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lunes, 1 de junio de 2015

JESÚS Y EL RETO DE LA EVANGELIZACIÓN: SIGLO VIII (Primera Parte)


 
 
 
 
“La Iglesia vive en las personas, y quien quiere conocer a la Iglesia, comprender su misterio, debe considerar a las personas que han vivido y viven su mensaje, su misterio” (Papa Benedicto XVI. Audiencia general de los miércoles; 22 de abril 2009)


San Ambrosio Auperto, recuerda el Santo Padre, vivió en el siglo VIII y fue una de estas personas, el observó la gran diferencia existente entre los hombres ricos y poderosos y el pueblo llano, y se atrevió a denunciarlo, evocando las palabras de Dios manifestadas a través de su Apóstol San Pablo:

“Desde el suelo de la tierra diversas espinas agudas brotan de varias raíces; en el corazón del hombre, en cambio, los piquetes de todos los vicios proceden de una única raíz, la codicia…”




Ciertamente el Apóstol San Pablo habla en su Carta a los hebreos de la eficacia de la palabra de Dios:
“<La palabra de Dios es viva y eficaz y más cortante que una espada de doble filo/ Entra hasta la división del alma y desde el espíritu, de las articulaciones y de la médula, y descubre los sentimientos y pensamientos del corazón/ No hay ante ella criatura invisible, sino que todo está desnudo y patente a los ojos de aquel a quien hemos de rendir cuentas>”  (Hebreos  4,12-13).

 En los primeros tiempos del cristianismo, la conversión a la fe de Cristo suponía un cambio radical de vida, una conversión tan profunda, que se hacía difícilmente comprensible para los no creyentes, y de ahí, que surgiera, y sigua surgiendo la pregunta: ¿Qué podría mover a tantos hombres para convertirse a esta doctrina tan exigente?
La respuesta la encontramos, en parte, en la carta a los Hebreos, especialmente en los versículos que acabamos de recordar: < La palabra de Dios es  viva y eficaz y más cortante que una espada de doble filo…>



Por otra parte, como recordaba el Papa Benedicto XVI en una homilía, durante su visita pastoral a la diócesis  de la localidad italiana de Velletri (domingo 23 de septiembre de 2007):

“El amor es la esencia del cristianismo; hace que el creyente y la comunidad cristiana sean fermentos de esperanza y paz en todas partes, prestando atención en especial a las necesidades de los pobres y los desamparados. Esta es nuestra misión común: Ser fermento de esperanza y paz porque creemos en el amor. El amor hace vivir a la Iglesia, y puesto que es eterno, la hace vivir siempre, hasta el final de los tiempos”

En efecto, Dios que es amor envió a su Hijo unigénito  para salvarnos, instituyó su Iglesia, y como San Pablo declara especialmente en dos de sus cartas, concretamente las dirigidas a los Colosenses y a los Efesios, solo Él, Jesucristo, ostenta el título de Kefalé, esto es <Cabeza de la Iglesia> (Ef. 4,15-16):
“Esto significa dos cosas: Ante todo, que Él es el gobernante, el dirigente, el responsable que guía a la comunidad cristiana como líder y su Señor. Él es también la cabeza del cuerpo de la Iglesia; y el otro significado, es que Él es la Cabeza que forma y vivifica  todos los miembros del  Cuerpo al que gobierna….es decir, no es sólo uno que manda, sino uno que orgánicamente está conectado con nosotros, del que también viene la fuerza para actuar de modo recto” (Benedicto XVI. En la audiencia general del miércoles 14 de enero de 2009).

 


Así pues, Jesucristo, Dios y hombre verdadero, es el fundador de la Iglesia, cuyo objetivo primordial es perpetuar, hasta el fin del mundo, su obra de salvación mediante una Nueva Alianza con los hombres, y así, después de su Resurrección acabó de instaurarla, poniendo al frente como su representante sobre la tierra al Apóstol San Pedro, primer Pontífice de la misma, y los Apóstoles que son aquellos hombres que Cristo eligió para realizar la evangelización, es decir, para dar a conocer la <Buena Nueva> de su Evangelio a toda la humanidad, animándoles con estas palabras:¡No tengáis miedo! Palabras que luego sus enviados a lo largo de los siglos pronunciaron a todas las generaciones, tal como hizo el Papa San Juan Pablo II al iniciar su Pontificado.

