“El Espíritu Santo, esperado y
acogido en la oración, infunde en los creyentes la capacidad de ser testigos de
Jesús y de su evangelio. Soplando sobre la vela de la Iglesia, el Espíritu
divino la impulsa continuamente a <remar mar adentro>, de generación en
generación, para llevar a todos la Buena Nueva del amor de Dios, revelado
plenamente en Cristo Jesús, muerto y resucitado por nosotros”
Con estas palabras admirables el
Papa Benedicto XVI alentaba a la juventud un domingo 6 de julio del año 2008,
ante la perspectiva próxima de la <XXIII Jornada Mundial de la Juventud>.
Él les aseguraba a los jóvenes también, que dicha jornada se anunciaba ya como
un renovado <Pentecostés>, ya que las comunidades desde hacía un año se
habían preparado muy bien con el lema: <Recibiréis la fuerza del Espíritu
Santo, que vendrá a vosotros, y seréis testigos> (Hch 1,8).
Y así fue, desde el mismo momento
en que los jóvenes y los no tan jóvenes llegaron a Sídney, fueron acogidos
extraordinariamente por las gentes de este pueblo, compartiendo con los que
llegaban, la fuerza del Espíritu Santo.
Este es el espíritu evangelizador
que debe impregnar toda aquella labor realizada a favor del anuncio de la
Palabra del Señor, del anuncio del Reino de Dios. También en el siglo X hubo
verdaderos evangelizadores, transmisores de la Palabra de Dios, aunque este
siglo al igual que el anterior no fue uno de los más propiciatorios para la
Iglesia de Cristo. Sin embargo y a pesar de todo, hay algo que deberíamos
recordar los cristianos de todos los tiempos, teniendo en cuenta, el punto de
vista de la Iglesia, nos referimos al hecho admirable de que por entonces
empezaron ya los cristianos a interesarse más por los llamados <Santos
Lugares>, esto es, por aquellos parajes que habían sido recorridos por Jesús
durante su primera estancia entre los hombres.
Realmente, en el siglo X, a pesar
de las constantes perturbaciones provocadas por las guerras y conflictos
armados, los <Santos Lugares>, permanecían abiertos a posibles visitas de extranjeros, ya que
todavía no se había tomado en cuenta la consideración de cerrarlos a los mismos. De
esta forma, gran cantidad de obispos, príncipes, caballeros, e incluso gente
del pueblo llano, se trasladaban desde Europa, aunque fuera a pie, a Jerusalén
y sus alrededores, con el firme propósito de sentir de cerca las experiencias
vividas por los discípulos del Mesías,
durante los tres años de la vida pública de Éste.
Por entonces, Europa estaba
sometida a constantes problemas, a causa de las disputas territoriales entre las
distintas fuerzas de poder existentes en aquellos tiempos, lo que dio pie a un nuevo sistema
económico y político que se ha dado en llamar: <feudalismo>.
Recordemos que la dinastía
Carolingia prevaleció en Occidente desde el siglo VIII hasta el siglo X, pero
los emperadores sucesores de Carlomagno
(800-814), y en particular los correspondientes a la primera mitad del siglo X
(Luis III el Ciego y Berengario de Friuli), no estuvieron al nivel político, ni
al nivel religioso de éste. Más concretamente, al iniciarse el siglo X, el
emperador reinante Luis III el Ciego (901-905), nombrado por el entonces Papa
Benedicto IV, constituye un claro ejemplo de la maldad que por entonces reinaba
en la Corte, ya que su sobrenombre recuerda el hecho ignominioso y deleznable
de haber sido cegado por mandato del que sería posteriormente su sucesor en el
trono, Berengario de Friulí (905-924), el cual después de varias confrontaciones
armadas, llego a vencerle en en el campo
de batalla.
Berengario de Friulí rey de
Italia (888-889), siempre aspiró a ser nombrado emperador y al fin lo
consiguió, siendo Papa Juan X (Juan de
Tosignano (914-928)), nombrado Pontífice bajo el protectorado de Teodora, influyente
esposa de Teofilacto (poderoso noble,
cónsul, senador romano y conde de Tusculum).
Sucedió que el Papa (Juan X), se
vio acorralado por fuerzas enemigas a la Iglesia y para rechazarlas, firmo un pacto con
Berengario, tras la formación de una
liga militar, en la que también intervino el príncipe normando Campania; finalmente
se resolvió el problema suscitado por los posibles invasores, tras la gran batalla
de Garellano (915). El Pontífice en agradecimiento a la ayuda prestada por Berengario lo corono emperador, a pesar
del mal comportamiento, que éste había
tenido con su antecesor en el trono.
