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lunes, 16 de diciembre de 2013

JESÚS DIJO: TÚ ERES PEDRO Y SOBRE ESTA PIEDRA EDIFICARÉ MI IGLESIA


"Bienaventurado eres, Simón Bar-Joná, pues no es la carne y la sangre quien te lo reveló, sino mi Padre, que está en los cielos / Y yo a mi vez te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del infierno no prevalecerán contra ella / Te daré las llaves del reino de los cielos, y cuanto atares sobre la tierra, quedará atado en los cielos; y cuanto desatares sobre la tierra, quedará desatado en los cielos"

 
Los evangelistas narran que por entonces Jesús había llegado a la región de Cesarea de Filipo y considerando que sus discípulos estaban ya preparados para aceptar la <profesión de fe apostólica> y la institución del Primado de su Iglesia, realizó la siguiente pregunta (MT 16, 13):

 
 
 
<¿QUIÉN  DICEN LOS HOMBRES QUE ES EL HIJO DEL HOMBRE?> : En este punto es interesante mencionar que el Papa Benedicto XVI realizó un completo análisis sobre la figura del Vicario de Cristo, durante una conferencia dada por él cuando aún era el Cardenal Joseph Ratzinger, en la que entre otras cosas expuso su opinión respecto a este momento crucial para  la humanidad  (“Mi cristiandad. Discursos fundamentales. Ed. Planeta 2012):


“El nosotros de la Iglesia comienza con aquel que primero expuso, con su nombre y de forma personal, el Credo del Señor: <Tú eres el Cristo, el hijo de Dios vivo> (Mt 16, 16).
Curiosamente, existe modernamente la costumbre de calcular el Primado de Pedro a partir de Mateo (16, 17), mientras que desde el punto de vista de la antigua Iglesia, el versículo decisivo para comprender el conjunto (Mt 16, 13-20), es el versículo (16, 16) a partir del cual Pedro pasa a  ser la piedra de la Iglesia como portador del Credo,  de su fe en Dios, fe que, concretamente, es también fe en Cristo, en su condición de Hijo y, por lo mismo, fe en el Padre, y en la Santísima Trinidad, una fe que solo puede trasmitir el Espíritu de Dios.
A los ojos de la antigua Iglesia, los versículos (16,17-19), aparecen únicamente como una interpretación del versículo (16, 16): decir el Credo no es nunca obra propia del hombre y, por tanto, el que en obediencia de ese Credo, dice lo que no puede decir por sí mismo, puede también hacer lo que no podría hacer por sí mismo, al igual que convertirse en lo que jamás podría convertirse por sí mismo. Así pues, el Credo sólo existe como una confesión de responsabilidad personal y está ligada a la persona…

En definitiva, podemos decir, que la unidad de los cristianos en el <nosotros>, creada por Dios en Cristo a través del Espíritu Santo, y bajo el nombre de Jesucristo, a partir de su testimonio acreditado con su Muerte y con su Resurrección, mantiene su cohesión, por otra parte, gracias a quienes asumen la responsabilidad personal de la unidad, y se pone de manifiesto, de un modo personalizado, en la figura de Pedro”

 
 
 
Por otra parte, Pedro, al reconocer que Jesús es Cristo (el Mesías), está manifestando a su vez que Éste cumple todas las profecías mesiánicas de las Antiguas Escrituras, y con su confesión de la divina filiación de Cristo (el Hijo de Dios vivo) reconoce, así mismo, iluminado por la revelación del Padre celestial, que Jesús no es solo hombre, sino que es Dios mismo.

Es interesante, por otra parte, comprobar cómo en el Evangelio de San Mateo, Jesús se dirige a Pedro, entre todos sus Apóstoles, concediéndole las llaves del Reino de los cielos y revistiéndole de gracia de manera que <cuanto atare sobre la tierra, quedará atado en el cielo y viceversa>.

