En un mundo en el que el concepto de <unión de los pueblos>, prácticamente ha dejado de tener sentido para los hombres, la Iglesia debe seguir hablando del Espíritu Santo y de su llegada sobre los reunidos en el Cenáculo durante la celebración de la fiesta judía de Pentecostés y sobre todo de lo que esto significó para la humanidad. El Papa Benedicto XVI nos recuerda a este respecto el pensamiento de San Agustín sobre un tema tan esencial para los seres humanos de todos los tiempos (La unidad de las naciones. Papa Benedicto XVI. Ediciones Cristiandad, S.A. Madrid 2011):
“Con expresiones brillantes e
incisivas contrapone el prodigio de la lenguas de Pentecostés con la confusión
de las lenguas en Babilonia…Mientras que para Orígenes, el prodigio de
Pentecostés era un signo escatológico único e irrepetible, Agustín ve en él una
representación de lo que sucede en la Iglesia desde entonces: la única Iglesia
abarca todos los países y las lenguas: la comunión del amor del Señor reúne a
los que están separados por las lenguas: en el Cuerpo de Cristo, el milagro de
Pentecostés es presencia permanente; habla todas las lenguas: << ¿Por qué
no quieres hablar las lenguas de todos? Allí resonaron todas las lenguas ¿Por
qué ahora no pueden hablar todas las lenguas aquellos que han recibido el
Espíritu Santo?>>”
En efecto, como sigue diciendo el Papa en su libro <el signo de la donación del Espíritu Santo a los hombres provocó el hecho de que los estos hablaran las lenguas de todos, por eso para San Agustín, como para todo buen cristiano, esto debe significar esencialmente que se ha pasado de la diáspora a la unidad <de la torre de Babel a la estancia de Pentecostés, de los muchos pueblos de la humanidad al único pueblo nuevo>…
En tiempos terribles como los que
ahora vive la humanidad, donde los enfrentamientos constantes entre los pueblos
es el pan nuestro de cada día, la Iglesia debe recordar lo que significó el milagro
de Pentecostés; hay que seguir hablando del Espíritu Santo, no solo a los que
nunca oyeron hablar de él, sino también y sobre todo, a los que lo recibieron mediante los Sacramentos del Bautismo y de la
Confirmación… En la antigüedad y desde el
inicio de la Iglesia de Cristo así lo hicieron los Apóstoles y los Santos
Padres de la Iglesia, conscientes de la importancia del tema…
Del Obispo y doctor de la Iglesia,
San Cirilo de Jerusalén (315-386), se conocen pocos datos de su vida, si acaso,
se dispone de alguna información, fruto fundamentalmente de las aportaciones
realizadas por San Epifanio de Salamina (310 ó 315-403) y San Jerónimo (342-420)
natural de Estridón (Dalmacia).
Entre los trabajos que han llegado
hasta nuestros días, de este santo varón, podemos citar: El Sermón de Bethesta,
una carta al Emperador Constantino y afortunadamente sus <Lecturas Catequéticas>,
las cuales, se encuentran entre los escritos más interesantes de la primitiva
Iglesia Católica.
“Verdaderamente, necesitamos de
la gracia espiritual para hablar del Espíritu Santo, aunque nunca estaremos a
la altura de la cuestión, pues es imposible. Intentaremos, sin embargo, exponer
con naturalidad lo que sacamos de ello en la Sagrada Escritura. En los Evangelios,
se habla de un gran temor cuando Cristo dice abiertamente: <Al que diga una
palabra contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el
otro> (Mt 12,32). Hay que temer seriamente que alguien, al hablar por
ignorancia o por una mala entendida piedad se gane la condenación. Cristo, juez
de vivos y de muertos, anunció que un hombre tal no obtendrá el perdón. Y si alguien
le ofende, ¿Qué esperanza le queda?”