Y ¿por qué no debemos tener miedo? Según el Papa Benedicto XVI (Ibid), sencillamente porque el hombre ha sido redimido por Dios, y esto constituye su autentica liberación:
“El anuncio de que Cristo era el único vencedor y de que quién estaba con Cristo no debía de temer a nadie, aparecía como una autentica liberación para el mundo pagano, quién creía en un mundo lleno de espíritus, en gran parte peligrosos y contra los cuales había que defenderse. Lo mismo vale también para el paganismo de hoy, porque también los actuales seguidores de esta ideología ven el mundo lleno de poderes peligrosos”

Los hombres de todos los tiempos han sentido esta fuerza y esta realidad del misterio divino cuando han escuchado su Palabra, la han dado a conocer a otros, evangelizándolos, y ellos mismos han dado ejemplo defendiéndola, muchas veces, hasta la muerte por martirio.
También en el siglo VIII, en la llamada Alta Edad Media, muchos hombres y mujeres necesitaban de otros que les evangelizaran con la Palabra y sobre todo con el ejemplo de vida como podemos comprobar revisando aunque sea muy brevemente los acontecimientos de aquel siglo tan lejano para nosotros, pero también tan parecido, en muchos aspectos, al nuestro.

Los sucesos históricos que se produjeron durante el siglo VIII, se habían fraguado en el siglo VII, durante el cual de las desérticas tierras de la Península de Arabia, por obra de un hombre llamado Mahoma, surgió un foco de pueblos conquistadores, que en un periodo de tiempo relativamente corto se apoderó de grandes zonas de los continentes asiático y africano respectivamente.
Por otra parte, para el Imperio bizantino, el siglo VIII fue excepcionalmente importante, porque durante él se produjo la recuperación de la autoridad imperial, muy deteriorada por los acontecimientos acaecidos en siglos pasados.
Este Imperio había alcanzado su máximo apogeo probablemente durante el reinado de Justiniano I (siglo VI), aunque no obstante, nunca estuvo exento de confrontaciones con otros pueblos, como los búlgaros, los eslavos, etc.
Durante los primeros años del siglo VIII, la expansión del islamismo fue algo más pausada de lo que cabria esperar tras unos triunfos bélicos tan impresionantes, probablemente esto influyó también sobre el panorama político y religioso en Occidente,  lográndose estabilidad en las regiones de: Northumbria en Inglaterra, el reino visigodo en España, la Lombardía en Italia y el reino Franco (Austrasia, Neustria y Aquitania)   en la Galia.

Cuando Justiniano II (hijo de Constantino IV) llegó al poder (685), el Imperio bizantino se encontraba en paz con los árabes gracias al triunfo logrado por su padre sobre los mismos (678). Precisamente fue durante el reinado de Constantino IV cuando se reafirmaron las doctrinas acordadas en el Concilio del Calcedonia (451); durante el mismo, las doctrinas heréticas del monotelismo y el mono-energismo que habían sido tomadas como posibles soluciones políticas en tiempos pasados, fueron condenadas y ello permitió la reconciliación de este emperador con el Papa San Agatón (678-681) y el cristianismo de Occidente.

Con la llegada al poder de Justiniano II pareció, en principio, que la situación de la Iglesia católica seguiría siendo excelente pues este emperador empezó su reinado manifestándose como un gran creyente, así, fue el primero que mandó gravar la efigie de Cristo en el reverso de las monedas. Sin embargo, pronto se pudo comprobar que era un hombre cruel y tiránico para sus súbditos, a los cuales sometió a una durísima política fiscal, para pagar las lujosas y costosas construcciones que ordenó edificar, llevado sin duda, de su deseo de poder y su codicia.

