Cinco años después de su
nombramiento como Pontífice de la Iglesia de Cristo, Benedicto XVI se sometió a
una entrevista con el conocido periodista Peter Seewald, el cual le trasladó al
Papa algunas de las preguntas, que por entonces, y aún hoy, se hacen muchos
cristianos, a las que respondió con gran acierto, quedando
reflejadas sus enseñanzas posteriormente en un libro muy interesante que toda
persona deseosa de aportar algo a la llamada <nueva evangelización> debería
leer.
Así, por ejemplo, a la pregunta del periodista sobre la Iglesia, la fe y
la sociedad, más concretamente, al interesarse acerca de la nueva forma de vida
del hombre de hoy, el Papa entre otras muchas cosas reconocía que:
“En nuestros días vemos cómo el
mundo corre peligro de deslizarse hacia el abismo…El desarrollo del pensamiento
moderno centrado en el progreso y en la ciencia ha creado una mentalidad por la
cual se cree poder hacer prescindible la <hipótesis de Dios>…El hombre piensa hoy poder hacer
por sí mismo todo lo que antes sólo esperaba de Dios…
Según este modelo de pensamiento,
que se considera científico, las cosas de la fe aparecen como arcaicas,
míticas, como pertenecientes a una civilización pasada…El hombre ya no busca más el
misterio, lo divino, sino que cree saber: la ciencia descifrará en algún
momento todo aquello que todavía no entendemos… Es sólo cuestión de tiempo;
entonces, lo dominaremos todo…”
Sí, Benedicto XVI es un Papa que ha conocido muy bien la sociedad de los
últimos siglos, y más concretamente la de aquellos años en los que ejerció como
Cabeza de la Iglesia Católica. Por eso se daba cuenta del cariz que estaba
tomando el pensamiento humano, alejándose de Dios para poner al hombre en su
lugar. Él, ante esta situación, ya
perpetuada a principios del siglo XXI, intuía que esto significaría que:
“Nos encontraríamos realmente en
una era en la que se haría necesaria una <nueva evangelización>, en la
que el único Evangelio debería ser anunciado en su inmensa y permanente
racionalidad y, al mismo tiempo, en su poder, que sobrepasa la racionalidad,
para llegar nuevamente a nuestro pensamiento y nuestra comprensión” (La luz del
mundo. El Papa y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald.
Herder www.erdereditorial. 2010)
Por otra parte, sin duda, el
cristianismo es una religión que de acuerdo con su fundador, nuestro Señor
Jesucristo, garantiza auténtica libertad y respeto a los hombres , moviéndolos
a considerarse hijos adoptivos de Dios, y por tanto, a cumplir la Ley Nueva
dada por Jesús: <Amarse y respetarse como Él nos ha amado>.
No obstante, este comportamiento
exigido por Cristo a todos sus seguidores, no siempre se ha cumplido como debería,
y esto ha sido así no sólo en los últimos siglos, sino también en todos los
anteriores, después de la venida del Mesías, tal como sucedió en el siglo XI,
tristemente célebre por una serie de acontecimientos históricos entre los que
destaca el llamado: <Cisma de Oriente>, esto es, la escisión con la Iglesia Romana, por una parte de la
cristiandad oriental, la cual se había iniciado con otro Cisma, que en
principio parecía prácticamente superado, el llamado: <Cisma de Focio>.
Focio fue, un hombre culto
conocedor de las ciencias políticas y teológicas, que llegó a ser secretario
del Imperio, y Patriarca de la Iglesia de Oriente. Muy ilustrado, no cabe duda,
al que se deben libros de historia sobre autores cristianos y paganos, además
de otros tratados teológicos menos conocidos, pero tenía un terrible defecto,
su inconmensurable ambición, la cual le llevó al enfrentamiento con la Iglesia
de Roma, sin tener en cuenta las consecuencias que ello provocaría. Su vida es
como una tragicomedia, pues debido a sus provocativas propuestas religiosas,
fue desterrado y hasta excomulgado, por la Iglesia de Roma, en distintas ocasiones.
