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domingo, 4 de diciembre de 2016

LA GRAN ESPERANZA SÓLO PUEDE SER DIOS: EL DIOS QUE TIENE ROSTRO HUMANO


 
 
 
 



En su  Carta Encíclica <Spe Salvi> el Papa Benedicto XVI analizaba, la verdadera fisonomía de la esperanza cristiana, llegando a la conclusión siguiente (Spe Salvi.  Dada en Roma el 30 de noviembre del año 2007):
“Nosotros necesitamos tener esperanzas, más grandes o más pequeñas, que día a día nos mantenga en camino. Pero sin la gran esperanza, que ha de superar todo lo demás, aquellas no bastan.

Esta gran esperanza sólo puede ser Dios, que abraza el Universo y que nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. De hecho, el ser agraciado por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier dios, sino el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto.

Su reino no es un más allá imaginario, situado en un futuro que nunca llega; su reino está presente allí donde Él es amado y donde su amor nos alcanza. Sólo su amor nos da posibilidad de perseverar día a día, con toda sobriedad, sin perder el impulso de la esperanza, en un mundo que por su naturaleza es imperfecto.

Y, al mismo tiempo, su amor es para nosotros la garantía de que existe aquello que sólo llegamos a intuir vagamente y que sin embargo, esperamos en lo más intimo de nuestro ser: la vida que es vida, que es realmente vida”.

 

El Papa con estas palabras nos abría su corazón, para que podamos compartir  la esperanza en el Señor, que él experimenta tan profundamente, y nos invitaba a tener fe en el Mensaje Divino, porque sólo de esta forma seremos capaces de sobrellevar las imperfecciones de este mundo que, en ocasiones, tanto daño nos hacen, porque Dios no es una lejana <causa primera> del mundo, porque su Hijo Unigénito  se ha hecho hombre y cada uno puede decir de Él:



                    “Vivo en la fe, en el Hijo de Dios, que me amó hasta entregarse por mí” (Gal 2,20)

 
En la Carta a los Gálatas de San Pablo, aparece esta frase del Señor, concretamente cuando  el apóstol trata de sintetizar su mensaje sobre el principio, la <salvación viene por la fe> (Gal 2, 15-20):

-Nosotros somos judíos de nacimiento y no pecadores venidos del paganismo.
-Sabemos, sin embargo, que Dios salva al hombre, no por el cumplimiento de la ley, sino a través de la fe en Jesucristo. Así que nosotros hemos creído en Cristo Jesús para alcanzar la salvación por medio de esa fe en Cristo y no por el cumplimiento de la ley.
En efecto, por el cumplimiento de la ley ningún hombre alcanzará la salvación.

-Ahora bien, si al buscar la salvación por medio de Cristo hemos resultado nosotros también pecadores ¿será que Cristo está al servicio del pecado? ¡De ninguna manera!
-Pero si ahora edifico de nuevo  lo que destruí, estoy mostrando que entonces fui culpable

-Sin embargo, la misma ley me ha llevado a romper con la ley, a fin de vivir para Dios. Estoy crucificado con Cristo.
-Y ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí. Ahora, en mi vida mortal, vivo creyendo en el Hijo de Dios que me amó y se entregó por mí.

 


¡Qué hermosas palabras las del apóstol! que todos los hombres deberían conocer y practicar, por eso la evangelización, más aún, la <nueva evangelización>, es tan necesaria; también hoy como ayer, deberíamos exclamar como San Pablo: ¡Ay de mí si no predicase el Evangelio!
Esta conocida expresión de San Pablo corresponde al momento en que el apóstol se pone como ejemplo a los pobladores de la ciudad  de Corinto que en aquellos días era, sin duda, uno de los lugares más importantes, desde el punto de vista estratégico, para la propagación de la fe.

En efecto, después de un elocuente alegato en el que San Pablo defiende sus derechos como apóstol del Señor, recuerda a los corintios que para no ser gravoso a nadie durante su predicación del mensaje de Cristo, trabajaba para su sustento por propia iniciativa, porque su verdadero salario era el poder evangelizar a los pueblos (I Cor 9, 16-19):

-Porque si predico el Evangelio, no es para mí gloria ninguna; no tengo más remedio; pues ¡Ay de mí si no predicare el Evangelio!