El reinado de este nuevo
emperador se prolongó hasta el año 924, año en el que Rodolfo II de Borgoña, rey de Italia
(912-937) le derrotó en la batalla de Fiorenzuela, ello le obligó a retirarse
hacia Verona, donde poco después fue asesinado, posiblemente por sus propios
hombres.
El sucesor al trono, como primer
emperador del Sacro Imperio Romano- Germánico, fue Otón I (Duque de Sajonia y
rey de Italia), el cual en el año 962, tras la petición de ayuda de un
Pontífice, en este caso, del Papa Juan
XII, consiguió ser coronado por éste, implantándose de esta forma, por segunda vez,
un Imperio en Occidente y dando comienzo así, al mayor estado territorial del Viejo Continente, el cual duraría hasta principios del siglo
XIX.
Poco después, Otón I, se enfrentó
al Papa que le había coronado, descontento con su comportamiento (Había roto un
pacto de fidelidad a él), marchando sobre Roma con sus tropas, aunque los
romanos no aceptaron de buen grado la imposición de un nuevo Papa, concretamente de León VIII (963-965).
Otón II fue nombrado corregente
con su padre Otón I en el año 961 y alcanzó la corona de emperador, junto con
él, en el 967 y de esta forma, a la muerte de su padre en año 973 siguió siendo
emperador sin necesidad de ser de nuevo coronado.
Este nuevo emperador continuó con
la política iniciada por su padre, fortaleciendo políticamente el poder de Alemania; no en balde él era así mismo rey de
este país y trató de extender este poder anexionándose algunos territorios de
Italia y al mismo tiempo enfrentándose al rey de Francia, Lotario, con el cual
sin embargo, llegó finalmente a firmar un tratado de paz en el año 980 por el
que Lotario renunciaba a los territorios de Lorena a cambio del reconocimiento
de los derechos de su hijo Luis V, y la
aprobación del emperador Otón II.
En el año 981 Otón II se enfrentó
a los ejércitos enemigos establecidos en la costa meridional de Calabria,
siendo brutalmente derrotado por éstos, lo que provocó la sublevación de los
daneses, que aprovechando la debilidad de Alemania en aquellos momentos, se
atrevieron a cruzar las fronteras del Imperio destruyendo a su paso parte de la
labor evangelizadora que el emperador Otón I había llevado a cabo durante su
reinado.
Otón II falleció en el año 983 en
Roma, tras haber conseguido meses antes coronar a su hijo rey en Verona, pero tenía
éste, por entonces, sólo tres años y fue su madre, Teofanía, nombrada regente
hasta su muerte en el año 991; siendo todavía muy joven para ser nombrado
emperador (Otón III), la abuela paterna Adelaida de Borgoña, sucedió en la
regencia a la madre de éste y solo en el año 991 pudo por fin ejercer su
autoridad, a la corta edad de quince años.
A finales del siglo X los
enfrentamientos fuera y dentro del Imperio eran constantes, y así la vida de
los Pontífices en Roma, se encontraba, casi siempre, en constante peligro.
Precisamente esto fue lo que le sucedió al Papa Juan XV (985-996), que tuvo que
huir a la región de la Toscana y pedir ayuda a Otón III, para sofocar una
rebelión de la familia del noble Crescencio. El Papa pudo regresar a Roma
siendo recibido con gran alegría por su grey, mientras los Crescencio
abandonaron el lugar.
A la muerte del Papa Juan XV,
Otón III favoreció la elección del nuevo Pontífice en la persona de Bruno de
Carintia, que tomó el nombre de Gregorio V (996-999). En agradecimiento, el
nuevo Papa coronó emperador a Otón III (996-1002), e hizo bien en este caso,
porque resultó ser un monarca profundamente religioso y ascético que realizó
algunas peregrinaciones a Roma y al sur de Italia, visitando también la tumba
del obispo Adalberto de Praga (Mártir) en Gniezno (actual Polonia), y fundando
así mismo el arzobispado de Polonia. En general se puede decir que este monarca, con su labor, contribuyó en
gran medida a la evangelización de Polonia y de Hungría.
