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domingo, 1 de enero de 2017

LA LLAMADA A LA UNIDAD DE LOS CRISTIANOS: ECUMENISMO (I)


 
 
 
 



En el Catecismo de la Iglesia Católica escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II  podemos leer (nº 820):

“Aquella unidad <que Cristo concedió desde el principio a la Iglesia, creemos que subsiste indefectiblemente en la Iglesia católica y esperamos que crezca hasta la consumación de los tiempos> (UR 4). Cristo da permanentemente a su Iglesia el don de la unidad, pero la Iglesia debe orar y trabajar siempre para mantener, reforzar y perfeccionar la unidad que Cristo quiere para ella.

Por eso Cristo mismo rogó en la hora de su Pasión, y no cesa de rogar al Padre por la unidad de sus discípulos: <Que todos sean uno. Como tú Padre, en mí y yo en ti, que ellos sean también uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me has enviado> (Jn 17,21).

El deseo de volver a encontrar la unidad de todos los cristianos es un don de Cristo y un llamamiento del Espíritu Santo (Unitatis redintegratio 1, 1)”

 


En efecto, el Señor  próxima ya su Pasión y Muerte, rogó por la futura Iglesia, en los siguientes términos (Jn 17, 20-26):
-No ruego por estos solamente, sino también por los que crean en mí por medio de su palabra
-que todos sean uno; como tú, Padre, en mí y yo en ti, para que sean uno como nosotros somos uno, para que el mundo crea que tú me enviaste
-y yo les he comunicado la gloria que tú me has dado, para que sean uno como nosotros somos uno.
-Yo en ellos y tú en mí para que sean consumados en la unidad, para que conozca el mundo que tú me enviaste y les amaste a ellos como me amaste a mí.
-Padre, lo que has dado, quiero que, donde estoy yo, también ellos estén conmigo, para que contemplen mi gloria que me has dado, porque me amaste antes de la creación del mundo.
-Padre justo, y el mundo no te conoció, pero yo te conocí; y estos también conocieron que tú me enviaste.
-Y yo les manifesté tu nombre, y se lo manifestaré, para que el amor con que me amaste sea en ellos, y yo también esté en ellos.

Por otra parte, el Señor al terminar su oración sacerdotal, rogó por la futura Iglesia:

<No ruego, por estos solamente, sino también por los que crean en mí por medio de su palabra>.

Recordemos en este sentido las palabras del Papa León XIII en su <Exhortación Apostólica> promulgada el 20 de junio de 1894:
 


Ante todo, una mirada de intenso afecto que dirigimos hacia el Oriente, allá donde tuvo principio la salvación del mundo. Sí, el ansia de nuestros deseos, Nos hace concebir alegre esperanza de que las Iglesias Orientales, ilustres por la fe añeja y por las glorias antiguas, no deberán continuar ya separadas, sino que se volverán allá de donde partieron; y tenemos mayor confianza de ello porque no es muy grande la distancia que las separa de nosotros; más aún, con tal de quitar un poco, en lo que resta se está de acuerdo, de suerte que para la misma defensa de las doctrinas católicas, tomamos testimonios y pruebas así de la liturgia y de la enseñanza como de la práctica de los orientales...

A vosotros, pues, se abre nuestro corazón, a todos vosotros, sin distinción alguna, de rito griego o de cualquier otro oriental, pero diferentes de la Iglesia católica. Deseamos bien que cada uno recuerde aquel discurso tan afectuoso como grave de Besarión (Basilio Besarión, célebre erudito bizantino del siglo XV; arzobispo de Nicea, Patriarca de Constantinopla; Cardenal de la Iglesia católica) a vuestros antepasados: ¿Qué excusa tendremos ante Dios por estar separados de nuestros hermanos, cuando por recogernos y unirnos en un solo redil bajó Él del cielo, se encarnó y fue crucificado? ¿Cuál será nuestra defensa ante la posteridad? Padres óptimos, lejos de nosotros vergüenza tal; lejos de nosotros tal pensamiento siquiera; no proveamos tan mal a nosotros y a los nuestros.