-Pues si por mí propia iniciativa hiciera esto, recibiría un salario; más si por imposición ajena, eso es puro desempeño de un cargo que me ha sido confiado.

-¿Cuál es, pues, mi salario? Que el predicar el Evangelio ponga de balde, para no hacer valer mi estricto derecho en la predicación del Evangelio.

-Porque, siendo yo libre de todos, a todos me esclavizaré, para ganar a los más.

 


Gran generosidad del apóstol San Pablo que nos muestra con sus palabras su estricta sujeción al Señor y su irrevocable entrega a la propagación del Evangelio. San Pablo había comprendido, al igual que los restantes apóstoles de Jesús, que tenían la misión primordial de evangelizar a los hombres por todos los confines de la tierra.

Por eso, no podemos conformarnos, con decir, que existe un <cristianismo invisible>, como algunos dicen,  y que  con esto basta, basándose en una <consagración de la humanidad por la Encarnación del Verbo>, lo cual es cierto, sino que también es necesario llevarle este mensaje a la humanidad que lo desconoce.

Por eso también, la Iglesia fundada por Cristo es esencialmente misionera, y así deberá seguir siendo, hasta el final de los siglos, sobre todo teniendo en cuenta, ya no sólo, aquellos países a los que aún no ha llegado la palabra del Señor, sino aquellos otros, a los que habiendo llegado, en los últimos siglos, han sufrido una creciente pérdida de fe y un aumento del paganismo.



En este sentido, el Papa Benedicto XVI en su Carta Encíclica <Spe Salvi>, plantea  la pregunta acuciante: ¿De qué genero ha de ser la esperanza para poder justificar la afirmación de que a partir de ella, y simplemente porque hay esperanza, somos redimidos por ello?
La respuesta del Pontífice a su pregunta nos lleva a la certeza de que la fe es la esperanza deseada (Ibid):

“En efecto, <esperanza> es una palabra central de la fe bíblica, hasta el punto de que en muchos pasajes de los textos sagrados, las palabras <fe> y <esperanza> parecen intercambiables. Así, la Carta a los Hebreos une estrechamente la <plenitud de la fe>  con la <firme confesión de la esperanza> (Heb 10, 19-25)”

En efecto, en la Carta a los Hebreos se nos dice, que <Cristo es  causa de la salvación eterna>,  que el sacrificio de Jesús en la Cruz es superior a cualquier otro sacrificio humano por haber cumplido la voluntad del Padre, y que gracias a la ofrenda de su cuerpo una vez para siempre, nosotros hemos quedado consagrados a Dios.



Por eso el apóstol San Pablo llega a la conclusión, en dicha carta,  de que todos los hombres debemos mantenernos firmes en la esperanza que profesamos (Heb 10, 19-25):

-Así pues, hermanos, ya que tenemos libre entrada en el santuario gracias a la sangre de Jesús,

-que ha inaugurado para nosotros un camino nuevo y vivo a través del velo de su carne,

-y ya que tenemos un gran sacerdote de la Casa de Dios.

-acerquémonos con corazón sincero, con una fe plena, purificando el corazón de todo mal de que tuviéramos conciencia, y lavado el cuerpo con agua pura.

-Mantengámonos firmes en la esperanza que profesamos, pues quien nos ha hecho la promesa es digno de fe.

-Procuremos estimularnos unos a otros para poner en práctica el amor y las buenas obras;

-no abandonemos nuestra asamblea, como algunos tiene por costumbre, sino animémonos mutuamente, tanto más cuando veis que el día se acerca.

 

Sí, la fe no es solamente un tender de la persona hacia lo que ha de venir, y que está todavía totalmente ausente; la fe nos da algo. Nos da ya ahora algo de la realidad de la esperanza, y esta realidad presente, constituye para nosotros, una prueba de lo que aún no se ve.

