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viernes, 2 de septiembre de 2016

JESÚS Y EL RETO DE LA EVANGELIZACIÓN: SIGLO X (2ª Parte)


 
 
 
 




Como diría en su día el Papa Benedicto XVI:

“El Espíritu Santo, esperado y acogido en la oración, infunde en los creyentes la capacidad de ser testigos de Jesús y de su evangelio. Soplando sobre la vela de la Iglesia, el Espíritu divino la impulsa continuamente a <remar mar adentro>, de generación en generación, para llevar a todos la Buena Nueva del amor de Dios, revelado plenamente en Cristo Jesús, muerto y resucitado por nosotros”

 

Con estas palabras admirables el Papa Benedicto XVI alentaba a la juventud un domingo 6 de julio del año 2008, ante la perspectiva próxima de la <XXIII Jornada Mundial de la Juventud>. Él les aseguraba a los jóvenes también, que dicha jornada se anunciaba ya como un renovado <Pentecostés>, ya que las comunidades desde hacía un año se habían preparado muy bien con el lema: <Recibiréis la fuerza del Espíritu Santo, que vendrá a vosotros, y seréis testigos> (Hch 1,8).

Y así fue, desde el mismo momento en que los jóvenes y los no tan jóvenes llegaron a Sídney, fueron acogidos extraordinariamente por las gentes de este pueblo, compartiendo con los que llegaban, la fuerza del Espíritu Santo.

Este es el espíritu evangelizador que debe impregnar toda aquella labor realizada a favor del anuncio de la Palabra del Señor, del anuncio del Reino de Dios. También en el siglo X hubo verdaderos evangelizadores, transmisores de la Palabra de Dios, aunque este siglo al igual que el anterior no fue uno de los más propiciatorios para la Iglesia de Cristo. Sin embargo y a pesar de todo, hay algo que deberíamos recordar los cristianos de todos los tiempos, teniendo en cuenta, el punto de vista de la Iglesia, nos referimos al hecho admirable de que por entonces empezaron ya los cristianos a interesarse más por los llamados <Santos Lugares>, esto es, por aquellos parajes que habían sido recorridos por Jesús durante su primera estancia entre los hombres.

Realmente, en el siglo X, a pesar de las constantes perturbaciones provocadas por las guerras y conflictos armados, los <Santos Lugares>, permanecían abiertos a  posibles visitas de extranjeros, ya que todavía no se había tomado en cuenta la  consideración de cerrarlos a los mismos. De esta forma, gran cantidad de obispos, príncipes, caballeros, e incluso gente del pueblo llano, se trasladaban desde Europa, aunque fuera a pie, a Jerusalén y sus alrededores, con el firme propósito de sentir de cerca las experiencias vividas por  los discípulos del Mesías, durante los tres años de la vida pública de Éste. 

Por entonces, Europa estaba sometida a constantes problemas, a causa  de las disputas territoriales entre las distintas fuerzas de poder existentes en aquellos  tiempos, lo que dio pie a un nuevo sistema económico y político que se ha dado en llamar: <feudalismo>.

Recordemos que la dinastía Carolingia prevaleció en Occidente desde el siglo VIII hasta el siglo X, pero los emperadores  sucesores de Carlomagno (800-814), y en particular los correspondientes a la primera mitad del siglo X (Luis III el Ciego y Berengario de Friuli), no estuvieron al nivel político, ni al nivel religioso de éste. Más concretamente, al iniciarse el siglo X, el emperador reinante Luis III el Ciego (901-905), nombrado por el entonces Papa Benedicto IV, constituye un claro ejemplo de la maldad que por entonces reinaba en la Corte, ya que su sobrenombre recuerda el hecho ignominioso y deleznable de haber sido cegado por mandato del que sería posteriormente su sucesor en el trono, Berengario de Friulí (905-924), el cual después de varias confrontaciones armadas, llego a vencerle en  en el campo de batalla.

Berengario de Friulí rey de Italia (888-889), siempre aspiró a ser nombrado emperador y al fin lo consiguió, siendo Papa  Juan X (Juan de Tosignano (914-928)), nombrado Pontífice bajo el protectorado de Teodora, influyente esposa de Teofilacto  (poderoso noble, cónsul, senador romano y conde de Tusculum).