Pensad seriamente ante el Señor cuáles son nuestros deseos. No son razones humanas, sino el amor divino lo que nos mueve a exhortaros a la paz y unión con la Iglesia de Roma; unión, que la entendemos perfecta y total, pues no sería tal toda otra que consigo trajera tan sólo una cierta comunidad de dogmas y una correspondencia en el amor fraternal. La verdadera unión entre los cristianos es la que quiso e instituyó Jesucristo mismo, fundador de su Iglesia; esto es, la constituida por la unidad de la fe y la unidad del régimen. No tenéis por qué temer que Nos o nuestros sucesores vayamos a disminuir vuestros derechos, las prerrogativas Patriarcales, las costumbres litúrgicas de cada una de las Iglesias. Pues tal fue el pensamiento <es ahora y será en lo futuro>, el criterio y la conducta de la sede Apostólica: adaptarse ampliamente y con equidad a los orígenes y costumbres de los diversos pueblos”

Para conseguir esta adaptación amplia y equitativa a los orígenes y costumbres de los diversos pueblos, de la que nos hablaba el Papa León XIII, la Iglesia se ha sometido, en tiempos pasados, y se somete de continuo, a una <renovación permanente>. Cierto que esto ha conducido, en ocasiones, a aberraciones y distanciamientos entre los mismos miembros de la Iglesia católica, pero también de las confrontaciones internas se pueden obtener, buenos resultados, siempre que el Mensaje de Cristo permanezca incólume, esto es, intacto e integro.



Es un problema enorme, que la Iglesia católica ha tenido y tiene que enfrentar cada día con energía y decisión porque el enemigo común  no ceja en su empeño de separar a los hombres cuyas raíces son comunes y provienen del Mensaje de Cristo.

La  Iglesia de Cristo, sin duda, es depositaria de su Mensaje, porque como aseguraba en su día el Papa Pio XI en su Carta Encíclica <Mortalium Animos> dada en Roma el 6 de enero de 1928:

“Cuando el Hijo Unigénito de Dios mandó a sus legados que enseñasen a todas las naciones, impuso a todos los hombres la obligación de dar fe a cuanto les fuese enseñado por los testigos predestinados por Dios”


Se refiere el Pontífice a las  palabras pronunciadas por el apóstol San Pedro en Cesarea, dirigidas a Cornelio y sus parientes, el cual le había solicitado que acudiera a su casa porque habiendo hecho oración, se le había presentado un varón con vestiduras refulgentes y le había dicho:

“Cornelio, fue escuchada tu oración y tus limosnas fueron recordadas en el acatamiento de Dios / Manda, pues, recado a Jope y haz llamar a Simón, que se apellida Pedro… / Al punto, pues, te mandé recado y tú hiciste bien en venir acá. Así que ahora todos nosotros, en la presencia de Dios, estamos aquí dispuestos a escuchar todo lo que te ha sido ordenado por el Señor” (Hch 10, 30-33).

Por su parte, el Papa emérito, Benedicto XVI, ha sido desde siempre un gran luchador a la hora de enfrentarse, a otros teólogos de su tiempo, o de tiempos pasados, para rebatirles aquellas teorías o interpretaciones del Evangelio que a su juicio eran erróneas y hasta dañinas para los militantes cristianos. A este respecto son interesantes las declaraciones realizadas  por él, cuando aún era el Cardenal Joseph Ratzinger, tras la celebración del Congreso de Cristología organizado por la Universidad Católica de Murcia (Del 28 al 30 de noviembre del 2002):
 
 


“La sustancia de mi fe en Cristo ha seguido siendo siempre la misma: conocer al hombre que es Dios, que  me conoce, que – como dice san Pablo – se ha entregado por mí, está presente para ayudarme y guiarme.
Esta sustancia ha seguido siendo siempre igual. En el transcurso de mi vida he leído los padres de la Iglesia, a los grandes teólogos, así como la teología presente.
Cuando yo era joven, era determinante en Alemania la teología de Bult Mann, la teología existencialista; después, fue más determinante la teología de Molt Mann, teología de influencia marxista, por así decir.
Diría que, en el momento actual, el diálogo con las demás religiones es el punto más importante: comprender como, por una parte, Cristo es único, y, por otra parte, como responde a todos los demás, que son precursores de Cristo, y que están en diálogo con Cristo” (Nadar contra corriente. Benedicto XVI. Edición a cargo de J.P. Manglano. Planeta Testimonio 2011)

