San Pablo en su <Carta a los
Gálatas> y por extensión a los hombres bautizados de todos los siglos, desde la
venida del Mesías, no solo en agua, sino en Cristo, viene a comunicarles la
filiación divina, es decir, el hecho de que son hijos adoptivo de Dios, y como tal,
herederos de la promesa de salvación recibida por Abraham en el Antiguo
Testamento.
Ciertamente, como aseguraba el
Papa San Juan Pablo, la filiación divina del hombre es el fundamento de la paz
personal y social:
“La salvación que Dios mismo,
Padre, Hijo, y Espíritu Santo, ofrece a la humanidad en Jesucristo Redentor, es
una vida nueva, que es la medida y la característica de los hijos adoptivos de
Dios. Es la participación, mediante la gracia santificante, en la filiación
divina de Cristo, Hijo de Dios, hecho hombre por nosotros.
En efecto, el Hijo
de Dios, encarnándose en el seno de la Virgen María <se ha unido, en cierto
modo, con todo hombre> (Gaudium et Spes). Con la fuerza del Espíritu, que
nos ha comunicado el Señor, Muerto y Resucitado, después de su vuelta al Padre,
desea Jesús mismo extender a todos y a cada uno el don de esta filiación que es la gracia para nuestra naturaleza y el
fundamento de la paz personal y social” (Homilía pronunciada en el año 1986)
Ya hace muchos años que el Papa
San Juan Pablo II pronunciara esta magnífica homilía desde el parque dedicado
al político y fundador americano Simón Bolívar, en el Distrito Capital de
Colombia, durante su visita al pueblo colombiano y todavía los hombres de todo
el mundo seguimos anhelando la llegada de una paz real y generalizada en todo
el Planeta.
El hombre de hoy, realmente desea la paz personal y social, la
misma que desearon los hombres de siglos pasados y que nunca llegó a alcanzarse
en su totalidad. Prueba de ello son los constantes conflictos, armados o no,
que siempre han atribulado a Adán y a sus descendientes, desde que Dios los
creó.
Con estas palabras se expresaba
el Papa Francisco en la celebración de la <XLVII Jornada Mundial de la
paz>. Más concretamente el aseguraba que:
“El corazón de todo hombre y de
toda mujer alberga en su interior el deseo de una vida plena, de la que forma
parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunicación con
los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a
los que acoger y querer”
Estas jornadas fueron instituidas
por el ya Beato, Papa Pablo VI, el cual en el año 1968 se dirigía a todos los
hombres de buena voluntad para exhortarles a celebrarlas el primer día de cada
año civil, con el deseo de que sirvieran para mantener la paz en beneficio de
la humanidad y advertía que:
“La paz no puede estar basada
sobre una falsa retórica de palabras, bien recibidas porque responden a las
profundas y genuinas aspiraciones de los hombres, pero que pueden también
servir y han servido a veces, por desgracia, para esconder el vacío del
verdadero espíritu y de reales intenciones de paz, si no directamente para
cubrir sentimientos y acciones de prepotencia o intereses de parte.
Ni se puede
hablar legítimamente de paz, donde no se reconocen y no se respetan los sólidos fundamentos de
la paz: la sinceridad, es decir, la justicia y el amor en las relaciones entre
los Estados y, en el ámbito de cada una de las Naciones, de los ciudadanos
entre sí y con sus gobernantes; la libertad de los individuos y de los pueblos,
en todas sus expresiones, cívicas, culturales,
morales, o religiosas…” (Mensaje de su santidad Pablo VI para la
celebración del <Día de la Paz>. El Vaticano, 8 de diciembre de 1967)
Ciertamente para la Iglesia
católica los conflictos entre los hombres han sido constantemente una gran
preocupación y lo ha manifestado a través de sus autoridades, en particular por
medio de sus Vicarios de Cristo, los cuales siempre trataron de evitar las
confrontaciones entre los miembros de su grey, pero también fuera de la Iglesia
católica.