Finalizado ya el siglo VII Justiniano II convocó una serie de Concilios Ecuménicos, con objeto de conseguir de Roma (por entonces el Papa era San Sergio I) ventajas, que iban en contra del Mensaje de Cristo y de su Iglesia. Concretamente en el Concilio denominado Quinisexto (692), los griegos aceptaron que los sacerdotes y los diáconos se quedaran con las mujeres que habían desposado antes de su ordenación. El Papa Sergio I (687-701) se negó a reconocer este Sínodo y entonces el emperador encolerizado envió a un oficial (Zacarías) para trasladar a la fuerza al Pontífice hasta Constantinopla. Sin embargo, este Papa era muy querido de sus fieles, por lo que  le defendieron e impidieron que tal fechoría se llevara a cabo. Tras esta ignominia, el emperador Justiniano fue destronado por sus propios vasallos, cansados ya de sus injusticias, pero comportándose de forma cruel, le sometieron al duro castigo de cortarle la nariz (695), aunque según parece en aquellos tiempos este era un acto de compasión, según creían, porque evitaba el castigo mayor de la pena de muerte.

El dominio bizantino en Italia por entonces se limitaba al sur y a Sicilia; Roma seguía siendo libre, pero tributaria del emperador de Bizancio y el Papa no podía intervenir en cuestiones de estado.

Justiniano II  derrocado y maltratado por sus súbditos fue desterrado a Quersoneso (Crimea) en el año 695, asumiendo el poder  Leoncio II (695-698), un general que había destacado en la lucha de Armenia, a comienzos del reinado del emperador Justiniano II, y al que éste  no había tratado demasiado bien, probablemente porque intuía el peligro que suponía para su reinado, como más tarde se demostró. Tiberio II (698-705), fue un general de las tropas imperiales en Cartago y se sublevo junto a ellas deponiendo al emperador Leoncio que solo estuvo en el poder tres año. En ese momento el Papa era Juan VI (701-705) que había sido elegido  nuevo Papa a la muerte de Sergio I, y no reconoció a Tiberio emperador, considerándolo usurpador de la corona, aunque tampoco duro mucho el reinado del mismo.

Estos conflictos entre Oriente y Occidente, fueron aprovechados por el pueblo lombardo, que invadió parte de Roma y solo gracias a la intervención del Papa se pudo evitar el saqueo y su destrucción, pero a cambio, el Pontífice tuvo que pagar caros  rescates por los cautivos, perdiendo por tal motivo, parte de los dominios Pontificios.

Tiberio III tomó este nombre al iniciar su reinado, después de dar un golpe de estado contra Leoncio II al que mandó mutilar la nariz, igual castigo que este último  había infringido, en su momento, a Justiniano II. Entre tanto Justiniano II escapaba de su exilio y obteniendo el apoyo del pueblo búlgaro recuperó el trono después de diez años de destierro. Este segundo reinado, que duró seis años (705-711), del <emperador de la nariz cortada> se caracterizó por el establecimiento de un régimen más tiránico y brutal que el del su primer reinado; probablemente debido a las humillaciones que había sufrido durante su destierro, y a la mutilación sufrida que nunca llegó a superar. Él dedicó el mayor tiempo posible a practicar la venganza contra los que consideraba sus mortales enemigos, empezando por Leoncio y Tiberio a los que mandó matar, ordenando así mismo que  les cortaran las cabezas, las clavaran en picas y las colocaran en las murallas de Constantinopla, como escarmiento para el pueblo. A estas  primeras víctimas de su venganza, siguieron otras muchas, especialmente entre aquellos súbditos que se reconocieron cristianos, los cuales fueron exterminados sin piedad.

