas a lo largo de sus Pontificados. Roma era un hervidero de problemas, debido a ataques constantes, tanto en lo material como en el aspecto espiritual. No obstante el espíritu evangelizador triunfó, aunque hay que tener en cuenta que por desgracia, durante el corto periodo de tiempo que va desde el año 767 al 769, la Iglesia tuvo que soportar la ignominia de un impostor, de un <antipapa>, impuesto por el Duque de Nepi, que tomó el nombre de Constantino II. Esta situación llevó a grandes revueltas públicas e incluso asesinatos de personas inocentes, hasta que la Iglesia que siempre prevalece por la gracia divina, pudo al fin resolver la situación creada y en un Concilio celebrado en Roma (Concilio Laterano), se excluyó a los civiles en la elección  Papal.
Desde ese momento, hasta finales del siglo VIII, con el Papa Adriano I (772-795), ya bajo el reinado de Carlomagno, aunque las relaciones entre la Iglesia y éste no siempre fueron del todo cordiales, las cosas se normalizaron bastante y los cristianos gozaron de cierta tranquilidad, con sus lógicas excepciones, porque el maligno no ceja nunca en su empeño de hacer desaparecer  la Iglesia de Cristo.   
 
 
 



Los orígenes de la comunidad cristiana de Roma no están del todo claros debido a su gran antigüedad, aunque es más que probable que los <forasteros romanos>, así judíos como prosélitos, que oyeron el primer discurso del Apóstol Pedro el día de Pentecostés y se convirtieron a la fe, llevaran a  esta ciudad las primeras referencias del Evangelio de Jesús. De cualquier forma es bien cierto que el primero de los Doce, en llegar a la capital del Imperio romano, fue Pedro y lo hizo como cabeza de la Iglesia de Cristo, probablemente hacia el año 42 ó 43 de la era cristiana.  

Por su parte, en el año 56 ó 57 d. C, San Pablo escribía una Epístola a los romanos, pues aunque él no lo llegó a expresar claramente, deseaba visitar aquella Iglesia, finalizada ya su tercera misión apostólica en las ciudades más importantes de Asia y Grecia: Éfeso, Atenas y Corinto.
San Pablo pretendía pasar por la provincia romana de Hispania y detenerse en Roma, para confirmar en la fe  a los gentiles de aquellas Iglesia, con este motivo les escribió una epístola en la que expone de forma clarividente su visión del Mensaje de Cristo, y precisamente en la segunda parte de la misma dedicada especialmente a analizar el concepto de justicia y caridad social, el apóstol les habla de cómo cada uno de los creyentes debe obrar conforme al don recibido de Dios. Más concretamente, refiriéndose al tema de la evangelización llega a decir (Rm 12, 6-9):

-Tenemos dones diferentes, conforme a la gracia que se nos ha dado: si se trata de profecía, que sea de acuerdo con la fe,

-y si se trata de ministerio, que sea sirviendo. Y si uno tiene que enseñar, que enseñe,

-y si tiene que exhortar, que exhorte.

- El que da, que dé con sencillez; el que preside, que lo haga con esmero; el que ejercita la misericordia que lo haga con alegría

Dice el Papa Benedicto XVI en su libro <Los caminos de la vida interior. El itinerario de la vida espiritual del hombre> (Ed. Chronica S.L. 2011), refiriéndose a este pensamiento del apóstol San Pablo:

“Entre los diferentes dones que San Pablo enumera para la edificación de la Iglesia, está el de enseñar, (cf. Rm 12,7). La predicación del Evangelio siempre ha estado acompañada por el interés por la palabra: la palabra inspirada por Dios y la cultura en la que esta palabra echa raíces y florece.
La evangelización de la cultura es de especial importancia en nuestro tiempo, cuando la <dictadura del relativismo> amenaza con obscurecer la verdad inmutable, sobre la naturaleza del hombre, sobre su destino y su bien último. Hoy en día, algunos buscan excluir de la esfera pública las creencias religiosas, relegarlas a lo privado, objetando que son una amenaza para la igualdad y la libertad.
Sin embargo, la religión es en realidad garantía de auténtica libertad y respeto, que nos mueve a ver a cada persona como  un hermano o hermana. Por este motivo, os invito particularmente a vosotros, fieles laicos en virtud de vuestra vocación y misión bautismal, a ser no sólo ejemplo de fe en público, sino también a plantear en el foro público los argumentos promovidos por la sabiduría y la visión de la fe.
La sociedad actual necesita voces claras que propongan nuestro derecho a vivir, no en una selva de libertades autodestructivas y arbitrarias, sino en una sociedad que trabaje por el verdadero bienestar de sus ciudadanos y les ofrezca guía y protección en su debilidad y fragilidad”

