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sábado, 20 de agosto de 2016

JESÚS Y EL RETO DE LA EVANGELIZACIÓN SIGLO X (1º Parte)


 
 
 
 



En una conferencia pronunciada durante un <Congreso de catequistas y profesores de religión>, celebrado en Roma en el año 2000, el por entonces Cardenal Joseph Ratzinger (Posteriormente elegido Papa con el nombre de Benedicto XVI), definió de una forma preclara el concepto de  evangelizar. Él aseguraba lo siguiente:

“La vida humana no se realiza por sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto incompleto, que es preciso seguir realizando…

¿Cómo se lleva a cabo este proyecto de realización del hombre? ¿Cómo se aprende a vivir? ¿Cuál es el camino que lleva a la felicidad?...

Evangelizar quiere decir mostrar el camino, enseñar el arte de vivir”

 

Todos aquellas personas que de una u otra forma se han sentido llamadas a evangelizar, y se han implicado en esta labor, han de aceptar que la definición del Papa Benedicto XVI, no es solamente correcta, sino que refleja, de forma viva lo que significa esta experiencia maravillosa; porque en definitiva, evangelizar es en verdad, aquello que enseña el arte de vivir… de vivir teniendo como meta la santidad y el deseo de alcanzar la verdadera felicidad, alcanzar el Reino de Dios.

Pues bien, para aquel que llegaría a ser un día Papa, la impaciencia era una tentación peligrosa que podía seducir al hombre en la búsqueda de un éxito inmediato en el campo de trabajo de la evangelización; porque como  aseguraba,  no era ésta una aptitud adecuada para alcanzar el Reino de Dios (Ibid):

“Para el Reino de Dios, así como para la evangelización, instrumento y vehículo del Reino de Dios, vale siempre la parábola del grano de mostaza (Mc 4,31-32). El Reino de Dios vuelve a comenzar siempre bajo este signo. La <Nueva Evangelización> no puede querer decir atraer inmediatamente con nuevos métodos, más refinados, a las grandes masas que se han alejado de la Iglesia. No, no es ésta la promesa de la <Nueva Evangelización>.

<Nueva evangelización> significa no contentarse con el hecho de que el grano de mostaza haya crecido en el gran árbol de la Iglesia Universal, ni pensar que basta el hecho de que  en sus ramas puedan anidar aves de todo tipo, sino actuar de nuevo valientemente, con la humildad del granito, dejando que Dios decida cuando y como crecerá (Mc 4,26-29)”

 

La parábola del grano de mostaza fue relatada por los tres evangelistas sinópticos, pero es el relato de Marcos, el que utiliza como ejemplo el Papa Benedicto XVI, el cual, de forma más sencilla y visual, nos muestra las intenciones de Jesús con respecto a la tarea de la evangelización (Mc 4, 30-32) (Ibid):

“¿Con qué compararemos el Reino de Dios o con qué parábola lo expondremos? / Sucede con él, lo que con el grano de mostaza. Cuando se siembra en tierra, es la más pequeña de todas las semillas / Pero, una vez sembrada, crece, se hace mayor que cualquier hortaliza y echa ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar a su sombra”

 

Verdaderamente esta pequeña parábola es una de las más hermosas de las propuestas por Jesús, porque de una forma muy eficaz es capaz de poner de manifiesto con clarividencia lo que puede ser el Reino de Dios. Por otra parte, el Reino de Dios, tal como Él quiere demostrarnos con dicha parábola, no debería inaugurarse con la aparatosidad que el pueblo judío esperaba, sino mediante un dechado de humildad, comparable a la pequeñez de una semilla tan pequeña como el granito de mostaza.

