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miércoles, 1 de abril de 2015

JESÚS: SU RESURRECCIÓN Y LA RESURRECCIÓN DE LOS MUERTOS

 



En efecto, - cómo recuerda, en la sugestiva liturgia de la noche de Pascua, el rito de preparación del cirio pascual- de Cristo <es el tiempo de la eternidad>. Por esto, conmemorando no sólo una vez al año, sino cada domingo el día de la Resurrección de Cristo, la Iglesia indica a cada generación lo que constituye el eje central de la historia, con el cual se relacionan el misterio del principio y el del destino final del mundo”(Carta Apostólica <Dies Domini>; Papa San Juan Pablo II. Vaticano, 31 de mayo, solemnidad de Pentecostés del año 1998).

 
 
Durante el ministerio del Señor en Galilea, sucedió que las gentes que habían presenciado el milagro de la multiplicación de los panes y de los peces, habiéndose saciado, buscaban con insistencia a Jesús, al día siguiente, encontrándole en Cafarnaún, al otro lado del lago, y le preguntaron: ¿Maestro, cuándo has venido aquí? Pero el Señor que conocía lo que había en sus conciencias, les respondía sin ambages (Jn 6, 26): <Os aseguro que no me buscáis porque habéis visto milagros, sino porque habéis comido pan hasta hartaros>.


Fue entonces cuando pronunció su discurso sobre la Eucaristía, donde les habló del <pan de vida>, pero ellos no  entendieron por entonces que Jesús había sido enviado por el Padre como el pan que alimenta la vida y que debe ser comido, por la fe, en el Sacramento de la Eucaristía (que Él más tarde instituiría).

 
 
Por eso les dijo (Jn 6, 35-40): <El que viene a mí no tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás…Todo lo que me da el Padre, vendrá a mí, y el que venga, no lo echaré yo fuera…Porque ésta es la voluntad de mi Padre: que quien ve al Hijo y cree en él tenga vida eterna, y yo le resucitaré en el último día>.

Sí, la Eucaristía está íntimamente relacionada con la Resurrección de Cristo, y la resurrección de los muertos, por esta razón, tal como ponía de manifiesto el Papa Benedicto XVI en su Exhortación Apostólica <Sacramentum Caritatis>, dada en Roma  el 22 de febrero del año 2007:

“Puesto que la liturgia eucarística es esencialmente <actio Dei> que nos une a Jesús a través del Espíritu, su fundamento no está sometido a nuestro arbitrio ni puede ceder a la presión  de la moda del momento…En efecto, la celebración de la Eucaristía implica la Tradición viva.

A partir de la experiencia del Resucitado y de la efusión del Espíritu Santo, la Iglesia celebra el Sacrificio eucarístico obedeciendo al mandato de Cristo. Por ese motivo, desde el principio, la comunidad cristiana se reúne el día del Señor para la <fractio panis>.

El día que Cristo ha Resucitado de entre los muertos, el domingo, es también el primer día de la semana, el día que según la tradición del Antiguo Testamento representaba el principio de la creación. Ahora, el día de la creación se ha convertido en el día de la <nueva creación>, el día de nuestra liberación en el que conmemoramos a Cristo Muerto y Resucitado>”

 
 
 
Por eso, según el Papa San Juan Pablo II (Ibid): ”El día del Señor, como ha sido llamado el domingo desde los tiempos apostólicos, ha tenido siempre, en la historia de la Iglesia una consideración privilegiada por su estrecha relación con el núcleo mismo del misterio cristiano. En efecto el domingo recuerda, en la sucesión semanal del tiempo, el día de la Resurrección de Cristo. <Es la Pascua de la semana>, en la que se celebra la victoria de Cristo sobre el pecado y la muerte, la realización en Él de la primera creación y el inicio de la< nueva creación> (cf. 2 Co 5,17).


Es el día de la evocación, adoradora y agradecida, del primer día del mundo, y a la vez la prefiguración, en la esperanza activa, del <último día>, cuando Cristo vendrá en su gloria (cf. Hch 1,11; 1 Ts 4, 13-17) (Hch 1,11; 1 Ts 4,13-17) y <Hará un mundo nuevo>” (cf.Ap 21,5).  