 
 
 


Para la Iglesia, la evangelización  es la necesaria e insustituible misión que Cristo le ha encomendado y que, a lo largo de la historia, ha tomado formas y modalidades muy diferentes según los pueblos o las situaciones históricas del momento. Esto ha sido así desde siempre, desde el principio de la historia de la humanidad. Por eso analizar sucesos acaecidos a lo largo de todos estos siglos, desde la primera llegada del Hijo de Dios al mundo, no solamente es interesante desde el punto de vista histórico, sino también y sobre todo desde el punto de vista de la educación de los pueblos por medio del Mensaje de Cristo, a través de su Iglesia.
Como aseguraba, en este sentido, el Papa Benedicto XVI (Ibid):

“Las transformaciones sociales a las que hemos asistido en las últimas décadas tienen causas complejas, que hunden sus raíces en tiempos lejanos, y han modificado profundamente la percepción de nuestro mundo.
Pensemos en los gigantescos avances de la ciencia y de la técnica, en la ampliación de las posibilidades de la vida y de los espacios de libertad individual, en los profundos cambios en el campo económico, en el proceso de mezclas de etnias y culturas causado por fenómenos migratorios de masas, y en la creciente interdependencia de los pueblos.
Todo esto ha tenido consecuencias también para la dimensión religiosa de la vida del hombre. Y así, por un lado, la humanidad ha conocido beneficios innegables de esas transformaciones y la Iglesia ha recibido ulteriores estímulos para dar razón de su esperanza (1P 3,15); por otro, se ha verificado una pérdida preocupante del sentido  de lo sagrado, que incluso ha llegado a poner en tela de juicio los fundamentos que parecían indiscutibles, como la fe en un Dios Creador y Providente, la revelación de Jesucristo único Salvador y la comprensión común de las experiencias fundamentales del hombre como nacer, morir, vivir en una familia, y la referencia de una ley moral natural”

 
 


Se refiere el Santo Padre Benedicto XVI en esta Homilía, a la primera Carta que San Pedro escribió, dirigida a las Iglesias de Asia, con la intención de manifestarles las exigencias de la religión cristiana. Precisamente en el tercer apartado de la misma, exhortaba a todos los hombres a vivir unidos en armonía, más concretamente, Él se expresaba en los siguiente términos ( I C 3, 8-15):
-Sed compasivos, fraternales, misericordioso, humildes,

-no devolváis mal por mal ni injuria por injuria, sino todo lo contrario: bendecid siempre, pues para eso habéis sido llamados, para ser herederos de la bendición.
-¿Quién es el que ama la vida y quiere vivir años felices? Guarde del mal su lengua y sus labios de palabras mentirosas.

-Apártese del mal y haga el bien, busque la paz corra en pos de ella.
-Pues el Señor mira por los que practican la justicia y tienen los oídos atentos a sus súplicas; pero el Señor se enfrenta con los criminales.

-¿Quién podría haceros daño si os empeñáis en hacer el bien?

-Si a pesar de todo, os veis obligados a padecer por la  justicia, ¡Dichosos vosotros! No temáis sus amenazas, ni os turbéis.
-Glorificad en vuestros corazones a Cristo, el Señor, dispuesto siempre a contestar a todo el que os pida razón a vuestra esperanza.

 
Sigue diciendo el Papa Benedicto XVI, en el libro (mencionado anteriormente), refiriéndose a las costumbres perniciosas de los hombres en los últimos siglos, que:
“Aunque algunos hayan acogido todas ellas como una liberación, muy pronto podemos darnos cuenta del desierto interior que nace donde el hombre, al querer ser el único artífice de su naturaleza y de su destino, se ve privado de lo que constituye el fundamento de todas las cosas…
Hablar de <nueva evangelización> no significa tener que elaborar una única forma igual para todas las circunstancias.
Y sin embargo, no es difícil percatarse de que lo que necesitan todas las Iglesias que viven en territorios tradicionalmente cristianos es un renovado impulso misionero, expresión de una nueva y generosa apertura al don de la gracia.
De hecho, no podemos olvidar que la primera tarea será  siempre ser dóciles a la obra gratuita del Espíritu del Resucitado, que acompaña a cuantos son portadores del Evangelio y abre el corazón de quienes escuchan…
Para proclamar de modo fecundo la Palabra del Evangelio se requiere ante todo hacer una experiencia profunda de Dios”