Con tres metáforas, Jesús, expresa lo que Pedro será y representará en su Iglesia:
"La que se refiere a la <piedra fundamental>, la que habla de las <llaves> y la que autoriza al Apóstol a <atar y desatar>"
Como se sabe, la <piedra fundamental> es, según la arquitectura, la que da máxima estabilidad a un edificio, que en este caso concreto, sería la Iglesia fundada por Cristo. Por su parte, la metáfora de las <llaves> indica que el Señor concede a Pedro y también a sus sucesores, la potestad soberana, y por último, con la metáfora de <atar y desatar> le está otorgando a Pedro y a todos sus Vicarios a lo largo de los siglos, la autoridad suprema en los conflictos doctrinales y morales de su Iglesia.

A este respecto podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica (CIC 881-882):

-El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente a él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella, lo instituyó Pastor de todo su rebaño…

-El Papa, Obispo de Roma y sucesor de Pedro, < es el principio y fundamento perpetuo y visible de la unidad, tanto de los Obispos, como de la muchedumbre de los fieles>. <El Pontífice Romano, en efecto, tiene en la Iglesia, en su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad>.

Ciertamente como enseña el Catecismo de la Iglesia Católica, el Vicario de Cristo, tiene autoridad para decidir con carácter vinculante en las cuestiones esenciales de la fe, esto es, hay una última instancia que decide, que es el Papa, el sucesor de Pedro, y los fieles podemos y debemos tener la certeza, de que la herencia de nuestro Señor Jesucristo siempre será interpretada correctamente por la Cabeza de la Iglesia. Estamos aludiendo con esta reflexión al dogma de la <infalibilidad del Papa>, sobre el Mensaje de Cristo, tema que a lo largo de la historia de la Iglesia ha sido analizado y discutido hasta la saciedad, con mayor o menor éxito en los razonamientos utilizados.
Son muchas las preguntas que suelen hacer los estudiosos interesados sobre este tema; pueden servir de ejemplo las realizadas por el periodista Peter Sewald al Papa Benedicto XVI, cuando éste aún era el Cardenal Joseph Ratzinger. Entre otras cuestiones, el periodista le interpelaba respecto al dogma de la <infalibilidad del Papa>, en estos términos:
¿Qué dice el dogma exactamente? ¿Se puede decir de él correctamente, que todo lo que el Papa dice es, automáticamente, santo y verdadero?

 
 
 
 
La respuesta del que sería Papa, es contundente y clara al respecto (<La sal de la tierra. Quien es y cómo piensa Benedicto XVI. Libros Palabra. Undécima edición 2009): “Al formular la pregunta, se ha formulado también el error. Ese dogma no significa que todo lo que diga el Papa es infalible. Significa exactamente, que en el cristianismo, en la fe católica en todo caso, hay una última instancia que decide. Significa que el Papa tiene autoridad para decidir con carácter vinculante, en cuestiones esenciales.

La Iglesia Ortodoxa también sabe que las decisiones del Concilio son infalibles, en el sentido de que ahí también hay certeza de que se trata de la herencia de Cristo correctamente interpretada, esto pertenece a nuestra fe común. No necesitamos rebuscar y atisbar en la Santa Biblia cada cosa nueva, porque la Iglesia tiene esta facultad de darnos una certeza común. Lo que nos diferencia de los ortodoxos, es que el cristianismo romano, además del Concilio Ecuménico, disfruta de otra instancia suprema para cerciorarse, que es el sucesor de Pedro, que nos da la garantía de la certeza. El Papa lógicamente, también está sujeto a ciertas condiciones <que a él le obligan en grado sumo> para garantizar que no se trata de una decisión suya, de su conciencia subjetiva, sino que se  ha tomado conforme a la conciencia de la Tradición”   


En este mismo sentido sigue el por entonces Cardenal Ratzinger hablando durante esta entrevista periodística sobre el espinoso tema del dogma de la <infalibilidad> del Sumo Pontífice, recordándonos, como llegar a un acuerdo con todas las comunidades cristianas ha tenido siempre graves dificultades de entendimiento en este punto concreto de la doctrina católica, y un rechazo absoluto fuera de ellas (Ibid):

“El Concilio de Nicea I (325) hablaba de tres Sedes Primadas en la Iglesia: Roma, Antioquia y Alejandría. Eran las instancias donde cerciorarse de la verdad, las tres dependientes de la tradición de Pedro. Roma y Antioquia eran Sedes de los Obispos sucesores de San Pedro, mientras que Alejandría había sido Sede del evangelista San Marcos, también de tradición petrina, y por tanto, admitida en aquel trío.

