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jueves, 1 de junio de 2017

MENSAJEROS DEL EVANGELIO: Los primeros siglos (3ª Parte)

 
 
 
 
 
 
 
Esta frase de Jesús: <venid y lo veréis>, es una dulce invitación a iniciar con Él trato amistoso y familiar, por eso sus primeros discípulos se quedaron con Él, ya que esto era lo que realmente ansiaban. Los cristianos de todos los tiempos estamos llamados a seguir el ejemplo de sus primeros discípulos. Por otra parte, sin duda, una pregunta que todo hombre se realiza, en alguna ocasión, a lo largo de su vida es: ¿Cuál es el camino que lleva a la felicidad?


La respuesta se encuentra en Jesús, el cual desde el inicio de su vida pública aseguraba: <He venido para evangelizar a los pobres> (Lc 4, 18), lo que significa que solo Él puede comunicar el arte de evangelizar porque Él, es, el Evangelio en Persona.

La evangelización de los pueblos, es especialmente importante en estos tiempos, cuando la dictadura del relativismo pretende obscurecer el Mensaje de Cristo. Sin duda, hoy en día algunas ovejas pérdidas tratan de apartar las creencias religiosas del campo de la vida pública, relegándolas a la vida privada, simplemente con la excusa de que son una amenaza para la igualdad  del hombre, cuestión, totalmente inexacta. Por el contrario el conocimiento de la Palabra es una garantía auténtica de libertad y de respeto hacia el prójimo, hacia cada persona, pues todos los seres humanos hemos sido creados por  Dios.
 
 
 
Cinco años después de su nombramiento como Pontífice de la Iglesia de Cristo, Benedicto XVI concedió una entrevista al conocido periodista Peter Seewald, el cual le trasladó al Papa algunas de las preguntas que por entonces, y aún hoy, se hacen muchos católicos y no católicos, a las que éste respondió con gran acierto, quedando reflejadas sus respuestas posteriormente en un libro muy interesante que toda persona deseosa de aportar algo a la llamada <nueva evangelización> debería leer.


Así, por ejemplo, a la pregunta del periodista sobre la Iglesia, la fe y la sociedad, más concretamente, al preguntarle acerca de la nueva forma de vida del hombre de hoy, el Papa entre otras muchas  cosas reconocía que: “En nuestros días vemos cómo el mundo corre peligro de deslizarse hacia el abismo… El desarrollo del pensamiento moderno centrado en el progreso y en la ciencia ha creado una mentalidad por la cual se cree poder hacer prescindible la <hipótesis de Dios>… El hombre piensa hoy poder hacer por sí mismo todo lo que antes sólo esperaba de Dios…
Según este modelo de pensamiento, que se considera científico, las cosas de la fe aparecen como arcaicas, míticas, como pertenecientes a una civilización pasada…

El hombre ya no busca más el misterio, lo divino, sino que cree saber: la ciencia descifrará en algún momento todo aquello que todavía no entendemos… Es sólo cuestión de tiempo; entonces, lo dominaremos todo…”

Sí, el Papa  Benedicto XVI  siempre ha conocido muy bien la sociedad que le tocó vivir, y más concretamente la de aquellos años en los que ejerció como Cabeza de la Iglesia Católica. Por eso se daba cuenta del cariz que estaba tomando el pensamiento humano, alejándose de Dios para poner al hombre en su lugar.

 
 
El Pontifice, ante esta situación, ya perpetuada a principios del siglo XXI, intuía que: “Nos encontraríamos realmente en una era en la que se haría necesaria una <Nueva evangelización>, en la que el único Evangelio debería ser anunciado en su inmensa y permanente racionalidad y, al mismo tiempo, en su poder, que sobrepasa la racionalidad, para llegar nuevamente a nuestro pensamiento y nuestra comprensión” (La luz del mundo. El Papa y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald. Herder www.erdereditorial. 2010)

Por otra parte, sin duda, el cristianismo es una religión que de acuerdo con su fundador, Nuestro Señor Jesucristo, garantiza auténtica libertad y respeto a los hombres , moviéndolos a considerarse hijos adoptivos de Dios, y por tanto, a cumplir la Ley Nueva dada por Jesús: <Amarse y respetarse como Él nos ha amado>.

No obstante, este comportamiento exigido por Cristo a todos sus seguidores, no siempre se ha respetado como debería, y esto ha sido así no sólo en los últimos siglos, sino también en todos los anteriores, después de la venida del Mesías, tal como sucedió en el siglo XI, tristemente célebre por una serie de acontecimientos históricos entre los que destaca el llamado: <Cisma de Oriente>, esto es, la escisión  con la Iglesia Romana, por una parte de la cristiandad oriental, la cual se había iniciado con otro Cisma, que en principio parecía prácticamente superado, el llamado: <Cisma de Focio>.