 
 
 


Sin embargo, hay que tener en cuenta, como nos aseguraba otro Pontífice del siglo XX, el Papa Pío XII, que las discusiones y los errores de la humanidad en cuestiones referentes a la Persona y al Mensaje de Cristo, han sido siempre fuentes de graves herejías y causa de intenso dolor para toda las personas de buena voluntad y especialmente para los hijos fieles y sinceros de la Iglesia.
Así sucedió en el siglo VIII, en el que surgió una herejía que se dio en llamar <adopcionismo>, que no estaba basada en conceptos nuevos sino que tenía ya una larga historia en el Imperio de Oriente y fue posteriormente importada a Occidente, seguramente, como nos recordaba el Papa Pío XII, por hombres que no habían tenido una experiencia profunda de Dios.

El Papa Pío XII, aseguraba  en su Carta Encíclica <Humani Generis> (Dada en Roma junto a San Pedro el 12 de agosto de 1950 año duodécimo de su Pontificado):
“No debemos admiradnos de que siempre haya habido disensiones y errores fuera del redil de Cristo. Porque, aunque cuando la razón humana, hablando absolutamente, precede con su fuerza y su luz natural al conocimiento verdadero y cierto de un Dios único  personal, que con su providencia sostiene y gobierna el mundo y, así mismo, al conocimiento de la ley natural, impresa por el Creador en nuestras almas, sin embargo, no son pocos los obstáculos que impiden a nuestra razón, cumplir eficaz y fructuosamente éste su poder natural.
Porque las verdades tocantes a Dios y las relaciones entre los hombres y Dios se hayan por completo fuera del hombre, de los seres sensibles, y cuando se introducen en la práctica de la vida y la determinan, exigen sacrificio y abnegación propia…
Más aún, a veces la mente humana puede encontrar dificultad hasta para formarse un juicio cierto sobre la credibilidad de la fe católica, no obstante que Dios haya ordenado muchas y admirables señales exteriores por medio de las cuales, aún con la sola luz de la razón se puede probar con certeza el origen divino de la religión cristiana.
De hecho, el hombre, o guiado por prejuicios o movido por las pasiones y la mala voluntad, puede no sólo negar la clara evidencia de esos indicios externos, sino también resistir a las inspiraciones que Dios infunde en nuestras almas”

 
 
 


Sí, las fuerzas del mal están siempre presentes allí donde existe el bien, por eso no podemos extrañarnos de la existencia de herejías desde los mismos inicios del cristianismo. A este respecto debemos recordar como ya en el siglo I después de Cristo el apóstol san Pablo en su primera Carta  al pueblo de Corinto denunciaba los abusos de los feligreses en la celebración de los ágapes que recordaban la última Cena del Señor (I Co 11,17-22) y como se enfrentó denodadamente al judaísmo que no reconocía en Jesús, al Mesías prometido, y se empeñaba en cumplir algunas leyes de la ley Mosaica, como la circuncisión, alegando que ésta era un requisito indispensable para la salvación de los hombres.
Las transgresiones de la Ley de Dios, de algunos hombres, en tiempos pasados, son ejemplos claros de como los hombres, se han ido manifestando en contra de Cristo y de su Mensaje,  entonces y en tiempos más cercanos, dando lugar, a multitud de herejías, contra las cuales, la Iglesia siempre ha respondido con firmeza y verdad, bajo la inspiración del Espíritu Santo.