Opinamos, a este respecto, que una forma eficaz de llevar a efecto este mensaje, podría ser revisar, despacio y con buena voluntad, lo que hicieron otras personas en el campo de la evangelización en siglos pasados, y sobre todo, reflejar de forma irreprochable, y con caridad, la labor realizada por unos hombres y mujeres cuyas vidas fueron un paradigma, llevando a cabo unas obras, en total consonancia, con el Mensaje de Cristo; los santos son aquellos elegidos por Dios, que han sabido actuar con la premisa del granito de mostaza de la parábola de Jesús, y por eso la Iglesia, los ha tomado siempre como modelos a  seguir, tal como defendería el Papa San Juan Pablo II, en su Carta Apostólica <Sanctorum Altrix>:

“La Iglesia, madre de santos, presenta ante sus hijos, como maestros de vida a aquellos que, con un espléndido ejercicio de virtudes, siguieron fielmente a Cristo, su Esposo, afín de que, imitando su ejemplo puedan llegar a una perfecta unión con Dios, aún en medio de las distracciones del mundo, llegando así a su propia meta. Esos excelsos hombres y mujeres, aún sometidos durante su vida terrena a los especiales acontecimientos de su tiempo, principalmente culturales, hicieron, sin embargo, resplandecer, por su modo de vivir y su doctrina, un aspecto particular del Misterio de Cristo que, separando los estrechos límites del tiempo sigue conservando hoy su fuerza y su vigor”

 

Por eso, recordar las vidas de algunos de los santos de siglos pasados, incluso de aquellos que vivieron en la Alta Edad Media, podría ayudarnos a tomar en valor, como ejemplo vital su mensaje espiritual y social, sopesando siempre la situación del contexto histórico en que se desenvolvieron,  durante su estancia sobre la tierra.

Durante el siglo X, el Imperio Bizantino y el primer Imperio Búlgaro, disputaron y trataron de anexionarse los territorios Balcánicos, así, en el año 917, los búlgaros bajo el reinado de Simeón I, llegaron a derrotar al ejército del Imperio Bizantino, en la famosa batalla de Aqueloó. Por otra parte, durante el llamado <Renacimiento macedonio> (867-1056), el Imperio de Oriente se vio forzado a luchar también por la supremacía en la zona mediterránea oriental, debido a los ataques constantes de los ejércitos del norte de África, y en particular de los egipcios.

A pesar de todo ello, durante este siglo, también hubo éxitos militares  en otras zonas del Imperio Bizantino, lo cual llevó a la recuperación de algunos territorios perdidos siglos pasados. Sucedió, que Nicéforo II (Focas) (963-969), reconquistó el norte de Siria, y también Antioquía, así como Creta en el año 961 y Chipre en el año 965.

Sin duda para el Imperio Bizantino, en el siglo X, los peores enemigos fueron  los búlgaros, los cuales, sin embargo, ya se habían convertido al cristianismo durante el siglo IX. El zar Simeón I, que había vivido y recibido educación en su juventud en la capital del Imperio, Constantinopla, más tarde, durante su reinado estuvo a punto de atacar este baluarte bizantino, y por otra parte, en el año 927, tras diversas batallas, su reino se extendió ya, por gran parte de Macedonia y Francia, además de Serbia y Albania.

Tras el reinado de Simeón I, le sucedió en el trono, su hijo Pedro I (927-969), hombre profundamente religioso que mandó construir un gran número de Iglesias, por lo que a su muerte fue canonizado por la Iglesia Ortodoxa Búlgara. Hay que recordar también que durante este tiempo, los conflictos con el imperio de Bizancio continuaron,  agravándose en grado sumo, aunque también existieron ciertos períodos de tranquilidad, e incluso se llegó a firmar un convenio de paz pasajero con el emperador Nicéforo II, coincidiendo con la inquietud de este emperador, ante los éxitos militares alcanzados contra los búlgaros, por el príncipe de Kiev, Sviatoslav Igorevich.

Por otra parte, el emperador Nicéforo II y el zar Pedro I, llegaron a sellar unos compromisos matrimoniales entre los futuros emperadores, menores de edad, Basilio II y Constantino VIII, con dos princesas búlgaras con el propósito de conseguir la paz tan deseada, y a cambio, Pedro I logró que las tropas de Kiev se retiraran momentáneamente. A pesar de este éxito por la paz temporal, la reconciliación de Bizancio y Bulgaria no duró mucho tiempo y se vino abajo cuando el Imperio de Oriente, de nuevo, fue atacado por Sviatoslav en el año 969, siendo derrotado. Según parece, por entonces el zar Pedro I, sufrió un derrame cerebral que le llevó a abdicar  en su hijo Boris II, retirándose a un monasterio, donde murió en el año 970.