 El Papa Benedicto XVI nos recordaba unos años más tarde, que el Apóstol San Pablo vinculó, al tener en cuenta las palabras del Señor, la  Resurrección de Éste, con la resurrección de los hombres:

 “<Si los muertos no resucitasen, tampoco Cristo habría Resucitado> (I Co 15, 16) ¡Pero no! Cristo Resucitó de entre los muertos, el primero de todos” (<Jesús de Nazaret>, 2ª parte. Ed. Encuentros S.L. 2011).
 
 
En efecto, el Apóstol San Pablo afrontó, en su primera Carta a los Corintios, la errada  negación de la resurrección de los muertos, por parte de algunos miembros de aquella comunidad, manifestándoles abiertamente que ello era tanto como negar la Resurrección de Cristo, de la cual daban fe sus Apóstoles que la habían  presenciado, pues  ello  implicaría hacer vana la fe y la predicación que  supone considerar a Cristo como primicia de los que han muerto (I Co 15, 12-20):


-Si se anuncia que Cristo ha Resucitado de entre los muertos ¿Cómo dicen algunos de vosotros que no hay resurrección de los muertos?

-Pues bien: si no hay resurrección de los muertos, tampoco Cristo ha Resucitado.
-Pero si Cristo no ha Resucitado, vana es nuestra predicación y vana es también vuestra fe;

-más todavía: resultamos unos falsos testigos de Dios, porque hemos dado testimonio contra Él, diciendo que ha Resucitado a Cristo

-Pero Cristo ha Resucitado de entre los muertos y es primicia de los que han muerto  

 
 
 
Como sigue manifestando el Papa Benedicto XVI, sobre este tema tan importante de la fe cristiana (Ibid): “La Resurrección de Cristo es un acontecimiento universal o no es nada, como viene a decir  San Pablo. Y sólo si lo entendemos como un acontecimiento universal, como inauguración de una nueva dimensión de la existencia humana, estamos en el camino justo para interpretar el testimonio de la Resurrección  en el Nuevo Testamento”


Sí, después de la muerte, existe vida, y vida eterna porque la <resurrección de la carne> significa que <después de ésta, no habrá vida solamente  del alma inmortal, sino que también nuestros cuerpos mortales volverán a tener vida>. Por eso, como leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 989):

“Creemos firmemente, y así lo esperamos, que del mismo modo que Cristo ha Resucitado verdaderamente de entre los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su muerte vivirán  para siempre con Cristo Resucitado y que Él les resucitará en el último día (Jn 6, 39-40). Como la suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad”

San Pablo es el Apóstol que más ha recordado en sus Cartas,  esta  doctrina de la Iglesia, para que los hombres, de todos los tiempos, tuviéramos esperanza plena en la misma, y así, en su Carta dirigida a los romanos, cuando les enseñaba que toda la existencia cristiana debe estar orientada al encuentro definitivo con el Señor, y que ello supondría la participación plena en el gran misterio de la Muerte y  Resurrección de Cristo, se expresaba en los siguientes términos (Rm 8, 8-11):

 
 
 
"Los que están en la carne no pueden agradar a Dios / Pero vosotros no estáis en la carne, sino en el Espíritu, si es que el Espíritu de Dios habita en vosotros; en cambio, si alguien no posee el Espíritu de Cristo no es de Cristo / Pero si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justicia / Y si el Espíritu del que Resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús también dará vida a vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros"

Ciertamente, <Si el Espíritu de Aquel que resucitó a Jesús de entre los muertos habitara en los hombres, el mismo que resucitó a Cristo de entre los muertos, daría también vida a sus cuerpos mortales, por medio del Espíritu que habita entre ellos>; así lo manifestó el Apóstol San Pablo, una y otra vez a las gentes que evangelizaba,  no sólo a los romanos, sino también a los corintios, a los filipenses y a los tesalonicenses, en sus respectiva Epístolas.

Desde el punto de vista histórico, la primera Carta a los moradores de Corinto, es probablemente la más interesante, en el sentido de que en ella, mejor que en otras, se transluce el estado de las Iglesias primitivas, con sus problemas, pero también con sus virtudes, las cuales han servido de ejemplo a los cristianos a lo largo de todos estos siglos.

Casi dos años tuvo que emplear el Apóstol para evangelizar a sus gentes, pero no fue tiempo en balde, porque logró fundar una Iglesia pujante que dio grandes frutos, a pesar de la corrupción de las costumbres de algunos sectores de la población, y la oposición de ciertos grupos de judíos no creyentes presentes entre ellos en aquellos tiempos.