Focio fue, un hombre culto conocedor de las ciencias políticas y teológicas, que llegó a ser secretario del Imperio, y Patriarca de la Iglesia de Oriente. Muy ilustrado, no cabe duda, al que se deben libros de historia sobre autores cristianos y paganos, además de otros tratados teológicos menos conocidos, pero tenía un terrible defecto, su inconmensurable ambición, la cual le llevó al enfrentamiento con la Iglesia de Roma, sin tener en cuenta las consecuencias que ello provocaría.

 
 
Los Patriarcas sucesores de Focio, aunque persistieron en las tentativas de independizarse de Roma, conservaron las apariencias, manteniendo relativamente,  buenas relaciones con los Pontífices de Roma. Esto fue así hasta mediados del siglo XI,  pero a partir  de este tiempo, se consumó definitivamente la separación entre las Iglesias de Oriente y de Occidente, esto es,  se produjo el llamado  <Cisma de Oriente>, suceso que tuvo lugar siendo Patriarca de la Iglesia de Oriente Miguel I Cerulario.

Hasta este terrible momento las rencillas entre ambas Iglesias, parecían estar casi zanjadas, aunque la realidad, como se demostró más tarde, era otra muy distinta.

Los Pontífices que ocuparon la Silla de Pedro durante la primera mitad del siglo XI, antes de estallar el Cisma, fueron aproximadamente una docena, y decimos aproximadamente, porque concretamente uno de ellos estuvo ocupándola en tres ocasiones distintas, nos referimos a Benedicto IX, que fue nombrado Cabeza de la Iglesia en  tres períodos de este siglo: (1032-1044), en el año 1045, y por último, desde 1048 a 1055.

Así mismo, algunos Papas mantuvieron tan alto privilegio, dentro de la Iglesia de Cristo, un período cortísimo de tiempo, como le sucedió a Juan XVII (1003), el cual estuvo solamente cinco meses en la Silla de Pedro, y a Silvestre III (1045), que solamente estuvo veinte días, esto nos da idea ya, de un hecho evidente: Nos encontramos, durante esta primera parte del siglo XI, en un período caótico para la Iglesia, que ya se había iniciado en siglos pasados. Solamente el último Papa de esta época fue considerado santo por la Iglesia Católica, nos referimos, a San León IX (1049-1054).

Habría que analizar aunque fuera someramente los acontecimientos históricos más relevantes que tuvieron lugar durante esta primera parte del siglo XI para llegar a entender las causas por las que la Silla de Pedro se vio abocada a tantos vaivenes y  dificultades.

 
 
En primer lugar debemos recordar que durante el siglo XI, en Europa persistía aún el llamado Sacro Imperio romano-germánico, pero muy disminuido en sus posesiones territoriales, y rodeado por una serie de ducados cuyo poder iba en aumento. Así, por ejemplo, en el año 1000, Francia ya se había convertido en un reino  compuesto por una serie de territorios independientes gobernados por condes o duques, que a su vez, estaban divididos en señoríos menores, regidos por castellanos y caballeros. Por otra parte, se produjo un gran avance tecnológico que provocó el aumento de productividad en la agricultura durante este periodo de la  Alta Edad Media.

En Alemania, la realeza tomó un carácter electivo y el feudalismo se hizo también poderoso, a pesar de que el título imperial se vinculaba a sus reyes. Sin embargo este imperio no tuvo ya la pretensión de ser el heredero, como sucedió con el carolingio, del imperio romano, pero la intervención de ayuda de Otón I en Italia, llamado por el Papa, lo transformó en romano-germánico. Éste imperio a diferencia del carolingio intervino en los asuntos exclusivos de la Iglesia, y ello conduciría a una pugna entre los emperadores y los Papas provocando el llamado <Conflicto de las investiduras>.

 En Francia, la dinastía Capeta sucedió a la Carolingia sin interrupción en el año 987, manteniendo viva la memoria por la que en otro tiempo toda la nación había debido lealtad a un único rey. En el norte de Italia, a finales del siglo X, varios dirigentes locales se pelearon entre sí reclamando la realeza carolingia. Pero en la práctica ni los herederos de Otón en Italia ni de los Capetos, en Francia, fueron capaces de controlar los territorios que reclamaban para gobernar. De esta forma en el año 1000, el verdadero poder político y militar en el continente europeo había pasado a manos de hombres de rango inferior: duques, condes, castellanos y caballeros. El símbolo de su autoridad era, el castillo, muchas veces una torre de madera situada en una colina, y rodeada por una empalizada, pero que si estaba defendida por una fuerza suficiente de caballeros, este castillo de madera, podía convertirse en una fortificación formidable, capaz de intimidar a los campesinos de una zona y sobre todo capaz de resistir los ataques de los Señores rivales.