Ciertamente Cristo llama a todos los cristianos, aún dentro de esta sociedad del siglo XXI tan secularizada; la llama a la <conversión del corazón>, con vistas a una potencial unión, bajo la acción de Espíritu Santo, por eso, como aseguraba el Papa San Juan Pablo II, en las proximidades de un nuevo siglo (Carta Encíclica Ut Unum Sint):
 


“La llamada a la unidad de los cristianos, que el Concilio Ecuménico Vaticano II ha renovado con tan vehemente anhelo, resuena con fuerza cada vez mayor en el corazón de los creyentes, especialmente al aproximarse el año 2000, que será para ellos un Jubileo Sacro, memoria de la Encarnación del Hijo de Dios, que se hizo Hombre para salvar al hombre.
El valiente testimonio de tantos mártires de nuestro siglo, pertenecientes también a otras Iglesias y Comunidades eclesiales no en plena comunión con la Iglesia católica, infunde nuevo impulso a la llamada conciliar y nos recuerda la obligación de acoger y poner en práctica su exhortación.

Estos hermanos y hermanas nuestros, unidos en el ofrecimiento generoso de su vida por el Reino de Dios, son la prueba más significativa de que cada elemento de división se pueda trascender y superar en la entrega total de uno mismo a la causa del Evangelio”
 


Es el pensamiento y el deseo de un Papa optimista y lleno de confianza en la cristiandad, el mismo, que un año antes, contestaba así, a la pregunta realizada por un conocido periodista sobre el tema de una posible situación minoritaria de la Iglesia católica frente a otras religiones supuestamente cada vez más presentes en el mundo (Cruzando el umbral de la Esperanza. Editado por Vittorio Messori. Círculo de Lectores 1994):

“En la pregunta se plantea la cuestión, aunque sea <provocativamente>, como usted ha precisado del siguiente modo:
Contemos cuántos son en el mundo los musulmanes o los hindúes, contemos cuántos son los católicos, o los cristianos en general, y tendremos la respuesta a la pregunta sobre qué religión es la mayorista, cuál tiene futuro por delante y cuál, en cambio, parece pertenecer ya sólo al pasado o está sufriendo  un proceso sistemático de descomposición o decadencia...
En realidad, desde el punto de vista del Evangelio la cuestión es completamente distinta. Cristo dice (Lc 12, 32):

<No temas, pequeño rebaño, porque vuestro Padre se ha complacido en daros su reino>

Pienso que con estas palabras Cristo responde mejor a los problemas que turban a algunos, y que quedan expresados en su pregunta.

 


Pero Jesús va incluso más lejos, Él dijo  (Lc 18, 8):

<El Hijo del hombre, cuando venga en la Parusía, ¿encontrará fe sobre la tierra?>

Tanto esta pregunta, como la expresión precedente sobre el pequeño rebaño, indican el profundo realismo por el que se guiaba Jesús en lo referente a sus apóstoles. No los preparaba para éxitos fáciles. Hablaba claramente, hablaba de las persecuciones que les esperaban a sus Confesores.

Al mismo tiempo iba construyendo la certeza de la fe. <Al Padre le complació dar el Reino> a aquellos Doce hombres de Galilea, y por medio de ellos a toda la humanidad. Les amonestaba diciendo que en el camino de su misión, hacia la que los dirigía, les esperaban contrariedades y persecuciones, porque Él mismo había sido perseguido (Jn 15, 20):

<Si me han perseguido a mí, os perseguirán también a vosotros>

Pero inmediatamente añadía  (Jn 15, 20:

<Si han observado mi palabra, observarán también la vuestra>


Desde joven yo advertía que estas palabras contienen la esencia misma del Evangelio. El Evangelio no es la promesa de éxitos fáciles. No promete a nadie una vida cómoda. Es exigente. Y al mismo tiempo es una gran Promesa:

<La promesa de la vida eterna para el hombre, sometido a la ley de la muerte; la promesa de la victoria, por medio de la fe, a ese hombre atemorizado por tantas derrotas>
En el Evangelio está contenida una fundamental paradoja: para encontrar la vida, hay que perder la vida; para nacer, hay que morir; para salvarse, hay que cargar con la Cruz. Ésta es la verdad esencial del Evangelio, que siempre y en todas partes chocará contra la protesta del hombre.