En el Cuarto Concilio de
Constantinopla (869), se condenó definitivamente a Focio y se fijó con claridad
la doctrina de la Iglesia Católica sobre la naturaleza divina y humana de Jesús
(unión hipostática). Todavía volvió, una vez más, Focio, a ser proclamado por
sus seguidores, Patriarca, pero posteriormente, de nuevo fue desterrado por la Iglesia Católica, muriendo
finalmente olvidado, en un monasterio.
Los Patriarcas sucesores de
Focio, aunque persistieron en las tentativas de independizarse de Roma,
conservaron las apariencias, manteniendo relativamente, las buenas relaciones
con los Pontífices de Roma. Esto fue así hasta mediados del siglo XI, pero a partir
de este tiempo, se consumó definitivamente la separación entre las
Iglesias de Oriente y de Occidente, esto es, se produjo el llamado <Cisma de Oriente>, suceso que tuvo
lugar siendo Patriarca de la Iglesia de Oriente Miguel I Cerulario. Hasta este terrible momento las rencillas
entre ambas Iglesias, parecían estar casi zanjadas, aunque la realidad, como se
demostró más tarde, era otra muy distinta.
Los Pontífices que ocuparon la
Silla de Pedro durante la primera mitad del siglo XI, antes de estallar el Cisma,
fueron aproximadamente una docena, y decimos aproximadamente, porque
concretamente uno de ellos estuvo ocupándola en tres ocasiones distintas, nos
referimos a Benedicto IX, que fue nombrado Cabeza de la Iglesia en tres períodos de este siglo: (1032-1044), en
el año 1045, y por último, desde 1048 a 1055.
Así mismo, algunos Papas
mantuvieron tan alto privilegio, dentro de la Iglesia de Cristo, un período
cortísimo de tiempo, como le sucedió a Juan XVII (1003), el cual estuvo
solamente cinco meses en la Silla de Pedro, y a Silvestre III (1045), que
solamente estuvo veinte días, esto nos da idea ya, de un hecho evidente: Nos
encontramos, durante esta primera parte del siglo XI, en un período caótico
para la Iglesia, que ya se había iniciado en siglos pasados. Solamente el
último Papa de esta época fue considerado santo por la Iglesia Católica, nos
referimos, a San León IX (1049-1054).
Habría que analizar aunque fuera
someramente los acontecimientos históricos más relevantes que tuvieron lugar
durante esta primera parte del siglo XI para llegar a entender las causas por
las que la Silla de Pedro se vio abocada a tantos vaivenes y dificultades.
En primer lugar debemos recordar
que durante el siglo XI, en Europa persistía aún el llamado Sacro Imperio
Romano-Germánico, pero muy disminuido en sus posesiones territoriales, y
rodeado por una serie de Ducados cuyo poder iba en aumento. Así, por ejemplo,
en el año 1000, Francia ya se había convertido en un reino compuesto por una serie de territorios
independientes gobernados por condes o duques, que a su vez, estaban divididos
en señoríos menores, regidos por castellanos y caballeros. Por otra parte, se
produjo un gran avance tecnológico que provocó el aumento de productividad en
la agricultura durante este periodo de la Alta Edad Media, así, por ejemplo, los molinos
representaron una innovación importante en el procesado de la comida. Los
romanos conocían los molinos de agua, pero apenas los utilizaron para moler el
grano y convertirlo en harina, preferían las ruedas movidas por fuerza humana o
animal. En cambio, a mediados del siglo XI, en Europa se multiplicaron estos
molinos de agua con un rendimiento cada vez mayor, especialmente en la zona de Francia
y su entorno, todo ello dio lugar a un aumento de la producción agrícola y una
mejora en la vida de los campesinos.
Durante la Alta Edad Media, la
mayoría de las familias que libremente se dedicaban a la agricultura, vivían en
parcelas individuales de tierra que labraban con sus propios recursos, por las
que pagaban a un Señor feudal una renta acordada, pero más tarde, las parcelas
pequeñas empezaron a fusionarse, dando lugar a campos mucho mayores, y con
ello, aparecieron los Señoríos y toda la problemática añadida a ellos. Al igual
que los esclavos, los trabajadores estaban obligados para con su Señor, de
acuerdo con las costumbres del momento, y no podían comprar las tierras que
ocupaban.
