Cuenta San Juan en su Evangelio
que durante el segundo viaje de Jesús a Jerusalén curó a un hombre que había estado
enfermo treinta y ocho años, pero lo hizo en sábado, y ello soliviantó a los
judíos, que cumplían con rigurosidad obstinada, el descanso en ese día y le
increparon. Entonces el Señor respondió a sus querellas con estas palabras:
<Mi Padre sigue hasta el presente obrando, y yo también obro> (Jn 5, 15).
Al escuchar este razonamiento los judíos se sublevaron todavía más porque entendían que además de incumplir el sábado él se reconocía hijo de Dios, y pretendían matarlo.
La cerrazón de estos hombres que le reprendían hizo exclamar finalmente a Jesús (Jn 5, 39-45):
"Escudriñad las Escrituras, ya que
creéis vosotros poseer en ellas la vida eterna; ahora bien, ellas son las que
dan testimonio de mí / ¡Y no queréis venir a mí para
tener vida! / Gloria de los hombres yo no la
recibo; / pero os conozco, y sé que no
tenéis en vosotros el amor de Dios / Yo he venido en nombre de mi
Padre, y no me recibís; y si otro viniere en su propio nombre, a él le
recibiréis. / ¿Cómo podéis vosotros creer
recibiendo como recibís gloria los unos de los otros, y no buscáis la gloria
que viene del único Dios? / No pensáis que os voy a acusar
delante del Padre; hay quien os acusa, Moisés, en quién vosotros tenéis puesta
la confianza"
Estos versículos corresponden a un
discurso apologético en el que el Señor afirma su identidad de acción y su comunión
de vida con el Padre, y donde también
nos recuerda su papel de juez universal de todos los hombres a través de los
siglos.
Por otra parte, de alguna forma hace mención a la futura llegada del anticristo
porque como asegura el Papa Benedicto XVI: “La señal del anticristo es
hablar en su propio nombre, por el contrario el signo del Hijo es su comunión
con el Padre. El Hijo nos introduce en la comunión trinitaria, en el circulo del
amor eterno, en donde sus personas son <relaciones puras>, el acto puro
de entregarse y de acogerse.
El designio trinitario, visible en el Hijo, que no habla en su nombre, muestra la forma de vida del verdadero evangelizador. Más aún, evangelizar no es simplemente una forma de hablar, sino una forma de vivir; vivir a la escucha y ser portavoz del Padre.
<No hablará por su cuenta, sino que dirá lo que oiga> (Jn 16, 13), afirma el Señor a propósito del Espíritu Santo” (El elogio de la conciencia. La verdad interroga al corazón. Benedicto XVI. Ed. Palabra 2010).
Ciertamente esta fue la forma de
actuar de muchos enviados a lo largo de la historia de la Iglesia, y aún sigue
siéndolo, pero en el Alto Medievo se puede decir sin exagerar que la
evangelización de los pueblos alcanzó cotas sino inigualables, sí muy
importantes, respecto a otros siglos posteriores.
Sin embargo el anuncio de Cristo nunca ha sido una tarea fácil, porque supone <escuchar su voz en la voz de la Iglesia. No hablar en nombre propio, significa hablar en la misión de la Iglesia> (Benedicto XVI; Ibid).
Sin embargo el anuncio de Cristo nunca ha sido una tarea fácil, porque supone <escuchar su voz en la voz de la Iglesia. No hablar en nombre propio, significa hablar en la misión de la Iglesia> (Benedicto XVI; Ibid).
En este sentido entendieron la labor misionera los hombres llamados a esta tarea en el siglo VII que nos ocupa, porque esta <ley de la expropiación>, asegura el Papa Benedicto, permite alcanzar normas de conducta y métodos más razonables para llevar a cabo la <Nueva evangelización>.
Precisamente los evangelizadores
del Alto Medievo, siguiendo el ejemplo de Jesús, el cual predicaba de día y oraba de noche,
obtuvieron la conversión de los hombres <de Dios para Dios>, porque no
podemos nosotros <los hombres ganar a los hombres>, debemos <obtenerla
de Dios>.