Los Obispos de Roma fueron muy pronto conscientes de su tradición petrina, y de que, junto aquella responsabilidad, habían recibido la <Promesa de ayuda> para responder a ella. En la crisis del arrianismo, esto se hizo evidente, al ser Roma la única instancia que pudo hacer frente al Emperador. El Obispo de Roma, que naturalmente debe oír a toda la Iglesia en su conjunto y no crear una nueva fe, tiene una función que está en la línea de la <Promesa petrina>. Todo esto se ha formulado conceptualmente de manera definitiva en el año 1870 (Concilio Vaticano I)”

 
 
 
 
A pesar de todo lo establecido durante el Concilio Vaticano I (1869-1870), convocado por el Beato Papa Pio IX (1792-1878)  que tuvo lugar en Roma, tras diversos incidentes, durante mucho tiempo se siguió cuestionando en alguno ámbitos  el dogma de fe sobre la <infalibilidad del Papa>. En este sentido, es interesante recordar las preguntas realizadas por el periodista Vittorio Messori al Papa Juan Pablo II.
 
El Papa Juan Pablo II frente a las cuestiones formuladas por el periodista, no se sintió ofendido, antes al contrario, le manifestó en seguida que las mismas estaban impregnadas por un lado, de una fe viva, y por otro, por una cierta inquietud, recordándole además la exhortación que al comenzar su ministerio, en la Sede de Pedro, había hecho al pueblo de Dios. El dijo: ¡No tengáis miedo!


La respuesta del Pontífice, es larga, como corresponde a la característica forma de ser del gran filósofo que fue este Vicario de Cristo, y está llena de un profundo conocimiento del Mensaje del Señor, e inspirada por el mismo Espíritu Santo.
Recordaremos, por tanto, tan solo algunos aspectos de la misma, que nos han parecido, más sencillos para entender el sentido que el Papa quiso darle a sus palabras (Cruzando el umbral de la esperanza. Licencia editorial para el Círculo de Lectores por cortesía  de Plaza & Janés Editores, S. A.; 1994):
“¡No tengáis miedo! Cristo dirigió  muchas veces esta invitación a los hombres con los que se encontraba…Estas palabras pronunciadas por Cristo, las repite la Iglesia. Y por la Iglesia las repite el Papa también…

¿De que no debemos tener miedo? No debemos temer a la verdad de nosotros mismos. Pedro tuvo conciencia de ella un día, con especial viveza, y dijo a Jesús: < ¡Apártate de mí, Señor, que soy hombre pecador!> (Lc 5,8)

Cristo le respondió: <No temas, desde ahora serás pescador de hombres> (Lc 5, 10)…

Por tanto, no hay que tener miedo cuando la gente te llama Vicario de Cristo, cuando te dicen Santo Padre o Santidad u otras expresiones semejantes, que parecen contrarias al Evangelio, porque el mismo Cristo afirmó <no llaméis a nadie Padre porque uno sólo es vuestro Padre, el del cielo>, y <tampoco os dejéis llamar maestro, porque sólo uno es vuestro Maestro, Cristo> (Mt 23, 9-10). Pero estas expresiones surgieron al comienzo de una  larga tradición, entraron en el lenguaje común y tampoco hay que tenerles miedo…

En la Iglesia se edifica sobre la roca que es Cristo-Pedro, los Apóstoles y sus sucesores son testigos de Dios Crucificado y Resucitado en Cristo. De este modo son testigos de la vida que es más fuerte que la muerte. Son testigos del Dios que da la vida, porque es Amor (I Jn 4,8). Son testigos porque han visto, oído y tocado con las manos, con los ojos y los oídos de Pedro, de Juan y de tantos otros.

Pero Cristo dijo a Tomás: <Bienaventurados los que, aún sin haber visto, creerán> (Jn 20, 29).

 
 
Usted, justamente, afirma que el Papa es un misterio. Usted afirma, con razón, que él es signo de contradicción, que él es provocación. El anciano Simeón dijo del propio Cristo que sería <signo de contradicción> (Lc 2, 34).