La nueva riqueza provocó
movilidad social pero también creó una sociedad más estratificada. Con el
surgimiento de la servidumbre aparecieron nuevas distinciones entre las
familias libres y no libres, dentro de la sociedad campesina, y por supuesto
también, dentro de la creciente sociedad europea perteneciente a la nobleza.
En Francia, la dinastía Capeta
sucedió a la Carolingia sin interrupción en el año 987, manteniendo viva la
memoria de que en otro tiempo toda la nación había debido lealtad a un único
rey. En el norte de Italia, a finales del siglo X, varios dirigentes locales se
pelearon entre sí reclamando la realeza carolingia. Pero en la práctica ni los
herederos de Otón en Italia ni de los Capetos, en Francia, fueron capaces de
controlar los territorios que reclamaban para gobernar. De esta forma en el año
1000, el verdadero poder político y militar en el continente europeo había
pasado a manos de hombres de rango inferior: duques, condes, castellanos y
caballeros. El símbolo de su autoridad era, el castillo, muchas veces una torre
de madera situada en una colina, y rodeada por una empalizada, pero que si
estaba defendida por una fuerza suficiente de caballeros, este castillo de
madera, podía convertirse en una fortificación formidable, capaz de intimidar a
los campesinos de una zona y sobre todo capaz de resistir los ataques de los Señores
rivales.
Desde sus castillos estos Señores
feudales dirigían territorios independientes en los que ejercían no sólo los
derechos de propiedad como terratenientes sobre los trabajadores del campo,
sino también los derechos públicos de acuñar moneda, juzgar casos legales,
librar guerras o incluso recaudar impuestos e imponer peajes. En definitiva, se
puede decir que en el año 1000, a consecuencia del feudalismo, Europa se
convirtió en el continente menos poderoso, menos próspero y menos intelectual
de las civilizaciones, que se habían originado en Occidente hasta ese momento,
sin embargo, desde el punto de vista de la vida religiosa se puede asegurar
también, que hubo un resurgimiento del Papado a pesar de la situación caótica de
la Iglesia en aquellos momentos de la historia, gracias a su capacidad organizativa, así como por su gran esfuerzo para extender las Palabra de
Cristo entre los laicos, favorecer la
proliferación de las iglesias locales, y
desarrollar nuevas órdenes religiosas.
De cualquier forma el siglo XI
puede considerarse como una época de la historia, especialmente en su primera
mitad, en la que reinó el espíritu cristiano, donde destacaron algunos grandes
hombres, bien fueran Pontífices, santos o reyes.
Fue una época en la que continuó
el reconocimiento del poder temporal de los Pontífices y la Iglesia mantuvo su
espíritu en las instituciones políticas, prosiguió la renovación y unificación de
la liturgia y florecieron las grandes figuras Papales, entre las que caben destacar
a San León IX (1049-1054),y Nicolás II
(1059-1061).
No obstante también durante este
período de la historia de la Iglesia continuó el grave problema que dio en
denominarse <la cuestión de las investiduras>. Recordemos que el significado
de la palabra <investir> es conferir un cargo o dignidad, e
<investidura> por tanto se refiere al acto de conferirla. Así, por
ejemplo, los reyes al conferir una dignidad, recibían el agradecimiento de su
súbdito, que le juraba fidelidad y vasallaje, recibiendo en recompensa del
monarca en cuestión un cetro, como símbolo de autoridad.
Recordemos así mismo, que la
Iglesia había concedido a Carlomagno y sus sucesores y más tarde a Otón I y a
los suyos, ciertos privilegios por la adhesión y auxilio a la Santa Sede
siempre que esta lo solicitaba. Estos monarcas en general habían ayudado a la
Iglesia promocionando la construcción de nuevas Abadías y Obispados, pero poco
a poco se fueron arrogando no sólo el poder temporal, sino el espiritual por la
concesión del anillo y el báculo a los Pontífices.
De esta situación, derivó el
hecho de que en ocasiones se nombrará personas no dignas para cargos
eclesiásticos por la sola voluntad del monarca de turno, dando lugar a lo que
se denominó como hemos comentado anteriormente la <Cuestión de la investidura>.