Recordaremos ahora el gran ejemplo dado por el
Papa Pio XI (1922-1939), uno de los Pontífices más denostado por la fuerzas del
mal y cuyo lema Papal fue <la Paz de Cristo en el Reino de Cristo>.
Precisamente en su primera Carta Encíclica <Ubi arcano>, dada en Roma el
23 de diciembre de 1922, denunciaba la falta de <paz internacional>, de
<paz social y política>, de <paz domestica>, y en definitiva de la
<paz del individuo>.
Refiriéndose a las dos primeras
se expresaba en dicha misiva en los siguientes términos:
“Los Estados, sin excepción,
experimentan los tristes efectos de la pasadas guerras, peores ciertamente los
vencidos, y no pequeños, los mismos que no tomaron parte alguna en las mismas.
Y dichos males van cada día agrandándose más, por irse retardando el remedio;
tanto más, que las diversas propuestas y las repetidas tentativas de los
hombres de estado para remediar tan tristes condiciones de las cosas, han sido
inútiles, si ya no es que las han empeorado.
Por todo lo cual, creciendo cada día
el temor de nuevas guerras, y más espantosas, todos los Estados se ven casi en
la necesidad de vivir preparados para la guerra, y por eso quedan exhaustos los
erarios, pierde el vigor la raza y padecen gran menoscabo los estudios y la
vida religiosa y moral de los pueblos.
Y lo que es más deplorable, a las
externas enemistades de los pueblos se juntan las discordias intestinas que
ponen en peligro no sólo los ordenamientos sociales, sino la misma trabazón de
la sociedad”
Son las palabras de un Pontífice
preocupado por el futuro y el presente de la sociedad en la que le tocó vivir, durante un periodo
de la historia de la humanidad comprendido entre el final de la Primera Guerra
Mundial y principios de la Segunda. Esto es, en un mundo que acababa de sufrir
terribles confrontaciones internacionales y ya se encaminaba sin remedio a
combates más sangrientos si cabe que los anteriores.
Por este motivo ante un
ambiente internacional tan enrarecido, en sus misivas, el Papa, denunciaba con
frecuencia los males que ello podría acarrear a las familias y en especial a
cada individuo (Ibid):
“Es particularmente doloroso ver
como un mal tan pernicioso ha penetrado hasta las raíces mismas de la sociedad,
es decir, hasta las familias, cuya disgregación hace tiempo iniciada ha sido
muy favorecida por el terrible azote de las confrontaciones bélicas, merced al
alejamiento del hogar de los padres y de los hijos, y merced a la licencia de
las costumbres, en muchos modos aumentadas…
De ahí que, como el mal que
afecta a un organismo o a una de sus partes principalmente hace que también los
otros miembros, aún los más pequeños, sufran, así también es natural que las dolencias que hemos visto afligir a la
sociedad y a la familia alcancen también a cada uno de los individuos.
Vemos en
efecto, cuan extendida se halla entre los hombre de toda edad y condición una
gran inquietud de ánimo, que les hace exigentes y díscolos, y como se ha hecho
ya costumbre el desprecio a la obediencia y la impaciencia en el trabajo.
Observamos también como ha pasado
los límites del pudor la ligereza de las mujeres, más o menos jóvenes,
especialmente en la forma de vestir y en las diversiones practicadas…
Vemos, por fin, como aumenta el
número de los que se ven reducidos a la miseria, de entre los cuales se
reclutan en masa los que sin cesar van engrosando el ejercito de los
perturbadores del orden…”
Diríase, si no supiéramos la
fecha en que esta Carta Encíclica fue redactada y publicada, que podría
asociarse, en parte, al momento actual de la sociedad, al menos en el llamado Viejo
mundo. Sin duda el Papa Pio XI refleja en su epístola, los hechos cotidianos
que aquejaban a una sociedad muy parecida a la nuestra, porque la denominada
<crisis económica>, está llevando al paro, a la emigración y a la indigencia
a muchas familias y personas desamparadas, mientras que otros hombres sin
escrúpulos se enriquecen, a costa de las miserias humanas.