Usted además sostiene, que frente a una verdad así, o sea frente al Papa, hay que elegir; y para muchos esa elección no es fácil. Pero ¿acaso fue fácil para el mismo Pedro? ¿Lo ha sido para cualquiera de sus sucesores? ¿Es fácil para el Papa actual?

Elegir comporta una iniciativa del hombre. Sin embargo, Cristo dice: <No te lo han revelado ni la carne ni la sangre, sino mi Padre> (Mt 16, 17). Esta elección no es solo una iniciativa del hombre, es también una acción de Dios, que obra en el hombre, que revela. Y en virtud de esa acción de Dios, el hombre puede repetir: <Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo> (Mt 16, 16) y después puede recitar el Credo, que es profundamente armónico a la profunda lógica de la Revelación.

El hombre también puede aplicarse asimismo y a otros las consecuencias que se derivan de la lógica de la fe, penetrado del esplendor de la verdad; puede hacer todo esto, a pesar de que a causa de ello, se convertirá en signo de contradicción…
Y a propósito de los nombres añado: el Papa se llama también, Vicario de Cristo. Ese título debe ser visto dentro del contexto total del Evangelio…Desde esta perspectiva, la expresión Vicario de Cristo, cobra su verdadero significado. Más que una dignidad, se refiere a un servicio: pretende señalar las tareas del Papa en la Iglesia, su ministerio petrino, que tiene como fin el bien de la Iglesia y de los fieles. Lo entendió  perfectamente San Gregorio Magno, quién, de entre todos los títulos relativos a la función del Obispo de Roma, prefería, el de <Servus servorum Dei> (Siervo de los siervos de Dios>”

Después de la magnífica respuesta del Papa Juan Pablo II recordaremos, de nuevo,  el hecho de que el Beato Papa Pio IX  en el siglo XIX convocó el Concilio Vaticano I, en el cual se tuvo el acierto de proclamar el dogma de fe sobre la <infalibilidad del Papa>. Concretamente en su <Constitución Dogmática> (Cuarta sesión. Vaticano I. Capítulo 1), podemos leer <Canon>:
“…si alguien dijere que el bienaventurado Apóstol Pedro no fue constituido por Cristo el Señor, como príncipe de todos los Apóstoles y Cabeza visible de toda la Iglesia militante; o que era éste sólo un primado de honor y no uno de verdadera y propia jurisdicción, que recibió directa e inmediatamente de nuestro Señor Jesucristo mismo: sea anatema”

De igual forma, y con gran rigor, se nos dice en el Capítulo 4, sobre la infalibilidad del Romano Pontífice:
“El Romano Pontífice, cuando habla <ex Cathedra>, esto es, cuando en el ejercicio de su oficio de Pastor y Maestro de todos los cristianos, en virtud de su suprema autoridad apostólica, define una doctrina de fe o costumbre, como que debe ser sostenida por toda la Iglesia, posee, por la asistencia divina que le fue prometida en el bienaventurado Pedro, aquella infalibilidad de la que el divino Redentor quiso que gozara su Iglesia en la  doctrina de fe y costumbres. Por esto, dichas definiciones del Romano Pontífice son en sí mismas, y no por consentimiento de la Iglesia, irreformables.

Canon: De esta manera si alguno, no lo permita Dios, tiene la temeridad de contradecir ésta nuestra definición: sea anatema”

 
 
 
Los Papas de todos los tiempos entendieron así el sentido de su Pontificado, este fue el caso concreto del Papa Pio XII (1876-1958) el cual en su Carta Encíclica <Summi Pontificatu>, dada en Castel Gandolfo , el 20 de octubre de de 1939, primero de su Pontificado, y a punto ya de estallar la segunda Guerra Mundial, se expresaba en los términos siguientes: 