Boris II era el hijo mayor de zar Pedro I, pero por diversas circunstancias del momento histórico que le tocó vivir, sólo reinó algo más de un año. A la muerte de éste, subió al trono su hermano Román (977-991 ó 997), pero aunque oficialmente éste fue reconocido como gobernador de Bulgaria, los asuntos militares recayeron en manos de Samuel, un general de su ejército.

Mientras Román se dedicó a fortalecer la Iglesia cristiana ortodoxa, al igual que hiciera su padre Pedro I, tras un ataque de los bizantinos, sufrió cautiverio durante el reinado de Basilio II, muriendo hacia el año 997. En este mismo año, el general de los ejércitos búlgaros, Samuel, fue proclamado nuevo zar de Bulgaria  (997-1014). Este antiguo militar, consiguió grandes victorias militares para su país, apoderándose de  gran parte de los Balcanes, por lo que es considerado uno de los zares más importantes de Bulgaria y de la República Macedonia.

Tras recordar muy brevemente como se desarrollaron, diversos acontecimientos, en el contexto  histórico,  del  Imperio Bizantino y del Imperio  Búlgaro, durante el siglo X, podemos tratar de comprender mejor, los grandes retos que la evangelización de estos pueblos supusieron, para aquellos hombres que los abordaron. Con todo, se puede asegurar, que durante mucho tiempo, Bizancio fue el único referente cristiano existente en aquella zona del mundo, frente a las tropas de pueblos paganos, y aunque en dicho siglo las relaciones entre la Iglesia de Roma y el Imperio de Oriente, estaban ya prácticamente rotas, el mensaje de Cristo siguió presente en Oriente, siendo muchos los emperadores que protegieron a los Patriarcas ortodoxos de la época.

La antigua Basílica Patriarcal ortodoxa, desde el año 360 de su dedicación hasta 1453, fue la Catedral Ortodoxa Bizantina, de rito oriental (sita en Constantinopla), y los bizantinos siempre se sintieron orgullosos de esta obra magistral de la arquitectura, cuyas murallas y techos de su interior, están recubiertos con mosaicos que representan escenas religiosas de la vida de Cristo.

De cualquier forma, teniendo en cuenta,  algunos de los datos históricos del siglo X anteriormente recordados, se deduce que la vida en Bizancio no debía de ser ni fácil, ni tranquila, y mucho menos propensa a la vida religiosa en aquellos momentos. Según cuentan las crónicas, el pueblo estaba fundamentalmente dedicado a la búsqueda de la diversión y las actividades laicas, muy importantes en aquella zona, que se encuentra entre Europa y Asia, y que por tanto, era ya un centro comercial y económico muy importante desde principios de la Edad Media. Sin embargo, la vida cultural también floreció durante este siglo, especialmente gracias a la labor realizada por los monjes de los numerosos monasterios, existentes ya, desde siglos anteriores en todo el Imperio.

Abundaron los teólogos y los historiadores entre los que cabe destacar a San Lucas Taumaturgo (896-946 ó 945), venerado por la Iglesia Católica y las Iglesias Orientales. Este santo varón desde edad muy temprana, vivió como eremita en el monte, y además, fue estilita, esto es, monje cristiano de Oriente medio, que vivía en oración y penitencia sobre una plataforma colocada en la cima de una columna, costumbre cuyo origen se cree que era debida a Simón el Estilita. Además, según sus hagiógrafos,  fue uno de los primeros santos del que se conoce que levitaba mientras oraba.

Este santo varón, hijo de Esteban y de Eufrasina, había vivido en Aegina, isla griega situada en medio del golfo Sarónico y de Tesalia, una de las trece periferias de Grecia, que durante el siglo X formaba parte del Imperio Bizantino, pero que en el año 977, fue conquistada por los búlgaros, que permanecieron allí hasta el año 1014.