Sucedió que el Papa (Juan X), se vio acorralado por fuerzas enemigas a la Iglesia  y para rechazarlas, firmo un pacto con Berengario, tras la  formación de una liga militar, en la que también intervino el príncipe normando Campania; finalmente se resolvió el problema suscitado por los posibles invasores, tras la gran batalla de Garellano (915). El Pontífice en agradecimiento a la ayuda prestada  por Berengario lo corono emperador, a pesar del  mal comportamiento, que éste había tenido con su antecesor en  el trono.

El reinado de este nuevo emperador se prolongó hasta el año 924, año en el  que Rodolfo II de Borgoña, rey de Italia (912-937) le derrotó en la batalla de Fiorenzuela, ello le obligó a retirarse hacia Verona, donde poco después fue asesinado, posiblemente por sus propios hombres.

El sucesor al trono, como primer emperador del Sacro Imperio Romano- Germánico, fue Otón I (Duque de Sajonia y rey de Italia), el cual en el año 962, tras la petición de ayuda de un Pontífice, en este caso,  del Papa Juan XII, consiguió ser coronado por éste,   implantándose de esta forma, por segunda vez, un Imperio en Occidente y dando comienzo así, al mayor estado territorial  del Viejo Continente,   el cual duraría hasta principios del siglo XIX.

Poco después, Otón I, se enfrentó al Papa que le había coronado, descontento con su comportamiento (Había roto un pacto de fidelidad a él), marchando sobre Roma con sus tropas, aunque los romanos no aceptaron de buen grado la imposición de un nuevo Papa, concretamente  de León VIII (963-965).

Otón II fue nombrado corregente con su padre Otón I en el año 961 y alcanzó la corona de emperador, junto con él, en el 967 y de esta forma, a la muerte de su padre en año 973 siguió siendo emperador sin necesidad de ser de nuevo coronado.

Este nuevo emperador continuó con la política iniciada por su padre, fortaleciendo políticamente el poder de  Alemania; no en balde él era así mismo rey de este país y trató de extender este poder anexionándose algunos territorios de Italia y al mismo tiempo enfrentándose al rey de Francia, Lotario, con el cual sin embargo, llegó finalmente a firmar un tratado de paz en el año 980 por el que Lotario renunciaba a los territorios de Lorena a cambio del reconocimiento de los derechos de su hijo Luis V, y la  aprobación del emperador Otón II.

En el año 981 Otón II se enfrentó a los ejércitos enemigos establecidos en la costa meridional de Calabria, siendo brutalmente derrotado por éstos, lo que provocó la sublevación de los daneses, que aprovechando la debilidad de Alemania en aquellos momentos, se atrevieron a cruzar las fronteras del Imperio destruyendo a su paso parte de la labor evangelizadora que el emperador Otón I había llevado a cabo durante su reinado.

Otón II falleció en el año 983 en Roma, tras haber conseguido meses antes coronar a su hijo rey en Verona, pero tenía éste, por entonces, sólo tres años y fue su madre, Teofanía, nombrada regente hasta su muerte en el año 991; siendo todavía muy joven para ser nombrado emperador (Otón III), la abuela paterna Adelaida de Borgoña, sucedió en la regencia a la madre de éste y solo en el año 991 pudo por fin ejercer su autoridad, a la corta edad de quince años.

A finales del siglo X los enfrentamientos fuera y dentro del Imperio eran constantes, y así la vida de los Pontífices en Roma, se encontraba, casi siempre, en constante peligro. Precisamente esto fue lo que le sucedió al Papa Juan XV (985-996), que tuvo que huir a la región de la Toscana y pedir ayuda a Otón III, para sofocar una rebelión de la familia del noble  Crescencio. El Papa pudo regresar a Roma siendo recibido con gran alegría por su grey, mientras los Crescencio abandonaron el lugar.

A la muerte del Papa Juan XV, Otón III favoreció la elección del nuevo Pontífice en la persona de Bruno de Carintia, que tomó el nombre de Gregorio V (996-999). En agradecimiento, el nuevo Papa coronó emperador a Otón III (996-1002), e hizo bien en este caso, porque resultó ser un monarca profundamente religioso y ascético que realizó algunas peregrinaciones a Roma y al sur de Italia, visitando también la tumba del obispo Adalberto de Praga (Mártir) en Gniezno (actual Polonia), y fundando así mismo el arzobispado de Polonia. En general se puede decir  que este monarca, con su labor, contribuyó en gran medida a la evangelización de Polonia y de Hungría.