Durante este segundo mandato de Justiniano II, el Papa era Juan VII (705-707) un griego que trató de mantener la paz con los lombardos, poseedores por entonces de la mayor parte de Io que actualmente se denomina Italia. Gran amante del arte y la cultura, trató de embellecer la ciudad de Roma, pero solo le dio tiempo de llevar a cabo varias restauraciones en el palacio imperial del monte Palatino, así como  construir un palacio episcopal cerca de la iglesia Santa María la antigua, la cual fue mejorada con hermosos frescos. Mandó construir así mismo, una capilla a Nuestra Señora en San Pedro. Cometió, sin embargo, un grave error, al no revocar los acuerdos alcanzados por la curia de Oriente en el Concilio Quinisexto, probablemente debido al terror que le infundía la personalidad del emperador Justiniano II, el cual le envió las Actas del mismo, que contenían muchos errores respecto de la recta doctrina de la iglesia de Cristo, y que Papas anteriores se habían negado a ratificar. Este Papa las devolvió al emperador sin firmar, pero sin condenar nada al respecto. El Pontífice murió muy pronto, sin dar solución a este problema surgido entre las Iglesias de Oriente y Occidente, en el palacio episcopal que había construido cerca del Palatino y fue enterrado en el oratorio que había mandado construir en San Pedro. Su sucesor en la silla de Pedro fue un sacerdote sirio, llamado Juan, que tomó el nombre de Sissinio para su Pontificado, y que duró solamente veinte días, debido a las graves enfermedades que padecía, pero según se cuenta, era un hombre de buen carácter y muy preocupado por los desvalidos.

Por fortuna para la Iglesia, Constantino I, natural de Siria, pudo permanecer algo más tiempo en el Papado (708-715). Su mejor legado, probablemente, fue haber conseguido mantener mejores relaciones con el tiránico emperador Justiniano II, como consecuencia de la visita pastoral que realizara a la iglesia de Oriente, donde fue acogido con gran júbilo por todos los creyentes. Por su gran capacidad diplomática, consiguió convencer a Justiniano para que se modificaran algunos decretos del Concilio Quinisexto, logrando de esta forma, un cierto acuerdo entre las iglesias de Oriente y Occidente.

Al poco tiempo de regresar el Papa a Roma, Justiniano II se tuvo que enfrentar a una rebelión dirigida por el general Filipico Bardano, el cual hizo prisionero a Justiniano lo mandó matar y se auto proclamó nuevo emperador de Bizancio (711).

Entre tanto, el islamismo seguía sus progresivos avances en Asia central, Afganistán fue ocupado por ejércitos musulmanes (699-700) y muy poco después (713-714) fueron también dominadas ciudades tan importantes como Samarcanda y la Fergana.

Por otra parte, el reino visigodo de Hispania empezó a ser atacado, y finalmente fue conquistado por los jefes musulmanes del Califato Omeya (711), proceso que continuó hasta el año 726, habiendo llegado estas conquistas a todo el territorio de la Península Ibérica y una parte del Sur de la Galia.

El reinado de Filípico fue muy breve (711-713), pero a pesar de ello, para la iglesia católica constituyó un gran retroceso, respecto a lo ganado durante los últimos años del emperador anterior, ensangrentándose las relaciones entre Roma y el Imperio bizantino, de nuevo, debido al pésimo comportamiento del nuevo emperador, que llegó aceptar la herejía del monotelismo, surgida en siglos anteriores, la cual sostenía que Cristo poseía dos naturalezas pero una sola voluntad, y ya había sido condenada en el tercer Concilio de Constantinopla (680-681) durante el Papado de San Agatón.

 El Papa Constantino I no quiso reconocer a Filípico Bardano como nuevo emperador, y por esto, entre otros motivos, se tensaron las relaciones, una vez más, entre la Iglesia y el Imperio, hasta la deposición del emperador y la llegada de uno nuevo, que tomó el nombre de Anastasio II (713-715,) el cual, por suerte para la Iglesia, derogó todos los edictos a favor de la herejía del monotelismo, aprobadas por sus antecesores, acatando nuevamente la fe ortodoxa  del mensaje de Cristo.

En aquellos momentos el imperio Bizantino empezó a ser atacado seriamente  por los árabes, tanto por mar, como por tierra, por lo que el nuevo emperador se vio forzado a enviar un potente ejército, al mando del cual, se encontraba el que sería, más tarde, nombrado emperador ( León III el Isaúrico), para defender Siria.