La Iglesia en distintas ocasiones
había protestado contra estos hechos abusivos de los monarcas, y después de
varios Papas que intentaron sin éxito una reforma de la Iglesia, para acabar
con esta situación que conllevaba además en muchas ocasiones un pecado adicional,
denominado simonía, subió a la Silla de Pedro el cardenal Hildebrando, monje de
Cluny. Este hombre humilde y de gran fe, se opuso en principio a aceptar este
cargo tan importante para la Iglesia Católica pero finalmente accedió al Pontificado
con el nombre de Gregorio VII (1073-1085), para tratar de erradicar todos estos
problemas, anteriormente comentados, de la Iglesia.
Sin embargo, no fue hasta la
segunda mitad del siglo XI cuando por fin la Iglesia católica se vio libre
totalmente de todas estas irregularidades tan reprochables, por las que siempre
ha pedido perdón.
Con todo, eso no quiere decir que
en la primera mitad del siglo XI antes de que estallara el Cisma de Oriente
definitivamente, no existieran ejemplos de santidad admirables dentro de la
Iglesia católica e igualmente podemos recordar que también se produjeron persecuciones
y hasta muertes de algunas personas que fueron fieles a Cristo con todas las
consecuencias.
Recordaremos en primer lugar
algunos casos ocurridos en Occidente, y más concretamente en aquella zona que hoy
en día constituye parte del continente Europeo. Este fue el caso de San Gerardo
Obispo de Chonad (Hungría), que había nacido en Venecia a principios del siglo
XI, y había renunciado desde muy joven a los placeres mundanos para consagrarse
al servicio de Dios en un monasterio.
Pasados algunos años de su retiro
ascético, con permiso de sus superiores, emprendió una peregrinación a Tierra
Santa, con la idea de visitar el Santo Sepulcro en Jerusalén, pero al pasar por
Hungría tuvo ocasión de conocer al rey de este país, Esteban, el cual habiendo
tenido conocimiento de la capacidad intelectual y la enorme santidad de
Gerardo, le invitó a quedarse en la corte durante algún tiempo para que le
ayudara a evangelizar a sus súbditos; Gerardo aceptó la invitación del rey pero
no consintió vivir dentro del recinto cortesano, sino que construyó una pequeña
ermita en Beel, donde pasó siete años con la única compañía del ayuno y la
oración. Sólo salía de su retiro en ocasiones a estancias del rey Esteban, un
monarca verdaderamente santo, con objeto de predicar los evangelios entre las
gentes de la corte, lo cual se vio recompensado por un gran número de
conversiones.
El rey en agradecimiento le
nombró Obispo de la Sede de Chonad, una ciudad a pocas leguas de Temeswar,
donde se encontró con una población que en su mayoría practicaba la idolatría.
Sin embargo, sus predicaciones alcanzaron pronto la recompensa de ver que
muchas de aquellas gentes arrepentidas de sus pecados se convertían al
cristianismo con gran satisfacción y alegría del rey, el cual ya apuntaba por su
comportamiento, que llegaría a ser considerado santo en su día por la Iglesia católica.
Sucedió sin embargo que el heredero
de San Esteban en el trono de Hungría, (sobrino de éste), era un hombre
corrupto y pecador, que en seguida consideró a San Gerardo su mortal enemigo,
pero con ello consiguió que sus propios súbditos lo expulsaran del país en el
año 1042, siendo entonces coronado rey, un noble llamado Abas, el cual esperaba
que, según la costumbre establecida por San Esteban, el Obispo Gerardo le
entregara la corona de rey, pero el santo renunció a tal privilegio y esto no le gustó. Un par de años más tarde
los mismos nobles que habían dado la corona a Abas se volvieron contra él y le
cortaron la cabeza.
El país iba de mal en peor, pues
no había control sobre la denominación de los monarcas que iban siendo
candidatos a la corona. Finalmente un primo de San Esteban, Andrés, fue
coronado pero con la condición de que restaurara la idolatría en el país.