Hace referencia San Cirilo en el
preámbulo de su catequesis, a las palabras pronunciadas por Jesús durante su Ministerio en Galilea,
concretamente durante la controversia producida sobre su persona, por parte de
los fariseos (rechazaban al Espíritu Santo), a consecuencia de un milagro de
sanación llevado a cabo por el Señor sobre
un endemoniado ciego y mudo, de modo que
aquella persona quedó limpia y hablaba y veía, por lo que la multitud se
asombraba diciendo: ¿No será éste el Hijo de David? (Mt 12, 23).
Los fariseos envidiosos y temerosos
de lo ocurrido dijeron: <Éste no expulsa los demonios, sino por Belcebú, el
príncipe de los demonios> (Mt 12, 24).Pero ¡Cuidado! Porque Jesús conocía el pensamiento maligno de aquellos fariseos, por eso les replicó con verdad y justicia (Mt 12, 25-32):
“Todo reino dividido acaba en la
ruina; ninguna ciudad o familia dividida puede subsistir / Si Satanás expulsa a
Satanás, está dividido contra sí mismo. ¿Cómo pues, subsistirá su reino? / Y si
yo expulso los demonios con el poder de Belcebú, vuestros hijos, ¿Con qué poder
los expulsan? Por eso ellos serán vuestros jueces / Pero si yo expulso los
demonios con el poder del Espíritu Santo, es que ha llegado a vosotros el reino
de Dios…/ El que no está conmigo, está contra mí; y el que no recoge conmigo,
desparrama / Por eso os digo que se perdonará a los hombre todo pecado y toda
blasfemia; pero la blasfemia contra el Espíritu no se les perdonará / Al que
diga algo contra el Hijo del hombre, se le perdonará; pero al que lo diga
contra el Espíritu Santo, no se le perdonará ni en este mundo ni en el otro”.
La blasfemia contra el Espíritu Santo se denomina también <pecado eterno> porque como dice el Catecismo de la Iglesia Católica escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II (nº 1864):
“<El que blasfeme contra el
Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo de pecado eterno>
(Mc 3, 29). No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega
deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento
rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo.
Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición
eterna”
Por otra parte, como aseguraba San Cirilo de Jerusalén en su catequesis:
“Es necesario el don de la gracia
de Jesucristo, tanto para que hablemos adecuadamente, como para que oigamos con
inteligencia. Pues la inteligencia penetrante no es necesaria sólo para los que
hablan, sino también para los que oyen, de modo que no suceda que éstos oigan
una cosa y torcidamente entienda otra. Hablaremos, pues, nosotros del Espíritu
Santo sólo lo que está escrito y, si algo no está escrito, que la curiosidad no
nos ponga nerviosos. Es el mismo Espíritu Santo el que habló por las Escrituras:
Él dijo de sí mismo, lo que quiso o lo que pudiéramos nosotros entender. Así
pues, digamos las cosas que fueron dichas por Él, pues con lo que Él no dijo,
no nos atreveremos”
Muchas fueron las herejías a lo
largo de los siglos, que los hombres propugnaron contra el Espíritu Santo,
incluso ya desde los inicios, como demuestran las enseñanzas realizados por San
Cirilo de Jerusalén en su primera catequesis sobre la Tercera Persona del Dios
Trinitario. Así, por ejemplo, contra los marcionistas y los gnósticos, se expresaba
en los siguientes términos:
“Ódiese a los marcionistas, que
separaron del Nuevo Testamento las palabras del Antiguo. El primero de ellos
fue Marción, hombre alejadísimo de Dios, que afirmó la existencia de tres
dioses. Al ver insertados en el Nuevo Testamento los testimonios de los Profetas
acerca de Cristo, los suprimió para privar al Rey de éstos testimonios. Ódiese
a los gnósticos, como a ellos les gusta llamarse, pero que están llenos de
ignorancia. Hicieron sobre el Espíritu Santo afirmaciones que yo no tendría