Desdichadamente, un oficial llamado Teodosio, recaudador de impuestos, se reveló contra el emperador, y aprovechando las revueltas de las tropas, descontentas con las medidas disciplinarias, que para evitar los ataques enemigos, había impuesto Anastasio, logró hacerse con el poder, aunque su reinado duró sólo dos años (715-717). Por entonces el Papa era ya San Gregorio II, un Pontífice que había desempeñado un papel importante durante el Concilio Quinisexto.

Del reinado de Teodosio III se sabe poco, aunque sí parece cierto, que consiguió parar el avance de los árabes mediante la firma de un tratado con los búlgaros, hacia el año 716. Un año después el jefe de los ejércitos de Oriente  se reveló a su vez contra Teodosio. El nuevo emperador, tomó el nombre de León III el Isaúrico y reinó un periodo más largo de tiempo (717-741), siendo el causante de una nueva herejía que se denominó iconoclastia. Este emperador decretó una serie de edictos contra el culto de las imágenes (reforma iconoclasta), probablemente influenciado por las doctrinas islámicas, que prohibían el culto a las imágenes.
Se destruyeron entonces, las imágenes de la Virgen, y de los santos, y el emperador destituyó al Patriarca de Constantinopla, San Germán, del cual  asegura el Papa Benedicto XVI:

 


“Aunque no pertenece a las figuras más representativas del mundo oriental de lengua griega,  sin embargo, su nombre aparece con cierta solemnidad en la lista de los grandes defensores de las imágenes sagradas, redactada en el segundo Concilio de Nicea II (787)” (Audiencia General del miércoles veintinueve de abril de 2009).

Cuenta también el Papa Benedicto XVI, en la misma Audiencia General que:

“Durante el Patriarcado de San Germán (715-730), la capital del Imperio Bizantino, Constantinopla, sufrió un peligrosísimo asedio por parte de los sarracenos. En aquella ocasión (717-718) se organizó una solemne procesión en la ciudad, con la ostensión de la imagen de la Madre de Dios, la Theotokos, y la reliquia de la Santa Cruz, para invocar del cielo la defensa de la ciudad. De hecho, Constantinopla fue liberada del asedio. Los adversarios decidieron desistir, para siempre, de la idea de establecer su capital en la ciudad símbolo del Imperio Cristiano, y el agradecimiento por la ayuda divina fue muy grande en el pueblo.

El Patriarca San Germán, tras aquel acontecimiento, se convenció de que la intervención de Dios debía considerarse una aprobación evidente de la piedad mostrada por el pueblo hacia las santas imágenes. En cambio, fue de parecer completamente distinto el emperador León III…Después de la liberación de Constantinopla y de una serie de victorias, el emperador comenzó a manifestar cada vez más abiertamente la convicción de que la consolidación del Imperio debía comenzar precisamente por una reforma de las manifestaciones de la fe, con particular referencia al riesgo de idolatría al que, a su parecer, el pueblo estaba expuesto a causa del culto excesivo a las imágenes”

A consecuencia de estas ideas, fuera de toda lógica, teniendo en cuenta la tradición de la iglesia, y la eficacia efectiva de algunas imágenes, reconocidas unánimemente como milagrosas, por todo el pueblo, este emperador se mantuvo impertérrito en su decisión restauradora y con ello causó un gran daño al cristianismo, que solo se pudo subsanar al cabo de muchos años mediante el anteriormente nombrado Concilio de Nicea II (787).

Como advierte el Papa Benedicto XVI (Ibid):

“A decir verdad, en el Decálogo, Dios había prohibido hacer imágenes de él, pero esto fue por las tentaciones de idolatría a las que el creyente podía estar expuesto en un contexto de paganismo. Sin embargo, desde que Dios se hizo visible en Cristo mediante la Encarnación, es legítimo reproducir el rostro de Cristo. 
 
Las imágenes santas nos enseñan a ver a Dios en la figuración del rostro de Cristo. Por consiguiente, después de la Encarnación del Hijo de Dios resulta posible ver a Dios en las imágenes de Cristo y también en el rostro de los santos, en el rostro de todos los hombres en los que resplandece la Santidad de Dios”.