Los primeros años de esta Iglesia fueron extraordinarios, pero más tarde, surgieron dificultades a causa de los lamentables abusos de algunos de sus feligreses. Enterado el Apóstol de la situación, les escribió una primera carta que no se ha conservado, y por lo tanto la primera que ha llegado hasta nuestros días se ha tomado desde siempre  como la primera, y en ella trata de animar a la comunidad para que remedien  los graves problemas surgidos entre sus componentes, como  el detestable pecado de la fornicación (I Co 6, 12-20):

 
 
"Todo me es lícito, pero no todo me aprovecha. Todo me es lícito, pero no me dejaré dominar por nada… / El cuerpo no es para la fornicación, sino para el Señor; y el Señor para el cuerpo / Y Dios Resucitó al Señor y nos resucitará también a nosotros con su poder…/ Huid de la inmoralidad. Cualquier pecado que cometa el hombre queda fuera de su cuerpo. Pero el que fornica peca contra su propio cuerpo / ¿Acaso no sabéis que vuestro cuerpo es el templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis recibido de Dios? Y no os pertenecéis / pues habéis sido comprados a buen precio. Por tanto ¡glorificad a Dios con vuestros cuerpos!"   

 
 
 
 
Desde luego el Apóstol se pronuncia con claridad en su Carta, nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, no nos pertenecen, pertenecen a nuestro Creador, tal como les recordaba  a los corintios, y  la fornicación es una grave ofensa a la castidad. Ya el judaísmo tradicional prohibía las relaciones sexuales fuera del matrimonio, y para los cristianos bautizados la castidad es un tema esencial.  Como decía San Pablo <el cristiano se ha revestido de Dios> (Ga 3, 27), modelo de toda castidad.

Por eso, tras la recepción del Sacramento del Bautismo, el cristiano se compromete, por sí mismo, o por sus representantes en el caso de los niños, a dirigir su afectividad en  castidad. Desgraciadamente esta verdad tan esencial ha sido obviada y aún olvidada o desconocida por grandes sectores de la sociedad, en todos los países del mundo, en cualquier momento de la historia de la humanidad.


 
 
 
En otros tiempos, todavía los jóvenes y los niños tenían fácil acceso a enseñanzas cómo las del Beato Tomás de Kempis (1380-1471), canónigo agustino, autor del famoso libro <Imitación de Cristo>, una obra de devoción cristiana, actualmente denostada, tenida como inadecuada y caduca para los tiempos que corren, por decir cosas esenciales como éstas: “La perfecta victoria es vencerse a sí mismo. El que tiene obediente la sensualidad a la razón, y la razón a todas las cosas, dice el Señor, aquel es verdadero vencedor de sí mismo…Del amor desordenado del hombre por sí mismo, depende casi todo lo que se ha de vencer; lo cual vencido y señoreado, suministra gran paz y sosiego…”

 
Estas cosas las sabían los antiguos estupendamente, cuando todavía recordaban las enseñanzas de Cristo y la evangelización de sus Apóstoles, aunque también éstos, como le ocurrió a San Pablo tuvieron graves problemas al realizar la misión que el Señor les había encomendado.

Así por ejemplo, tras una serie de graves incidentes dentro de la comunidad cristiana de Corinto, que pusieron incluso en <tela de juicio>, la autoridad del Apóstol para proclamar la Palabra de Dios, éste justamente ofendido y sobre todo muy preocupado por aquellas gentes tan queridas, y evangelizadas por él en tiempos no tan lejanos, les escribió una nueva Carta, tratando de poner <orden y concierto>,  en la que destaca  su clásico estilo apocalíptico, finalizando su misiva con una serie de amonestaciones, recordándoles: que él es ministro de Cristo, y que como Cristo fue Resucitado, así también su ministro vive por la fuerza de Dios y posee la fuerza del Señor (II Co 13, 2-4):
-Repito ahora, ausente, lo que dije en mi segunda visita a los que pecaron antes y a todos en general: que cuando vuelva no tendré miramientos,

-tendréis la prueba que buscáis de que Cristo habla por mí; y él no es débil con vosotros, sino que muestra su fuerza en vosotros.