El final de este excelente emperador
no fue bueno, porque murió en extrañas
circunstancias, no se sabe, si a consecuencia de una enfermedad o por causa
de un envenenamiento. Su cuerpo fue trasladado a Alemania y enterrado en
Aquisgrán, aunque en la actualidad no se conoce a ciencia cierta el lugar
exacto de su tumba.
Fueron tiempos difíciles, sin
duda, los vividos por los Papas durante este siglo X; recordemos que estos
fueron: Benedicto IV (900-903), León V (903), Sergio III (904-911), Anastasio
III (911-913), Landón (913-914), Juan X (914-928), León VI (928), Esteban VII
(928-931), Juan XI (931-935), León VII (936-939), Esteban VIII (939-942),
Mariano II (942-946) y Agapito II (946-955), todos ellos pertenecientes a la
llamada <Época caótica de la Iglesia>.
A partir de este momento los Papas
que rigieron la Silla de Pedro fueron: Juan XII (955-965), León VIII (963-965),
Benedicto V (965-966), Juan XIII (966-972), Benedicto VI (973-974), Benedicto
VII (974-983), Juan XIV (983-984), Juan XV (985-996) y Gregorio V (996-999),
todos ellos pertenecientes a la época del <Sacro Imperio Romano-Germánico>.
Es triste comprobar, después de
este breve repaso de algunos acontecimientos que tuvieron lugar durante el
siglo X, cómo ninguno de sus Pontífices
tuvo el alto honor de ser considerado santo por la Iglesia. Esto ya parece
indicar algo, respecto a lo que fue, por desgracia, algunos comportamientos, de
estos hombres elegidos para sustentar el máximo poder de la Iglesia, como Cabeza
de la misma. Sin embargo, no conviene generalizar en este sentido, porque a
pesar de todo, también hubo Papas extraordinarios durante este conturbado
siglo, los cuales padecieron encarcelamientos injustos e incluso pudieron
también haber sido asesinados en ciertas
ocasiones, de acuerdo con las crónicas de la época.
Eran tiempos revueltos, lo cual
no justifica, sin embargo, totalmente el comportamiento de algunas de sus
autoridades eclesiásticas, pero conviene recordar, eso sí, que todo Occidente,
bajo el terrible ataque de los pueblos nórdicos (vikingos), se vio sometido a
vaivenes que condujeron al agrupamiento de las personas bajo el mando de
algunos hombres relevantes, que ejercieron el poder local, sin tener en cuenta,
la mayor parte de las veces, al rey o emperador de turno. En realidad, por
entonces cualquier rey carecía de ejército central y esto impedía que pudiera
defender adecuadamente las distintas regiones que se encontraban bajo su
mandato, frecuentemente muy alejadas unas de otras, provocando la subdivisión
del Continente Europeo.
No es pues de extrañar, que a
principios del siglo X, siendo Papa Sergio III (904), un hombre poderoso por
entonces, concretamente, cónsul y senador romano, pasara a ser el <Magister
Militum>, o <Comandante en jefe del ejército> y posteriormente (906),
recibiera el título <Gloriosissimus Dux>, con lo que paso a liderar toda
la nobleza urbana de Roma, con el nombre de Teofilacto I (864-925).
Las mujeres que pasaron por la
vida de Teofilacto I, ejercieron una terrible y maligna influencia sobre él,
especialmente en el caso de su esposa y sus hijas, las cuales también tuvieron
una influencia nefasta sobre algunos Papas. Estas mujeres realizaron una labor
demoníaca que no es grato, ni lícito recordar ahora. El aciago comportamiento
de estas mujeres duró hasta el Pontificado de Juan XII (931), con terribles
consecuencias para la Iglesia, aunque también es cierto, y hay que reconocerlo,
que en torno a este período de tiempo se creó una <historia negra> del
Pontificado por parte de los enemigos de la Iglesia y por tanto algunos hechos
de la época no están totalmente contrastados para aceptarlos como ciertos.
Con todo, ya a partir del siglo
IX, en pleno caos en Europa, a consecuencia de las incursiones de los ejércitos
vikingos, y como consecuencia de ellos, también los monasterios fueron
atacados, cayendo muchas veces en la decadencia y hasta en la corrupción. Pero
en el año 911 en Cluny (Ciudad del Ducado de Borgoña, al sureste de París),
surgió un monasterio reformista, que bajo una serie de Abades capaces e
inteligentes, provocaron un período de esplendor en la vida monástica de todo
el Continente Europeo. Los monasterios denominados <Cluniacenses> se
difundieron principalmente por toda Francia y Alemania, dando nueva vida al
movimiento ascético de la Iglesia.