Siempre y en todas partes el Evangelio será un desafío para la debilidad humana. En ese desafío está toda su fuerza. Y el hombre, quizá, espera en su subconsciente un desafío semejante; hay en él la necesidad de superarse a sí mismo. Sólo superándose a sí mismo el hombre es plenamente hombre (Blas Pascal, Pensées, nº 434) :

<Sabed que el hombre supera infinitamente al hombre >
Ésta es la verdad más profunda sobre el hombre. El primero que la conoce es Cristo. Él sabe verdaderamente <lo que hay en cada hombre> (Jn 2, 25).

Con su Evangelio ha indicado cuál es la íntima verdad del hombre.


La ha enseñado en primer lugar con su Cruz. Pilatos que, señalando al Nazareno coronado de espinas después de la flagelación, dijo: < ¡He aquí al hombre! > (Jn 19, 5)

No se daba cuenta de que estaba proclamando una verdad esencial, de que estaba expresando lo que siempre y en todas partes sigue siendo el contenido de la evangelización”


Sí, el <hombre supera infinitamente al hombre> y la <oración en  común>, es sin duda, la mejor herramienta que los cristianos tenemos para comunicarnos con Dios y pedir su ayuda cuando deseamos realizar una obra difícil, casi imposible, en principio…

Por eso, en el compromiso ecuménico de la Iglesia católica tiene primacía la oración, como también aseguraba el Papa San Juan Pablo II en su Carta Encíclica <Ut Unum Sint>:

“Se avanza en el camino que lleva a la conversión de los corazones según el amor que se tenga a Dios y, al mismo tiempo, a los hermanos: a todos los hermanos, incluso a los que no están en plena comunión con nosotros.
Del amor nace el deseo de la unidad, también en aquellos que siempre han ignorado esta exigencia. El amor es artífice de comunión entre las personas y entre las Comunidades. Si nos amamos, es más profunda nuestra comunión, y se orienta hacia la perfección.



El amor se dirige a Dios como fuente perfecta de comunión <la unidad del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo>, para encontrar la fuerza de suscitar esta misma comunión entre las personas y entre las Comunidades, o de restablecerla entre los cristianos aún divididos.

El amor es la corriente profundísima que da la vida e infunde vigor al proceso hacia la unidad.
Este amor halla su expresión más plena en la oración común. Cuando los hermanos que no están en perfecta comunión entre sí se reúnen para rezar, su oración es definida por el Concilio Vaticano II como alma de todo el movimiento ecuménico.

La oración es  <un medio sumamente eficaz para pedir la gracia de la unidad>, una <expresión auténtica de los vínculos que siguen uniendo a los católicos con los hermanos separados>. Incluso cuando no se reza en sentido formal por la unidad de los cristianos, sino por otros motivos, como por ejemplo, por la paz, la oración se convierte por sí misma en expresión y confirmación de la unidad. La oración común de los cristianos invita a Cristo mismo a visitar la Comunidad de aquellos que lo invocan (Mt 18, 20): 



<Donde están dos o tres reunidos en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos>

Cuando los cristianos rezan juntos la meta de la unidad aparece más cercana. La larga historia de los cristianos marcada por múltiples divisiones parece recomponerse, tendiendo a la fuente de su unidad que es Jesucristo.

¡Él es el mismo de ayer, hoy y siempre! (Hb 13,8). Cristo está realmente presente en la comunión de la oración; ora <en nosotros>, <con nosotros> y <por nosotros>. Él dirige nuestra oración en el Espíritu Consolador que prometió y dio ya a su Iglesia en el Cenáculo de Jerusalén, cuando la constituyó en su unidad originaria.


En el camino ecuménico hacia la unidad, la primacía corresponde sin duda a la oración común, a la unión orante de quienes se congregan en torno a Cristo mismo.
Si los cristianos, a pesar de sus divisiones, saben unirse cada vez más en oración común en torno a Cristo, crecerá en ellos la conciencia de que es menos lo que los divide que lo que los une.
Si se encuentran más frecuente y asiduamente delante de Cristo en la oración, hallarán la fuerza para afrontar toda la dolorosa y humana realidad de las divisiones, y de nuevo se encontrarán en aquella comunidad de la Iglesia que Cristo forma incesantemente en el Espíritu Santo, a pesar de todas las debilidades y limitaciones humanas”.