El final de este excelente emperador no fue bueno, porque  murió en extrañas circunstancias, no se sabe,  si  a consecuencia de una enfermedad o por causa de un envenenamiento. Su cuerpo fue trasladado a Alemania y enterrado en Aquisgrán, aunque en la actualidad no se conoce a ciencia cierta el lugar exacto de su tumba.

Fueron tiempos difíciles, sin duda, los vividos por los Papas durante este siglo X; recordemos que estos fueron: Benedicto IV (900-903), León V (903), Sergio III (904-911), Anastasio III (911-913), Landón (913-914), Juan X (914-928), León VI (928), Esteban VII (928-931), Juan XI (931-935), León VII (936-939), Esteban VIII (939-942), Mariano II (942-946) y Agapito II (946-955), todos ellos pertenecientes a la llamada <Época caótica de la Iglesia>.

A partir de este momento los Papas que rigieron la Silla de Pedro fueron: Juan XII (955-965), León VIII (963-965), Benedicto V (965-966), Juan XIII (966-972), Benedicto VI (973-974), Benedicto VII (974-983), Juan XIV (983-984), Juan XV (985-996) y Gregorio V (996-999), todos ellos pertenecientes a la época del <Sacro Imperio Romano-Germánico>.

Es triste comprobar, después de este breve repaso de algunos acontecimientos que tuvieron lugar durante el siglo X, cómo  ninguno de sus Pontífices tuvo el alto honor de ser considerado santo por la Iglesia. Esto ya parece indicar algo, respecto a lo que fue, por desgracia, algunos comportamientos, de estos hombres elegidos para sustentar el máximo poder de la Iglesia, como Cabeza de la misma. Sin embargo, no conviene generalizar en este sentido, porque a pesar de todo, también hubo Papas extraordinarios durante este conturbado siglo, los cuales padecieron encarcelamientos injustos e incluso pudieron también haber sido  asesinados en ciertas ocasiones, de acuerdo con las crónicas de la época.

Eran tiempos revueltos, lo cual no justifica, sin embargo, totalmente el comportamiento de algunas de sus autoridades eclesiásticas, pero conviene recordar, eso sí, que todo Occidente, bajo el terrible ataque de los pueblos nórdicos (vikingos), se vio sometido a vaivenes que condujeron al agrupamiento de las personas bajo el mando de algunos hombres relevantes, que ejercieron el poder local, sin tener en cuenta, la mayor parte de las veces, al rey o emperador de turno. En realidad, por entonces cualquier rey carecía de ejército central y esto impedía que pudiera defender adecuadamente las distintas regiones que se encontraban bajo su mandato, frecuentemente muy alejadas unas de otras, provocando la subdivisión del Continente Europeo.

No es pues de extrañar, que a principios del siglo X, siendo Papa Sergio III (904), un hombre poderoso por entonces, concretamente, cónsul y senador romano, pasara a ser el <Magister Militum>, o <Comandante en jefe del ejército> y posteriormente (906), recibiera el título <Gloriosissimus Dux>, con lo que paso a liderar toda la nobleza urbana de Roma, con el nombre de Teofilacto I (864-925).

Las mujeres que pasaron por la vida de Teofilacto I, ejercieron una terrible y maligna influencia sobre él, especialmente en el caso de su esposa y sus hijas, las cuales también tuvieron una influencia nefasta sobre algunos Papas. Estas mujeres realizaron una labor demoníaca que no es grato, ni lícito recordar ahora. El aciago comportamiento de estas mujeres duró hasta el Pontificado de Juan XII (931), con terribles consecuencias para la Iglesia, aunque también es cierto, y hay que reconocerlo, que en torno a este período de tiempo se creó una <historia negra> del Pontificado por parte de los enemigos de la Iglesia y por tanto algunos hechos de la época no están totalmente contrastados para aceptarlos como ciertos.