En estas palabras, según el Papa Benedicto XVI, debe estar basada la nueva evangelización; no lo olvidemos aquellos que en estos tiempos nos hemos sentidos llamados a ella porque como él nos decía:
“El proceso de expropiación, de
renuncia al propio <yo> , es la forma concreta (expresada
en muy distintas maneras) de dar la propia vida”En estas palabras, según el Papa Benedicto XVI, debe estar basada la nueva evangelización; no lo olvidemos aquellos que en estos tiempos nos hemos sentidos llamados a ella porque como él nos decía:
La vida
y la obra de San Gregorio Magno (540-604) es un ejemplo claro de este
comportamiento en el seno de la Iglesia católica, él supo vigorizar, por otra
parte, la disciplina y la moral de las comunidades de su tiempo y venciendo la
arrogancia de los emperadores bizantinos, defendió la Silla de Pedro, de los
ataques constantes a la que era sometida, evangelizando además a muchos pueblos
bárbaros.
Concretamente él fue el promotor y protector de la evangelización de los sajones, los germanos, los lombardos, etc.
Durante el siglo VII en Italia,
Roma, la ciudad santa, permanecía como patrimonio de la Iglesia regida por el
Papa, sucesor de San Pedro, a través de los avatares de la historia.
Los lombardos, pueblos bárbaros de origen germánico, se habían apoderado de una gran parte de la península itálica, pero habían respetado la ciudad de Roma, como el lugar donde se encontraba la Sede Pontificia del cristianismo, y gracias al celo y al amor de San Gregorio, estos rudos pueblos que en un principio habían escuchado la herejía del arrianismo, se convirtieron al cristianismo casi en su totalidad. Concretamente durante el reinado de Agilulfo (591-606) se produjo este cambio, gracias también, a la influencia de su esposa Teodolinda, que era católica.
En su audiencia general del 28 de
marzo de 2007, el Papa Benedicto XVI se expresaba al respecto en los siguientes
términos:
“Para obtener la paz efectiva en
Roma y en Italia, el Papa se comprometió a fondo, <era un verdadero
pacificador>, emprendiendo una estrecha negociación con el rey lombardo
Agilulfo. Esa negociación llevó a un periodo de tregua, que duró cerca de tres
años (598-601), tras los cuales, en el 603, fue posible estipular un armisticio
más estable. Este resultado positivo se logró, entre otras causas, gracias a
los contactos paralelos que, entretanto, el Papa mantenía con la reina Teodolinda,
que era princesa bávara y, a diferencia de los otros pueblos germánicos, era
católica, profundamente católica. Se conserva una serie de cartas del Papa San
Gregorio a este reino, en las que manifiesta su estima y su amistad hacia ella.
Teodolinda consiguió poco a poco, orientar al rey hacia el catolicismo, preparando así el camino a la paz”
Teodolinda consiguió poco a poco, orientar al rey hacia el catolicismo, preparando así el camino a la paz”
Según la tradición fue esta reina,
la que hizo construir hacia el año 595
un Oratorio (capilla de la reina), en un lugar que por inspiración divina, vio
entre sueños, dedicado a San Juan Bautista, como había prometido.
Por eso sigue diciendo el Papa Benedicto en su Audiencia: “San Gregorio se preocupó también
de enviarle (a la reina), reliquias para la Basílica de San Juan Bautista que
ella había construido en Monza, así como su felicitación y preciosos regalos
para esa Catedral, con ocasión del nacimiento de su hijo Adaloaldo. Las visicitudes
de la vida de esta reina constituyen un hermoso testimonio sobre la importancia
de las mujeres en la historia de la Iglesia”
Sucedió, así mismo, que hacia la segunda mitad del siglo VII el cristianismo alcanzó una importancia relevante en Occidente y así durante el reinado del rey Pertarit (671-688), Italia se convirtió al catolicismo prácticamente en su totalidad, siendo Pavía, la capital del reino, el centro de la actividad religiosa, después de Roma.
Los lombardos (longobardos)
organizaron sus posesiones en Italia subdividiendo éstas en Ducados, como por ejemplo el de Friuli, el
de Tuccia ó el de Benevento, todos ellos, eso sí, bajo un rey instalado en la
capital. Sin embargo, este rey ejercía una potestad muy relativa, por ello,
la falta de una autoridad realmente
fuerte fue causa de constantes enfrentamientos entre dichos Ducados, en los que
no faltaron las persecuciones por motivos religiosos y las escaramuzas con los
simpatizantes del Imperio bizantino de
Oriente que aún permanecían en territorio italiano.
Por otra parte, el imperio romano
de Oriente o bizantino sobrevivió al de Occidente durante al menos diez siglos,
las causas hay que buscarlas en la capacidad diplomática de sus dirigentes y
como es lógico, también, en la gran potencia y calidad de sus ejércitos.