 
 
-Pues es cierto que fue crucificado por causa de su debilidad, pero ahora vive por la fuerza de Dios. Lo mismo que nosotros: somos débiles por él, pero vivimos con él por la fuerza de Dios para vosotros


Son palabras del Apóstol dirigidas a una Iglesia, en cierta medida, muy parecida a la nuestra,  ya en el tercer milenio de la venida del Señor. Sería bueno, por tanto, que como aquellos fieles, también nosotros, escucháramos su testimonio, sus consejos y su anuncio escatológico  (II Co 4, 13-15):

"Teniendo el mismo espíritu de fe, según lo que está escrito: <Creí, por eso hablé>,  también nosotros creemos y por eso hablamos / sabiendo que quién Resucitó al Señor también nos resucitará a nosotros con Jesús y nos presentará con vosotros ante Él / Pues todo esto es para vuestro bien, a fin de que cuantos más reciban la gracia, mayor sea el agradecimiento, para gloria de Dios"

Un cariz completamente distinto tiene la Carta que San Pablo dirigió a los Filipenses, un pueblo que siempre gozó de su afecto y reconocimiento. La Iglesia de Filipos (ciudad de Macedonia), fue probablemente la primera que fundó el Apóstol, en el año 49 ó 50 d. C, y estaba habitada fundamentalmente por ciudadanos romanos que gozaban de ciertos privilegios especiales otorgados por el Cesar Octavio Augusto.

Fue por tanto la primera Iglesia fundada por San Pablo en el Continente europeo, y quizás  por eso, tuvo siempre gran predilección por la misma, lo que explica también el hecho de que, años después, esta comunidad contribuyera con sus donativos a paliar las necesidades del Apóstol retenido por entonces, en contra de su voluntad, en Roma.

En tales circunstancias les envió una Carta de agradecimiento, mencionándoles cariñosamente algunas de las prácticas religiosas necesarias  para alcanzar la concordia y la caridad  con los semejantes. Para ello, empieza su misiva con una serie de exhortaciones previniéndoles contra las herejías de la época, recordándoles que la lucha contra el pecado  nunca es en vano y que la esperanza de <resucitar de entre los muertos> siempre debe estar presente en el hombre creyente, en aquel que como él mismo, renunció a todo por Cristo (Fil. 3, 8-11):
 
 
 
 
 
"Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús. Por Él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo / y ser hallado en Él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe / Todo para conocerlo a Él, y la fuerza de su Resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte / con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos"



 Gran misterio es, que la <corruptibilidad se revista de incorruptibilidad>, y que lo que es <mortal se revista de inmortalidad>, como decía San  Pablo (I Co 15, 50-58), recordando la vida de Cristo y su Mensaje y lo que en la  antigüedad profetizara Isaías (Banquete del Señor 25, 6-9):

"Preparará el Señor del Universo para todos los pueblos, en este monte, un festín de manjares suculentos, un festín de vinos de solera; manjares exquisitos vinos refinados / Y arrancará en este monte el velo que cubre a todos los pueblos, el lienzo extendido sobre todas las naciones / Aniquilará la muerte para siempre. Dios, el Señor, enjugará las lágrimas de todos los rostros, y alejará del país el oprobio de su pueblo <lo ha hecho el Señor> / Aquel día se dirá: <Aquí está nuestro Dios. Esperamos en él y nos ha salvado. Este es el Señor en quien esperamos. Celebremos y gocemos con su salvación>"

 
 
 
 
Nadie sabe como sucederán estas cosas pero como podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica: <Creer en ellas han sido desde el comienzo elementos esenciales de la fe cristiana>, porque como recordábamos antes, San Pablo advertía (I Co 15, 18-19): <Si se predica que Cristo ha Resucitado de entre los muertos ¿Cómo dicen algunos  que no hay resurrección  de los muertos?...> 


Estamos al corriente de que la resurrección de la carne es un misterio revelado,  a través de los siglos, por Dios a su pueblo, y que más concretamente en la época en que vivió Jesús algunas sectas como la de los fariseos se encontraban ya esperanzadas en la resurrección de la carne, y sabemos también, que Jesús habló en numerosas ocasiones sobre este misterio, como pone de relieve el Apóstol San Marcos en su Evangelio, cuando el Señor respondía a una pregunta insidiosa  de los saduceos (no creían en la resurrección), sobre la pertenencia de una mujer que hubiera estado casada sucesivamente con siete hermanos tras la muerte de cada uno de ellos.