El Papado había pasado por una
época verdaderamente reprochable, convirtiéndose en la codiciada presa de un
pequeño grupo de personas pertenecientes a la nobleza romana, de forma que los
Papas eran nombrados sin tener muchas veces, los méritos necesarios para ocupar
la Silla de Pedro, manchándola en ocasiones con sus turbios comportamientos.
Pero el Espíritu Santo, siempre presente en la Iglesia de Cristo, logró que al
fin el Pontificado remontara este abismo, que en momentos, parecía insondables,
y restableciera su prestigio moral y justiciero, de acuerdo con el mandato de
Cristo.
El mejor modo de conseguirlo fue
a través de la toma de liderazgo del movimiento reformista monástico, el cual
consiguió restablecer el camino de la virtud y el Mensaje del Señor.
Bernón de Baume es considerado el
primer Abad del monasterio de Cluny, mandado construir por Guillermo I de
Aquitania (910). De esta prestigiosa abadía saldrían varios Papas. No obstante,
la vida monástica estaba ya presente en Occidente desde siglos pasados y
concretamente en el siglo X, tuvo un gran exponente en la figura de San Gerardo
de Aurillac, fallecido a principios de este siglo, probablemente entre los años
909 a 918. Este santo fue un noble francés fundador de la abadía de
Saint-Geraud dé Aurillac, modelo de caballeros cristianos que renunció a todas
sus riquezas para dedicarse en exclusiva a servir a Cristo, dando ejemplo de
fe y justicia a sus conciudadanos.
A la muerte de su padre, el conde
Gerardo, señor de Aurillac, de origen merovingio, se convirtió en un hombre
rico y poderoso y durante este período de su vida, demostró su santidad al
ejercer su mandato con justicia y equidad para con sus súbditos. Luchó al mando
de sus tropas contra los bandoleros y bandas armadas que atacaban al pueblo
llano. Sin embargo, su vocación era religiosa, quería servir sobre todo a Dios,
pero fue convencido por el obispo Geusberto, para que prosiguiera como laico su
labor encomiable para el pueblo. Se le conoció siempre por su gran caridad y
capacidad evangelizadora. Oraba con frecuencia de día y de noche, y no se casó
para conservarse en celibato.
Hacia el año 885 fundó la abadía
de Orlhac, a la que donó toda su fortuna tras su muerte, y pidió que la regla
del monasterio fuera la de San Benito, según la reforma de San Benito Aniane
poniéndola bajo su protección directa , para evitar la influencia de los
señores feudales.
Al final de su vida, este hombre
santo sufrió de ceguera, situación que enfrentó con extremada caridad y
resignación, y a su muerte, fue
enterrado en la capilla de la misma abadía por él fundada, que muy pronto se
convirtió en un lugar de peregrinación, como consecuencia de la fama de
santidad alcanzada por Gerardo. Unos veinte años después de su muerte, Odón de
Cluny, tercer abad de Aurillac, escribió su biografía, siendo su festividad
litúrgica el 13 de octubre.
Precisamente Odón de Cluny, en el
año 926 fue nombrado también Abad, cuando renunció en su favor Bernón de Baume
que falleció un año después.
Bernón de Baume había nacido en
Burgundia, se desconoce la fecha exacta de este hecho pero en cambio se sabe
que era de origen noble y antes de ser nombrado Abad de Cluny, ya había fundando otras abadías.
Siempre fue fiel a la regla de San Benito, lo cual constituyó la clave del
aumento de monjes que deseaban entrar y entraban en las abadías por él
fundadas.
Otro claro exponente del
crecimiento de la vida ascética en Francia, durante el siglo X, lo tenemos en
San Abón de Fleury (O.S.B.), un monje que como su nombre indica, perteneció a
la abadía de Fleury, que en la actualidad se encuentra en la comunidad de:
Saint-Benoït-Sur-Loire.
Este santo varón había nacido
cerca de Orleans (945) y realizó estudios en París y en Reims. Viajó a
Inglaterra, donde conoció al arzobispo de York, colaborando con él en la
reforma de los monasterios de aquella zona.