Recordemos que a la muerte
del gran emperador Justiniano, el cual
logró tener bajo su mando la totalidad de las costas mediterráneas, excepto
aquellas comprendidas entre el Júcar y los Alpes, los lombardos consiguieron
apoderarse del norte de Italia.
Por su parte los emperadores Tiberio y Mauricio se encontraban en lucha contra los persas y los ávaros; el emperador Focas Augusto (602-610), el último de esta dinastía, sufrió una humillante derrota frente a estos mismos pueblos bárbaros, siendo finalmente destituido y ejecutado por orden de Heraclio el cual asumió finalmente el poder, dando paso así a una nueva dinastía (Dinastía heracliana) (610-695 y desde 705 hasta 711).
Por su parte los emperadores Tiberio y Mauricio se encontraban en lucha contra los persas y los ávaros; el emperador Focas Augusto (602-610), el último de esta dinastía, sufrió una humillante derrota frente a estos mismos pueblos bárbaros, siendo finalmente destituido y ejecutado por orden de Heraclio el cual asumió finalmente el poder, dando paso así a una nueva dinastía (Dinastía heracliana) (610-695 y desde 705 hasta 711).
Durante el mandato de Heraclio
(610-641) el imperio de Oriente se vio sometido a constantes guerras contra los
persas, los cuales en el año 611 emprendieron la conquista de Siria, ocupando
Antioquia, una de las provincias más importantes del imperio bizantino; luego
marcharon sobre Damasco y finalmente atacaron a Palestina, cercando Jerusalén
en el año 614, la cual tras larga resistencia cayó en su poder.
Tanto los judíos como los cristianos de Palestina sufrieron persecución por parte de los conquistadores, en un principio, pero luego los primeros apoyaron a los persas participando según se cree en dicha persecuciones. Entre los tesoros rapiñados por los persas bajo el mando del rey Cosroes II, se encontraba la Santa Cruz en la que se creía que había muerto Cristo (Vera Cruz), la cual fue recuperada años más tarde por Heraclio tras dura lucha contra los persas (627) y restituida a su lugar de origen en Jerusalén con gran alegría por parte de toda la cristiandad.
Tanto estas guerras, como las mantenidas contra los pueblos ávaros distrajeron al imperio de otro peligro aún mayor que pronto se cernió sobre el mismo, esto es, la expansión del islamismo.
Los sucesivos herederos de
Heraclio al trono de Bizancio fueron,
Constantino III Heraclio, hijo primogénito de éste (641), Heraclio II
Heraclonas, hermanastro del anterior (641) y Constante II, nieto de
Heraclio e hijo de Constantino III
(641-668), el cual trasladó la capital del imperio a Roma, y luego a Siracusa
donde se cree que murió.
Durante el reinado de este último
emperador, cuatro Pontífices sufrieron las consecuencias de su duro mandato
para la Iglesia católica, en concreto, Teodoro I (642-649), San Martin I
(649-655), San Eugenio I (654-657) y San Vitaliano (657-672) respectivamente, y
es significativo el hecho de que durante este periodo de tiempo se hayan
reconocido tantos Papas santos por la Iglesia, independientemente de que de una
u otra forma todos los Pontífices de este siglo VII se caracterizaran por su
gran labor evangelizadora.
No cabe duda, por otra parte, de que
los terribles problemas que se presentaron a los cristianos durante esta
dinastía heracliana estuvieron relacionados, en gran medida con las herejías
cristológicas que ya venían, sin embargo, de siglos anteriores sobre la naturaleza
de Cristo.
En particular en el año 451 se convocó el IV Concilio Ecuménico, celebrado en Calcedonia, con objeto de condenar las ideas de Eutiques (archimandrita del monasterio extramuros de Constantinopla), consistentes en rechazar la naturaleza humana de Cristo, herejía que se dio en llamar <monofisismo>.
Por el contrario la Iglesia sostiene y enseña que en Jesucristo existe una naturaleza Divina porque es Dios verdadero, nacido en la eternidad del Padre y otra humana pues se encarnó por obra del Espíritu Santo en la Virgen María, y es semejante en todo a nosotros, salvo en el pecado, porque es purísimo.
Posteriormente durante el reinado del emperador Justiniano, la Iglesia convocó un nuevo Concilio Ecuménico, esta vez celebrado en Constantinopla (V Concilio Ecuménico), segundo celebrado en esta capital para condenar de nuevo las herejías de Nestorio y de Eutiques.