Al enterarse San Gerardo de tal
sacrilegio, se puso en contacto con otros Obispos de la zona para ir a disuadir
al posible nuevo rey de tal propósito, pero cuando estos buenos hombres estaban
cruzando el río Danubio se encontraron con un grupo de soldados dirigidos por
el duque de Vatas, un hombre inmerso totalmente en la idolatría, los cuales atacaron primero a
Gerardo sometiéndole a una cruel lapidación y como el santo no se defendía y
tampoco lograban matarlo, lo arrastraron por el suelo mientras él seguía
rezando con las mismas palabras que lo hiciera el protomártir de la Iglesia católica
San Esteban en recuerdo del Hijo de
Dios en la Cruz: <Señor no se lo
tengas en cuenta pues no saben lo que hacen>. Al oír estas palabras aquellos
acólitos del demonio le clavaron una lanza a consecuencia de la cual el santo
por fin fue al encuentro del Señor, un 24 de septiembre de 1046.
Recordaremos también, aunque de
forma más breve, otro ejemplo magnífico de santidad y martirio en el seno de la
Iglesia católica, que tuvo lugar durante la primera mitad del siglo XI. Nos
referimos a San Arialdo de Milán, el cual fue asesinado cuando intentó reformar
el clero.
Había nacido en el seno de una
familia noble, en Cucciago, cerca de Como. Estudió en la Om y en París, siendo
poco después ordenado diácono en Milán. Junto a otros compañeros como Anselmo
de Vaggio, encabezó una organización cuya intención era renovar las costumbres del clero, inmerso por
entonces en pecados tan graves como la
simonía. Sin embargo, el Obispo Guido de Veleta excomulgó al santo por este
motivo y tuvo que ser el Papa Esteban IX el que levantara esta cruel e
incorrecta excomunión, alentándole a que siguiera con su reforma.
No pudo ser, los esbirros de este
personaje tan depravado, asesinaron a
San Arialdo de Milán y diez días más tarde de tan terrible suceso el cuerpo del
santo fue encontrado en el lago Maggiore, poniendo de manifiesto el crimen
cometido (1067). El Papa Alejandro IV (1254-1261), lo declaró mártir de la
Iglesia católica.
Un aspecto interesante que
convendría recordar respecto a los santos y santas de la primera mitad del
siglo XI es el hecho que entre ellos
abundaron los condes o / y condesas, los príncipes y princesas /, los
reyes y / o reinas y hasta algún emperador y emperatriz.
Así por ejemplo tenemos el caso
de santa Adelaida Vilich, hija del conde de Güeldress y nieta de Carlos III de
Francia. Había nacido probablemente a finales del siglo X en Alemania, y era
muy joven cuando ingresó en un convento cuyo carisma se basaba en la regla de San
Jerónimo. Sus padres, muy religiosos, habían fundado el convento de Vilich, al
otro lado de la ciudad de Bonn y a él se trasladó la joven, a la muerte de su
madre, llegando a ser Abadesa del mismo.
Muy pronto corrió su fama de
santidad, así como su posible capacidad de realizar milagros por la gracia de
Dios, y esto atrajo la curiosidad del Arzobispo de Colonia, el cual quiso
hacerla Abadesa de otro convento mayor, concretamente el de Santa María de
Colonia. El emperador Otón III confirmó este nombramiento, y así la santa se
mantuvo como Abadesa de dos conventos a la vez, el de Vilich y el de Santa
María respectivamente, aunque su muerte tuvo lugar en el convento de Colona a
principios del siglo XI (1015)
Por otra parte Santa Casilda,
virgen de Toledo, era hija del rey Cano famoso por sus batallas contra los
cristianos. Esta santa se cuenta que era poseedora de una rara belleza
corporal, pero sobre todo, y esto es lo más importante, de una gran belleza
espiritual. Socorría a los indigentes de la corte y cuando su padre se enteró,
montó en cólera y la espiaba para poderla acusar con pruebas de sus indebidos
actos de caridad. Un día, se cuenta, que por fin la encontró en un corredor del
castillo llevando un cesto lleno de panes y viandas ¿Qué llevas ahí Casilda? Le
preguntó el rey su padre. Temiendo ella la reacción de su progenitor y para
evitar que le arrebatara las provisiones destinadas a los pobres, contestó:
<llevo rosas>. El padre no la creyó. Abrió la cesta de la santa con ánimo
de ponerla en grave aprieto, por su mentira piadosa, y en lugar de viandas
apareció ante sus atónitos ojos las rosas que Casilda había mencionado que
llevaba en el cesto.
