Las preguntas que inevitablemente
solemos hacernos muchos cristianos ante ciertas situaciones verdaderamente
lamentables que en la actualidad se producen en la vida de los matrimonios y
por tanto en sus familias son: ¿A que es debido este penoso retroceso en la
vida familiar? ¿Existe una explicación lógica para dicha situación?
Cualquiera que fuera la respuesta a este tipo de preguntas, desde luego en principio, deberíamos aceptar la certeza de que los Padres de la Iglesia y la Jerarquía de la Iglesia en general, desde hace siglos han venido preocupándose y analizando los motivos que han conducido, a lo largo de la historia de la humanidad, a una desestructuración familiar, que a la larga ha pasado factura a muchas personas, que se han visto implicadas en una serie de fenómenos no deseables en el seno de la pareja y sobre todo en el ámbito familiar.
Un excelente ejemplo de esta
pasada preocupación la tenemos en un Papa del siglo XX, el cual, refiriéndose a la
educación cristiana de la juventud, decía cosas como estas <Carta Encíclica
Divini illus magistri> ; Papa Pio XI; 31 de diciembre de 1929):
“Haciéndonos eco del Divino Maestro, hemos dirigido palabras saludables, ya de aviso, ya de exhortación, ya de dirección, a los jóvenes y a los educadores, y a los padres y a las madres de familia, sobre varios puntos referentes a la educación cristiana, con aquella solicitud que convine al Padre común de todos los fieles, y con aquella insistencia oportuna y aún importuna que el oficio de pastoral requiere, inculcada por el apóstol San Pablo (2 Tim 4, 2):
<Insiste con ocasión y sin
ella, reprende, ruega, exhorta con toda paciencia y doctrina> “
Para constatar esta
verdad en el momento presente, recordemos algunas de las cuestiones que el Papa Francisco desarrollo y puntualizó
en su <Discurso de inauguración del año Judicial del Tribunal de la Rota>
el 21 de enero de 2017:
“No podemos ignorar el hecho de
que una mentalidad generalizada tiende a oscurecer el acceso a las verdades
eternas. Una mentalidad que afecta, a menudo en forma amplia y generalizada,
las actitudes y el comportamiento de los cristianos (cfr. Exhortación
apostólica, Evangelii gaudium, 64), cuya
fe se debilita y pierde la propia originalidad de criterio interpretativo y
operativo para la existencia personal, familiar y social.
Este contexto, carente de valores
religiosos y de fe, no puede por menos que condicionar también el
consentimiento matrimonial. La experiencia de la fe de aquellos que buscan el
matrimonio cristiano, son muy diferentes. Algunos participan activamente en la
vida parroquial; otros se acercan por primera vez; algunos también tienen una
vida de intensa oración; otros están sin embargo, impulsados por un sentimiento
religioso más genérico; muchas veces son personas alejadas de la fe o que
carecen de ella.
Ante esta situación, tenemos que
encontrar remedios validos. Un primer remedio sería la formación de los
jóvenes, a través de un adecuado proceso de preparación encaminado a
redescubrir el matrimonio y la familia según el plan de Dios. La comunidad
cristiana a la que los novios se dirigen está llamada a anunciar el Evangelio
cordialmente a estas personas, para que su experiencia de amor pueda
convertirse en un Sacramento, un signo eficaz de salvación. En esta
circunstancia, la misión redentora de Jesús alcanza al hombre y a la mujer en
lo concreto de su vida de amor”
Ciertamente, si queremos que la situación se revierta, si queremos que los jóvenes tengan la oportunidad de elegir el camino del matrimonio y la familia según el plan de Dios, es necesario que los mayores hagamos algo al respecto y que todo nos demos a practicar virtudes, como la caridad, la pureza y la gratitud, evitando el egoísmo, y la avaricia, tal como recomendaba el apóstol San Pablo en tiempos de la primitiva Iglesia, a la comunidad de los hebreos de Palestina, cuyo estado de ánimo era verdaderamente preocupante y necesitado de una ayuda inmediata para evitar lo que parecía una catástrofe inminente, como ahora acontece, en lo referente al amor matrimonial y a las familias (Hebreos 13, 1-6):
“Consérvese la caridad fraterna /
De la hospitalidad no os olvidéis; pues por ella algunos sin saberlo,
hospedaron a ángeles / Acordaos de los prisioneros, como compañeros de sus
prisiones; de los que sufren vejaciones, como que también vosotros arrastráis
ese cuerpo / Sea para todos el matrimonio como cosa digna de honor, y el trato
conyugal sea inmaculado; porque a fornicarios y adúlteros los juzgará Dios / Sea
vuestro proceder exento de avaricia, contentándoos con lo que de presente
tenéis; puesto que Él ha dicho: <No, no te dejaré ni te abandonaré> (Dt.