Durante un tiempo se dedicó
también a escribir algunos libros, como una gramática latina para los
estudiantes ingleses (Fue director de la escuela de la Abadía de Ramsey), así
como otros tratados y cartas de gran interés. Volvió a su tierra (Fleury), en
el año 988, y de inmediato fue elegido Abad, aunque su nombramiento fue más
tarde impugnado por otro monje que gozaba del apoyo del obispo de Orleans.
Finalmente el tema se resolvió a favor
de Abón; concretamente, tuvo que intervenir Gerberto de Aurillac (Futuro Papa,
Silvestre II), para que definitivamente el nombramiento de Abón llegara a buen
puerto como así fue.
Siendo ya Abad, llevó a cabo una
gran labor evangelizadora, tomando parte en el Concilio que tuvo lugar en
Saint-Basle (991), y visitó Roma por mandato del rey Roberto II, encontrándose
en el camino a Gregorio V (Papa) que había sido expulsado de la ciudad por el
antipapa Juan XVI. Murió ya entrado el
siglo XI, concretamente en el año 1004, dejando tras de sí una estela de
santidad y esforzado trabajo por la Iglesia.
Coetáneo de San Abón de Fleury,
fue San Odilón de Cluny (962-1049), al que sus hagiógrafos atribuyen poderes taumaturgos
(capacidad de hacer prodigios), debido a algunos milagros que se le adjudican,
como la sanación de un ciego; esto provocó muchas vocaciones religiosas, y
muchos hombres ingresaron en el monasterio del que él llegó a ser uno de los Abades
más conocidos de toda Europa.
Este hombre santo se preocupó
mucho por el problema de la paz en Occidente, y fue así mismo muy caritativo
con los pobres, a los que siempre ayudaba a través de su orden.
Sus restos descansan junto con
los de otros Abades de Cluny en la Iglesia Rogatorial de Souvigny.
Se podrían poner otros muchos
ejemplos de Abades santos, durante el siglo X en Europa, lo que demuestra que
la vida religiosa y sobre todo ascética alcanzó un alto nivel durante este
siglo en el Viejo Continente, aunque desde el punto de vista político, como ya
hemos recordado, dejó mucho que desear.
También en Italia, foco de
atención en este sentido, y en particular en Roma, donde se encontraban los
señores feudales que gobernaba la elección o eliminación de los Pontífices de
la Iglesia Católica, encontramos algunos ejemplos interesantes de la vida
ascética que se desarrolló allí durante este siglo, así como en Francia y sobre
todo en Alemania.
Un nuevo ejemplo interesante de
la vida ascética durante este siglo es el de Ronualdo (951-1027), contemporáneo
de los santos anteriormente nombrados, y el fundador de la orden Camaldulense, así como
un paradigma de la vida eremita.
Según sus hagiógrafos, nació en
Rávena, y llegado el día, ingresó en el monasterio benedictino de San Apolinar
de Classe, apartándose totalmente de la vida disipada que había llevado en la Corte
cuando era muy joven.
En su juventud conoció algunas de
las escuelas monásticas más importantes de su época, pero finalmente se decantó
por la tradición benedictina, con algunos rasgos propios característicos de su
tendencia hacia la vida de los eremitas (Gran austeridad y silencio riguroso,
así como mortificaciones corporales).
Fue un hombre muy devoto de la
Virgen y por supuesto de Jesucristo, del que admiraba siempre su gran
humanidad. Fundó varios monasterios, situados a lo largo de Italia, fundamentalmente
en la región de la Toscana. Murió a principios del siglo XI en el monasterio
por él fundado de Valdicastro. Sus reliquias fueron trasladadas años después
por el Papa Clemente VIII (1595), a Roma.
Por su parte, el Sacro Imperio
Romano, también dio reyes santos a la Iglesia Católica en el siglo X. Nos
referimos a San Enrique II de Alemania (973-1024), emperador, oblato y
confesor, y a su esposa la emperatriz Cunegunda de Luxemburgo (975-1040).
Concretamente Cunegunda fue una
de los once hijos de Sigfrido I, conde de Luxemburgo y Heduiga de Nordgau.
Pertenecía por tanto a la familia de los descendientes del emperador
Carlomagno.
No es pues de extrañar que
recibiera una educación cristiana y católica, comentándose que durante su
juventud deseó hacerse monja, sin embargo acabó casándose con Enrique II
perteneciente al linaje del emperador Otón I, de la dinastía sajona.
Durante su matrimonio, su esposo,
por entonces sólo duque de Baviera, fue coronado rey de Alemania y más tarde
ella también fue coronada como reina consorte de Alemania.