Los padres de San Lucas eran campesinos, se dedicaban por tanto al cuidado de sus campos y de su ganado, y pusieron a su hijo a edad temprana a cuidar las ovejas y a cultivar sus terrenos. Ya entonces Lucas se comportaba como una persona con vocación de santidad, porque se cuenta que cuando trabajaba en sus campos, esparcía la mitad de las semillas que le daban sus padres para sembrar, en los campos de la gente más humilde, y además compartía sus alimentos y su ropa con los más necesitados.

Cuando murió su padre marchó a Tesalia con la intención de ingresar en un monasterio, sin embargo, fue capturado por algunos soldados que le creyeron un esclavo fugitivo. Padeció mucho durante su cautiverio hasta que finalmente pudo regresar a su casa donde no fue bien recibido; por suerte unos monjes que iban de camino a Roma y que fueron auxiliados por la madre del santo, convencieron a ésta para que permitieran viajar a su hijo con ellos hasta Atenas, donde por fin el muchacho pudo ingresar en un monasterio como era su deseo.

La suerte, sin embargo, siguió estando en su contra,  puesto que tuvo que regresar a su casa en Tesalónica, debido a que el superior del monasterio, tuvo una visión que le mostraba a la madre del muchacho llamándole porque le necesitaba.

Finalmente, después de todos estos inicios tan negativos, a los dieciocho años pudo salir de nuevo de su hogar, de forma definitiva, para afincarse en el monte Joannitza cerca de Corinto, donde construyó una ermita, para llevar la vida austera que siempre había deseado, orando de noche y de día; se cuenta que casi no dormía, pero era alegre y obraba milagros por la gracia de Dios, tanto a lo largo de su vida, como después de su muerte.

Otro ejemplo de vida cristiana inestimable, del Imperio Bizantino del siglo X, lo encontramos en San Atanasio de Athos (920-1003), fundador del gran monasterio del Monte de Athos, zona montañosa de la península más oriental de las tres que se extienden hacia el sur de ésta, Calcídica (Macedonia Central).

La comunidad monástica del Monte de Athos, se fundó en el año 963 con la ayuda del emperador Basilio II, bajo la regla de San Basilio, uno de los grandes Padres de la Iglesia Católica del siglo IV.

San Atanasio nació en Trebisonda, en el seno de una familia bizantina originaria de Antioquía. Sus padres murieron cuando era muy joven, haciéndose cargo de su educación un pariente de su madre, el cual tuvo la gran generosidad de enviarle a estudiar a Constantinopla.

Siendo ya profesor, conoció al Abad del monasterio situado en el Monte Kyminas de Bitinia, lo cual le hizo plantearse seguramente la vocación ascética. Durante su estancia en este monasterio  tuvo ocasión de conocer a Nicéforo II, el que sería futuro emperador de Bizancio.

Finalmente decidido como estaba por la vida eremita, se alejó del mundo definitivamente retirándose al Monte de Athos, con la sola compañía de sus libros.

No obstante hacia el año 960, en un encuentro fortuito con el futuro emperador Nicéforo, éste le convenció para que le acompañara en la campaña bélica de Creta, y por la ayuda que le prestó el santo, cuando Nicéforo fue proclamado emperador, le ayudó para construir una Iglesia dedicada a la madre de Dios en el Monte Athos.

Posteriormente a estos hechos, fundó el monasterio de la gran Laura o gran Monasterio; a pesar del éxito inicial con la fundación de este monasterio, se produjeron algunos desacuerdos entre los monjes que primeramente lo ocuparon, por causas relacionadas con la forma de vida que San Atanasio quería implantar, y ello hizo que éste decidiera alejarse de allí, para instalarse en Chipre.