31, 6-8) / de suerte que con osada confianza podamos decir (Sal 117,6): El
Señor está conmigo y no tengo miedo, ¿qué
me podrán hacer los hombres?”
Si hiciéramos todas estas cosas
que pide el apóstol San Pablo, el mundo marcharía mucho mejor; en particular,
en lo concerniente al amor matrimonial, sus consejos que son resultado de la
aplicación de las leyes de Dios, solo pueden conducir a la fidelidad e
indisolubilidad del matrimonio porque:
“Cuando la castidad conyugal está
presente en el amor, la vida matrimonial es expresión de una conducta
autentica, marido y mujer se comprenden y se sienten unidos; cuando el bien
divino de la sexualidad se pervierte, la intimidad se destroza, y el marido y
la mujer no pueden ya mirarse noblemente a la cara” (Es Cristo que pasa; San
Josemaría Escrivá de Balaguer; Ed.
Rialp, S.A., Madrid)
De todo esto se deduce, como
propone el Papa Francisco, que los jóvenes deberían recibir de sus mayores las
divinas enseñanzas del amor conyugal, con la idea de que redescubran el valor
del sacramento del matrimonio y de la formación de una familia, según los
planes de nuestro Creador.
En este sentido, en el Papa Pio
XI, advertía de lo que sucedería si la educación de las nuevas generaciones se
desarrollaba de forma improcedente (Divini illus magistri; Ibid):
“En verdad que nunca como en los
tiempos presentes se ha hablado tanto de educación; por esto se multiplican los
maestros de nuevas teorías pedagógicas, se inventan, proponen y discuten
métodos y medios, no sólo para facilitar sino para crear una educación nueva de
infalible eficacia, capaz de formar las nuevas generaciones para la ansiada
felicidad en la tierra.
Y es que los hombres, creados por
Dios a su imagen y semejanza, y destinados para Dios, hoy más que nunca en
medio de la abundancia del moderno progreso material, la insuficiencia de los
bienes terrenos para la verdadera
felicidad de los individuos y de los pueblos, sienten, por lo mismo, el más
vivo estimulo hacia una perfección más alta, arraigado en su misma naturaleza
racional por el Creador, y quieren conseguirla principalmente por la educación.
Sólo que muchos entre ellos, como
insistiendo con exceso en el sentido etimológico de la palabra, pretende
sacarla de la misma naturaleza humana y realizarla con sola sus fuerzas.