“Hoy, recordando el sin número de testimonios de estrecha adhesión filial a la Iglesia y al Vicario de Cristo, que libremente y espontáneamente, llegaron a Nos con motivo de nuestra elección y coronación, no podemos dejar de daros a vosotros, Venerables hermanos, y a todos cuantos pertenecen a la familia católica, las gracias más conmovidas por los testimonios de amor reverente y de inquebrantable fidelidad al Papado, enviados de todas partes al Pontífice, en el que se reconocía la misión providencial del Sumo Sacerdote y del Pastor Supremo. Porque estas manifestaciones no estaban dirigidas a mi humilde persona, sino únicamente al alto y grave oficio a cuyo cumplimiento el Señor nos llamaba. Y si ya entonces experimentábamos la extraordinaria gravedad de carga recibida, que nos había impuesto la suma potestad que nos confería la Providencia divina, sin embargo, sentíamos el gran consuelo de ver aquella grandiosa y palpable demostración de la indivisibilidad de la Iglesia católica, que levantada como muralla y baluarte, con tanta mayor firmeza y energía se une a la roca invicta de Pedro, cuando mayor aparece la jactancia de los enemigos de Cristo”

 Sí, solo tenemos que repasar la historia de la humanidad, después de la venida de Jesucristo, para darnos cuenta de que las palabras del Papa Pio XII encerraban una gran verdad, porque es cierto que en los mayores momentos de crisis de la humanidad el Vicario de Cristo ha jugado un papel trascendental y la Iglesia católica siempre ha apoyado a sus Papas.
Por eso los Papas han reconocido el papel primordial del Pontificado y así años después de este sentido mensaje del Papa que sufrió las consecuencias de la guerra más terrible que haya azotado a este planeta, otro Papa daba muestras también de haber comprendido exactamente el enorme papel que el Vicario de Cristo juega en su Iglesia y también fuera de ella.


 
 
Nos referimos al Papa Pablo VI (1963-1978), el cual durante la Homilía que pronunciara en el XV aniversario de su coronación como Pontífice, coincidiendo también con la solemnidad de la fiesta dedicada a los Apóstoles, San Pedro y San Pablo, se expresaba en los términos siguientes, estando ya muy próxima su partida de este mundo (Jueves 29 de Junio de 1978):

“Nuestro ministerio es el mismo de Pedro, al que Cristo confió el mandato de confirmar a los hermanos (Lc 22, 32): es la misión de servir a la verdad de fe y ofrecer esta verdad a cuantos la buscan, según una expresión magnifica de San Pedro Crisólogo (400-450; Doctor de la Iglesia)): <Bectus Petrus, qui in propria sede et vivit et praesidet, praestat quarentibus fidei veritatem> (Ep. Ad Eutichem, inter Ep. S. Leonis magni, XXV. 2; 54, 743-4).

En efecto, <la fe es más preciosa que  el oro> (I Pe 1.7), dice San Pedro; no basta recibirla, sino que hay que conservarla, incluso en medio de las dificultades (<pas ignem, probatur>, ib).
Los Apóstoles fueron predicadores de la fe, incluso en la persecución, sellando su testimonio con la muerte, a imitación de su Maestro y Señor quien, según la hermosa fórmula de San Pablo, <hizo la buena confesión en presencia de Poncio Pilatos> (I Tim 6, 13).

Ahora bien, la fe no es el resultado de la especulación humana (II Pe 1, 16), sino el <depósito> recibido de los Apóstoles, quienes a su vez lo recibieron de Cristo al que ellos <han visto, contemplado y escuchado> (I Jn 1, 1-3). Esta es la fe de la Iglesia, la fe apostólica.
 
 

 


La función de Pedro se perpetúa en sus sucesores; tanto es así que los Obispos del Concilio de Calcedonia pudieron decir, después de haber escuchado la carta que les envió el Papa León: <Pedro ha hablado por boca de León>.
El núcleo de esta fe es Jesucristo, verdadero Dios, y verdadero hombre; Cristo a quien Pedro confesó con estas palabras: <Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo> (Mt 16, 16)”

 
Se refiere el Papa Pablo VI en su Homilía al Vicario de Cristo León I el Grande, durante cuyo Pontificado se celebró el Concilio Ecuménico de Calcedonia (451), en el que se ratificó la condena de las herejías nestorianas y monofisitas. Este gran Pontífice del siglo V, consideraba que <ser Papa es un servicio que engrandece al que lo ejerce> y desde luego él,  lo demostró con sus acciones a favor de la Iglesia, defendiéndola con riesgo de su propia vida al salir al encuentro del rey de la tribu salvaje de los hunos, el tristemente célebre Atila, terror de los pueblos, que no dejaba piedra sobre piedra por allí donde pasaba. El Papa León fue a su encuentro, cuando pretendía entrar en Roma y por su acción el Señor permitió el milagro de detener la invasión, impidiendo el masacre terrible que se avecinaba sobre la ciudad Santa.