 De la vida y obra del Patriarca San Germán, han quedado sus escritos entre los que cabe destacar sus Tratados: <Dhaereribus Ete Sinodis (exposición históricas de las herejías, de sus promotores y de los Concilios en los que fueron condenadas), así como algunas de sus cartas y homilías sobre la iconoclastia, además de su ejemplo de vida,  como gran luchador, contra una herejía tan perniciosa, que ha llegado a persistir, aún entre algunos hombres, hasta nuestros tiempos.

A la pregunta que se hace el propio Papa Benedicto XVI,  al referirse a este Patriarca de Constantinopla del siglo VIII: ¿Qué nos dice hoy este santo, bastante distante de nosotros cronológicamente y también culturalmente? El Santo Padre razona en los términos siguientes (Ibid):

“Creo que fundamentalmente tres cosas. La primera que Dios en cierto modo es visible en el mundo, en la Iglesia, y que debemos de aprender a percibirlo. Dios ha creado al hombre a su imagen, pero esta imagen ha sido cubierta de la gran suciedad del pecado, a consecuencia de la cual casi ya no se veía a Dios en ella. Así, el Hijo de Dios se hizo verdadero hombre, a imagen perfecta de Dios; Así, en Cristo, podemos contemplar también el rostro de Dios y aprender a ser verdaderos hombres, verdaderas imágenes de Dios…

La segunda, es la belleza y la dignidad de la liturgia. Celebrar la liturgia, conscientes de la presencia de Dios, con la dignidad y la belleza que permite ver, en cierto modo, su esplendor es tarea de todo cristiano formado en la fe. La tercera es amar a la Iglesia. Precisamente a propósito de la Iglesia, los hombres tendemos sobre todo a ver sus pecados, lo negativo; pero con ayuda de la fe que nos hace capaces de ver de forma auténtica, podemos también redescubrir en ella, hoy y siempre, la belleza divina. Dios se hace presencia en la Iglesia; se nos ofrece en la Sagrada Eucaristía y permanece presente en adoración. En la Iglesia  Dios habla con nosotros, en la Iglesia Dios pasea con nosotros, como dice San Germán. En la Iglesia recibimos el perdón de Dios y  aprendemos a perdonar”

 

Otro santo varón, de mediados del siglo VIII (675-749), que luchó denodadamente contra la herejía promulgada por el emperador León III el Isaúrico, fue el gran teólogo, escritor y doctor de la Iglesia San Juan Damasceno.

Era natural de Siria, que por entonces estaba bajo el poder del Islam. El Califa Heschan llegó a estimar mucho a Juan por ser hijo de Sergio Mansur, cristiano,  de familia noble y antigua que había desempeñado altos cargos en la administración del Califa, el cual se mostró muy tolerante con las gentes que profesaban la religión de Cristo.

Fue por tanto, San Damasceno, un testigo ocular del paso de la cultura griega y siriaca, mantenida en la parte Oriental del imperio Bizantino, a la cultura del Islam, que se abrió camino, como consecuencia de las conquistas militares, en el territorio conocido habitualmente como Oriente Medio, tal como asegura el Papa Benedicto XVI, el cual, en su Audiencia General del miércoles seis de mayo de 2009, ha dejado una semblanza de este hombre santo que por su claridad y buena voluntad, merece ser tenida en cuenta. Así, entre las muchas cuestiones que aporta podemos destacar que:  

“San Juan Damasceno fue uno de los primeros en distinguir entre el culto público y privado de los cristianos, entre la adoración y la veneración. La primera solo puede dirigirse a Dios, y es  sumamente espiritual; la segunda, en cambio, puede utilizar una imagen para dirigirse a aquel que es representado en la misma. Obviamente, el santo no puede en ningún caso ser identificado con la materia de la que está compuesta la imagen. Esta distinción se reveló enseguida muy importante para responder de modo cristiano a aquellos que pretendían como universal y perenne la observancia de la severa prohibición del Antiguo Testamento de utilizar las imágenes en el culto. Esta era también la gran discusión en el mundo islámico, que aceptó esta tradición judía de la exclusión total de imágenes en el culto. En cambio los cristianos, en este contexto han discutido sobre el problema y han encontrado la justificación para la veneración de las imágenes”