Con todo, ya a partir del siglo IX, en pleno caos en Europa, a consecuencia de las incursiones de los ejércitos vikingos, y como consecuencia de ellos, también los monasterios fueron atacados, cayendo muchas veces en la decadencia y hasta en la corrupción. Pero en el año 911 en Cluny (Ciudad del Ducado de Borgoña, al sureste de París), surgió un monasterio reformista, que bajo una serie de Abades capaces e inteligentes, provocaron un período de esplendor en la vida monástica de todo el Continente Europeo. Los monasterios denominados <Cluniacenses> se difundieron principalmente por toda Francia y Alemania, dando nueva vida al movimiento ascético de la Iglesia.

El Papado había pasado por una época verdaderamente reprochable, convirtiéndose en la codiciada presa de un pequeño grupo de personas pertenecientes a la nobleza romana, de forma que los Papas eran nombrados sin tener muchas veces, los méritos necesarios para ocupar la Silla de Pedro, manchándola en ocasiones con sus turbios comportamientos. Pero el Espíritu Santo, siempre presente en la Iglesia de Cristo, logró que al fin el Pontificado remontara este abismo, que en momentos, parecía insondables, y restableciera su prestigio moral y justiciero, de acuerdo con el mandato de Cristo.

El mejor modo de conseguirlo fue a través de la toma de liderazgo del movimiento reformista monástico, el cual consiguió restablecer el camino de la virtud y el Mensaje del Señor.

Bernón de Baume es considerado el primer Abad del monasterio de Cluny, mandado construir por Guillermo I de Aquitania (910). De esta prestigiosa abadía saldrían varios Papas. No obstante, la vida monástica estaba ya presente en Occidente desde siglos pasados y concretamente en el siglo X, tuvo un gran exponente en la figura de San Gerardo de Aurillac, fallecido a principios de este siglo, probablemente entre los años 909 a 918. Este santo fue un noble francés fundador de la abadía de Saint-Geraud dé Aurillac, modelo de caballeros cristianos que renunció a todas sus riquezas para dedicarse en exclusiva a servir a Cristo, dando ejemplo de fe  y justicia a sus conciudadanos.

A la muerte de su padre, el conde Gerardo, señor de Aurillac, de origen merovingio, se convirtió en un hombre rico y poderoso y durante este período de su vida, demostró su santidad al ejercer su mandato con justicia y equidad para con sus súbditos. Luchó al mando de sus tropas contra los bandoleros y bandas armadas que atacaban al pueblo llano. Sin embargo, su vocación era religiosa, quería servir sobre todo a Dios, pero fue convencido por el obispo Geusberto, para que prosiguiera como laico su labor encomiable para el pueblo. Se le conoció siempre por su gran caridad y capacidad evangelizadora. Oraba con frecuencia de día y de noche, y no se casó para conservarse en celibato.

Hacia el año 885 fundó la abadía de Orlhac, a la que donó toda su fortuna tras su muerte, y pidió que la regla del monasterio fuera la de San Benito, según la reforma de San Benito Aniane poniéndola bajo su protección directa , para evitar la influencia de los señores feudales.

Al final de su vida, este hombre santo sufrió de ceguera, situación que enfrentó con extremada caridad y resignación, y  a su muerte, fue enterrado en la capilla de la misma abadía por él fundada, que muy pronto se convirtió en un lugar de peregrinación, como consecuencia de la fama de santidad alcanzada por Gerardo. Unos veinte años después de su muerte, Odón de Cluny, tercer abad de Aurillac, escribió su biografía, siendo su festividad litúrgica el 13 de octubre.

Precisamente Odón de Cluny, en el año 926 fue nombrado también Abad, cuando renunció en su favor Bernón de Baume que falleció un año después.

Bernón de Baume había nacido en Burgundia, se desconoce la fecha exacta de este hecho pero en cambio se sabe que era de origen noble y antes de ser nombrado  Abad de Cluny, ya había fundando otras abadías. Siempre fue fiel a la regla de San Benito, lo cual constituyó la clave del aumento de monjes que deseaban entrar y entraban en las abadías por él fundadas.

Otro claro exponente del crecimiento de la vida ascética en Francia, durante el siglo X, lo tenemos en San Abón de Fleury (O.S.B.), un monje que como su nombre indica, perteneció a la abadía de Fleury, que en la actualidad se encuentra en la comunidad de: Saint-Benoït-Sur-Loire.