Ésta trae al futuro dentro del presente, de modo que el futuro ya no es  el puro <todavía no>. El hecho de que este futuro exista, cambia el presente; el presente está marcado por la realidad futura, y así las realidades futuras repercuten en las presentes y las presentes en las futuras, de acuerdo con las enseñanzas de Benedicto XVI (Ibid):
“Hyparchonta (Bienes) son las propiedades, lo que en la vida terrenal constituye el sustento, la base, la <sustancia> con la que se cuenta para la vida. Esta <sustancia>, la seguridad normal para la vida, se la han quitado a los cristianos durante la persecución. Lo han soportado porque después de todo consideraban irrelevante esta <sustancia> material"



           (Santa Mónica  y su hijo san Agustín encontraron la < gran esperanza> en sus vidas)


"Podían dejar la <sustancia material>, porque habían encontrado una <base> mejor para su existencia, una base que perdura y que nadie puede quitar, la  <gran esperanza>…
La fe otorga a la vida <una sustancia nueva>, un nuevo fundamento sobre el que el hombre puede apoyarse, de tal manera que precisamente el fundamento habitual, la confianza en la <renta material>, queda relativizada”  (Benedicto XVI, Ibid)

 
Por otra parte, San Pablo, al igual que los otros Apóstoles del Señor, había entendido desde el inicio de su llamada, que el Mensaje de Jesucristo era universal, esto es, que era necesario evangelizar tanto a los judíos, como a los gentiles ó paganos.

Esta cuestión queda totalmente clara y expuesta en el libro del evangelista San Lucas <Los Hechos de los Apóstoles>, donde se narran los viajes de San Pablo, el Apóstol de los gentiles por excelencia, como él mismo se consideraba, con  el reconocimiento del Apóstol San Pedro, primer Papa de la Iglesia, sobre este tema.

Precisamente el incidente narrado, en el libro de los <Hechos de los Apóstoles>, entre San Pedro y el centurión romano Cornelio, así lo deja bien establecido (Hechos 11, 1-18):

-Oyeron los Apóstoles y los judíos que estaban por la Judea que también los gentiles habían recibido la palabra de Dios.

-Y cuando subió Pedro a Jerusalén, discutían con él los de la circuncisión,

-diciendo que había entrado en casa de hombres incircuncisos y comido con ellos.



-Más Pedro comenzó a exponer la cosa por su orden, diciendo:

- <Yo estaba en la ciudad de Jope orando, y vi en éxtasis una visión: que bajaba una especie de recipiente, a manera de lienzo grande, que, cogido por los cuatro cabos, se descolgaba desde el cielo, y llegó hasta mí.

-Fijos en él los ojos, estaba observando, y vi los cuadrúpedos de la tierra, y las fieras, y los reptiles y los volátiles del cielo.

-Y oí, además, una voz que me decía: Levántate, Pedro; sacrifica y come.

-Y dije: De ninguna manera, Señor, porque cosa profana o impura jamás entró en mi boca.



-Más respondió la voz por segunda vez desde el cielo: Lo que Dios purificó, tú no lo hagas profano.

-Y esto se repitió por tres veces; y fue arrebatado de nuevo todo hacia el cielo.

-Y he aquí en el mismo instante tres hombres se presentaron en la casa que yo estaba, enviados a mí desde Cesárea.

-Y dijome el Espíritu que fuese con ellos, dejada toda vacilación. Vinieron también conmigo estos seis hermanos, y entramos en la casa del hombre.

-Y nos refirió como había visto en su casa al ángel, que, estando de pie, le decía: manda recado a Jope y haz venir a Simón que se apellida Pedro,

-el cual te hablará palabras con las cuales serás salvo tú y toda tu casa.

-Y al comenzar yo a hablar cayó sobre ellos el Espíritu Santo, lo mismo que sobre nosotros en el principio.



-Y recordé el dicho del Señor, de cuando decía: Juan bautizó en agua, más vosotros seréis bautizados en Espíritu Santo.

-Sí pues, el mismo don  otorgó Dios a ellos que a nosotros, por haber creído en el Señor Jesucristo, ¿yo quién era para poner vetos a Dios?>.