 

El Califato de Damasco había decretado en el año  723, la destrucción de todos los iconos en las Iglesias cristianas situadas dentro de sus dominios. El emperador León III, siguiendo su ejemplo hizo lo propio, como ya hemos comentado anteriormente, pero además asestó un duro golpe a la Iglesia arremetiendo contra el monacato de Oriente, apoderándose de sus pertenencias y persiguiendo duramente a los monjes y también a las religiosas de la época. Muchos de ellos se vieron obligados a exiliarse en Grecia, donde los defensores  de los iconos eran más respetados, otros en cambio sufrieron castigos muy crueles.  

Hay que recordar al respecto que, los cristianos no veneramos la materia, sino al creador de la misma, tal como defendía San Juan Damasceno que es recordado en la Iglesia tanto de Oriente como de Occidente, por sus discursos en contra de la herejía de los iconoclastas. Porque como el mismo asegura:

“En otros tiempos Dios no había sido representado nunca en una imagen, al ser incorpóreo y no tener rostro. Pero dado que ahora Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los hombres, ya representa lo que es visible en Dios” (Contra imaginum calumniatores 5.16, ed. Kotter pp 09-90).

 

León III  el Isaúrico se  desprestigió frente al Papa  Gregorio II, cayó en desgracia incluso entre  sus  correligionarios, y tras haber gobernado durante veinticuatro años de forma tiránica, a su muerte, le sucedió su hijo Constantino V un hombre que resultó ser buen defensor del Imperio contra el empuje del islamismo pero que durante los treinta y cuatro años de su gobierno se mostró violento y autocrático. Iconoclasta convencido cómo su progenitor durante su reinado la herejía llegó a su fénix y en el año 753  convocó el llamado Concilio de Hiereia,  al que el Papa, Esteban II (752-757), se negó enviar representantes, e hizo caso omiso de los decretos iconoclastas del mismo. Las decisiones de este Concilio fueron totalmente adversos a los iconódulos: (1) Los iconos fueron considerados contrarios a  las Sagradas Escrituras (2) Se simplificó mucho el culto, algo similar a lo que sucedió posteriormente, ocho siglo más tarde, con el protestantismo de Occidente.

 Los monjes se defendieron cómo pudieron, pero el implacable emperador tomó medidas aún más severas que su padre contra ellos: cerró monasterios y confiscó sus propiedades, obligó a los monjes y a las monjas a vestir ropas corrientes, encarceló a muchos, exilió a otros, y obligó a algunos a casarse. También provocó el escarnio y la difamación de muchas personas contrarias a la iconoclastia, ejecutando a aquellos que le resultaron más molestos; provocó en definitiva una clara persecución religiosa de la Iglesia de Cristo.

Este emperador perverso causó mucho daño al cristianismo y aunque sus éxitos militares fueran importantes para el imperio de Bizancio, su vida no fue irreprochable, ganándose a conciencia el sobrenombre de Coprónimo (excremento) por parte de los cronistas de todos los tiempos.

Le sucedió en el trono su hijo León IV el Jázaro porque fue hijo de una princesa de la tribu bárbara jázara (775). Se casó con una hermosa ateniense llamada Irene, que cómo casi todos los griegos de aquella época era contraria a la iconoclastia. Este nuevo emperador trató de emular a su padre en todo, continuando con la vigorosa política contra los árabes y los búlgaros, pero fue también iconoclasta, aunque no tan extremista cómo su antecesor, seguramente por la influencia de su esposa Irene.