Dos años más tarde este gran Papa tuvo de nuevo que proteger la ciudad, esta vez, del ataque por mar del rey de los vándalos y alanos, Genserico, evitando sí no el saqueo, al menos su total destrucción. No es de extrañar por ello que los creyentes de todos los tiempos les estemos agradecidos a él y a todos los Papas que como por ejemplo, Pablo VI, defendieron, en él pasado, a la Iglesia católica de sus más terribles enemigos.
 
 
Entre los Papas que quisieron llevar el apelativo de León, tenemos que destacar a León XIII (1878-1903), el cual fue así mismo, un ejemplo extraordinario para la Iglesia por su incansable labor evangelizadora desarrollada durante todo su Pontificado.


Este Papa fue el brillante autor de la célebre Carta Encíclica <Rerum novarum>, que tantos beneficios ha suministrado a la humanidad, y que ha constituido un hito en la lucha por los derechos sociales de los trabajadores y del mundo obrero en general. Escribió además otras muchas cartas Encíclicas entre la que cabe destacar también la que lleva por título <Divinum Illud Hunus>. En esta carta el Papa León XIII nos habla de la <presencia y virtud admirable del Espíritu Santo> (Dada en Roma el 9 de mayo de 1897):
“Y Nos, que constantemente hemos procurado, con auxilio de Cristo Salvador, Príncipe de los Pastores, y Obispo de nuestras almas, imitar su ejemplo, hemos continuado religiosamente su misma misión, encomendada a los Apóstoles, principalmente a Pedro…

Guiados por esa intención, en todos los actos de nuestro Pontificado, a dos cosas principalmente hemos atendido y sin cesar atendemos. Primero, a restaurar la vida cristiana, así en la sociedad pública, como en la familiar tanto en sus gobernantes, como en los pueblos; porque sólo de Cristo puede derivarse la vida para todos. Segundo, a fomentar la reconciliación con la Iglesia de los que, o en la fe o por la obediencia, están separados de ella; pues la verdadera voluntad del mismo Cristo es que haya un solo rebaño, bajo un solo Pastor. Y ahora, cuando nos sentimos cerca ya del fin de nuestra mortal carrera, place consagrar toda nuestra obra, cualquiera que haya sido, al Espíritu Santo, que es vida y amor, para que la fecunde y la madure…”

Bellas palabras del Papa León XIII, el cual había  recogido la antorcha del Magisterio Petrino a la muerte  de otro gran Pontífice, Pio IX  (1792-1878), un hombre extremadamente piadoso y humilde, que se preocupó también desde el principio de su Pontificado, de la comunidad más pobre, abriendo casas para recoger a los huérfanos y asistiendo en sus necesidades a los presos. Su Papado estuvo envuelto en luchas y revoluciones de los hombres y el propio Vaticano llegó a ser asediado por los enemigos de Cristo, siendo necesario el traslado de la Sede a Nápoles. Más tarde un ejército franco-español repuso al Papa en su Sede de Roma, donde siguió trabajando sin tregua por la Iglesia.

 
 
Proclamó el dogma de la Inmaculada Concepción de la Virgen María, coincidiendo este acontecimiento con la aparición de la Virgen a la joven Bernadette de Souvirous. A él se debe asimismo la convocatoria del Concilio Vaticano I, que antes hemos recordado, donde se trataron, temas tan importantes como  la <infalibilidad del Papa>.