Esta herejía fue totalmente rechazada por la Iglesia católica
desde el principio, pero cuando Constante II, nieto de Heraclio subió al poder,
molesto también con las polémicas teológicas surgidas en torno a la figura de
Cristo, tomó partido por el <monotelismo> y para evitar más discusiones
en el año 648 promulgó el <Edicto de Typos>, prohibiendo la doctrina
ortodoxa cristiana defendida por los Pontífices de la Iglesia, lo cual supuso
un gran castigo y desgarro para ésta.
Ante esta imposición injusta y equivocada muchos cristianos ortodoxos se enfrentaron con valentía a ella, tratando de combatir la herejía que propagaba, dando incluso ejemplo con su vida hasta la muerte. Dos figuras prominentes del cristianismo destacan en este sentido, San Sofronio (Patriarca de Jerusalén y Constantinopla) y San Máximo (Teólogo y Confesor).
San Sofronio I de Jerusalén fue
nombrado Patriarca de la ciudad santa hacia el año 634, de manera que tuvo que
soportar la conquista de la misma por los árabes, sin embargo pudo salir ileso
del terrible evento y tras una larga y
penosa peregrinación en compañía su maestro el monje sirio Juan Mosco, por
Siria, Cilicia, Egipto y Cipre, se refugió finalmente, según sus hagiógrafos,
en Roma, aunque otros estiman que llegó también a Constantinopla. Este último
dato no es bien conocido aunque sí se sabe con más certeza que permaneció durante un tiempo en un Monasterio próximo a
Cartago donde probablemente conoció a San Máximo.
San Sofronio es conocido con el
sobre-nombre del <defensor de la fe> porque luchó denodadamente por el
Mensaje de Cristo, en contra de las herejías de su tiempo y así mismo tuvo el
mérito de cumplir con la palabra dada a su maestro Juan Mosco que le había
pedido que enterrara sus restos en Palestina.
Precisamente a este monje sirio se debe una obra muy interesante sobre la vida de santos de su época entre las que destacan la del propio Sofronio y la de Juan el Limosnero (Juan V Patriarca de Alejandría. Segunda mitad del siglo VI- 619), un hombre reconocido santo por varias Iglesia cristianas, que se caracterizó por su gran amor a los pobres y la práctica de la caridad con todo el mundo, por lo que recibió el sobrenombre de <limosnero>.
Precisamente a este monje sirio se debe una obra muy interesante sobre la vida de santos de su época entre las que destacan la del propio Sofronio y la de Juan el Limosnero (Juan V Patriarca de Alejandría. Segunda mitad del siglo VI- 619), un hombre reconocido santo por varias Iglesia cristianas, que se caracterizó por su gran amor a los pobres y la práctica de la caridad con todo el mundo, por lo que recibió el sobrenombre de <limosnero>.
Este santo levantó muchas Iglesias en su ciudad y cuando los
sasánidas saquearon Jerusalén hacia el año 614 mandó comida y dinero para socorrer
a los más necesitados, más cuando los persas atacaron Jerusalén en el año 616, tuvo que abandonar
Alejandría refugiándose en Chipre donde se cree que murió en olor de santidad.
Otro santo importante de esta
época es Máximo el Confesor (580-662), natural de Constantinopla, muy involucrado en las discusiones teológicas de
su época sobre Cristo y su naturaleza, las cuales llevaron a tantas herejías
durante este siglo VII; él sin embargo, fiel al Mensaje de Cristo y a su
Iglesia defendió siempre la doctrina de que Jesús tenia voluntad tanto humana
como divina (Historia de la espiritualidad. Javier Sesé. Ed Eunsa 2005):
“Enseña, en efecto, como la
identificación con Jesucristo conduce a la perfección, que consiste en la unión
de la voluntad del hombre con la de Dios, a semejanza de la unión que tenían
en Jesús sus dos voluntades, humana y
divina”
San Máximo ostentó el cargo de secretario y
asesor del emperador bizantino Heraclio, pero por Cristo y su Mensaje este
santo varón fue perseguido, hasta que se retiró en vida monástica. Se le da el
título de Confesor porque aunque no
sufrió muerte física por martirio, de forma indirecta se puede asegurar que a causa
de la defensa de sus ideas dio la vida por Cristo y su Iglesia, siendo encarcelado, juzgado, e incluso considerado
hereje por sus enemigos.