-En oyendo esto, se quietaron, y glorificaron a Dios diciendo: < ¡Con que  también a los gentiles otorgó Dios la penitencia para alcanzar la vida! >

San Pedro lleno de prudencia y sabiduría se enfrentó a aquellos creyentes que criticaban su aptitud frente a los gentiles, explicándoles con detenimiento el milagro que se había producido con la llegada del Espíritu Santo sobre los mismos, y como él, había recordado las palabras del Señor, al respecto, y esto fue suficiente para que todos proclamaran llenos de asombro ¡Con que también a los gentiles otorgó Dios la penitencia para alcanzar la vida!



A este respecto podemos leer en la Carta Encíclica del Papa San Juan Pablo II: <Dominum et vivificantem>, dada en Roma en el año 1986:

“La Iglesia profesa su fe en el Espíritu Santo, que es <Señor y dador de vida>. Así lo profesa el símbolo de la fe llamado <Niceno-Constantinopolitano> por el nombre de dos Concilios: Nicea (a. 325) y Constantinopla (a. 381), en los que fue formulado y promulgado.
En ellos se añade también que el Espíritu Santo <hablo por los profetas>. Son palabras que la Iglesia recibe de la fuente misma, de su fe, Jesucristo. En efecto, según el Evangelio de Juan, nos es dado con la nueva vida, como anuncia y promete Jesús el día grande de los Tabernáculos: <Si alguno tiene sed, venga a mí, y beba el que cree en mí>, y como dice la Escritura: <De su seno correrán ríos de agua viva>. Y el evangelista explica: <Esto decía refiriéndose al Espíritu que iban a recibir los que creyeran en él>.

Es el mismo símil del agua usada por Jesús en su coloquio con la samaritana, cuando habla de una fuente <fuente de agua que brota para la vida eterna>, y en el coloquio con Nicodemo, cuando anuncia la necesidad de un nuevo nacimiento <de agua y de Espíritu> para <entrar en el Reino de Dios>”


 
Por su parte el Papa Benedicto XVI en la Solemnidad  de Pentecostés (Domingo 11 de mayo de 2008. Basílica de San Pedro) dijo en su homilía, refiriéndose a los Apóstoles que junto a la Virgen María y algunos discípulos se encontraban esperando la llegada del Espíritu Santo que Jesús les había anunciado:
“Esta comunidad se encontraba reunida en el mismo lugar, el Cenáculo, durante la mañana de la fiesta judía de Pentecostés, fiesta de la Alianza, en la que se conmemoraba el acontecimiento del Sinaí, cuando Dios, mediante Moisés, propuso a Israel, que se convirtiera en su propiedad, entre todos los pueblos, para ser digno de su santidad (Ex 19).

Según el libro del Éxodo, ese antiguo pacto fue acompañado por una formidable manifestación de fuerza por parte del Señor. <Todo el monte Sinaí humeaba>,  se lee en el pasaje, porque el Señor había descendido sobre él en fuego. Subía el fuego como de un horno y todo el monte retemblaba, con violencia  (Ex 19, 18).




En el Pentecostés del Nuevo Testamento volvemos a encontrar los elementos del viento y del fuego, pero sin las resonancias del miedo. En particular el fuego toma la forma de lenguas que se posan sobre cada uno de los presentes, todos los cuales se llenan del Espíritu Santo y, por efecto de dicha efusión, empezaron a hablar en leguas extranjeras (Hch 2, 4).

Se trata de un verdadero <Bautismo> de fuego de la comunidad, una especie de nueva creación. En Pentecostés, la Iglesia no es constituida por una voluntad humana, sino por una fuerza del Espíritu de Dios.