ahora el atrevimiento de recordar”
Por otra parte, contra la herejía
de los montanistas aseguraba (Ibid):
“Ódiese a los de la Frigia
inferior y a Montano y sus profetisas, Maximilla y Priscilla. Pues Montano,
fuera de sí y delirante – no hubiera dicho lo que dijo si no hubiese estado
loco -, se atrevió a proclamarse a sí mismo como el Espíritu Santo. Hombre muy abyecto,
baste decir, por respeto a las mujeres que aquí están, que estaba cubierto de
toda impureza y lascivia. Habiendo ocupado Pepusa, un lugar muy pequeño de
Frigia, al que dio el falso nombre de Jerusalén, degollaba a los hijos pequeños
de algunas mujeres, despedazándolos en banquetes criminales. Por este motivo,
hasta tiempos recientes, en que la persecución se ha ido calmando, estábamos
nosotros bajo sospecha de estos crímenes. La razón es que los montanistas,
aunque falsamente, eran llamados con nuestro mismo nombre de cristianos. Como
digo, se atrevió a llamarse a sí mismo Espíritu Santo, a pesar de rebosar
impiedad y crueldad y estar sujeto a una imperdonable condena”
Así mismo, contra los maniqueos,
una falsa doctrina propagada por Manes (215-276) hombre de origen Persa, que creía
ser el último de los profetas enviado por Dios a la humanidad, San Cirilo de
Jerusalén hace una crítica, incluso más
fuerte aún, que contra las anteriores herejías, ya que el responsable de la
misma, pretendía hacer creer a sus seguidores que sus ideas eran definitivas e
invalidaban todas las demás (Ibid):
“A las herejías anteriores hay
que añadir, las del muy impío Manes, el cual acumuló los vicios de lo dicho en
todas ellas... Siendo él mismo el más profundo abismo de perdición y reuniendo
en sí los delirios de todos los herejes juntos, elaboró y propagó, el más
reciente de los errores. Se atrevió a decir también que él era el Paráclito, que
Cristo había prometido que enviaría. Y puesto que el Salvador, prometiéndolo,
decía a los apóstoles: <Por vuestra parte permaneced en la ciudad hasta que
seáis revestidos de poder desde lo alto> (Lc 24, 49)… ¿Acaso cuando ya habían
muerto hacía doscientos años, estaban esperando a Manes los apóstoles para ser
revestido de poder? ¿Quién tendrá la osadía de decir que no se llenaron ya del
Espíritu Santo? Pues está escrito: < ¿Entonces les imponían las manos y
recibían el Espíritu Santo?> (Hch 8,17). ¿Es que no sucedió esto antes de
Manes, y muchos años antes que él, cuando el Espíritu Santo descendió el día de
Pentecostés?”
La Iglesia siempre ha hablado a
través de sus Pontífices y de los Padres de la Iglesia, del Espíritu Santo,
pero sin embargo, la Tercera Persona de la Santísima Trinidad, ha quedado
muchas veces, entre el mismo pueblo de Dios, como algo brumoso, siendo así, que el mismo Jesucristo advirtió de la
importancia que tenía la blasfemia contra el Espíritu Santo, pecado que Él
calificó de eterno e imperdonable, como hemos recordado anteriormente. El Credo
del pueblo de Dios o Profesión de fe, nos habla de las Tres Personas del Dios
Trinitario, y así por ejemplo, el Papa Pablo VI en el siglo XX, manifestaba en
la primera parte de su Credo que (Credo del pueblo de Dios. Pablo VI 30 de
junio de 1968):
“Creemos en el Espíritu Santo,
que es Señor y da vida, que con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y
gloria. Él nos ha hablado por los Profetas, y
ha sido enviado a nosotros por Cristo después de su Resurrección y su
Ascensión al Padre; Él ilumina, vivifica, protege y guía la Iglesia,
purificando sus miembros si éstos no se substraen a la gracia. Su acción, que
penetra hasta lo más íntimo del alma, tiene el poder de hacer al hombre capaz
de corresponder a la llamada de Jesús: <Sed perfectos como vuestro Padre
celestial es perfecto>…
Creemos en la Iglesia, que es