Concretamente le cortaron la lengua para que no pudiera enseñar su doctrina y le cortaron la mano derecha para que no pudiera comunicarse por carta con sus fieles y sus amigos; finalmente fue desterrado a la región de la Cólquida, donde murió poco después en completa santidad (662).
Concretamente le cortaron la lengua para que no pudiera enseñar su doctrina y le cortaron la mano derecha para que no pudiera comunicarse por carta con sus fieles y sus amigos; finalmente fue desterrado a la región de la Cólquida, donde murió poco después en completa santidad (662).
Sus hagiógrafos han recogido los numerosos milagros que aún después de muerto
hizo, y su libro sobre la vida de la Virgen es considerado la primera biografía
completa sobre la Madre de Nuestro Señor Jesucristo.
El Tercer Concilio Ecuménico de
Constantinopla (680-681) confirmó la bondad de las ideas de este santo que ha
sido considerado por la Iglesia como uno de los teólogos más importantes de la
época patrística.
Otro santo importante de la
primera mitad del siglo VII es Juan Climaco, del que aunque se desconoce la
fecha exacta de su nacimiento se tienen algunos datos de su vida, gracias al
monje Daniel del Monasterio de Raithu, sede próxima al Monasterio de la
Transfiguración (Santa Catalina del Monte Sinaí) del cual este santo fue Abad,
a pesar de sus deseos de llevar una vida totalmente ascética.
La insistencia de los monjes que conocían su santidad y las cualidades que poseía le obligaron a aceptar el puesto de Abad, pudiéndose decir que cumplió con creces las expectativas que aquellos hombres habían depositado en él, por los magníficos consejos y enseñanzas que impartía y la prudencia ejemplar de su vida.
La insistencia de los monjes que conocían su santidad y las cualidades que poseía le obligaron a aceptar el puesto de Abad, pudiéndose decir que cumplió con creces las expectativas que aquellos hombres habían depositado en él, por los magníficos consejos y enseñanzas que impartía y la prudencia ejemplar de su vida.
Su obra más importante es la Scala
Paradis (Escalera del Paraíso), de la cual deriva el sobrenombre de Climaco
(del griego Klimax, escalera), donde el santo analiza los treinta grados en el
camino del alma hacia Dios que hace corresponder con los treinta peldaños de la
escala de Jacob, y los treinta años de la vida oculta de Jesús.
San Juan Climaco antes de morir dejó la dirección de la Abadía a su hermano Jorge, por el deseo de volver a su vida solitaria y ascética en espera del Señor. Después de estos dos hermanos, San Anastasio, un monje que había recibido las enseñanzas y el ejemplo de vida de estos, fue nombrado Abad del Monasterio de Santa Catalina sito sobre el Monte Sinaí.
La fecha de su nacimiento y el momento de su muerte son datos poco fiables, sin embargo según sus hagiógrafos, había nacido en Siria, llevando desde muy joven una vida piadosa en este mismo Monasterio. Era un gran apologeta, pues defendía constantemente a la Iglesia de Cristo, con gran valentía y contundencia, de los numerosos errores sobre la Persona de Cristo y su Mensaje, que dieron lugar a herejías en su tiempo.
En particular luchó contra el monofisismo, el monotelismo y en general contra todas las enseñanzas de Eutiques. Dotado de gran humildad nunca quiso destacar del resto de sus hermanos, pero Dios le había otorgado una gran inteligencia por lo que le fue dado escribir libros de carácter espiritual y algunas biografías de santos.
Está considerado
uno de los primeros Padres de la Iglesia que hablaron sobre el Ángel de la
Guarda, asegurando que su misión es preservar a los hombres del maligno
guiándoles por el camino de la santidad. Entre sus sermones más bellos destaca
el dedicado al Sacramento de la
Eucaristía, donde exhorta a los cristianos a recibir este regalo de Dios.
Muchos fueron los hombres y mujeres que dieron ejemplo de santidad durante este siglo VII en la Iglesia Oriental en la que cabe destacar también la figura de San Andrés de Jerusalén o de Creta, según los distintos hagiógrafos, aunque se cree que nació en Damasco (Siria), inclinándose muy joven por la vida monástica, que desarrolló en el Monasterio de Jerusalén de San Sabas.
Nombrado representante del Patriarca de Jerusalén, asistió al Concilio Ecuménico de Constantinopla (681-682), en el cual se condenó definitivamente todas las herejías cristológicas de la época. Por entonces fue ordenado diácono de la gran Basílica de Sofía y poco después fue consagrado Arzobispo de Gortina (Creta) donde tuvo que enfrentarse al problema del <culto de las imágenes>, surgido entre las Iglesias de Oriente y Occidente.