En realidad la pregunta de estos saduceos, teóricamente posible desde el punto de vista de la ley del levítico, trataba de ridiculizar las enseñanzas de Jesús sobre la resurrección de los muertos, y por eso, el Señor dándose cuenta enseguida de sus perversas intenciones les respondía así (Mc 12, 24-27):
 
 
 
 
 
"Estáis en un error, porque no entendéis la Escrituras ni el poder de Dios / Porque, en la resurrección, ni los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en los cielos / Y acerca de la resurrección de los muertos ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo le dijo Dios: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? /No es un Dios de muertos, sino de vivos. ¡Estáis en un grande error!"



Igual de grande es el error de aquellos, que a estas alturas de la historia de la humanidad, siguen aferrándose a la idea de que después de la muerte ya no hay nada…Para ellos el alma del hombre no tiene significación alguna, sólo el cuerpo tiene valor y éste desaparece porque  suelen recordar estas palabras: <polvo eres y en polvo te convertirás>.

Pero no, porque la Resurrección de Cristo es la prenda cierta de la resurrección de los muertos y la <clave de bóveda> del cristianismo, tal como han manifestado en los últimos siglos los Pontífices de la Iglesia católica. 

Así por ejemplo Benedicto XVI, en la Audiencia General del 26 de marzo de 2008 aseguraba que:

 
 
 
“La muerte del Señor demuestra el inmenso amor con que Él nos ha amado, hasta el sacrificio por nosotros; pero solo su Resurrección es <prueba segura>, es certeza, de que lo que afirma (Mc 12, 24-27), es verdad, que vale también para nosotros, para todos los tiempos. Al Resucitar, el Padre lo glorificó. San Pablo escribe en su carta a los Romanos: <Si confiesas con tu boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los muertos serás salvo> (Rm 10,9).


Es importante reafirmar esta verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad histórica está ampliamente documentada, aunque hoy, como en el pasado, no faltan quienes de formas diversas la ponen en duda o incluso la niegan.

El debilitamiento de la fe en la Resurrección de Jesús debilita, como consecuencia, el testimonio de los creyentes. En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y de mente a Cristo Muerto y Resucitado, cambia la vida, e ilumina la existencia de las personas y de los pueblos”

 
 
 
 
Hermosas enseñanzas las expresadas por Papa Benedicto XVI, el gran teólogo de la Iglesia, que tanto nos ha ayudado a superar dudas y controversias en los tiempos que corren, pero es verdaderamente doloroso comprobar la certeza de las mismas, porque aún entre los mismos miembros de la Iglesia han surgido dudas y hasta extrañas teorías que tratan de minimizar la importancia de la Resurrección de Cristo y aún la niegan.


Muchas veces da la sensación de que ciertos estudiosos de las Sagradas Escrituras nunca hubieran leído los Evangelios, ni supieran nada de los testimonios dados por sus Apóstoles y posteriormente por los Padres de la Iglesia, respecto a este maravilloso suceso de la historia de la humanidad.

Realmente deberíamos dar gracias a Dios que nos dio la victoria sobre la muerte por nuestro Señor Jesucristo y repetir con San Pablo (I Co 15, 53-57):
"Porque esto corruptible ha de vestirse de incorruptibilidad, y esto mortal de inmortalidad / Cuando esto corruptible se vista de incorruptibilidad y esto mortal de inmortalidad, entonces se cumplirá lo que dice la Escritura: La muerte ha sido destruida por la victoria / ¿Dónde está, ¡Oh muerte! tu victoria? ¿Dónde está ¡Oh muerte tu aguijón!? (Os 13, 14) / El aguijón de la muerte es el pecado y la fuerza del pecado la ley / por esto, queridos hermanos, manteneos firmes, inconmovibles, trabajando más y más en la obra del Señor, sabiendo que el Señor no dejará sin recompensa vuestro trabajo"

 Y como nos recuerda también el Papa Benedicto XVI en la Audiencia mencionada anteriormente:
“¿No es la certeza de que Cristo Resucitó la que la que ha infundido valentía, audacia profética y perseverancia a los mártires de todas las épocas? ¿No es el encuentro con Jesús vivo el que ha convertido y fascinado a tantos hombres y mujeres, que desde los inicios del cristianismo siguen dejándolo todo para seguirlo y poniendo su vida a servicio de los Evangelios? <Si Cristo no Resucitó, decía San Pablo, es vana nuestra predicación y vana también nuestra fe>. Pero ¡Resucitó!”