Una, Santa, Católica y Apostólica, edificada por Jesucristo sobre la piedra que
es Pedro. Ella es el Cuerpo Místico de Cristo, al mismo tiempo sociedad
visible, instituida con organismos jerárquicos y comunidad espiritual…
En el correr de los siglos, Jesús,
el Señor, va formando su Iglesia por los Sacramentos, que emanan de su
plenitud. Por ellos hace participar a sus miembros en los misterios de la
Muerte y de la Resurrección de Cristo, en la gracia del Espíritu Santo, fuente
de vida y de actividad…”
Ciertamente, el Espíritu Santo es fuente de vida y de actividad, para su Iglesia, tal como podemos deducir también, de las enseñanzas del Papa San Juan Pablo II en su Carta Encíclica <Dominum et Vivificantem>, dada en Roma, el 18 de mayo del año 1986:
“Cuando ya era inminente para
Jesús el momento de dejar este mundo, anunció a los apóstoles <otro Paráclito>…El
evangelista Juan, que estaba presente, escribe que Jesús, durante la Cena Pascual,
se dirigió a ellos con estas palabras:
<Todo lo que pidáis en mi nombre, yo lo haré, para que el Padre
sea glorificado en el Hijo…y yo pediré al Padre y os dará otro Paráclito para
que esté con vosotros para siempre> (Jn 14, 13.16 s.)…
Poco después del citado anuncio,
añade Jesús:
<El Paráclito, el Espíritu
Santo, que el Padre mandará en mi nombre, os enseñará todo y os recordará todo
lo que yo he dicho>…
El Espíritu Santo, pues, hará que
en su Iglesia perdure siempre, la misma verdad que los apóstoles oyeron de su
Maestro…”
Por otra parte, se refiere también el Papa Pablo VI en su Credo, a una de las frases del Señor más bellas del Nuevo Testamento:
“Sed vosotros perfectos, como
vuestro Padre celestial es perfecto”
Esta frase la pronunció Jesús
durante su Sermón de la Montaña, concretamente cuando nos habló del <amor a
los enemigos> (Mt 5, 43-48):
-Oísteis que se dijo (Lev.
19,18): <Amarás a tu prójimo> y aborrecerás a tu enemigo.
-Más Yo os digo: Amad a vuestros
enemigos y rogad por los que os persiguen;
-para que seáis hijos de vuestro
Padre, que está en los cielos; por cuanto hace salir su sol sobre malos y
buenos y llueve sobre justos e injustos.
-Porque si amarareis a los que os
aman, ¿Qué recompensa tenéis? ¿Acaso no hacen eso mismo también los publicanos?
-Y si saludareis a vuestros
hermanos solamente, ¿Qué hacéis de más?
-Sed vosotros perfectos, como vuestro Padre celestial
es perfecto
Solo la acción del Espíritu Santo sobre el corazón del hombre puede hacer, que la Ley Antigua sea sustituida por la Ley Nueva, como nos pide Jesús, para de esta forma imitar en todo a nuestro Padre celestial; Él nos invita a la suprema perfección moral: ¡Sed perfectos como vuestro Padre celestial es perfecto! (Mt 5, 38-48).
A pesar de todo, a pesar de las
enseñanzas de Cristo, sobre el Espíritu Santo, a pesar de las enseñanzas de los
santos Padres y Pontífices de la Iglesia, sobre la Tercera Persona del Dios
Trinitario, siempre ha habido y siempre habrá quienes realicen ciertas preguntas:
¿Quién o qué es el Espíritu
Santo? ¿Cómo podemos reconocerlo? ¿Cómo vamos nosotros a él y él viene a
nosotros? ¿Qué es lo que hace?...
Son muchas preguntas, sí, pero todas tienen respuestas cumplidas; el Papa Benedicto XVI se encargó, en su día, de ayudarnos a obtenerlas con la sencillez y la clarividencia que le caracterizan. Para ello, el Pontífice se apoyó en las definiciones dadas sobre del Espíritu Santo en el <Credo del pueblo de Dios>, en sus distintas versiones, aceptadas por la Iglesia católica. Y en primer lugar analiza aquella que asegura que el Espíritu Santo es: <Señor y dador de vida>. (La alegría de la fe. Papa Benedicto XVI. Ed. San Pablo 2012):
“Teniendo presente el testimonio
de la Escritura y de la Tradición, en el tema del Espíritu Santo, se reconocen
fácilmente cuatro dimensiones.