Escribió un gran número de himnos sacros, algunos de los cuales todavía son utilizados en las liturgias bizantinas y fue un gran evangelizador defendiendo siempre la doctrina católica de la Iglesia a través de sus numerosas homilías.
Otro santo de la época también
nacido en Damasco es San Juan Damasceno (675-749) educado según sus hagiógrafos
por un sacerdote italiano cautivo, que su padre, un hombre
rico, había contratado con el deseo de cristianizar a su hijo, en unos momentos
en que la ciudad había caído ya en poder de los árabes.
Verdaderamente su interés paternal dio grandes frutos a la Iglesia de Cristo, de tal forma, que incluso el Califa tomó en gran estima a Juan por sus cualidades morales e intelectuales. Sin embargo, no le faltaron envidiosos al santo varón, y así, el emperador bizantino, León III (680-741), que había adoptado la política religiosa de ponerse del lado de los iconoclastas, prohibiendo el culto de las imágenes, urdió un complot contra el santo para ponerle en contra del Califa el cual de forma inopinada le condenó a perder la mano.
Sin embargo, la Virgen María de la que era devoto San Juan le hizo el milagro de recuperarla, como si nada hubiera pasado, y ante este portento el Califa le perdonó y le permitió que se retirara al desierto para hacer vida ascética, donde se dedicó a la oración y escribió sus Santos Tratados, entre los que cabe destacar los referentes a las virtudes y los vicios, y los que hablan de la fe ortodoxa. Ha sido considerado Padre y Doctor de la Iglesia por la excelencia de su labor evangelizadora y teológica.
San Fulgencio, el segundo hijo de Severiano y Túrtura, nació en Cartagena a finales del siglo VI,
desconociéndose la fecha exacta de este acontecimiento; según sus hagiógrafos
muy pronto se traslado junto con su familia, a la hoy ciudad de Sevilla. Hombre
estudioso y gran orador, fue nombrado Obispo de Écija, cuando era rey el
visigodo Recaredo (586-601), que se había convertido al cristianismo por el
deseo del rey Leovigildo, su padre, y el
empeño de San Leandro, hermano de Fulgencio y Arzobispo de Sevilla.
Sucedió que cercana ya la muerte, Leovigildo se arrepintió de su conducta con el que debería haber sido heredero de la corona, Hermenegildo, al que ordenó ejecutar por ser cristiano, convirtiéndose éste así en el primer mártir visigodo, por lo que el rey compungido, pidió a su otro hijo Recaredo que se convirtiera al cristianismo, y éste así lo hizo.
Sucedió que cercana ya la muerte, Leovigildo se arrepintió de su conducta con el que debería haber sido heredero de la corona, Hermenegildo, al que ordenó ejecutar por ser cristiano, convirtiéndose éste así en el primer mártir visigodo, por lo que el rey compungido, pidió a su otro hijo Recaredo que se convirtiera al cristianismo, y éste así lo hizo.
La decisión tomada por el rey Recaredo se manifestó en una
asamblea de Obispos arrianos hacia el año 586, a los que se animó y se solicitó
la conversión al catolicismo; posteriormente en el III Concilio de Toledo se hizo solemne la
declaración de fe en Cristo y su Mensaje (589).
Durante el reinado de los visigodos tuvieron lugar un gran número de Concilios en España, siendo los más famosos e importantes los celebrados en Toledo, que desde la época de la conversión al catolicismo tenían el carácter de asambleas nacionales. Estos Concilios de Toledo eran convocados por los reyes y a ellos asistían sus consejeros y también los Obispo y eclesiásticos del momento, por lo que tuvieron autoridad moral y legislativa singular, para toda la nación.
San Fulgencio asistió al II Concilio
Hispalense (610) y tuvo parte activa en diversas misiones encargadas por el rey
católico Recaredo, que le tenía en gran consideración por sus cualidades intelectuales
y su gran humildad; fue considerado ya en su tiempo un hombre sabio y
caritativo. San Fulgencio es el Patrón de la diócesis de Cartagena (Murcia), y
desde el siglo XVI da nombre a los seminarios de las diócesis de Murcia y Plasencia;
se cree que murió en santidad hacia el
año 630.