Este santo varón había nacido cerca de Orleans (945) y realizó estudios en París y en Reims. Viajó a Inglaterra, donde conoció al arzobispo de York, colaborando con él en la reforma de los monasterios de aquella zona.

Durante un tiempo se dedicó también a escribir algunos libros, como una gramática latina para los estudiantes ingleses (Fue director de la escuela de la Abadía de Ramsey), así como otros tratados y cartas de gran interés. Volvió a su tierra (Fleury), en el año 988, y de inmediato fue elegido Abad, aunque su nombramiento fue más tarde impugnado por otro monje que gozaba del apoyo del obispo de Orleans. Finalmente el tema se resolvió  a favor de Abón; concretamente, tuvo que intervenir Gerberto de Aurillac (Futuro Papa, Silvestre II), para que definitivamente el nombramiento de Abón llegara a buen puerto como así fue.

Siendo ya Abad, llevó a cabo una gran labor evangelizadora, tomando parte en el Concilio que tuvo lugar en Saint-Basle (991), y visitó Roma por mandato del rey Roberto II, encontrándose en el camino a Gregorio V (Papa) que había sido expulsado de la ciudad por el antipapa Juan XVI. Murió ya  entrado el siglo XI, concretamente en el año 1004, dejando tras de sí una estela de santidad y esforzado trabajo por la Iglesia.

Coetáneo de San Abón de Fleury, fue San Odilón de Cluny (962-1049), al que sus hagiógrafos atribuyen poderes taumaturgos (capacidad de hacer prodigios), debido a algunos milagros que se le adjudican, como la sanación de un ciego; esto provocó muchas vocaciones religiosas, y muchos hombres ingresaron en el monasterio del que él llegó a ser uno de los Abades más conocidos de toda Europa.

Este hombre santo se preocupó mucho por el problema de la paz en Occidente, y fue así mismo muy caritativo con los pobres, a los que siempre ayudaba a través de su orden.

Sus restos descansan junto con los de otros Abades de Cluny en la Iglesia Rogatorial de Souvigny.

Se podrían poner otros muchos ejemplos de Abades santos, durante el siglo X en Europa, lo que demuestra que la vida religiosa y sobre todo ascética alcanzó un alto nivel durante este siglo en el Viejo Continente, aunque  desde el punto de vista político, como ya hemos recordado, dejó mucho que desear.

También en Italia, foco de atención en este sentido, y en particular en Roma, donde se encontraban los señores feudales que gobernaba la elección o eliminación de los Pontífices de la Iglesia Católica, encontramos algunos ejemplos interesantes de la vida ascética que se desarrolló allí durante este siglo, así como en Francia y sobre todo en Alemania.

Un nuevo ejemplo interesante de la vida ascética durante este siglo es el de Ronualdo (951-1027), contemporáneo de los santos anteriormente nombrados, y  el fundador de la orden Camaldulense, así como un paradigma  de la vida eremita.

Según sus hagiógrafos, nació en Rávena, y llegado el día, ingresó en el monasterio benedictino de San Apolinar de Classe, apartándose totalmente de la vida disipada que había llevado en la Corte cuando era muy joven.

En su juventud conoció algunas de las escuelas monásticas más importantes de su época, pero finalmente se decantó por la tradición benedictina, con algunos rasgos propios característicos de su tendencia hacia la vida de los eremitas (Gran austeridad y silencio riguroso, así como mortificaciones corporales).

Fue un hombre muy devoto de la Virgen y por supuesto de Jesucristo, del que admiraba siempre su gran humanidad. Fundó varios monasterios, situados a lo largo de Italia, fundamentalmente en la región de la Toscana. Murió a principios del siglo XI en el monasterio por él fundado de Valdicastro. Sus reliquias fueron trasladadas años después por el Papa Clemente VIII (1595), a Roma.

Por su parte, el Sacro Imperio Romano, también dio reyes santos a la Iglesia Católica en el siglo X. Nos referimos a San Enrique II de Alemania (973-1024), emperador, oblato y confesor, y a su esposa la emperatriz Cunegunda de Luxemburgo (975-1040).

Concretamente Cunegunda fue una de los once hijos de Sigfrido I, conde de Luxemburgo y Heduiga de Nordgau. Pertenecía por tanto a la familia de los descendientes del emperador Carlomagno.