Los conflictos callejeros y los
desmanes sociales, son cada vez más frecuentes y turbulentos, pues como
advertía en su tiempo Pio XI, en una sociedad enferma, los perturbadores del
orden hacen su aparición cada vez con más violencia…arrastrando tras ellos a
personas fácilmente influenciables, en especial a los jóvenes…
Las preguntas que surgen a la
vista de esta más que preocupante situación son ¿Cuáles son las razones? ¿Cuáles
son las causas, que nos llevan a ella? Las respuestas a estas cuestiones, las
podemos encontrar en la misma carta del Papa Pio XI, refiriéndose a los
problemas de la sociedad de su época, que son como hemos comentado
anteriormente, bastante parecidos a los
de hoy en día.
Para el Papa, las causas de estos
males son, el <olvido de la caridad>, el <ansia de los bienes de la
tierra>, las <concupiscencias>, y en definitiva, el <olvido de
Dios> y la negación de la existencia de nuestro Creador, consecuencia de una
educación fundamentalmente laica y antirreligiosa (Ibid):
“Se ha querido prescindir de Dios
y de su Cristo en la educación de la juventud, pero necesariamente se ha
seguido, no ya que la religión fuese excluida de las escuelas, sino que en
ellas fuese de una manera oculta o patente, combatida, y que los niños se
llegaran a persuadir que para vivir son de ninguna o de poca importancia la
verdades religiosas, de las que nunca oyen hablar, o si oyen, es con palabras
de desprecio.
Pero así, excluidos de la
enseñanza de Dios y su Ley, no se ve ya el modo cómo pueda educarse la
conciencia de los jóvenes, en orden a evitar el mal y a llevar una vida honesta
y virtuosa; ni tampoco como pueden irse formando para la familia y para la
sociedad hombres templados, amantes del orden y de la paz, aptos y útiles para
la común prosperidad”
Es lo que está sucediendo entre
una gran parte de los hombres y mujeres de hoy en día, y más concretamente
entre los jóvenes apodados <ni…,
ni…>, porque ni quieren estudiar, ni quieren trabajar, ni quieren seguir los
consejos de sus mayores…Sus héroes son, entre otros, algunos cantantes de moda
que más parecen personajes del bajo mundo, y lo que es peor, que llevan en sus
propias carnes esculpidos los símbolos del diablo…
Con una sociedad futura regida por
personas que en su juventud tuvieron semejantes modelos y maestros de vida,
solo se puede esperar la disminución de los seres humanos <templados,
amantes del orden y de la paz, aptos y útiles para la común prosperidad>.
El Papa Pio XI no tenía dudas al
respecto, el alejamiento del hombre de Dios y de su Hijo Unigénito, Jesucristo,
le conduce hacia un profundo pozo sin salidas, donde los males se acumulan y
del que es muy difícil salir con éxito, aunque nunca sea imposible...
La sociedades, muchas veces, por
desgracia, han apartado a Dios, lo han excluido de la legislación y de los
gobiernos humanos, y de esta forma, lo que ha ocurrido es que <las leyes han
perdido la garantía de las únicas verdaderas e imperecederas sanciones, así
como los principios soberanos del derecho, que en opinión de los mismos
filósofos paganos, como Cicerón, no pueden derivarse sino de la ley eterna de
Dios> (“De Benedicto XV a Benedicto
XVI” Mariano Facio. Ed. Rialp S.A. Madrid 2009).
Una vez enumeradas y comentadas
las causas de los males que afligían al mundo después de la Primera Guerra
Mundial, muy parecidas a las afligidas por la sociedad
del siglo XXI, el Papa Pio XI recuerda los remedios que, sugeridos por la
naturaleza misma del mal, son más eficaces para evitarlos y combatirlos, los
cuales no deberíamos desatender, por tratarse de los consejos de un Papa del
siglo pasado...