Durante su estancia en Chipre, tuvo una visión que le hizo regresar al monasterio inicialmente fundado por él, para poner orden y concierto entre los monjes, los cuales se encontraban, en esos momentos, en una situación precaria, y al conseguir la paz entre ellos, fue nombrado definitivamente, Abad del monasterio. Escribió la regla de vida para los monjes, basándose en la de San Teodoro Estudita, y San Basilio, y con el apoyo de la Corte siguió fundando monasterios, colaborando siempre en su construcción; trabajaba como carpintero junto con los obreros. Precisamente, parece que murió a consecuencia de un accidente de trabajo  durante la construcción de uno  de estos monasterios, hacia el año 1003.

Coetáneo de San Atanasio fue San Simeón, el Nuevo Teólogo (949-1022), venerado por la Iglesia Ortodoxa, que le considera el último de los tres grandes teólogos de ésta, junto a San Juan el Apóstol y San Gregorio Nacianceno. Nació en Galacia (Plagonia), y estudió igual que San Atanasio en Constantinopla. Inicialmente vivió en la Corte del Emperador Basilio, pero al cabo  de un cierto tiempo se retiró de la misma para hacer vida ascética en el Monasterio de Studión. Posteriormente llegó a ser Abad del Monasterio de San Mames en Constantinopla.

Su doctrina monástica era la llamada <hesicasmo>  (Doctrina divulgada por Evagrio Póntico en el siglo IV d.C) cuyo objetivo era encontrar la paz interior en unión mística con Dios; para alcanzar este objetivo se requería la soledad, el silencio y la quietud, así como la ausencia de preocupaciones y sobre todo la sobriedad. La estricta disciplina monástica que pretendía San Simeón imponer sobre los monjes, no fue aceptada con agrado por todos, que la rechazaron, e incluso se cuenta que algunos intentaron matar al santo varón. Finalmente este rechazo inicial no llegó a progresar y pudo mantenerse como Abad en dicho monasterio.

Por otra parte, también sufrió dura repulsa por parte de las autoridades de Constantinopla que veían con reparos tanto recato y soledad en los monjes, y ello si, le obligó finalmente a abandonar este monasterio, trasladándose a otro, concretamente al de Santa Makrina, donde por fin  se pudo retirar para alcanzar la ausencia de preocupaciones y la sobriedad que siempre había deseado.

Este polémico personaje, dejó algunas obras interesantes no sólo para la Iglesia de Oriente Ortodoxa, sino también para la Iglesia Católica de Occidente, como por ejemplo, los <Himnos de amor divino> y algunos <Discursos Teológicos>.

Sobre el tema de la técnica de meditación utilizada por San Simeón, la Iglesia católica se ha pronunciado siempre con cautela, sobre todo en tiempos como los actuales en los que la difusión de métodos de relajación orientales, en el mundo cristiano y, en particular, en las comunidades eclesiales, implican un poderoso intento de mezcolanza, no exento de riesgos y errores; por eso las nuevas propuestas en este sentido, de armonización entre la meditación cristiana y las técnicas orientales (muchas veces utilizadas en la meditación de algunas iglesias cristianas no católicas), deberían ser examinadas con discernimiento y cuidadosamente, para evitar caer en el sincretismo (fusión y asimilación de elementos muy diferentes).

“Todo fiel debe buscar y puede encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración en la variedad y riqueza de la oración cristiana enseñada por la Iglesia, pero todos estos caminos personales confluyen, al final, en aquel camino del Padre, que Jesucristo ha proclamado, que es Él mismo. En la búsqueda del propio camino, cada uno se dejará, pues, conducir no tanto por sus gustos personales cuanto por el Espíritu Santo que le guía, a través de Cristo, al Padre”

(Congregación para la doctrina de la fe. Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la meditación cristiana; 15 de octubre de 1989)

 

En la  Iglesia Búlgara también hubo hombres santos durante el siglo X, y entre ellos destaca San Juan de Rila, por su gran humildad y amor a Jesucristo.

Nació a finales del siglo IX en una localidad no muy lejana de Rila, la montaña más alta de Bulgaria, y de la península de los Balcanes.

Había estudiado para ser sacerdote, y  cansado de la vida social de su tiempo sintió muy pronto la llamada de Dios para hacerse ermitaño. Estando tan cerca de un lugar tan apropiado para el aislamiento del mundo, como es el Monte de Rila, tuvo todo a su favor, para conseguir sus propósitos.