Por otra parte, <el fraternal conocimiento reciproco> implicaría, en primer lugar, recordar la historia de la separación de los cristianos en contra de la voluntad de Dios.

Dos son las escisiones religiosas más importantes que dieron lugar a tal separación, que tanto daño ha hecho a la cristiandad: el Cisma de Oriente y el Cisma de Occidente, aunque como nos recuerda el Catecismo de la Iglesia Católica, (nº 817 y  nº 818):

"De hecho, <en ésta una y única Iglesia de Dios, aparecieron ya desde los primeros tiempos  algunas escisiones que el apóstol (Pedro) reprueba severamente como condenables; y en siglos posteriores surgieron disensiones más amplias y comunidades no pequeñas se separaron de la comunión plena con la Iglesia católica y, a veces, no sin culpa de los hombres de ambas partes> (UR 3). Tales rupturas que lesionan la unidad del Cuerpo de Cristo (se distingue la herejía, la apostasía y el Cisma) no se producen sin el pecado de los hombres.
 
 

Los que nacen hoy en las comunidades surgidas de tales rupturas <y son instruidos en la fe de Cristo, no pueden ser acusados del pecado de la separación y la Iglesia católica los abraza con respeto y amor fraternos… justificados por la fe en el bautismo, se han incorporado a Cristo; por tanto, con todo derecho se honran con el nombre de cristianos y son reconocidos con razón por los hijos de la Iglesia católica como hermanos en el Señor> (UR 3)"


Así piensa la Iglesia fundada por Cristo, la Iglesia católica y en verdad que los designios de Dios son a menudo inescrutables, como decía un conocido periodista al Papa San Juan Pablo II cuando trataba de comprender por qué la cristiandad había llegado a tal estado de desunión y preguntaba: ¿Por qué el Espíritu Santo había permitido tantas y tales divisiones y enemistades entre los que se llaman cristianos?
A esta pregunta un tanto escéptica respondía el Papa en los siguientes términos:

 


“Sí, así es, podemos de verdad preguntarnos: ¿Por qué el Espíritu Santo ha permitido todas estas divisiones?

En general, sus causas y los mecanismos históricos son conocidos. Sin embargo, es legítimo preguntarse si no habrá también una motivación meta-histórica.
Para esta pregunta podemos encontrar dos respuestas. Una más negativa, ve en las divisiones el fruto amargo de los pecados de los cristianos. La otra, en cambio, más positiva, surge de la confianza en Aquel que saca el bien incluso del mal, de las debilidades humanas:

¿No podría ser  que las divisiones hayan sido también una vía que ha conducido y conduce a la Iglesia a descubrir las múltiples riquezas contenidas en el Evangelio de Cristo y en la redención obrada por Cristo?

Quizá tales riquezas no hubieran podido ser descubiertas de otro modo…

Desde una visión más general, se puede afirmar que para el conocimiento humano y acción humana tiene sentido también hablar de una cierta dialéctica.

 


El Espíritu Santo, en Su condescendencia divina, ¿no habrá tomado esto de algún modo en consideración?

Es necesario que el género humano alcance la unidad mediante la pluralidad, que aprenda a reunirse en la única Iglesia, también con ese pluralismo en las formas de pensar y de actuar, de culturas y civilizaciones.

¿Esta manera de entenderlo no podría estar en cierto sentido más de acuerdo con la sabiduría de Dios, con su bondad y providencia?”

Sin duda a esta pregunta del Papa Juan San Pablo II los cristianos, deberíamos contestar afirmativamente. Sí, la sabiduría de Dios, con su bondad y providencia infinitas ha podido de alguna forma programar que el género humano alcance la unidad mediante la pluralidad.

Y para colaborar con Dios en este designio, sin duda es necesario el <fraternal conocimiento reciproco>, de todos los cristianos.
 