Entre las Cartas Encíclicas escritas por este Pontífice cabe destacar la titulada <Quanta cura> en la que analizaba las teorías erróneas de su época sobre materia de fe y buenas costumbres y en la que defendía valientemente y de forma certera el Ministerio Papal (<Quanta cura>. Dada en Roma el 8 de diciembre de 1864. Décimo de su Papado):

“Con cuanto cuidado y pastoral vigilancia cumplieron en todo tiempo los Romanos Pontífices, Nuestros Predecesores, la misión a ellos confiada por el mismo Cristo Nuestro Señor, en la persona de San Pedro, Príncipe de los Apóstoles, con el encargo de <apacentar las ovejas y corderos, ya nutriendo a toda la grey del Señor con las enseñanzas de la fe, ya imbuyéndola con sanas doctrinas y apartándolas de los pastos envenenados>…. Porque, en verdad, Nuestros Predecesores, defensores y vindicadores de la sagrada religión católica, de la verdad y de la justicia, llenos de solicitud por el bien de las almas en modo extraordinario, nada cuidaron tanto como descubrir y condenar con sus Cartas y Constituciones, llenas de sabiduría, todas las herejías y errores que, contrarios a nuestra fe divina, a la Doctrina de la Iglesia Católica, a la honestidad de las buenas costumbres y a la eterna salvación de los hombres, levantaron con frecuencia graves tormentas, y trajeron lamentables ruinas así sobre la Iglesia como sobre la misma sociedad civil.
 
 
 
 


Palabras de un Papa del siglo XIX que nos parecen casi reflejar una pintura de los hechos que todos los días acontecen en este nuevo siglo XXI. Sólo han pasado a penas dos siglos y los problemas denunciados por este valeroso Vicario de Cristo siguen acuciando si cabe con mayor rigor a la sociedad, y lo que es peor, el fenómeno se está expandiendo por todos los Continentes de la Tierra, con furibunda maldad, como diría el Papa Pio IX.

Este Papa puede considerarse el último Pontífice que ocupó la silla de Pedro totalmente durante el siglo XIX, porque aunque su sucesor, León XIII, al que ya hemos recordado con anterioridad, comenzó su Papado a finales de este siglo, más concretamente en 1878, lo finalizó en los primero años del siglo XX, esto es en 1903.

Por tanto, con el Papa León XIII nos encontramos a un hombre llamado por Cristo a regir su Iglesia durante una época de transición  entre dos siglos, caracterizada por la desgraciada propagación de los ideales del llamado <modernismo> que a la postre tanto daño han hecho, y siguen haciendo entre las gentes de bien, dentro de la propia Iglesia y en la sociedad civil en general; sí, porque bajo nombres muy diversos se extendieron los errores provenientes de siglos anteriores y a estos se sumaron  otros no menos peligrosos, que han hecho del pasado siglo XX uno de los más aciagos, desde el punto de vista moral y espiritual, de toda la historia de la humanidad, en aras, y esto es lo peor, del desarrollo de la ciencia y de la técnica y con vistas, por supuesto, a una total liberación de prejuicios o miedos religiosos, según se ha querido hacer creer al pueblo llano, pero que realmente a nada bueno ha conducido…
Y como prueba de todo ello, tenemos el enorme número de hombres y mujeres que han dado la vida por Cristo y su Mensaje, durante  siglos...
 
 
 
 
Muchas fueron las Cartas Encíclicas escritas por León XIII, dirigidas a los Obispos, y a toda su grey, con la intención de prevenirles del peligro que se cernía sobre la humanidad, a causa del alejamiento de Dios y de su Hijo Unigénito. Más concretamente, en su Carta <Quod Apostolici Muneris>, dada en Roma en el año 1878, primera de su Pontificado elogiaba de esta forma a algunos de sus predecesores en el Primado de Pedro, admirando la labor evangelizadora por ellos realizada:

“Los Pastores de la Iglesia, a quienes compete el cargo de resguardar la grey del Señor de las asechanzas de los enemigos, procuraron conjurar a su tiempo el peligro y prever a la salud eterna de los fieles. Así que empezaron a formarse sociedades, en cuyo seno se fomentaban, ya entonces la semilla de muchos errores, los Romanos Pontífices Clemente XII (1730-1740) y Benedicto XIV (1740-1758), no omitieron el descubrir los impíos proyectos de las mismas y avisar a los fieles de todo el orbe la ruina que en la oscuridad se estaba preparando.