Sucedió, que a principios del siglo VIII la Península Ibérica se encontraba bajo el poder de los visigodos, pueblo bárbaro que aunque inicialmente fue seducido por la herejía del arrianismo, más tarde se convirtió al cristianismo bajo el reinado de Don Rodrigo. Este rey visigodo (710-711) se vio muy pronto envuelto en una guerra civil, contra los pueblos vascones, ello dio ocasión a los árabes para iniciar la invasión de la Península Ibérica e implantar el llamado Emirato Dependiente (711-756). La historia narra los  acontecimientos que tuvieron lugar y que condujeron a la creación de una provincia del Imperio Islámico de los Omeyas, Al-Ándalus, dirigida por un gobernador nombrado por el Valí del norte de África.
Los árabes,  no impusieron la religión musulmana al pueblo conquistado, donde convivían cristianos y judíos. Con esta buena voluntad,  muchos visigodos cristianizados optaron por aceptar el Islam, con miras a disfrutar del estatuto personal de los musulmanes de nacimiento, recibiendo el apelativo de muladíes. Por el contrario,   los  que no se convirtieron al Islam, fueron llamados mozárabes, y se instalaron fundamentalmente, en Toledo, Córdoba, Sevilla y Mérida, a mediados del siglo VIII.

Finalizado el siglo VII, concretamente durante el período comprendido entre los años 693 a 700 fue Arzobispo de Toledo, tras el XVI Concilio de Toledo (693), Félix de Sevilla, ya que provenía del Obispado de dicha provincia, y a la muerte de este fue proclamado Arzobispo de la sede de Toledo, un Obispo de la misma llamado Gunderico (700-710), del cual, como de sus sucesores: Sinderedo, Sunieredo y Concordio, se tiene poca información fiable debido seguramente a la situación política del momento histórico en que vivieron.
Hacia el año 745 fue nombrado Arzobispo de Toledo Cixila, durante una época muy difícil para la Península Ibérica, que se encontraba por entonces prácticamente ocupada en su totalidad por los musulmanes. Este santo varón fue para sus fieles un gran bastión, ayudándoles con su labor evangelizadora. Por otra parte, hombre erudito, supo preservar, en lo posible, las obras literarias de la cristiandad, así como las reliquias de sus mártires.
Su sucesor en el Arzobispado de Toledo, fue el tristemente célebre, Elipando (754- 800), el cual, cayó en la grave herejía denominada adopcionismo, porque consideraba que Cristo no era Hijo de Dios, sino que había sido adoptado por Él y por tanto negaba su procedencia divina.

Se cree que la herejía del adopcionismo arraigó en la Hispania musulmana, en parte, debido al pasado arriano de los visigodos. Elipando defendió su tesis en el Sínodo de Frankfurt (794), donde fue condenada y rebatida totalmente, siendo Papa Adriano I, en una memoria dirigida a los Obispos españoles. Por otra parte, en el Concilio de Aquisgrán (800) se enfrentó al célebre teólogo Alcuino de York.
Alcuino (735-804) pertenecía a una familia noble de Northumbria (en la actual Inglaterra), de educación esmerada, es considerado un eminente educador, intelectual y teólogo. Conoció a Carlomagno, cuando aún vivía su padre, Pipino III de los Francos ó Pipino el Breve, y le convenció para que se instalara en la corte real, en Francia, como <Maestro de la Escuela de Palacio>, que estaba precisamente en Aquisgrán, la mayor parte del tiempo, pero que se movía a otros lugares en función de las necesidades de la casa real. Tuvo por tanto ocasión de asistir al Concilio mencionado anteriormente, teniendo un papel importante en la redacción de los documentos con los que se condenaba de forma clara la herejía del adopcionismo.  

 
 
 


La explosión de esta herejía cristológica coincidió con el Pontificado de Adriano I (772-795), un aristócrata romano que se enfrentó con energía y coraje a una nueva invasión de Roma (773) por parte de las tribus lombardas bajo el mando de el rey Desiderio. La ayuda de Carlomagno fue en este caso decisiva porque el emperador franco sitió y conquistó Pavía, autonombrándose rey de la Lombardía, acabando de esta forma con las constantes llegadas de este pueblo hasta las mismas puertas de Roma.
El Papa Adriano I informado de los problemas surgidos en la Península Ibérica a causa del extravío de los adopcionistas, escribió una carta a los Obispos españoles para que pusieran orden entre los herejes, rechazando totalmente las teorías malsanas propagadas por el Arzobispo de Toledo Elipando y el supuestamente teórico e inspirador de las mimas, Félix, Arzobispo de Seo de Urgel.

En el Concilio de Ratisbona (792) el Papa Adriano I había condenado  las herejías de Felix y le había conminado a retractarse de las mismas. Este mostró arrepentimiento, en un principio, pero después siguió propagando  la malsana doctrina de que Cristo no era hijo de Dios, sino que solo había sido adoptado por Él…Ello dio lugar a que durante el Pontificado del sucesor de Adriano I, el Papa León III, en el Concilio de Roma (799), realizara una nueva condena del adopcionismo y de su principal impulsor, Felix de Urgel, al que  desterró a Lyon, despojado de toda dignidad episcopal.