 
 
 
 
Por su parte el Papa San Juan Pablo II, demostró a lo largo de todo su Pontificado un enorme interés por el sentido escatológico de la Iglesia y nos habló con gran acierto sobre el tema primordial de la Resurrección de Cristo y su relación con el Sacramento de la Eucaristía, por ejemplo, en la Audiencia general del 15 de marzo  del año 1989:


“La Resurrección de Cristo y, más aún, el <Cristo Resucitado>, es finalmente <principio y fuente de nuestra futura resurrección>. El mismo Jesús habló de ello al anunciar la institución de la Eucaristía  como Sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura: <El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día> (Jn 6, 55). Y al murmurar los que le oían, Jesús les respondió: < ¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba antes…? (Jn 6, 61-62). De este modo indicaba indirectamente que bajo las especies sacramentales de la Eucaristía se da a los que las reciben <participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo glorificado”

 
 
 
 
Habían pasado ya algunos años desde la Muerte y Resurrección de Jesucristo, cuando San Juan escribió su Evangelio con gran conocimiento de causa, pues no en balde fue el Apóstol querido del Señor, aquel al que bajo su custodia dejó a su madre, la Virgen María. Siempre con la inspiración del Espíritu Santo, escribió esta cuarta entrega de la vida  y de la Palabra del Maestro, apoyándose  así mismo en el recuerdo de los hechos reales por él vividos a su lado.

El Papa San Juan Pablo II nos recordaba precisamente aquella parte del Evangelio del Apóstol en el que Jesús relacionaba el Sacramento de la Eucaristía con la resurrección de los muertos (Jn 6, 48-55):
"Yo soy el pan de vida / Vuestros padres en el desierto comieron el maná, y murieron / este es el pan  que baja del cielo, para que quien comiere de él no muera / Yo soy el pan de viviente, el que del cielo ha bajado / quien comiere de este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne por la vida del mundo / Se peleaban, pues, entre sí los judíos, diciendo: ¿Cómo puede éste darnos de comer su carne? / Dijo, pues, Jesús: En verdad, en verdad os digo: si no comierais la carne del Hijo del hombre y bebierais su sangre, no tenéis vida en vosotros / El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna, y yo le resucitaré en el último día"

 
 
 
 
No se podrá decir que Jesús no hablaba claro, manifestando que era <El Mesías> a los judíos que espantados le criticaban, e informándoles de que resucitaría en el último día a aquellos que comieran y bebieran su sangre, refiriéndose al Sacramento de la Eucaristía, que más tarde instituiría.


Estos hombres no le entendieron entonces, pero después otros hombres, sin motivo alguno, tampoco lo han entendido, aún estando ya claro y evidente lo que quería decir. La Iglesia de Cristo, a lo largo de todos estos siglos ha explicado una y otras vez el significado de aquellas palabras apoyándose siempre en el Mensaje de Cristo y recogiendo todo lo dicho por los santos Padres y Pontífices, así como los Dogmas establecidos en los Concilios Ecuménicos.

 
 
 
Precisamente en el Catecismo de la Iglesia católica surgido a partir del Concilio Vaticano II, podemos leer ( nº 993 y nº 999): "Los fariseos y muchos contemporáneos del Señor esperaban la resurrección. Jesús la enseñaba firmemente. A los saduceos que la niegan responde: <Vosotros no conocéis las Escrituras ni el poder de Dios, vosotros estáis en el error> (Mc 12, 24). La fe en la resurrección  descansa en la fe en Dios que <no es un Dios de muertos sino de vivos> (Mc 12, 27 / Pero hay más: Jesús liga la fe en la resurrección  a la fe en su propia persona: <Yo soy la resurrección y la vida> (Jn 11, 25)"


Es el mismo Jesús el que resucitará en el último día a quienes hayan creído en Él (Jn 5, 24-25, 6, 40) y hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un signo y una prenda de la resurrección devolviéndole la vida a algunos muertos, anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden.