Esta joven santa no llegó a
contraer matrimonio como era el deseo de su padre, porque una grave enfermedad
lo impidió. Ella deseaba ardientemente profesar la religión cristiana y
habiendo sabido del poder curativo de las aguas de una laguna situada en San
Vicente, cerca de Briviesca, rogó la princesa a su padre la dejase partir hacia
allí para tratar de curarse. El padre aceptó, porque por entonces tenía
concertada una tregua bélica con el rey cristiano Fernando I el Magno. La
recibieron con alegría, el rey de Castilla, los Obispos, el clero, la nobleza,
así como una innumerable multitud que la siguieron hasta la laguna, y nada más que entró en las aguas de las mismas se cuenta,
que se produjo un milagro y sanó.
Habiendo pedido el sacramento del
bautismo y habiéndolo recibido, no quiso volver a la corte de su padre y
prefirió permanecer en una ermita humilde el resto de sus días, hasta mediados
del siglo XI (1050), año en el que tuvo lugar su glorioso tránsito hacia el
cielo.
Todavía quisiéramos recordar a
otra mujer perteneciente a la aristocracia, nos referimos a la conocida
emperatriz que junto con su esposo, proclamado también santo, fue considerada santa por la Iglesia, un
matrimonio, ejemplo admirable de amor a Cristo y su mensaje. Nos estamos
refiriendo concretamente al matrimonio formado por Santa Cunegunda y San
Enrique (Duque de Baviera), que fue elegido rey de los romanos en el año 1002.
Dos años más tarde Santa Cunegunda fue junto con su esposo a Roma para ser coronados
emperadores durante el Pontificado de Benedicto VIII (1012-1024).
Esta santa mujer debió
enfrentarse a graves calumnias sobre la promesa de fidelidad a su esposo y para
evitar el escándalo entre sus súbditos, se sometió gustosa a la tremenda prueba
de andar sobre brasas, prueba que superó de forma extraordinaria saliendo ilesa
de la misma. El emperador su esposo ante semejante sacrificio, condenó a sus
detractores e hizo ante ella grandes actos de enmienda, por haber dudado
siquiera un instante de su virginidad.
Santa Cunegunda ayudó mucho a la
Iglesia de su tiempo, colaborando en la construcción de nuevos monasterios. A
uno de los cuales, se retiró para hacer vida ascética a la muerte de su querido
esposo. Donó toda su fortuna a la Iglesia, de forma que quedó en una situación de auténtica miseria,
vistió un hábito sencillo y se consagró a Dios para el resto de su vida
olvidándose totalmente de que en otro tiempo fue una rica y poderosa
emperatriz. Así pasó los últimos quince años de su vida y fue tal su deseo de
mortificación que cayó enferma y las religiosas del monasterio donde estaba
acogida se afligieron en extremo al pensar en la cercanía de su muerte. Ella en
cambio parecía feliz de poder por fin caminar al encuentro con el Señor y pidió
que la enterraran como cualquier otra monja, lo cual tuvo lugar en el año 1040.
Su cuerpo descansa en la actualidad junto al de su esposo en Bamberg.
A pesar de todos estos ejemplos
de indudable santidad entre personas pertenecientes a la nobleza del siglo XI,
debemos recordar una vez más que con el sistema político denominado feudalismo
se causaron grandes estragos a la Iglesia, fundamentalmente debido a la
desmedida injerencia de algunos reyes y cortesanos en los temas concernientes a
la misma. Especialmente negativos fueron los problemas surgidos en algunos
monasterios donde la disciplina monacal llegó a relajarse en demasía, tanto
durante el siglo X como a principios del siglo XI.
Contra este estado de cosas se
levantó la llamada <Reforma Cluniacense>, iniciada por primera vez con
Guillermo de Aquitania (910), el cual puso la abadía de Cluny bajo la
dependencia absoluta del Papa.
Se produjo una segunda reforma
monástica, más tarde, de los monasterios cluniacenses especialmente por
toda Europa, los cuales se pusieron bajo
una sola casa matriz. De esta forma en el año 1049 existía ya un gran número de
estos monasterios en una situación de plena libertad respecto de los poderes
seculares o eclesiásticos locales.