Ante todo, está la afirmación que
encontramos ya desde el inicio del relato de la creación. Allí se habla del
Espíritu creador que aletea sobre las aguas, crea el mundo y lo renueva sin
cesar. La fe en el Espíritu creador es un contenido esencial del Credo
cristiano. El dato de que la materia lleva consigo una estructura matemática,
de que está llena de espíritu, es el fundamento en el que se apoyan las
ciencias modernas de la naturaleza. Nuestro espíritu sólo es capaz de
interpretarla y de modificarla activamente porque la materia está estructurada
de modo inteligente.
El hecho de que esta estructura inteligente procede del mismo Espíritu creador que nos dio el espíritu también a nosotros, implica a la vez una tarea y una responsabilidad. En la fe sobre la creación está el fundamento último de nuestra responsabilidad con respecto a la tierra, la cual no es simplemente propiedad nuestra, que podemos explotar según nuestros intereses y deseos.
Más bien es don del Creador, que trazó sus ordenamientos intrínsecos y de ese modo nos dio las señales de orientación a las que debemos atenernos como administradores de su creación. El hecho de que la tierra y el cosmos reflejan el Espíritu Santo creador significa también que sus estructuras racionales –que, más allá del orden matemático, se hacen casi palpables en el experimento- llevan en sí también una orientación ética. El Espíritu que los ha plasmado es más que matemáticas, es el Bien en persona, el cual, mediante el lenguaje de la creación, nos enseña el camino de la vida recta”
El hecho de que esta estructura inteligente procede del mismo Espíritu creador que nos dio el espíritu también a nosotros, implica a la vez una tarea y una responsabilidad. En la fe sobre la creación está el fundamento último de nuestra responsabilidad con respecto a la tierra, la cual no es simplemente propiedad nuestra, que podemos explotar según nuestros intereses y deseos.
Más bien es don del Creador, que trazó sus ordenamientos intrínsecos y de ese modo nos dio las señales de orientación a las que debemos atenernos como administradores de su creación. El hecho de que la tierra y el cosmos reflejan el Espíritu Santo creador significa también que sus estructuras racionales –que, más allá del orden matemático, se hacen casi palpables en el experimento- llevan en sí también una orientación ética. El Espíritu que los ha plasmado es más que matemáticas, es el Bien en persona, el cual, mediante el lenguaje de la creación, nos enseña el camino de la vida recta”
El Papa Benedicto XVI, sigue hablando sobre esta primera dimensión del Espíritu Santo en la bibliografía anteriormente mencionada con largueza y sentido común, llegando a decir que (Ibid):
“Dado que la fe en el Creador, es
parte esencial del Credo cristiano, la Iglesia no puede ni debe limitarse a transmitir
a sus fieles sólo el mensaje de la salvación. Tiene una responsabilidad con
respecto a la creación y debe cumplir esta responsabilidad también en público.