 
 


Como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia católica:

<Jesucristo fue concebido por obra y gracia del Espíritu Santo y nació  de Santa María Virgen>

En definitiva:

<El Hijo de Dios se hizo hombre> y es: <Verdadero Dios y verdadero hombre” 

Por otra parte el Catecismo de la Iglesia católica nos recuerda también que:

(nº 465): Las primeras herejías negaron menos la divinidad de Jesucristo que su humanidad verdadera. Desde la época apostólica la fe cristiana insistió en la verdadera encarnación del Hijo de Dios, <venida en carne>. Pero desde el siglo III, la Iglesia tuvo que afirmar frente a Pablo de Samosata, en un Concilio reunido en Antioquía, que Jesucristo es hijo de Dios por naturaleza y no por adopción. El primer Concilio de Nicea, en el año 325, confesó en su Credo que el Hijo de Dios es <engendrado>, no creado, de la misma substancia  que el Padre y condenó a Arrío que afirmaba que <el Hijo de Dios salió de la nada> (DS 130) y que sería de una substancia distinta de la del Padre (DS 126)

El adopcionismo, es por tanto,  una variante ideológica del arrianismo, pero muy atrevida, porque  incluso asegura que Cristo era solo hijo adoptivo de Dios...
Desgraciadamente siempre ha habido herejías en torno a Cristo y su Mensaje y siempre las habrá, porque  el maligno  está cerca, de allí, donde está el bien, y tiene declarada una guerra sin cuartel al hombre, desde el mismo momento de su creación.

Hubo hombres, sin embargo, que no se dejaron arrastrar por las malas interpretaciones del Mensaje de Cristo, y así sucedió también durante el siglo VIII, donde un ejemplo extraordinario lo tenemos en la persona del Beato de Liébana, un apasionado por la verdad, como tantos otros testigos del Señor.

 
 
                                        El Papa Benedicto XVI hace un sugerente análisis sobre esta cuestión tan esencial en su libro <Un canto nuevo para el Señor (Ediciones Sígueme. Salamanca 2011), donde llega a decir:
“De lo mucho que se podría decir en este tema voy a destacar sólo un punto: la educación para la verdad. Muchas veces la verdad resulta incómoda al hombre, pero es la guía más poderosa para el desprendimiento, para la verdadera libertad. Tomemos el ejemplo de Pilato. Él sabe exactamente que este Jesús acusado es inocente, y que debe absolverlo en buena justicia. Quiere hacerlo; pero esta verdad aparece en conflicto con su cargo; puede acarrearle disgustos o incluso costarle la pérdida de su posición.
Pueden surgir disturbios, y él puede causar mala impresión al emperador; etc. Prefiere sacrificar la verdad, que no grita ni se defiende, aunque la traición deja en su alma un vago sentimiento de fracaso…”

 


¡Qué hermoso ejemplo nos pone el Papa para que recordemos la amargura que da la mentira!

Sí, el hombre sabe cuando miente..., cuando se empeña en defender lo indefendible en el fondo de su corazón, y que hace mal al engañarse así mismo..., y sobre todo presiente que sus mentiras pueden causar daño a otros hermanos…
El Papa Benedicto nos pone varios ejemplos de personas que supieron resistirse a la mentira por encima de los perjuicios que esto pudiera causales a ellos; uno de los más bellos es el de Tomás Moro (Papa Benedicto XVI, Ibid):
“Parecía obvio reconocerle al rey la supremacía sobre la Iglesia. No había un dogma explicito que lo excluyera de modo inequívoco. Todos los Obispos lo habían hecho: ¿Por qué iba a exponer su vida él, un laico, y precipitar a su familia en la ruina?
Si no quiere pensar en sí mismo, ¿no debe, al pensar los motivos, dar al menos la prioridad a los suyos en lugar de seguir obstinadamente la voz de su conciencia? En tales casos queda patente a nivel macroscópico, por decirlo así, lo que ocurre constantemente en lo cotidiano de nuestra vida. Puedo librarme de un asunto incómodo haciendo una pequeña concesión a la mentira. O a la inversa: aceptar las consecuencias de la verdad que me acarrea  un tremendo disgusto. ¡Cuántas veces sucede esto! ¡Y cuantas veces cedemos!