Cluny tomó una enorme fama por
sus elevadas normas espirituales y su vida litúrgica perfectamente
reglamentada. Se cuidó mucho la mejora de las normas por las que se regía la
vida religiosa, de forma que los votos benedictinos eran estrictamente
necesarios para todos los monjes y la selección de abades y priores, se
realizaba siempre por libre elección de los monjes, sin compra ni venta del
cargo como en otros lugares había sucedido.
Esta reforma monástica tuvo una
gran influencia tanto entre los laicos, por el buen ejemplo que suponía, dando
lugar a un gran número de vocaciones religiosas, como entre los Obispos y Padres
de la Iglesia, muchos de los cuales, en el pasado, no habían dado un ejemplo,
digamos adecuado a sus fieles.
No obstante en honor a la verdad,
también debemos reconocer que existieron ejemplos de gran santidad entre los Obispos
de la época, e incluso mártires, como San Gerardo, Obispo de Chonad, apóstol de
una gran zona de Hungría pero que era natural de Venecia y había nacido a
principios del siglo XI, tal como hemos recordado anteriormente, al hablar de
los santos mártires de la Iglesia durante este siglo.
Otros Obispos santos fueron San Ansfrido (1010) San Bononio de Lucedio (1026), San Guerdo de Agriguento
(1040) y San Macario (1012).
Este último había nacido en
Antioquía a finales del siglo X y a los dos años de haber sido promovido Arzobispo
de Antioquía, tras la muerte de su tío, dejó la diócesis en manos de un
eclesiástico llamado Eleuterio para marchar en peregrinación a Tierra Santa.
Allí le acogió muy bien el Patriarca de Jerusalén pero durante su estancia en
Tierra Santa tuvo la desgracia de ser secuestrado por los enemigos de la
Iglesia, los cuales le sometieron a terribles martirios y finalmente le
encarcelaron. Sus hagiógrafos narran que
un ángel del Señor le liberó de su prisión y así pudo volver a Occidente. Pasó
por Grecia y Dalmacia llegando finalmente a la ciudad de Colonia. Como no tenía
dinero, pagaba su hospedaje por los distintos lugares que pasaba, haciendo
milagros y de esta forma se cuenta que curó a muchos enfermos. Finalmente el Abad
Etembaldo le recibió en el monasterio de Bavón, donde convivió con los monjes
en paz y gracia de Dios, hasta el momento de su muerte, que fue causada por una epidemia de peste. Su
último milagro se dice que fue el cese de este terrible mal el mismo día de su
muerte.
Es importante recordar así mismo,
que durante la primera mitad del siglo XI, antes del Cisma de Oriente, y
durante lo que se podría llamar período de reconstrucción del Sacro Imperio
Germano-Romano, más concretamente al final del mismo, la Iglesia tuvo la suerte
y enorme alegría de estar dirigida por un Papa santo, nos referimos a San León IX (1049-1054).
León IX, nombre que quiso tomar
Bruno de Egisheim Dagsburg, nació en Egisheim (Francia). A la muerte del Obispo
Hermann de Toul, con sólo veinticuatro años, fue propuesto por el clero para
sucederle. Años después fue proclamado Papa, llegando a Roma en el año 1049 a pie
con hábito de peregrino y un prestigio de santidad reconocido. El nuevo Papa
tuvo desde el principio las cosas muy claras, luchó denodadamente contra la
clerogamia, establecida entre clérigos y Obispos alejados del mensaje de Cristo
y declaró la simonía un grave pecado contra la fe. Recordemos que la simonía
deriva del pecado cometido por Simón el Mago, narrado por San Lucas en su libro
de los <Hechos de los Apóstoles> (Hch 2,9-25). San Lucas narra que durante un cierto tiempo este mago venía
practicando la magia en la ciudad (Samaría), embaucando a las gentes que creían
que era un ser extraordinario, pero cuando Felipe (el diácono), llegó a la
ciudad, las cosas cambiaron radicalmente, porque Felipe predicaba el mensaje de
Cristo y hacía grandes milagros, y entonces las gentes se bautizaban y le
seguían a él. Habiendo oído los apóstoles lo que sucedía en Samaría y habiendo