De este acontecimiento único, Él habla como del “signo de Jonás” (Mt 12, 39), del signo del Templo (Jn 2, 19-22). Anuncia su Resurrección al tercer día después de su muerte (Mc 10, 34).


En definitiva, se podría decir que:

 “La resurrección enseña una nueva forma de ver; descubre la relación entre la palabra de los Profetas y el destino de Jesús. Despierta el recuerdo, esto es, hace posible el acceso al interior de los acontecimientos, a la relación entre el hablar y el obrar de Dios” (Papa Benedicto XVI. Ibid).

Sí, como aseguraba también el Pontífice, el Evangelio de San Juan, además de proporcionar una transcripción casi taquigráfica de las palabras y de la obra de Jesús, a través de este recordar las cosas del Maestro, nos conduce desde aspectos puramente externos hacia la profundidad de la Palabra y de los acontecimientos; todo ello proviene de Dios y nos conduce a Él a través de la Resurrección de su Hijo Unigénito.
 
 
 
 
Verdaderamente Jesús Resucitó de entre los muertos, sus discípulos fueron testigos privilegiados de este acontecimiento esencial para los hombres, ellos dieron testimonio desde el principio del mismo, aunque con ello ponían en grave riesgo sus vidas ante sus mismos conciudadanos, pero no tuvieron miedo, como les había pedido el Señor y propagaron la <Buena Nueva >, en todo Israel y entre otros pueblos del mundo entonces conocido.



Por su parte, San Pedro, nombrado por Jesús Cabeza de la Iglesia, fue el primero en manifestar a la multitud expectante, después de los acontecimientos de Pentecostés, el portentoso milagro acaecido, y así, hablaba a las gentes, después de que él mismo en compañía de San Juan hubieran curado a un cojo de nacimiento que pedía limosna a las puertas del Templo de Jerusalén (Hechos 3, 13-15):
"El Dios de Abraham y de Isaac y de Jacob, el Dios de nuestros pueblos, glorificó a su siervo, Jesús, al que vosotros entregasteis y negasteis ante Pilatos, quién juzgaba que debía soltarlo / más vosotros negasteis al Santo y Justo, y pedisteis que se os hiciera gracia de un homicida / mientras matasteis al autor de la vida, a quien Dios Resucitó de entre los muertos, de lo cual nosotros somos testigos"

 
 
 
 
Un hombre santo, un hombre mártir, un hombre como el elegido por Cristo para dirigir su Iglesia, San Pedro, nos habla a través de los siglos de los hechos históricos acaecidos, de los que él mismo y los demás discípulos del Señor fueron testigos presenciales, y sin embargo algunos hombres siguen opinando que todo esto es una patraña inventada por los seguidores de Jesús.

Aún tratándose de un hecho histórico  fundamental para el cristianismo, siendo como es <la clave de bóveda>, todavía existen incrédulos sobre el mismo, que inventan historias novelescas y hasta detractoras sobre la Muerte y Resurrección del Señor.

A estas personas sólo podemos responder con las palabras de San Juan Pablo II, pues al igual que si falla la <clave de bóveda> de un edificio, por ser la pieza que cierra el arco, y sin él este se derrumbaría, si negáramos la Resurrección de Cristo, su Iglesia se derrumbaría para siempre. Y esto es lo que desean dichos detractores y seguidores del maligno, por eso:
 
 
 
 
“La Iglesia, en Cristo Jesús a la que todos estamos llamados, y en la cual por medio  de la gracia de Dios conseguimos la santidad, no tendrá su cumplimento sino en la gloria del cielo, cuando llegue el tiempo de la Restauración de todas las cosa, y con el género humano también la creación entera que está íntimamente unida con el hombre y por medio de Él alcance su fin <será perfectamente renovada en Cristo>.



Porque Cristo, cuando fue levantado sobre la tierra, atrajo hacia así a todos (Jn 2,32); Resucitando de entre los muertos infundió en los Apóstoles su Espíritu vivificador; por medio de Él constituyó su Cuerpo, que es la Iglesia, como universal Sacramento de Salvación; estando sentado a la derecha del Padre, obra continuamente en el mundo para llevar a los hombres a la Iglesia y por medio de ella unirlos más estrechamente a sí mismo y con el alimento del propio Cuerpo y la propia Sangre, hacerlos participes de su vida gloriosa”

(Papa San Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza. Ed. Vittorio Messori. Círculo de lectores).