Y en esto ciertamente yerran,
pues en vez de dirigir la mirada a Dios, primer principio y último fin de todo
el universo, se repliegan y descansan en sí mismos, apegándose exclusivamente a
lo terreno y temporal; por eso será continua e incesante su agitación mientras
no dirijan sus pensamientos y sus obras a la única meta de la perfección, a
Dios, según la profunda sentencia de San Agustín (Conf. 1, 1):
<Nos hiciste Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti>
Es, por tanto, de suma
importancia no errar en la educación, como no errar en la dirección hacia el
fin último, con el cual está íntima y necesariamente ligada toda la obra de la
educación”<Nos hiciste Señor, para Ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que no descanse en Ti>
Sí, los Pontífices de la Iglesia
de Cristo del pasado siglo, tenían muy clara la problemática que se avecinaba
en tiempos futuros si las cosas relacionadas con la educación cristiana se
forzaban hacia derroteros imprevisibles…
Las consecuencias las estamos
recogiendo desde hace ya tiempo y continúan aumentando en este nuevo siglo y si a todas ellas, se suma la temible
desestructuración familiar, la familia puede acabar muy mal. Por eso, la
fidelidad en el matrimonio es tan importante, porque no solo afecta a la pareja
sino que hace mucho daño a los hijos y a la familia en general.
La crisis de valores, como
advertía el Papa Pio XI, es la que ha llevado a un estado tan precario de la
madurez de los jóvenes, y de los no tan jóvenes, a la hora de unirse en
matrimonio y de formar una nueva familia.
Así, como también denunciaba el
Papa Francisco (Ibid): “La experiencia pastoral enseña que hoy existe un gran número de fieles
en situación irregular, en cuya historia ha tenido una fuerte influencia la
generalizada mentalidad mundana. En efecto, existe una especie de
mundanidad espiritual, <que se esconde detrás de apariencias de religiosidad
e incluso de amor a la Iglesia (Exhortación apostólica Evangelii gaudium, 93),
y que lleva a perseguir, en lugar de la gloria del Señor, el bienestar
personal.
Uno de los frutos de dicha
actitud es <una fe encerrada en la
subjetividad, donde sólo interesa una determinada experiencia o una serie de
razonamientos y conocimientos que supuestamente reconfortan e iluminan, pero en
definitiva el sujeto queda clausurado en la inmanencia de su propia razón o de
sus sentimientos>.
Es evidente que, para quien sigue
esta actitud, la fe carece de un valor orientativo y normativo, dejando el
campo libre a las componendas con el propio egoísmo y con las presiones de la
mentalidad actual, que ha llegado a ser dominante”
Ante este actualizado y lucido
razonamiento del Papa Francisco, tenemos que sentirnos muy agradecidos, y
aceptar la idea, la evidencia, de que cada vez es más necesaria la amplia
colaboración entre los distintos componentes de la familia y los sucesores de
los apóstoles en la Iglesia de Cristo, con objeto de alcanzar la tarea
fundamental, que consistente en la educación cristiana de las personas y la
transmisión de la fe dentro y fuera del círculo familiar.
En este sentido, el Papa Benedicto
XVI tenía toda la razón cuando nos
advertía que el <amor se aprende> (El amor se aprende. Etapas de la
familia; Romana Editorial, S.L. 2012): “En la obra educativa,
especialmente en la educación en la fe, que es la cumbre de la formación de la
persona y su horizonte más adecuado, es central en concreto la figura del
testigo: se transforma en punto de referencia precisamente porque sabe dar
razón de la esperanza que sostiene su vida, está personalmente comprometido con
la verdad que propone.
El testigo, por otra parte, no
remite nunca a sí mismo, sino a algo, o mejor, a Alguien más grande que él, a
quien ha encontrado y cuya bondad, digna de confianza, ha experimentado.
Así, para todo educador y
testigo, el modelo insuperable es Jesucristo, el gran testigo del Padre, que no
decía nada por sí mismo, sino que
hablaba como el Padre le había enseñado (Jn 8, 28).
Por este motivo en la base de la
formación de la persona cristiana y de transmisión de la fe está necesariamente
la oración, la amistad personal con Cristo y la contemplación con Él del rostro
del Padre.
Y lo mismo vale, evidentemente,
para todo nuestro compromiso misionero, en particular para la pastoral
familiar. Así pues, la Familia de Nazaret tiene que ser para nuestras familias y
para nuestra comunidad objeto de oración constante, además de modelo de vida”