Participó, según parece,
activamente en la política, como consejera de su esposo, ayudando también mucho
en la evangelización de sus vasallos y favoreciendo a la Iglesia Católica con
donaciones para la construcción de iglesias y monasterios.
Viajó con su esposo a Roma para
la coronación de éste como emperador del Sacro Imperio Romano Germánico, siendo
ella misma también coronada emperatriz en el año 1014.
Tanto ella como su esposo,
hicieron votos de castidad y pobreza, de forma que al morir su esposo quedó en
un estado de relativa pobreza, debido a las obras de caridad que había
realizado a lo largo de toda su vida cuando era emperatriz. Acabó sus días en
el monasterio benedictino de Kaufungen, en Hesse, cuya construcción había
sufragado.
Durante los últimos días de su
vida se hizo monja dedicándose a la oración y al auxilio de los más pobres. A
su muerte fue enterrada en la catedral de Bamberg, junto con su esposo, que
había muerto unos años antes. Fue canonizada por el Papa Inocencio III (1200),
algunos años después de su esposo cuya canonización tuvo lugar en 1146, el cual
había apoyado siempre a la Iglesia de Cristo contra sus enemigos naturales.
Este emperador fue partidario del
celibato eclesiástico, para evitar en lo posible el dominio de la Iglesia por
parte de los señores feudales, influyendo poderosamente en la historia de la
Iglesia, y así en el año 1014 con motivo de su coronación como emperador pidió
al Papa Benedicto VIII que se recitara el Credo con la inclusión de la palabra
<Filioque>.
El Papa accedió a esta petición y
esta fue la primera vez que se utilizó este concepto teológico en Roma,
cuestión ésta que está íntimamente relacionada con el Cisma de Oriente, que
llevó posteriormente a la separación de las Iglesias de Oriente y Occidente en
el año 1054.
Recordemos a este respecto que
cuando los cristianos católicos profesamos nuestra fe en el Espíritu Santo,
decimos: “Creo en el Espíritu Santo, Señor y dador de vida, que procede del
Padre y del Hijo, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y
gloria y que habló con los profetas” (Credo de Nicea-Constantinopla), y en
concreto, las palabras <que procede del Padre y del Hijo, fueron introducidas
precisamente en el Símbolo Niceno, que decía solamente <creemos en el
Espíritu Santo>, pero que en el Concilio de Constantinopla (381), fue
incluida la explicación: que procede del Padre.
Una fórmula más completa, que es
la que aparece en la actualidad en el Credo de Nicea- Constantinopla: que
procede del Padre y del Hijo (Quia Patre Filioque Procedit), ya presente en
antiguos textos y recogidos también en el sínodo de Aquisgrán, fue finalmente
también introducida en Roma a principios del siglo XI, con ocasión de la
coronación del emperador Enrique II como anteriormente hemos comentado.
Esta puntualización no cambiaba
en esencia nada la substancia de la fe antigua, pero los Papas no se habían
decidido hacerla hasta ese momento, por respeto a la fórmula antigua que ya
estaba difundida por muchas Iglesias católicas, incluida la Basílica de
San Pedro.
La modificación:
<Filioque>, fue acogida sin reparos por la Iglesia de Occidente, pero
provocó grandes reservas y especulaciones en la de Oriente (Por entonces ambas
iglesias se hallaban ya bastante distanciadas por el problema del Cisma de Focio).
Desde entonces, hasta avanzado el
siglo XI, la separación fue creciendo, y finalmente se produjo el llamado <Cisma
de Oriente>, llegando incluso a levantarse la excomunión entre ambas Iglesias
en el año 1054, durante el Pontificado de León IX y siendo Patriarca de Oriente
Miguel Celulario.
Tras tantos años de recelo y
desacuerdos, por fin, en el siglo XX, en víspera de la clausura del Concilio
Vaticano II, el Papa Pablo VI y el Patriarca ecuménico Atenágoras, decidieron
levantar esta incomprensible excomunión entre Iglesias que tienen una misma
Cabeza y Creador, nuestro Señor Jesucristo.
De cualquier forma, la separación
entre ambas Iglesias subsiste, aunque el Papa San Juan Pablo II provocó grandes
avances que pueden llevar en el futuro, a una resolución definitiva del
problema, mediante lo que se ha dado en llamar: <Diálogo Ecuménico>.