Dice este Vicario de
Cristo que lo primero y principal es <la Paz de Cristo en el Reino de Cristo>,
es decir la paz que Él dio a sus Apóstoles y por extensión a todos los que
creyeran en él y en su Mensaje. Es
necesario que la paz de Cristo reine en el corazón de todos los hombres, porque
esta clase de paz que solo puede ser <Suya>, asegura que todos seamos hijos
de Dios y por lo tanto todos seamos hermanos…
Así nos lo manifestó el Señor
según el Evangelio de San Mateo (Mat 23, 1-8):
-Sobre la Cátedra de Moisés se
sentaron los escribas y fariseos
-Así, pues, todas cuantas cosas
os dijeren, hacedlas y guardarlas; más no hagáis conforme a sus obras, porque
dicen y no hacen.
-Lían cargas pesadas e
insoportables, y las cargan sobre las espaldas de los hombres, mas ellos ni con
el dedo las quieren mover.
-Todas sus obras hacen para
hacerse ver de los hombres, porque ensanchan sus filacterias y agrandan las
franjas de sus mantos;
-son amigos del primer puesto en
las cenas y de los primeros asientos en las Sinagogas, y de ser saludados en
las plazas y de ser apellidados por los hombres Rabí.
-Más vosotros no os hagáis llamar
Rabí, porque uno es vuestro maestro, más todos vosotros sois hermanos, y entre
vosotros a nadie llaméis padre sobre la tierra, porque uno es vuestro Padre, el
celestial.
Verdaderamente estas palabras del
Señor deberían levantar ampollas entre los escribas y fariseos de su época, al
igual que las pueden levantar entre los
hombres de hoy en día que no quieren escuchar la Palabra del Señor. Lo que más
extraña de todo esto, es que Jesús no hubiera sido abatido por sus enemigos antes, debido a sus
señales y sus enseñanzas; el Señor escapaba siempre de las manos de estos, cuando
lo intentaban, porque como Él decía <aún no había llegado su hora>, y el
Espíritu Santo que estaba en Él desde el principio, le protegía de sus maldades, revistiéndole al
mismo tiempo de suma paciencia ante sus injurias y desatinos, al igual que ha
hecho y sigue haciendo con sus mensajeros a lo largo de los siglos…
Como también recuerda el Papa Pio
XI en su Encíclica <Ubi Arcano> refiriéndose a Jesucristo: <Promulgó
sellándola con su propia sangre la ley de la mutua caridad y paciencia entre
todos los hombres>.
En efecto, tal cómo podemos leer
en el Evangelio de San Juan, Jesús nos dio un mandamiento nuevo (Jn 15, 12-17):
-Este es el mandamiento mío: que
os améis los unos a otros, así como os amé.
-Mayor amor que éste nadie le
tiene: que dar uno la vida por sus amigos.
-Vosotros sois mis amigos, si
hicierais lo que yo os he mandado.
-Ya no os llamo siervos, pues el
siervo no sabe lo que hace su Señor; más a
vosotros os llamo amigos pues todas las cosas que de mi Padre oí os di a
conocer.
-No sois vosotros los que me
habéis elegido, soy yo quien os he elegido y os he destinado para que vayáis y
deis frutos, y vuestro fruto permanezca. De modo que lo que pidáis al Padre en
mi nombre os lo dé.
-Esto os mando: que os améis unos
a otros
Estos versículos corresponden a
uno de los discursos del Señor muy próxima ya su Pasión, Muerte y Resurrección,
tan maravillosamente recordados en el <Libro de la Gloria>, del Apóstol San Juan, el cual, cuando era de edad ciertamente
avanzada, manteniendo el recuerdo imperecedero
del Mensaje de Jesús y asistido en todo momento por el Espíritu Santo, escribió
su Evangelio, de una riqueza teológica inigualable, en el que se recoge esta frase del Señor: <La paz os dejo, mi
paz os doy; no os la doy yo como la da el mundo. Que no se turbe vuestro
corazón ni se acobarde (Jn 14, 27).