Sus hagiógrafos aseguran que vivió en aquel lugar de forma sumamente ascética, pues su hogar, era el hueco de un árbol tallado en forma de ataúd. Su fama como hombre santo fue pronto reconocida por sus compatriotas que acudieron en gran número hasta aquel rincón de la naturaleza, casi siempre con el ánimo de seguir su ejemplo. Esto le llevó al santo varón a tener que compartir, aquel recóndito lugar, con las piadosas personas que acudían hasta él, aunque siempre prefirió la soledad y el retiro. Cundió también entre estas gentes la información de que el santo hacía milagros, sanando a algunos que le pidieron ayuda, y esto aumentó si cabe más su fama, y la querencia de las gentes por aquel lugar santo.

Se cuenta también, que cierto hombre poderoso, que había sido testigo de sus milagros, llegó a construir en la entrada de la cueva donde se alojaba el santo una pequeña Iglesia, como agradecimiento al mismo, y más tarde, en otros lugares cercanos, otros seguidores del santo construyeron a su vez otras Iglesias mayores; incluso el mismo zar búlgaro, en aquel momento, Pedro I (927-968), se estima que también pudiera haber subido al monte, para hablar con aquel hombre sabio, aunque sólo consiguiera con esta visita, que el santo le saludara en la noche, con una antorcha desde otra montaña.

La tumba de San Juan de Rila, se convirtió en un sitio sagrado, que con el tiempo, fue creciendo tanto en tamaño como en riqueza, y aún hoy en día, miles de visitantes, ya sean simples turistas, o creyentes procedentes de distintos lugares del mundo, acuden al lugar, donde según se cree, se conserva el cuerpo momificado del santo. Fue canonizado por la Iglesia de Roma  (antes de la separación de la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa).

La cultura bizantina, y con ella el cristianismo, se extendió durante todo el siglo X a causa de los pueblos eslavos orientales. El primer estado eslavo oriental, fue <La Rus de Kiev>, fundado por Oleg de Nóvgorod, príncipe varego (los varegos eran wikingos suecos que se trasladaron  hacia el este y sur a través de lo que hoy conocemos como Rusia, Bielorrusia y Ucrania), el cual trasladó la capital de <La Rus>, de Nóvgorod, a Kiev, controlando este poderoso estado entre los años 882  a 912, aunque las crónicas sobre este tema no siempre se ponen de acuerdo en que fechas tuvo lugar, tan magno suceso histórico.

El sucesor de Oleg, fue con cierta seguridad, Igor de Kiev (912-945), del que se tiene muy poca información, aunque parece que intentó atacar por dos veces la capital del Imperio, Constantinopla, sin éxito; firmando finalmente un tratado con el emperador de Oriente. A su muerte subió al trono Olga de Kiev, también de origen varego, que se habría casado con Igor, probablemente a principios del siglo X.

Fue la primera soberana rusa que se convirtió al cristianismo ortodoxo, es venerada, como santa, por la Iglesia Ortodoxa, gracias a su labor incansable por la conversión al cristianismo de su pueblo, aunque no logró convertir a esta religión a su propio hijo, Sviatoslav I de Kiev, que sucedió a su madre a la muerte de ésta.

Sviatoslav I de Kiev, fue un gobernante famoso por sus campañas militares, durante todo su reinado (942-972), provocando la caída de Jazaria, y el primer imperio búlgaro. Así mismo, luchó contra los búlgaros del Volga, y contra la tribu de los alanos venciéndolos y sometiéndolos bajo su poder.

Después de su corto reinado, había creado una <Rus de Kiev> poderosa, pero tras su muerte, que tuvo lugar según se cuenta en plena batalla, este imperio se vino abajo, no se consolidó, por el estallido de una guerra civil entre los posibles sucesores de Sviatoslav.

Sviatoslav no se había convertido al cristianismo, seguía adorando al Dios pagano Perúm, y a otros dioses de la mitología eslava, sin embargo, uno sus hijos, concretamente Vladimiro I de Kiev, fue el primero, que por fin, llevó el cristianismo a su país en el año 988.