Al hacerlo, no sólo debe defender la tierra, el agua y el aire, como dones a la
creación que pertenecen a todos. También debe proteger al hombre contra la
destrucción de sí mismo. Es necesario que haya algo como una ecología del
hombre entendida correctamente…
Ciertamente, los bosques
tropicales merecen nuestra atención pero también la merece el hombre como
criatura, en la que está inscrito un mensaje que no significa contradicción de
nuestra libertad, sino su condición. Grandes teólogos de la Escolástica calificaron el matrimonio, es decir, la unión de un hombre y una mujer para toda la vida, como sacramento de la creación, que el Creador mismo instituyó y que Cristo, sin modificar el mensaje de la creación acogió después en la historia de la salvación como Sacramento de la Nueva Alianza. El testimonio a favor del Espíritu creador presente en la naturaleza en su conjunto y de modo especial en la naturaleza del hombre, creado a imagen de Dios, forma parte del anuncio que la Iglesia debe transmitir…”
Siguiendo en esta misma línea, el
Papa Benedicto XVI nos comenta, aunque de forma más breve, las tres dimensiones
siguientes del Espíritu Santo. Concretamente refiriéndose a una segunda
dimensión, asegura (Ibid):
“Si el Espíritu creador se
manifiesta ante todo en la grandeza silenciosa del universo, en su estructura
inteligente, la fe, además de eso, nos dice algo inesperado, es decir, que este
Espíritu también habla, por decirlo así, con palabras humanas; ha entrado en la
historia y, como fuerza que forja la historia, es también un Espíritu que
habla, más aún, es la Palabra que sale a nuestro encuentro en los escritos del
Antiguo Testamento…
Al leer las escrituras, aprendemos también
que, Cristo y el Espíritu Santo son inseparables entre sí. Si San Pablo, con desconcertante
síntesis, afirma: <El Señor es el Espíritu> (2 Cor 3, 17), en el fondo no
sólo aparece la unidad Trinitaria entre el Hijo y el Espíritu Santo, sino sobre
todo su unidad respecto de la historia de la salvación:
En la Pasión y Resurrección de Cristo se rasgan los velos del sentido meramente literal y se hace visible la presencia de Dios que está hablando.
Al leer la Escritura juntamente con Cristo, aprendemos a escuchar en las palabras humanas la voz del Espíritu Santo y descubrimos la unidad de la Biblia”
En la Pasión y Resurrección de Cristo se rasgan los velos del sentido meramente literal y se hace visible la presencia de Dios que está hablando.
Al leer la Escritura juntamente con Cristo, aprendemos a escuchar en las palabras humanas la voz del Espíritu Santo y descubrimos la unidad de la Biblia”
Con estas últimas palabras del Papa Benedicto XVI, hemos llegado ya a la tercera dimensión de la pneumatología, o doctrina del Espíritu Santo, doctrina bíblica, ya que la Santa Biblia es la única fuente que nos suministra información sobre la Tercera Persona del Dios Trinitario (Ibid):
Por eso, es el Espíritu Santo quien nos hace decir, juntamente con el Hijo: <Abbá> (Padre) (Jn 20,22; Rom 8,15)”
La cuarta dimensión del Espíritu
Santo, finalmente, asegura el Papa Benedicto XVI, emerge espontáneamente de la
conexión entre el Espíritu y la Iglesia (Ibid):
“San Pablo en el capítulo doce en
la primera Carta a los corintios y en el capítulo doce de la Carta a los romanos,
ilustró la Iglesia como <Cuerpo de Cristo> y precisamente así como
organismo del Espíritu Santo, en el que los dones del Espíritu Santo funden a
los individuos en una unidad viva.
El Espíritu Santo es el Espíritu del <Cuerpo de Cristo>. En el conjunto de este Cuerpo encontramos nuestra tarea, vivimos los unos para los otros y los unos en dependencia de los otros, viviendo en profundidad de Aquel que vivió y sufrió por todos nosotros y que mediante su Espíritu nos atrae a sí en la unidad de todos los hijos de Dios.
El Espíritu Santo es el Espíritu del <Cuerpo de Cristo>. En el conjunto de este Cuerpo encontramos nuestra tarea, vivimos los unos para los otros y los unos en dependencia de los otros, viviendo en profundidad de Aquel que vivió y sufrió por todos nosotros y que mediante su Espíritu nos atrae a sí en la unidad de todos los hijos de Dios.
< ¿Quieres vivir también tú
del Espíritu de Cristo? Entonces, permanece en el <Cuerpo de Cristo> >,
dice San Agustín a este respecto (Tr. in Jo. 26,13)”
Hermosa frase la de San Agustín, sobre la que todos, deberíamos reflexionar, tal como hizo el Papa Benedicto XVI, gran defensor de su teología y devoto seguidor de sus palabras…
En otra ocasión, este Pontífice
defiende también el ideario de San Agustín sobre la <unidad de las
naciones>. En una época de la historia del hombre tan controvertida, donde
este tema goza de una candente actualidad, quizás sería conveniente recordar
algunas de las sabias ideas de este santo doctor sobre la Iglesia de Cristo (La unidad de las naciones.