Y es que la <Paz de Cristo es garantía
del derecho y fruto de la caridad>, tal como advertía el Papa Benedicto XV (1914-1922), llamado el
<Papa de la Primera Guerra Mundial>, porque su Pontificado transcurrió en
gran medida durante el desarrollo de este terrible conflicto armado, que tanto
daño hizo a la humanidad a comienzos del siglo veinte.
Este Papa comprendió, al igual
que más tarde lo hiciera Pio XI, que el origen de la guerra, era una
consecuencia directa de la situación de la sociedad de su época, la cual como
resultado de la propagación de las llamadas ideas <modernistas>, se había
alejado peligrosamente del <Mensaje de Cristo>, y el Pontífice, así lo
hizo constar en su primera carta Encíclica <Ad Beatissimi Apostolorum>,
dada el 1 de noviembre de 1914.
En dicha carta, con un tono
apocalíptico, tal como la situación requería, analizó las causas de la
confrontación armada que ya había estallado. Hablaba de la <conciencia
humana> que conduce al hombre a la llamada <lucha de clases>, del
<desprecio de la autoridad divina>, del <rechazo del Evangelio de
Cristo>, del <alejamiento de la Santa Madre Iglesia> y por supuesto de
la <manipulación de las personas>, especialmente de las más jóvenes,
muchas veces a través de las escuelas y sobre todo de los distintos medios de
comunicación...
Para conseguir la superación del
afán del hombre por el poder y las riquezas temporales, en definitiva, para la
superación de toda la <codicia terrenal del ser humano>, el Papa
Benedicto XV consideraba que era necesario ayudar a los hombres para que
volvieran a anhelar el deseo de alcanzar los <bienes eternos> y
comprendieran que los <bienes temporales> no conducen nunca a la
verdadera felicidad…

Algunos años después, acabada la
guerra, primera mundial, el Papa Benedicto XV escribió una nueva carta
Encíclica titulada <Pacem Dei Munus>, en la que trataba sobre la
restauración cristiana de la Paz y en la que en primer lugar alertaba sobre el
peligro tremendo que representaba la persistencia del <odio entre
hermanos>, a nivel internacional, y que podría, como así ocurrió años más
tarde, conducir a una nueva confrontación a nivel mundial: “Lo peor de todo
sería la gravísima herida que recibiría la esencia y la vida del cristianismo,
cuya fuerza reside por completo en la caridad, como lo indica el hecho de que
la predicación de la ley cristiana reciba el nombre de <Evangelio de la
paz>”
Se refiere aquí el Santo Padre a
aquella catequesis del Apóstol San Pablo sobre <las armas del cristiano> tan
claramente expuestas en su Carta a los Efesios (6, 11-20):
-Revestíos de la armadura de Dios
para que podáis sosteneros ante las asechanzas del diablo.
-Que no es nuestra lucha contra
carne y sangre, sino contra
los principados, contra las potestades, contra los
poderes mundanales de las tinieblas de este siglo, contra las huestes
espirituales de la maldad que andan en las regiones aéreas.
-Por esto, tomad la armadura de
Dios, para que podáis oponer resistencia en el día malo, y prevenidos con todos
los aprestos, sosteneros.
-Manteneos, pues, firmes, ceñidos
vuestros lomos con la verdad, y revestidos con la coraza de la justicia.
-y calzados los pies con la
preparación pronta para el Evangelio de la paz,
-abrazando en todas las ocasiones
el escudo de la fe con que podéis apagar todos los dardos encendidos del
malvado.
-Tomad también el yelmo de la
salud y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios;
-orando con toda oración y
súplica en todo tiempo en espíritu, y para ello velando con toda perseverancia
y suplica por todos los santos,
-y por mí, para que al hablar se
me ponga palabra en la boca con que anunciar con franca osadía el misterio del
Evangelio,
-del cual soy mensajero, en
cadenas, a fin de que halle yo en él fuerzas para anunciarlo con libre
entereza, como es razón que yo hable.