No es pues de extrañar que recibiera una educación cristiana y católica, comentándose que durante su juventud deseó hacerse monja, sin embargo acabó casándose con Enrique II perteneciente al linaje del emperador Otón I, de la dinastía sajona.

Durante su matrimonio, su esposo, por entonces sólo duque de Baviera, fue coronado rey de Alemania y más tarde ella también fue coronada como reina consorte de Alemania.

Participó, según parece, activamente en la política, como consejera de su esposo, ayudando también mucho en la evangelización de sus vasallos y favoreciendo a la Iglesia Católica con donaciones para la construcción de iglesias y monasterios.

Viajó con su esposo a Roma para la coronación de éste como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, siendo ella misma también coronada emperatriz en el año 1014.

Tanto ella como su esposo, hicieron votos de castidad y pobreza, de forma que al morir su esposo quedó en un estado de relativa pobreza, debido a las obras de caridad que había realizado a lo largo de toda su vida cuando era emperatriz. Acabó sus días en el monasterio benedictino de Kaufungen, en Hesse, cuya construcción había sufragado.

Durante los últimos días de su vida se hizo monja dedicándose a la oración y al auxilio de los más pobres. A su muerte fue enterrada en la catedral de Bamberg, junto con su esposo, que había muerto unos años antes. Fue canonizada por el Papa Inocencio III (1200), algunos años después de su esposo cuya canonización tuvo lugar en 1146, el cual había apoyado siempre a la Iglesia de Cristo contra sus enemigos naturales.

Este emperador fue partidario del celibato eclesiástico, para evitar en lo posible el dominio de la Iglesia por parte de los señores feudales, influyendo poderosamente en la historia de la Iglesia, y así en el año 1014 con motivo de su coronación como emperador pidió al Papa Benedicto VIII que se recitara el Credo con la inclusión de la palabra <Filioque>.

El Papa accedió a esta petición y esta fue la primera vez que se utilizó este concepto teológico en Roma, cuestión ésta que está íntimamente relacionada con el Cisma de Oriente, que llevó posteriormente a la separación de las Iglesias de Oriente y Occidente en el año 1054.

Recordemos a este respecto que cuando los cristianos católicos profesamos nuestra fe en el Espíritu Santo, decimos: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria y que habló con los profetas” (Credo de Nicea-Constantinopla), y en concreto, las palabras <que procede del Padre y del Hijo, fueron introducidas precisamente en el Símbolo Niceno, que decía solamente <creemos en el Espíritu Santo>, pero que en el Concilio de Constantinopla (381), fue incluida la explicación: que procede del Padre.

Una fórmula más completa, que es la que aparece en la actualidad en el Credo de Nicea- Constantinopla: que procede del Padre y del Hijo (Quia Patre Filioque Procedit), ya presente en antiguos textos y recogidos también en el sínodo de Aquisgrán, fue finalmente también introducida en Roma a principios del siglo XI, con ocasión de la coronación del emperador Enrique II como anteriormente hemos comentado.

Esta puntualización no cambiaba en esencia nada la substancia de la fe antigua, pero los Papas no se habían decidido hacerla hasta ese momento, por respeto a la fórmula antigua que ya estaba difundida por muchas Iglesias católicas, incluida la Basílica de San  Pedro.

La modificación: <Filioque>, fue acogida sin reparos por la Iglesia de Occidente, pero provocó grandes reservas y especulaciones en la de Oriente (Por entonces ambas iglesias se hallaban ya bastante distanciadas por el problema del Cisma de Focio).

Desde entonces, hasta avanzado el siglo XI, la separación fue creciendo, y finalmente se produjo el llamado <Cisma de Oriente>, llegando incluso a levantarse la excomunión entre ambas Iglesias en el año 1054, durante el Pontificado de León IX y siendo Patriarca de Oriente Miguel Celulario.

Tras tantos años de recelo y desacuerdos, por fin, en el siglo XX, en víspera de la clausura del Concilio Vaticano II, el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras, decidieron levantar esta incomprensible excomunión entre Iglesias que tienen una misma Cabeza y Creador, nuestro Señor Jesucristo.