Pero después que aquellos que se gloriaban con el nombre de filósofos, atribuyeron al hombre cierta desenfrenada libertad, y se empezó a formar y sancionar <derechos nuevos>, como dicen, contra la ley natural y divina, el Papa Pio VI (1775-1799), mostró al punto la perversa índole y falsedad de aquellas doctrinas, en públicos documentos, y al mismo tiempo con una previsión apostólica, anunció la ruina a la que iba ser conducido el pueblo. Más, sin embargo de esto, no habiéndose precavido por ningún medio eficaz para que tan depravados dogmas, no se infiltraran de día en día, en las mentes de los pueblos, y para que no viniesen a ser máximas públicamente aceptadas de gobernación, Pio VII (1800-1823) y León XII (1823-1829), condenaron con anatemas las sociedades secretas y amonestaron otra vez a la sociedad del peligro que por ellas le amenazaba.
A todos, finalmente, es manifiesto con cuan graves palabras y cuanta firmeza y constancia de ánimo, nuestro glorioso predecesor Pio IX, ha combatido, contra los inicuos intentos de las mismas…”    

 
A la vista están los resultados obtenidos por teorías políticas y filosóficas que aseguraban llevar a la liberación de la humanidad y a acercarla cada vez más <a ser como dioses>, a no necesitar de la figura del Divino Creador en una vuelta al paganismo más absoluto, sin embargo esto no podía ser así, como es lógico, solo ha conducido por el contrario, a la esclavitud del sexo, de las drogas, del dinero, en definitiva a la codicia y a la idolatría de falsos dioses… Pero la lucha contra el mal sigue, ha seguido desde León XIII con todos los Papas del siglo XX y muy particularmente con Juan Pablo II y Benedicto XVI.


 
 
Ahora toda la grey de Cristo, tenemos nuestra esperanzas puestas, en el Papa Francisco y ahora más que nunca deben resonar en nuestros oídos las palabras de Jesús: < ¡No tengáis miedo!>. Palabras que recordaba el Papa Juan Pablo II nada más empezar la andadura de su Pontificado y que repitió muchas veces durante él (Cruzando el umbral de la esperanza…):

“Tienen necesidad de esas palabras los pueblos y las naciones del mundo entero. Es necesario que en su conciencia resuenen con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene las llaves de la muerte y de los infiernos; Alguien que es el Alfa y el Omega de la historia del hombre, sea la individual o la colectiva (Apocalipsis 1, 18; 22, 13). Y ese Alguien es Amor (I Juan 4, 8-16): Amor hecho hombre, Amor crucificado y resucitado, Amor continuamente presente entre los hombres. Es Amor Eucarístico. Es fuente incesante de comunión. Él es el único que puede dar plena garantía de las palabras < ¡No tengáis miedo! >”

 Sí, debemos poner todas nuestras esperanzas en ese Alguien que es el Alfa y el Omega, que es Amor, el mal no puede tener la última palabra, porque cuando ya creemos que nadie nos escucha, Dios todavía lo hace, por eso en palabras de Benedicto XVI (Los caminos de la vida interior. El itinerario espiritual del hombre. Ed. Crónica S.L. 2011):

“Quien ora no pierde nunca la esperanza, aún cuando se llegue a encontrar en situaciones difíciles o incluso humanamente desesperadas. Esto nos enseñan las Sagradas Escrituras y de esto da testimonio la Historia de la Iglesia”



La Iglesia y el Papa rezan, pues, por las personas a las que deben ser confiada de manera particular la misión recibida por Dios, rezan por las vocaciones, no solamente sacerdotales y religiosas, sino también por la muchas vocaciones a la santidad entre el pueblo de Dios, en medio del laicado…

La Iglesia reza por los que sufren…la oración por los que sufren y con los que sufren es una parte muy especial de este gran grito que la Iglesia y el Papa alza junto a Cristo. Es el grito por la victoria del bien incluso a través del mal, por medio del sufrimiento, por medio de toda culpa e injusticia humana. Finalmente, la Iglesia reza por los difuntos, y esta oración dice mucho sobre la realidad de la misma Iglesia. Dice la Iglesia está firme en la esperanza de la vida eterna”