A este respecto, recordemos que el Papa Benedicto XVI, siendo Cardenal prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe, fue entrevistado por el conocido periodista Peter Seewald, y como resultado de la conversación mantenida con él, surgió después, un libro muy interesante en el que se ponen de manifiesto algunos de los problemas del cristianismo en general, y de la Iglesia católica en particular, con vistas a la llegada de un nuevo milenio.

En dicho libro el actual Papa emérito Benedicto XVI reconocía la necesidad de un mejor conocimiento y apoyo entre las distintas comunidades cristianas (La sal de la tierra. Benedicto XVI. Una conversación con Peter Seewald. Ediciones Palabra. Madrid. 2009):
“El ambiente cristiano no llega al amplio campo de la sociedad en general, ya no existe ese ambiente cristiano en ella. Por eso los cristianos tienen que apoyarse mutuamente. Y esto explica también la existencia de tantas formas nuevas, la aparición de <movimientos> de distinta especie, que ofrecen precisamente eso que se está buscando: un camino común”.

Se refería el futuro Pontífice,  en esta ocasión, a lo que ocurría y está ocurriendo en estos momentos, en el seno de la propia Iglesia católica, visiblemente desunida en aspectos que deberían ser comunes a todos sus componentes; sin embargo el <camino en común> debería ser posible también para todas las Iglesias cristianas desgajadas de la rama común que es la católica.

La tarea del ecumenismo se centra precisamente en esa necesidad y aunque muy lentamente lo cierto es que ya se han dado grandes pasos en el camino del mutuo conocimiento, la fraternidad y compresión de sus miembros…


¡Tiene que llegar ya el tiempo en que se manifieste el amor que une! Exclamaba el Papa San Juan Pablo II, y llevaba razón, porque como el mismo decía (Cruzando el umbral de la Esperanza. Ibid):
“Numerosos son los indicios que permiten pensar que este tiempo efectivamente ya ha llegado y, en consecuencia, resulta evidente la importancia del diálogo ecuménico para el cristianismo.
Este diálogo constituye una respuesta a la invitación de la primera Carta de Pedro a <dar razón de la esperanza que está en nosotros> ( I Pedro 3, 15)

Recordemos además que el Señor Jesús confirió a Pedro a tareas pastorales, que consisten en mantener la unidad de la grey. En el ministerio Petrino está también el ministerio de la unidad, que se desarrolla en particular en el campo ecuménico. La tarea de Pedro es la de buscar constantemente las vías que sirvan de mantenimiento de la unidad. No debe crear obstáculos, sino buscar soluciones. Lo cual no está en contradicción con la tarea que le ha confiado Cristo de <confirmar a los hermanos en la fe> (Lc 22, 32)

Por otra parte, es significativo que Cristo haya pronunciado estas palabras cuando el apóstol iba a renegar de Él. Era como si el Maestro mismo hubiera querido decirle:



<Acuérdate de que eres débil, de que también tú tienes necesidad de una incesante conversión>Podrás confirmar a los otros en la medida en que tengas conciencia de tu debilidad. Te doy como tarea la verdad, la gran verdad de Dios, destinada a la salvación del hombre; pero esta verdad no puede ser predicada y realizada de ningún otro modo más que amando>.

Es necesario, siempre, veritatem facere in caritate (hacer la verdad en la caridad, cfr. Efesios 4, 15)”

Como hemos recordado antes la oración es esencial para conseguir la unión de los cristianos, y el Papa Pio XI lo sabía muy bien, por eso, compuso esta piadosa oración (Mortalium Animos; Papa Pío XI; 6 de enero de 1928):



“Ojala Nuestro Divino Salvador, el cual quiere que todos los hombres se salven y vengan al conocimiento de la verdad, oiga nuestras ardientes oraciones para que se digne llamar a la unidad  de la Iglesia a cuantos están separados de ella.
Con este fin, sin duda importantísimo, invocamos y queremos que se invoque la intercesión de la Bienaventurada Virgen María, Madre de la Divina Gracia, desveladora de todas las herejías y auxilio de los cristianos, para que cuanto antes nos alcance la gracia de ver alborear el deseadísimo día en que todos los hombres oigan la voz de su Divino Hijo, y conserven la unidad que es el fruto del Espíritu Santo, mediante el vínculo de la paz (Ef 4,3)”