Según las crónicas de la época, este monarca, fue el último hijo de Sviatoslav I y Malusha, una esclava que según la leyenda profetizaba, que vivió hasta los cien años, y que probablemente era de origen nórdico.

Al principio, Vladimiro seguía siendo pagano, como sus antepasados, exceptuando el caso especial de Olga de Kiev, pero  tuvo la feliz idea de interesarse por otras religiones existentes en  su época, y mandó emisarios para conocer sus fundamentos; finalmente tras los informes recibidos de los mismos, se inclinó en favor del cristianismo ortodoxo, del Imperio Bizantino, y al mismo tiempo, tomó como esposa a una hermana del Emperador Basilio II (Ana Porfirogeneta, que previamente se había bautizado).

Cuando este hombre, considerado santo por la Iglesia Ortodoxa Católica regresó a Kiev, mandó derribar todos los monumentos paganos, y ordenó construir numerosas Iglesias dedicadas a la advocación de la <Dormición de la Virgen>.

Este hombre pagano que se convirtió al cristianismo abandonó las conquistas y se dedicó a gobernar con mesura su pueblo,  también  cristianizado, construyendo escuelas, tribunales de justicia, llegando a ser conocido por su mansedumbre y su celo en la difusión del cristianismo durante el siglo X y parte del siglo XI. De esta forma, fue  como se produjo un hecho tan importante para la expansión del cristianismo, la conversión de <La Rus de Kiev>, que fue también, un hecho político muy importante, ya que se trataba de un país mayor  que el mismo Imperio de Oriente, el cual finalmente, quedó bajo la influencia de Bizancio.

Por otra parte, las relaciones de Bizancio con Occidente siguieron siendo tensas durante todo el siglo X, aunque los emperadores de Oriente, ejercieron cierta influencia sobre Italia, con objeto de alcanzar la normalización entre las Iglesias de Oriente y Occidente. La ruptura definitiva entre ambas Iglesias se produciría más tarde, en el siglo XI, con el estallido definitivo del llamado <Cisma de Oriente>, que fue una gran desgracia para ambas Iglesias, y que aún en nuestros días oscurece la realidad de los seguidores de Cristo.

Sin embargo como diría el Papa San Juan Pablo II (Cruzando el umbral de la esperanza. La búsqueda de la unidad perdida. Editado por Vittorio Messori. Círculo de lectores S.A. por cortesía de Plaza& Jane editores. S.A. 1994)

“Lo que nos une es más grande de cuanto nos divide: los Documentos Conciliares (Vaticano II), dan forma más concreta a esta fundamental intuición de Juan XXIII. Todos creemos en el mismo Cristo; y esa fe es esencialmente el patrimonio heredado de la enseñanza de los siete primeros Concilios Ecuménicos anteriores al año 1000. Existen por tanto las bases para un diálogo, para la ampliación del espacio de la unidad, que debe caminar parejo con la superación de las divisiones, en gran medida consecuencia de la convicción de poseer en exclusiva la verdad.

Las divisiones son ciertamente contrarias a cuanto había establecido Cristo. No es posible imaginar que esta Iglesia, instituida por Cristo sobre el fundamento de los apóstoles y de Pedro, no sea una. Se puede en cambio comprender como en el curso de los siglos, en contacto con situaciones políticas distintas, los creyentes hayan podido interpretar con distintos acentos el mismo mensaje que proviene de Cristo.

Esos diversos modos de entender y de practicar la fe en Cristo pueden en ciertos casos ser complementarios; no tienen por qué excluirse necesariamente entre sí. Hace falta buena voluntad para comprobar todo aquello en lo que las varias interpretaciones y prácticas de la fe se pueden recíprocamente compenetrar e integrar. Hay también que determinar en qué punto se sitúa la frontera de la división real, más allá de la cual la fe quedaría comprometida. Es legítimo afirmar que entre la Iglesia Católica y la Ortodoxa la diferencia no es muy profunda”