Papa Benedicto XVI. Ediciones Cristianas, S.A. 2011):
“Para Agustín, los Estados y las
patrias de la tierra pasan a un puesto secundario, porque él ha encontrado el
Estado de Dios y, en él, la patria de todos los hombres. Aquí no es lícito
abandonarse a ninguna ilusión: todos los Estados de esta tierra son <Estados
terrenos>, aún cuando estén regidos por emperadores cristianos y más o menos
habitados por ciudadanos cristianos. Son Estados sobre la tierra y, por tanto,
<terrenos>, y en modo alguno pueden ser otra cosa.
En cuanto tales, son formas necesarias de ordenamiento en este momento del mundo, y es justo preocuparse de su bien; el mismo Agustín amó el Estado romano como su patria, y se preocupó con amor de pervivencia. Pero como todas estas formaciones no son y no permanecen más que como Estados terrenos, representan un valor relativo y no merecen una solicitud de orden supremo, que sólo compete a la Patria eterna de todos los hombres, a la <Civitas Caelestis>.
De nuevo, Agustín se une aquí a Orígenes y a toda la tradición cristiana, al mostrarse convencido de que con este nombre, <Civitas Caelestis>, puede ser llamada no sólo la Jerusalén celeste venidera, sino también ya el pueblo de Dios que peregrina a través del desierto terreno del tiempo, la Iglesia. En ella se reúne a través de todos los tiempos y pueblos y más allá del límite del Imperio romano la comunidad de quiénes, junto con los ángeles santos de Dios, formarán la única polis de la eternidad. En esta tierra vive ciertamente en condición de extranjera, y no puede vivir de otra manera, porque su verdadero lugar está ya ahora en otro lugar…”
En cuanto tales, son formas necesarias de ordenamiento en este momento del mundo, y es justo preocuparse de su bien; el mismo Agustín amó el Estado romano como su patria, y se preocupó con amor de pervivencia. Pero como todas estas formaciones no son y no permanecen más que como Estados terrenos, representan un valor relativo y no merecen una solicitud de orden supremo, que sólo compete a la Patria eterna de todos los hombres, a la <Civitas Caelestis>.
De nuevo, Agustín se une aquí a Orígenes y a toda la tradición cristiana, al mostrarse convencido de que con este nombre, <Civitas Caelestis>, puede ser llamada no sólo la Jerusalén celeste venidera, sino también ya el pueblo de Dios que peregrina a través del desierto terreno del tiempo, la Iglesia. En ella se reúne a través de todos los tiempos y pueblos y más allá del límite del Imperio romano la comunidad de quiénes, junto con los ángeles santos de Dios, formarán la única polis de la eternidad. En esta tierra vive ciertamente en condición de extranjera, y no puede vivir de otra manera, porque su verdadero lugar está ya ahora en otro lugar…”
A pesar de este hermoso
razonamiento de San Agustín ¿hacia dónde vamos?, ¿hacia dónde marcha la Iglesia?, son las
preguntas que en estos tiempos, una la sociedad
desasosegada e increyente, se suele hacer. Más concretamente, como diría
el periodista Peter Seewald al entrevistar al Papa Benedicto XVI (Luz del
mundo. Benedicto XVI. Herder Editorial, S.L., Barcelona 2010):
“Santo Padre, la aportación de la
Iglesia ha sido siempre de gran relevancia. En cambio, hoy en día se extiende
en muchos países una actitud de desprecio y también una hostilidad cada vez más
fuerte ante la religión cristiana. ¿Qué ha pasado realmente?”
Es una pregunta dura pero realista a la que el Papa responde con justeza y verdad, y que ha sido recogida en la bibliografía anteriormente citada, en la que entre otras muchas cosas, dignas todas de consideración, asegura:
“Nos encontramos realmente en una
era en la que se hace necesaria una <nueva evangelización>, en la que el
único Evangelio debe ser anunciado en su inmensa, permanente racionalidad y,
mismo tiempo, en su poder, que sobrepasa la racionalidad, para llegar
nuevamente a nuestro pensamiento y a nuestra comprensión.