La situación en que se encontró Tomás Moro es corriente si la traducimos a lo cotidiano: Sí, muchos dicen, ¿por qué no yo? ¿Cómo voy a perturbar la paz del grupo? ¿Por qué voy a hacer el ridículo? ¿No está la paz de la comunidad por encima de mi verdad?
La armonía del grupo se convierte así en tiranía contra la verdad…”

El Beato de Liébana, también llamado San Beato, fue uno de esos hombres que al plantearse, quizás, algunas de esta preguntas que sugiere el Papa Benedicto XVI, supo reaccionar en contra de la mentira, a pesar de que una mayoría de hombres la aceptaran como si tal cosa. Él sabía que Cristo era Dios, su Unigénito Hijo, no podía admitir que era un hombre como los demás que había sido agraciado con la adopción del Padre, y que por tanto con ello se negaba al Dios Trinitario.

De la vida de este hombre santo se tiene bastantes datos aunque no todos son de fiar, por las circunstancias especiales que la envolvieron y la época histórica en que se desarrolló la misma. Según sus hagiógrafos, reinando en Asturias don Fruela I, era monje en el monasterio de San Martín de Liébana, gracias a que la paz reinaba en la comarca de Liébana,  en este sosiego, él y otros monjes aprovecharon el tiempo en el estudio de las Santas Escrituras.
No obstante, por entonces, hacia ya estragos la herejía propagada por Félix de Urgel y Elipando, Arzobispo de Toledo. Estos hombres obtusos y obcecados quisieron derramar sus mentiras y disparates por Galicia y Asturias y aún por las Galias y la Germania. Pero Beato enterado de lo que estaba sucediendo, levantó su voz en contra de los herejes y entonces Elipando, dirigió una carta al Abad Fidel acusándole,  de ser él un hereje y un anticristo.
Para responder a tan terribles acusaciones, de tan alta jerarquía de la Iglesia, Beato escribió una solida apología en la que hizo resplandecer toda la verdad constatada por la Iglesia,  a través de los Santos Padres  y de los  Concilios, respecto a la condición  de Jesucristo como Hijo de Dios. Finalmente, como hemos recordado anteriormente tanto el Papa Adriano I, como su sucesor León III, así como el emperador Carlomagno, le dieron la razón a Beato y restauraron su honra, aunque ésta nunca la había perdido a los ojos de sus compañeros y feligreses.

El Beato de Liébana escribió con la cooperación de otro santo varón, Eterio de Osma, una obra extraordinaria (en dos volúmenes), enfrentándose a la herejía adopcionista, pero su obra más conocida es el Comentario al Apocalipsis de San Juan, que tuvo gran difusión  durante la Alta Edad Media.
No se sabe con seguridad en qué año murió, pues mientras que algunos aseguran que fue en el 798, otros afirman que ocurrió algunos años después, en tiempos del rey Mauregato (783-789), hijo natural de Alfonso I el Católico y la musulmana Sisilda.

 
 


San Beato, este hombre del siglo VIII, como otros tantos santos hasta nuestros días, nos pueden servir de ejemplo a los hombres de este siglo XXI, donde la mentira es algo poco reprochable y hasta muchas veces considerada un arte a tener en cuenta en la vida pública…

El Papa Benedicto XVI, se manifestaba en este sentido en el libro anteriormente mencionado:
“Podemos abrirnos nosotros mismos y abrir al mundo para que entre Dios: la verdad, el amor y el bien. Es lo que han hecho los santos que, como <colaboradores de Dios>, han contribuido a la salvación del mundo. Podemos liberar nuestra vida de las intoxicaciones y contaminaciones que podrían destruir el presente y el futuro. Podemos descubrir y tener limpias las fuentes de la creación y así, junto con la creación que nos precede como don, hacer lo que es justo, teniendo en cuenta sus propias exigencias y su finalidad.
Eso sigue teniendo sentido, aunque en apariencia no tengamos éxito o nos veamos impotentes ante la superioridad de fuerzas hostiles.
Así, por un lado, de nuestro obrar brota esperanza para nosotros y para los demás; pero al mismo tiempo, lo que nos da ánimos y orienta nuestra actividad, tanto en los momentos buenos como en los malos, es la gran esperanza fundada en las promesas de Dios”