San Juan Pablo II, casi al inicio
de su Pontificado afirmaba (1979):
<El servicio a la unidad
compromete de manera especial al obispo de esta antigua Iglesia de Roma y es el
deber primordial de su ministerio>.
A ello se deben las alusiones, a
este grave problema, en las Cartas Encíclicas: <Redemptor Hominis> (1979) y <Ut Unum Sint>
(1995). En esta última, el santo Padre
llega a decir que:
<La división contradice clara y
abiertamente la voluntad de Cristo, es un escándalo para el mundo y perjudica a
la causa santísima de predicar el evangelio a toda criatura>.
Tanto el Papa Benedicto XVI, como
nuestro actual Papa Francisco han seguido estas mismas líneas de opinión y actuación, y
así por ejemplo, durante el viaje del primero a Turquía manifestó:
“Este encuentro es
particularmente significativo. Ante todo, al nuevo obispo de Roma, pastor de la
Iglesia católica que se permite repetir a todos con sencillez: Dus In Altum! ¡Sigamos
adelante con la esperanza! Como mis predecesores, especialmente Pablo VI y Juan
Pablo II, siento fuertemente la necesidad de reafirmar el compromiso
irreversible, asumido por el Concilio Vaticano II y proseguido durante los
últimos años también gracias al Consejo Pontificio para la promoción de la
unidad de los cristianos. El camino hacia la comunión plena querida por Jesús
para sus discípulos implica una docilidad completa a lo que el Espíritu dice a
las Iglesias, valentía, dulzura, firmeza y esperanza de lograr ese objetivo.
Implica, ante todo, oración insistente y tener un mismo corazón, para obtener
del Buen Pastor el don de la unidad para su rebaño” (25-4-2005).
Hermosas palabras del Papa Benedicto
XVI que han sido recogidas, como no podía ser de otra forma, por su sucesor en la silla Petrina, el Papa Francisco,
el cual en su reciente viaje a Turquía durante la misa celebrada en la Iglesia
Patriarcal de San Jorge en Estambul, el domingo 30 de noviembre de 2014, entre
otros temas de gran relevancia para el camino emprendido con vista a la total
reconciliación entre las Iglesias de Oriente y Occidente destacaba que:
“El encontrarnos, mirar el rostro
el uno del otro, intercambiar el abrazo de la paz, orar unos con otros, son
dimensiones esenciales de ese camino hacia el restablecimiento de la plena
comunión a la que tendemos. Todo esto precede y acompaña constantemente esa
otra dimensión esencial de dicho camino, que es el diálogo teológico. Un verdadero
diálogo es siempre un encuentro entre personas con un nombre, un rostro, una
historia, y no sólo un intercambio de ideas.
Esto vale sobre todo para los
cristianos, porque para nosotros la
verdad es la persona de Jesucristo. El ejemplo de San Andrés que junto con
otros discípulos aceptó la invitación de nuestro Divino Maestro: <mirad y
veréis> y <se quedaron con él aquel día> (Jn 1,39), nos muestra
claramente que la vida cristiana es una experiencia personal, un encuentro
transformador con Aquel que nos ama y nos quiere salvar”
Hace referencia el Papa Francisco
a aquella parte del evangelio de San Juan, en la que el Apóstol nos habla sobre los primeros
discípulos del Señor (Jn 1, 35-39):
“Al día siguiente de nuevo estaba
Juan, y con él dos de sus discípulos / y fijando los ojos en Jesús, que
caminaba, dice: <he aquí el cordero de Dios> / Y le oyeron hablar los dos
discípulos, y se fueron en pos de Jesús / Vuelto Jesús y viendo que le iban
siguiendo, les dice: ¿Qué buscáis? Ellos le dijeron: <Rabí (Maestro), ¿Dónde
moras? / Díceles: venid y lo veréis. Vinieron, pues, y vieron donde moraba, y
se quedaron con Él aquel día. Sería la hora décima / Andrés, el hermano de
Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron la palabra de Juan y siguieron a
Jesús”
Esta frase de Jesús: <venid y
lo veréis>, es una dulce invitación a iniciar con Él trato amistoso y
familiar, por eso sus primeros discípulos se quedaron con Él, ya que esto era
lo que realmente ansiaban. Los cristianos de todos los tiempos estamos llamados
a seguir el ejemplo de sus primeros discípulos. Caminemos unidos al encuentro
del Señor.