Por supuesto, aun con todas sus
transformaciones, el hombre sigue siendo el mismo. No habría tantos creyentes,
si los hombres no siguieran entendiendo en el corazón que sí, que lo que se
dice en la religión es lo que necesitamos. La ciencia sola, en la medida en que
se aísla y se hace autónoma, no cubre nuestra vida. Ella es un sector que nos
aporta grandes cosas, pero depende a su vez de que el hombre siga siendo
hombre…
Si bien nuestra capacidad ha
crecido, no lo ha hecho también nuestra grandeza y nuestra potencia moral y
humana. A través de las grandes tribulaciones de la época reconocemos cada vez
más que debemos encontrar de nuevo un equilibrio interior y que también
necesitamos crecimiento espiritual…”
Este crecimiento espiritual, este equilibrio interior, el hombre solo puede alcanzarlo con la ayuda del Espíritu Santo, tal como han reconocido los santos Padres y Pontífices de la Iglesia y como han experimentado aquellas personas que han buscado y encontrado el camino de la santidad. Por eso la Iglesia debe seguir hablando cada vez más del Espíritu Santo, en los tiempos que corren, ya que el materialismo y la suficiencia empírica no son los mejores caminos para alcanzar la Verdad absoluta, esa Verdad que nos salva, aunque ello suponga el sobrepasar en ocasiones la racionalidad humana. Solo Cristo y su Mensaje proporcionan al hombre la potencia moral y humana, y en definitiva la grandeza de corazón para aceptar que Dios es amor, y que gracias a Él, el hombre se salva.
Precisamente Jesús, el Hijo de
Dios y Dios vivo, envió el Espíritu Santo a sus discípulos cuando se
encontraban en el Cenáculo reunidos, en forma de lenguas de fuego (Teofanía), y
por extensión a los hombres de todos los tiempos, para evangelizar a los
pueblos, para llevar este mensaje divino a todos los rincones de la tierra, con
el único objetivo de salvar a la humanidad.
Entre los símbolos del espíritu Santo: El agua, la unción, el fuego, la nube y la luz, el sello, la mano, el dedo y la paloma, destacaremos ahora, el del fuego porque como podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica, escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II (Nº 696):
“Mientras que el agua significa
el nacimiento y la fecundidad de la Vida dada en el Espíritu Santo, el fuego
simboliza la energía transformadora de los actos del Espíritu Santo.
El profeta Elías que <surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha>, con su oración, atrajo al fuego del cielo sobre el sacrificio del Monte Carmelo, figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, <que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías>, anuncia a Cristo como el que <bautizará en el Espíritu Santo y el fuego>; Espíritu del cual Jesús dirá: <He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡Cuánto desearía ya estuviese encendido!>.
Bajo la forma de lenguas <como de fuego>, como el Espíritu Santo se poso sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él.
La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo. <No extingáis el Espítitu> (Primera Carta a los Tesalonicenses de San Pablo, 5, 19)”
El profeta Elías que <surgió como el fuego y cuya palabra abrasaba como antorcha>, con su oración, atrajo al fuego del cielo sobre el sacrificio del Monte Carmelo, figura del fuego del Espíritu Santo que transforma lo que toca. Juan Bautista, <que precede al Señor con el espíritu y el poder de Elías>, anuncia a Cristo como el que <bautizará en el Espíritu Santo y el fuego>; Espíritu del cual Jesús dirá: <He venido a traer fuego sobre la tierra y ¡Cuánto desearía ya estuviese encendido!>.
Bajo la forma de lenguas <como de fuego>, como el Espíritu Santo se poso sobre los discípulos la mañana de Pentecostés y los llenó de él.
La tradición espiritual conservará este simbolismo del fuego como uno de los más expresivos de la acción del Espíritu Santo. <No extingáis el Espítitu> (Primera Carta a los Tesalonicenses de San Pablo, 5, 19)”