De cualquier forma, la separación entre ambas Iglesias subsiste, aunque el Papa San Juan Pablo II provocó grandes avances que pueden llevar en el futuro, a una resolución definitiva del problema, mediante lo que se ha dado en llamar: <Diálogo Ecuménico>.

San Juan Pablo II, casi al inicio de su Pontificado afirmaba (1979):

<El servicio a la unidad compromete de manera especial al obispo de esta antigua Iglesia de Roma y es el deber primordial de su ministerio>.

A ello se deben las alusiones, a este grave problema, en las Cartas Encíclicas: <Redemptor  Hominis> (1979) y <Ut Unum Sint> (1995). En esta última,  el santo Padre llega a decir que:

 <La división contradice clara y abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a la causa santísima de predicar el evangelio a toda criatura>.

Tanto el Papa Benedicto XVI, como nuestro actual Papa Francisco han seguido  estas mismas líneas de opinión y actuación, y así por ejemplo, durante el viaje del primero a Turquía  manifestó:

“Este encuentro es particularmente significativo. Ante todo, al nuevo obispo de Roma, pastor de la Iglesia católica que se permite repetir a todos con sencillez: Dus In Altum! ¡Sigamos adelante con la esperanza! Como mis predecesores, especialmente Pablo VI y Juan Pablo II, siento fuertemente la necesidad de reafirmar el compromiso irreversible, asumido por el Concilio Vaticano II y proseguido durante los últimos años también gracias al Consejo Pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos. El camino hacia la comunión plena querida por Jesús para sus discípulos implica una docilidad completa a lo que el Espíritu dice a las Iglesias, valentía, dulzura, firmeza y esperanza de lograr ese objetivo. Implica, ante todo, oración insistente y tener un mismo corazón, para obtener del Buen Pastor el don de la unidad para su rebaño” (25-4-2005).

 

Hermosas palabras del Papa Benedicto XVI que han sido recogidas, como no podía ser de otra forma,  por su sucesor en la silla Petrina, el Papa Francisco, el cual en su reciente viaje a Turquía durante la misa celebrada en la Iglesia Patriarcal de San Jorge en Estambul, el domingo 30 de noviembre de 2014, entre otros temas de gran relevancia para el camino emprendido con vista a la total reconciliación entre las Iglesias de Oriente y Occidente destacaba que:

“El encontrarnos, mirar el rostro el uno del otro, intercambiar el abrazo de la paz, orar unos con otros, son dimensiones esenciales de ese camino hacia el restablecimiento de la plena comunión a la que tendemos. Todo esto precede y acompaña constantemente esa otra dimensión esencial de dicho camino, que es el diálogo teológico. Un verdadero diálogo es siempre un encuentro entre personas con un nombre, un rostro, una historia, y no sólo un intercambio de ideas.

Esto vale sobre todo para los cristianos, porque para nosotros  la verdad es la persona de Jesucristo. El ejemplo de San Andrés que junto con otros discípulos aceptó la invitación de nuestro Divino Maestro: <mirad y veréis> y <se quedaron con él aquel día> (Jn 1,39), nos muestra claramente que la vida cristiana es una experiencia personal, un encuentro transformador con Aquel que nos ama y nos quiere salvar”

 

Hace referencia el Papa Francisco a aquella parte del evangelio de San Juan, en la que  el Apóstol nos habla sobre los primeros discípulos del Señor (Jn 1, 35-39):

“Al día siguiente de nuevo estaba Juan, y con él dos de sus discípulos / y fijando los ojos en Jesús, que caminaba, dice: <he aquí el cordero de Dios> / Y le oyeron hablar los dos discípulos, y se fueron en pos de Jesús / Vuelto Jesús y viendo que le iban siguiendo, les dice: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: <Rabí (Maestro), ¿Dónde moras? / Díceles: venid y lo veréis. Vinieron, pues, y vieron donde moraba, y se quedaron con Él aquel día. Sería la hora décima / Andrés, el hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron la palabra de Juan y siguieron a Jesús”

 

Esta frase de Jesús: <venid y lo veréis>, es una dulce invitación a iniciar con Él trato amistoso y familiar, por eso sus primeros discípulos se quedaron con Él, ya que esto era lo que realmente ansiaban. Los cristianos de todos los tiempos estamos llamados a seguir el ejemplo de sus primeros discípulos. Caminemos unidos al encuentro del Señor.