Es verdaderamente hermosa esta descripción
del Apóstol de la <Armadura del cristiano>, donde las piezas principales
son el cinto, esto es, la verdad, la coraza, que es la justicia, el calzado,
que es la prontitud para predicar el Evangelio de la paz, el escudo, que es la
fe, el yelmo, que es la esperanza y por último la espada del espíritu, que es
la Palabra del Dios-Misericordia.
Por otra parte, el Papa Benedicto
XV, recuerda también en su Encíclica <Pacem Dei Munus>, a todos los
creyentes, que el don de la caridad (misericordia), es el bien más necesario para conseguir la
paz, por eso la enseñanza más repetida de Jesucristo a sus discípulos, era el
<precepto de la caridad fraterna>, porque ella es consecuencia y resumen
de todos los demás preceptos (Ibid):
“El mismo Jesucristo lo llamaba
nuevo y suyo, y quiso que fuese como el carácter distintivo de los cristianos,
que los distinguiese fácilmente de todos los demás hombres. Fue este precepto
el que, al morir, otorgó a sus discípulos como testamento, y les pidió que se
amaran mutuamente y con este amor procuraran imitar aquella inefable unidad que
existe entre las divinas Personas en el seno de la Santísima Trinidad: <Que
todos sean uno, como nosotros somos uno…para que también ellos sean consumados
en la unidad (Jn 17, 21-23)>”
La paz entre los hombres implica,
por tanto, la instauración del Reino de Cristo, así lo han manifestado los
Pontífices y los Padres de la Iglesia; en particular aquellos como Benedicto XV y Pio XI que se vieron, de
alguna forma, involucrados, en los grandes conflictos bélicos, de los últimos
siglos. Concretamente Pio XI se expresa al respecto en los términos siguientes:
“…la paz digna de tal nombre, es
la tan deseada <Paz de Cristo>, la cual no puede existir, si no se
observan fielmente por todos en la vida pública, y en la privada las
enseñanzas, los preceptos y los ejemplos de Cristo…
Solo la Iglesia por Divino
mandato enseña que los hombres deben acomodarse a la Ley eterna de Dios, en
todo cuanto hagan…
En esto consiste lo que con dos
palabras llamamos <Reino de Cristo>. Ya que Jesucristo reina en la mente
de los individuos, por sus doctrinas, reina en sus corazones por su caridad,
reina en toda la vida humana por la observancia de sus leyes y por la imitación
de sus ejemplos. Reina también en la sociedad doméstica cuando, constituida por
el Sacramento del matrimonio cristiano, se conserva inviolada como una cosa
sagrada, en el que el poder de los padres sea un reflejo de la paternidad
divina, de donde nace y toma nombre; donde los hijos emulan la obediencia del
Niño Jesús, y el modo todo de proceder hace recordar la santidad de la Familia de
Nazaret...
De todo lo cual resulta claro que
no hay <Paz de Cristo> sino en el <Reino de Cristo>, y no podemos
nosotros trabajar con más eficacia para afirmar la paz que restaurando el
<Reino de Cristo>”
Tarea difícil, sin duda, la que
proponía emprender, ya en aquellos tiempos, el Papa Pio XI y que emprendió
animosamente, mediante un programa mencionado en la misma Encíclica que ahora
estamos recordando (Ubi Arcano). Logró mucho, sin duda, con este plan, pero
finalmente no pudo evitar que los hombres se enzarzaran de nuevo en una
confrontación sin sentido, la llamada Segunda Guerra Mundial, que como se sabe causó daños
terribles para la humanidad.
En los años anteriores al
estallido de esta guerra, a pesar de los esfuerzos del Papa Pio XI, el laicismo y el anticlericalismo, resurgieron con potencia, llegando a ser considerados
la <quinta esencia> de la <modernidad>; durante mucho tiempo ocultos,
tomaron entonces <carta de naturaleza>, y los hombres arrastrados por sus idearios se
alejaron de Cristo y de su Iglesia.
De esta forma, los seres humanos quisieron
sustituir el cristianismo por falsas
religiones <naturalistas> que solo a desgracias conducían, como los
enfrentamientos entre hermanos, que se habían olvidado del precepto de la <caridad
Divina>...