Inmediatamente se ve como este Espíritu da vida a una comunidad que es al mismo tiempo una y universal, superando así la maldición de Babel (Gn 11, 7-9). En efecto, sólo el Espíritu Santo, que crea unidad en el amor y en la aceptación reciproca de la diversidad, puede liberar a la humanidad de la constante tentación de una voluntad de potencia terrena que quiere dominar y uniformar todo”

Es muy significativo el hecho de que aquellos que en el Cenáculo habían recibido el Espíritu Santo hablaran en lenguas extranjeras, de forma que los que les oían entendían sus palabras, ello demuestra, una vez más, que la Iglesia desde su mismo nacimiento tenía el don de la universalidad, era <católica>, porque el Mensaje de Cristo estaba destinado a todos los hombres y el Señor encomendó a sus discípulos la misión de darlo a conocer  (Mt 28, 16-20):

-Los once discípulos se fueron a Galilea, al monte donde Jesús les había ordenado.

-Y en viéndole, le adoraron: ellos que antes habían dudado.

-Y acercándose Jesús, les habló diciendo: Me fue dada toda potestad en el cielo y sobre la tierra

-Id, pues, amaestrad a todas las gentes, bautizándoles en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Y sabed que estoy con vosotros todos los días, hasta el final de la consumación de los siglos.

 

Así termina el Evangelio de San Mateo, con estas palabras del Señor que constituyen a los Apóstoles maestros, no sólo de la fe, sino también de la moral, asegurándoles además, su presencia incesante sobre la Iglesia hasta la Parusía.

Sí, porque como también nos recuerda el Papa Benedicto XVI en su Homilía:



“La Iglesia que nace en Pentecostés, ante todo, no es una comunidad particular –la Iglesia de Jerusalén- sino la Iglesia universal, que habla las lenguas de todos los pueblos. De ella nacerán luego otras comunidades en todas las partes del mundo. Iglesias particulares que son todas, y siempre, actuaciones de una sola y única Iglesia de Cristo.

Por tanto la Iglesia de Católica no es una federación de Iglesias, sino una única realidad: la prioridad ontológica corresponde a la Iglesia universal. Una comunidad que si no fuera católica en este sentido, ni siquiera sería Iglesia…
A este respecto, es preciso añadir la visión teológica de los Hechos de los Apóstoles, sobre el camino de la Iglesia de Jerusalén a Roma.

Entre los pueblos representados en Jerusalén en el día de Pentecostés, San Lucas cita a los <forasteros de Roma> (Hch 2, 10). En ese momento Roma era aún lejana, era <forastera> para la Iglesia naciente: era el símbolo del mundo pagano en general.

Pero la fuerza del Espíritu Santo guiará los pasos de los testigos <hasta los confines de la tierra>, hasta Roma. El libro de los Hechos de los Apóstoles termina precisamente cuando San Pablo, por un designio providencial, llega a la capital del Imperio y allí anuncia el Evangelio (Hch 28, 30-31).

Así el camino de la palabra de Dios, iniciado en Jerusalén, llega a su meta, porque Roma representa el mundo entero, y por eso encarna la idea de <catolicidad> de San Lucas. Se ha realizado la Iglesia universal, la Iglesia Católica, que es la continuación del pueblo de la elección, y hace suya su historia y su misión”  



Precisamente, el tema de la <gran esperanza>, está profundamente relacionado con el de la redención, a través de la palabra de Dios  y el sacrificio de su Hijo Unigénito, nuestro Redentor, como nos muestra, una vez más San Pablo, por ejemplo, a través de su <Carta a los Efesios>.

Esta Carta es en concreto como una llamada a la universalidad del Mensaje de Cristo. Quiere mostrarnos, entre otras cosas,  que toda comunidad cristiana sólo será autentica cuando derribe los muros de incomprensión y egoísmo de sus distintos componentes, independientemente de su raza, sexo o religión   (Ef 2, 11-14):
-Así pues, vosotros, los paganos de nacimiento, los llamados incircuncisos por los que pertenecen a la circuncisión, esa marca echa en la carne  por mano de hombre, recordad

-que en otro tiempo estuvisteis sin Cristo, sin derecho a la ciudadanía de Israel, ajenos a la Alianza y su promesa, sin <esperanza> y sin Dios en el mundo

-Ahora, en cambio, por Cristo Jesús y gracias a su muerte, los que antes estabais lejos os habéis acercado.

-Porque Cristo es nuestra paz. El ha hecho de los dos pueblos uno solo, destruyendo el muro de  enemistad que los separaba.