Durante largo tiempo la herejía de los iconoclastas hizo mucho daño a la Iglesia de Cristo, y solo a finales del siglo VIII la emperatriz regente de Bizancio, Irene (780-790) que siempre había sido partidaria de la iconoludia, aunque no había podido manifestarlo en vida de su esposo <León IV (750-780)>, fue capaz de terminar con esta controversia en la Iglesia. A tal objeto, convocó un primer Concilio en el año 786 en la Iglesia de los Santos Apóstoles de Constantinopla, con la asistencia del Papa Adriano I (772-795), pero por circunstancias adversas, concretamente, el amotinamiento del ejército en contra de la celebración de dicho Concilio, tuvo que ser trasladado a Nicea, donde por fin, se declaró herética la doctrina iconoclasta en el año 787. El éxito de este Concilio Ecuménico conocido como Nicea II, dio lugar a la reconciliación entre las Iglesias de Oriente y Occidente, gracias al magnífico comportamiento del Papa Adriano I, que participó y alentó en todo momento su celebración y las conclusiones dogmaticas del mismo.

Por su parte, el Patriarca de Constantinopla Tarasio (784-806) también estuvo presente en el Concilio de Nicea II, apoyándolo y aceptando los dogmas proclamados en contra de la herejía de la iconoclastia. A la muerte de Tarasio, fue elegido Niceforo como nuevo Patriarca de Constantinopla (806-815) el cual también había asistido al Congreso de Nicea II como comisionado imperial, pues era por entonces secretario de la emperatriz regente Irene, aunque más tarde prefirió seguir la vida claustral.

Fue una gran obra para la Iglesia la celebración de este Concilio, debido en gran parte a la emperatriz Irene, y por ello siempre le estará agradecida, sin embargo las crónicas muestran que ella fue una mujer valiente pero de un comportamiento ambiguo ante los avatares de la vida, al mostrar una gran  falta de caridad para con algunos de sus súbditos y sobre todo para con su propio hijo, el heredero legal del trono, obsesionada como estaba, con la búsqueda y posesión del poder absoluto sobre el Imperio bizantino. Lo consiguió hacia el año 797, después de haber participado activamente en el derrocamiento de su hijo, y heredero, Constantino VI (771-797), según los historiadores, e incluso haber intervenido en la orden para cegarlo, con objeto de apartarlo definitivamente de su derecho a la corona.

Fuera de una forma u otra, lo cierto es que este reinado, podría ser un claro ejemplo de la célebre frase: <el poder corrompe>. Como <emperador absoluto de Oriente> (quiso obviar su feminidad>, permaneció unos cinco años, pero le <pasaron factura>, pues tras un repentino <golpe de estado>, fue arrestada, y desterrada a la isla de Lesbos, donde murió al año de su prisión, coronándose emperador un funcionario de su corte, que tomó el nombre para su reinado de  Nicéforo I (802-811).

Fueron demasiados años de enfrentamientos y sufrimientos tantos físicos como morales, los que ocasionaron el empecinamiento de hombres poderosos, como el emperador León III el Isaúrico, y más tarde su hijo el emperador Constantino V Capronimo (741-775), que por razones posiblemente políticas, como hemos comentado anteriormente, se convirtió en un iconoclasta aún más peligroso que su progenitor. Este hombre de carácter  violento, y conciencia obtusa quiso acabar con la vida monástica, atacando a los monjes, a los que exilió, no sin antes someterlos a dolorosas pruebas y al martirio. Algunos monjes pudieron escapar de esta cruel persecución y exterminio, marchando a refugiarse a Italia y Sicilia pero otros como el abad San Esteban el joven, fueron linchados brutalmente por las turbas con el beneplácito de las autoridades. Otros, como el célebre escritor, y teólogo bizantino San Teodoro Studita fue condenado en varias ocasiones al destierro por defender a los iconodulos. Él demostró de forma palpable con sus escritos la inconsistencia de la herejía iconoclasta y llegó a ser el Abad del Monasterio de Studion.

Santo Tomás definió la herejía <como una especie de infidelidad de aquellos que, habiendo procesado la fe de Cristo, corrompen sus dogmas>. Ha habido hombres santos que han dado su vida por luchar contra estos comportamientos anti cristianos, y es que los mártires no tuvieron nunca miedo porque estaban unidos a Cristo, y porque como Él, se encontraba al lado del vencedor.