recibido la palabra de Dios que les impulsaba a ir hasta allí para comprobar (in
situ), lo que sucedía, fueron Pedro y Juan los elegidos para llegar hasta
aquellas gentes que todavía no habían recibido el bautismo en nombre de Jesús,
ni habían recibido el Espíritu Santo. Al ver Simón el Mago que tras la
imposición de las manos de los apóstoles, se impartía el Espíritu Santo, les
ofreció dinero y les dijo (Hch 9,19):
“Dadme también a mí ese poder
para que aquellos a los que yo ponga las manos reciban el Espíritu Santo”
Pedro entonces le dijo (Hch
9,20-23):
“Al infierno tú con tu dinero por
pensar que el don de Dios se puede
comprar / No tienes parte ni herencia en este don, pues tus intenciones son
torcidas a los ojos de Dios / Arrepiéntete de esta maldad y ruega al Señor que
te perdone por haber llegado a pensar tal cosa / pues veo que estas lleno de
amargura y la maldad te tiene encadenado”
El Papa León IX quiso mantener
sus hábitos de vida de: Austeridad y hasta pobreza, al igual que cuando era Obispo,
para dar ejemplo a su grey porque
realmente se sentía feliz compartiendo todo con los más pobres, por otra parte,
quiso mejorar la actitud del clero en aquella época que le tocó vivir, para lo
cual convocó una serie de reuniones y Sínodos a los que asistían los Obispos y
en algunas ocasiones los reyes y hasta el propio emperador. Su lema era
terminar con los negocios sucios que entonces se venían realizando en torno a
las cosas de Dios. Él decía: <La casa del Señor es sagrada y por tanto sólo
puede ser una casa de oración>.
Se llegó a enfrentar en una
ocasión a Berengario de Tours porque él afirmaba que la presencia de Cristo en
la Eucaristía sólo era virtual y no real, como así considera la Iglesia
(Teofanía).
Esta cuestión, así como, el llevar
a cabo tantos viajes y tantos proyectos, provocó que el Pontífice acabara
dándose perfecta cuenta de la situación real por la que pasaba la Iglesia de
Cristo en aquellos momentos, y se propuso llevar a cabo una serie de medidas
fundamentales para la transformación del clero y para alcanzar la santidad de
todos sus fieles en general.
Con el ejemplo y la actividad que
este Papa desplegó durante su mandato, muchos Obispos y sacerdotes,
arrepentidos de su proceder anterior fueron cambiando de actitud, volviendo de
nuevo al redil de Jesús, a la palabra del Buen Pastor que habían abandonado.
En definitiva, este Papa santo
hizo lo imposible por llevar a la Iglesia a sus auténticas raíces evangélicas,
pero sufrió mucho por la oposición de sus enemigos, que llegaron en alguna
ocasión a hacerle prisionero durante meses. Agotado tras su liberación, débil y
enfermo, entregó el alma a Dios con el júbilo de los santos en el año 1054.
La Iglesia salía una vez más
indemne tras una época verdaderamente terrible en la que fue mancillada,
incluso por algunos de sus hijos más destacados, y esto fue posible porque
<la fuerza de la Iglesia viene de Cristo> tal como manifestó en su día el
Papa Benedicto XVI, en su Audiencia del miércoles 14 de enero de 2009, de la
que recogemos algunos pensamientos:
“Es importante constatar que en
dos Cartas de san Pablo (Colosenses y
Efesios), se confirma el título de <Cabeza>, Kefalé dado a Jesucristo. Y
este título se emplea en un doble nivel. En un primer sentido, Cristo es
considerado como Cabeza de la Iglesia
(Col 2, 18-19; Ef 4,15-16). Esto significa dos cosas: ante todo, que Él
es el gobernante, el dirigente, el responsable que guía a la comunidad
cristiana como su líder y su Señor (Col 1,18): <Él es también la Cabeza del
Cuerpo de la Iglesia>; y el otro significado es que Él es como la Cabeza que
forma y vivifica todos los miembros del cuerpo al que gobierna (Col 2,19):
<es necesario mantenerse unido a la Cabeza, de la cual todo el cuerpo,
recibe nutrición y cohesión>.
Es decir, Jesucristo no es sólo
uno que manda sino que es uno que orgánicamente está conectado con nosotros,
del que también viene la fuerza para actuar de modo recto”