San Isidoro (556-636), hermano
menor de <los cuatro santos>, dedicó toda su vida al estudio y a la
oración, consiguiendo tal nivel cultural y preparación científica y espiritual,
que cuando su hermano mayor, San Leandro murió, quedando vacante el Arzobispado
de Sevilla, fue reclamado por la Iglesia para sucederle. Entre los méritos de
este gran santo evangelizador hay que citar la fundación de una escuela ilustre
y famosa por haber sido la cuna intelectual de muchos hombres santos y sabios,
como San Ildefonso (Arzobispo de Toledo), o San Braulio (Arzobispo de
Zaragoza).
San Isidoro presidió el segundo sínodo provincial de la Bética en Sevilla (618 o 619), durante el reinado del visigodo Sisebuto (612-621), donde se acabó por establecer totalmente la naturaleza de Cristo, rebatiendo las falsas doctrinas propagadas por el arrianismo. Su obra principal es <Las Etimologías>, en la que trata magistralmente de todo lo que se sabía hasta entonces, una obra de la que se sirvieron todas las ciencias de la Edad Media. Con razón el Papa San Gregorio Magno le denominó el <Salomón de su tiempo>. Se puede considerar el personaje más sobresaliente de la cultura de la época, dentro y fuera de España.
San Isidoro presidió el segundo sínodo provincial de la Bética en Sevilla (618 o 619), durante el reinado del visigodo Sisebuto (612-621), donde se acabó por establecer totalmente la naturaleza de Cristo, rebatiendo las falsas doctrinas propagadas por el arrianismo. Su obra principal es <Las Etimologías>, en la que trata magistralmente de todo lo que se sabía hasta entonces, una obra de la que se sirvieron todas las ciencias de la Edad Media. Con razón el Papa San Gregorio Magno le denominó el <Salomón de su tiempo>. Se puede considerar el personaje más sobresaliente de la cultura de la época, dentro y fuera de España.
San Isidoro presidió el IV
Concilio de Toledo (633), en el cual se estableció la necesidad de que todos
los Obispos crearan seminarios y escuelas catedralicias para la formación de
los futuros testigos de Cristo, a los
que se debería dar una preparación intelectual adecuada para llevar a cabo la
gran misión de la evangelización de los pueblos.
Santa Florentina, al igual que
sus tres hermanos, Leandro, Fulgencio e Isidoro, era natural de Cartagena. Sus
hagiógrafos aseguran que desde que salió a la luz, se vieron en ella señales
inequívocas de su futura santidad; por otra parte, poseedora de las mismas
cualidades intelectuales de sus hermanos, era como éstos, muy humilde y
bondadosa.
Durante su niñez y juventud estuvo al cuidado de su hermano más pequeño, Isidoro, al que protegía como una madre, y atendía a las enseñanzas de su hermano mayor, Leandro, que fue su maestro en las oraciones y vida espiritual. Estudió al lado de sus hermanos el latín y otras ciencias, por lo que se la puede considerar una intelectual de su época. Muy pronto comprendió que su verdadera vocación era la vida religiosa, profesando en un convento de benedictinas probablemente en la ciudad de Écija del que con el tiempo llegó a ser Superiora.
Por su ejemplo y virtudes, acudieron muchas jóvenes nobles a su convento para seguir la vida religiosa, y más tarde con el apoyo de sus santos hermanos, pudo fundar un gran número de monasterios en los que convivían las religiosas dando ejemplo de oración y santidad. Murió en el Monasterio de Nuestra Señora del Valle de la ciudad de Écija y sus reliquias, junto con las de San Fulgencio, se encuentran en la Iglesia del pueblo de Berzocana, en el Obispado de Plasencia.
A la muerte del Arzobispo de Toledo fue nombrado su sucesor en el año 657 y desde allí evangelizó a los pueblos, llegando a ser considerado la alegría y el honor de todos los que le conocieron. Luchó denodadamente contra la herejía del arrianismo aún muy extendida entre los hombres en su época; herejía que según nuestro Papa Benedicto XVI, de alguna forma está tomando carta de naturaleza, de nuevo, en nuestros días.
Dice Joseph Ratzinger (Benedicto
XVI), en su libro <Un Canto Nuevo
para el Señor>. (Ed. Sígueme. Salamanca 2011), en este sentido: “Cuando hablamos hoy del saber,
como liberación de la esclavitud que es la ignorancia, no solemos pensar en Dios, sino en el <saber dominar>, en el arte de manejar
las cosas y tratar a los seres humanos. Dios queda fuera de juego, parece
irrelevante en el tema de aprender a vivir. Primero hay que saber afirmarse a
sí mismo; una vez asegurado esto, podemos dar margen a la especulación.
En este recorte del conocimiento estriba no solo el problema de nuestra idea moderna de la verdad y la libertad, sino el problema de nuestro tiempo en general. Porque se da por supuesto que para orientar las cosas humanas y configurar nuestra vida es indiferente que exista o no exista Dios. Dios parece estar fuera de los contextos funcionales de nuestra vida y nuestra sociedad; es el célebre <deus otiosus> de la historia de las religiones.
Pero un Dios que sea irrelevante para la existencia humana no es Dios, puesto que es impotente e irreal. Si el mundo no viene de un Dios ni es regido por él hasta lo mínimo, significa que no viene de la libertad y que, por eso, la libertad tampoco es una posibilidad en él; el mundo es entonces una serie de mecanismos ciegos, y toda libertad en él es apariencia.
En este sentido nos encontramos de nuevo con que la libertad y la verdad son inseparables. Si nada podemos saber de Dios ni Dios quiere saber nada de nosotros, no somos libres en una creación abierta a la libertad, sino elementos de un sistema de fatalidades donde, incomprensiblemente, el ansia de libertad no quiere extinguirse. La cuestión de Dios es a la vez solidariamente la cuestión de la verdad y de la libertad.
Seguro que San Idelfonso tenía las ideas muy claras al respecto, y no como aquellos hombres que quieren apartar de su cabeza la idea de la existencia de Dios, y de hecho la han apartado considerando que la vida ordinaria no tiene que mezclarse con las ideas religiosas de los individuos. Por eso conviene tener en cuenta las palabras de nuestro actual Papa (Ibid):
“Hoy no podemos concebir ya que
el tema de Dios sea algo real en grado sumo, ésta es la verdadera clave de
nuestro males más profundos. Esto indica la gravedad de la enfermedad de
nuestra civilización. En realidad no habrá curación si Dios no vuelve a ser
reconocido como el eje de toda nuestra existencia. Sólo unida a Dios, la vida
humana se hace verdaderamente vida; sin él, queda debajo de su propio umbral y
se destruye así misma”
Entre las obras más conocidas de
este santo recordaremos la dedicada a la Virgen: <De virginitate anctae Mariae contra tres infedeles>, obra traducida
por el Arcipreste de Talavera y que constituye el punto de partida de la
teología Mariana en España. Merece destacar de su obra la claridad con la que
afirma su fe en el parto virginal:
“No quiero que alegues que la
pureza de nuestra Virgen ha sido corrompida en el parto…no quiero que rompas su
virginidad por la salida del que nace, no quiero que la Virgen la prives del Título
de madre, no quiero que a la madre la prives de la plenitud de la gloria
virginal”
Otra obra muy interesante del
santo es la titulada <De progressu spiritualis desert>, donde asegura que
tras el bautismo, simbolizado por el paso de los israelitas a través del mar
Rojo en su camino hacia la tierra prometida, el alma se encamina hacia la
santidad gracias a la lectura de los Evangelios, que él asemeja al paso de los
judíos a través del desierto cuando dirigidos por Moisés caminaban hacia el
destino que el Señor les había preparado. Murió el santo en la segunda mitad
del siglo VII, sus restos son custodiados en la actualidad en la Real Cofradía
de Caballeros Cubicularios de Zaragoza y sus palabras deberían seguir resonando
en los oídos de todos los católicos, porque la Virgen María es la Reina de la
evangelización, ella es el ejemplo a seguir en el camino de la fe:
“La Virgen María, Madre e imagen
perfecta de la Iglesia, desde los comienzos del Nuevo Testamento es proclamada
bienaventurada, debido a su adhesión de fe inmediata y sin vacilaciones a la
Palabra de Dios (Lc 1, 38-45), que conservaba y meditaba permanentemente en su
corazón (Lc 2, 19, 51).
Ella se ha convertido así en el modelo y apoyo para
todo el pueblo de Dios, confiado a su cuidado maternal. Le muestra el camino de
la acogida y del servicio a la Palabra y, al mismo tiempo, el fin último que
jamás debe perder de vista: el anuncio a todos los hombres y la realización de
la salvación traída al mundo por su hijo Jesucristo (El elogio de la
conciencia. La verdad interroga al corazón Benedicto XVI, Ed. Palabra 2009)”