 
 
 
Desde sus castillos estos Señores feudales dirigían territorios independientes en los que ejercían no sólo los derechos de propiedad como terratenientes sobre los trabajadores del campo, sino también los derechos públicos de acuñar moneda, juzgar casos legales, librar guerras o incluso recaudar impuestos e imponer peajes. En definitiva, se puede decir que en el año 1000, a consecuencia del feudalismo, Europa era menos poderosa, sin embargo, desde el punto de vista de la vida religiosa se puede asegurar también, que hubo un resurgimiento de la Iglesia a  pesar de la situación caótica  en aquellos momentos de la historia, gracias a su  gran esfuerzo para extender las Palabra de Cristo entre los laicos,  favorecer la proliferación de las iglesias locales, y  desarrollar nuevas órdenes religiosas.

De cualquier forma el siglo XI puede considerarse, especialmente en su primera mitad, una época en la que reinó el espíritu cristiano, donde destacaron por su santidad, algunos grandes hombres. Así mismo, fueron unos años en los que continuó el reconocimiento del poder temporal de los Pontífices y la Iglesia mantuvo su espíritu en las instituciones políticas, prosiguió la renovación y unificación de la liturgia y florecieron las grandes figuras Papales, entre las que caben destacar a San León IX  (1049-1054),y Nicolás II (1059-1061).

Por otra parte, recordemos  que la Iglesia había concedido a Carlomagno y sus sucesores y más tarde a Otón I y a los suyos, ciertos privilegios por la adhesión y auxilio a la Santa Sede siempre que esta lo solicitaba. Estos monarcas en general habían ayudado a la Iglesia promocionando la construcción de nuevas Abadías y Obispados, pero poco a poco se fueron arrogando no sólo el poder temporal, sino el espiritual por la concesión del  anillo y el báculo a los Pontífices.

De esta situación, derivó el hecho de que en ocasiones se nombrará personas no dignas para cargos eclesiásticos por la sola voluntad del monarca de turno, dando lugar a lo que se denominó como hemos comentado anteriormente la <Cuestión de la investidura>.

La Iglesia en distintas ocasiones había protestado contra estos hechos abusivos de los monarcas, y después de varios Papas que intentaron sin éxito una reforma de la Iglesia, para acabar con esta situación que conllevaba además en muchas ocasiones un pecado adicional, denominado simonía, subió a la Silla de Pedro el cardenal Hildebrando, monje de Cluny. Este hombre humilde y de gran fe, se opuso en principio a aceptar este cargo tan importante para la Iglesia Católica pero finalmente accedió al Pontificado con el nombre de Gregorio VII (1073-1085), para tratar de erradicar todos estos problemas, anteriormente comentados, de la Iglesia. Sin embargo, no fue hasta la segunda mitad del siglo XI cuando por fin la Iglesia católica se vio libre totalmente de todas estas irregularidades tan reprochables, por las que siempre ha pedido perdón.
 
 
Con todo, eso no quiere decir que en la primera mitad del siglo XI antes de que estallara el Cisma de Oriente definitivamente, no existieran ejemplos de santidad admirables dentro de la Iglesia católica e igualmente podemos recordar que también se produjeron persecuciones y hasta muertes de algunas personas que fueron fieles a Cristo con todas las consecuencias.


Recordaremos en primer lugar algunos casos ocurridos en Occidente, y más concretamente en aquella zona que hoy en día constituye parte del continente Europeo. Este fue el caso de San Gerardo Obispo de Chonad (Hungría), que había nacido en Venecia a principios del siglo XI, y había renunciado desde muy joven a los placeres mundanos para consagrarse al servicio de Dios en un monasterio.
Pasados algunos años de su retiro ascético, con permiso de sus superiores, emprendió una peregrinación a Tierra Santa, con la idea de visitar el Santo Sepulcro en Jerusalén, pero al pasar por Hungría tuvo ocasión de conocer al rey de este país, Esteban, el cual habiendo tenido conocimiento de la capacidad intelectual y la enorme santidad de Gerardo, le invitó a quedarse en la corte durante algún tiempo para que le ayudara a evangelizar a sus súbditos; Gerardo aceptó la invitación del rey pero no consintió vivir dentro del recinto cortesano, sino que construyó una pequeña ermita en Beel, donde pasó siete años con la única compañía del ayuno y la oración. Sólo salía de su retiro en ocasiones a estancias del rey Esteban, un monarca verdaderamente santo, con objeto de predicar los evangelios entre las gentes de la corte, lo cual se vio recompensado por un gran número de conversiones.

El rey en agradecimiento le nombró Obispo de la Sede de Chonad, una ciudad a pocas leguas de Temeswar, donde se encontró con una población que en su mayoría practicaba la idolatría. Sin embargo, sus predicaciones alcanzaron pronto la recompensa de ver que muchas de aquellas gentes arrepentidas de sus pecados se convertían al cristianismo con gran satisfacción y  alegría del rey, el cual ya apuntaba por su comportamiento, que llegaría a ser considerado santo en su día por la Iglesia católica.

Sucedió sin embargo que el heredero de San Esteban en el trono de Hungría, (sobrino de éste), era un hombre corrupto y pecador, que en seguida consideró a San Gerardo su mortal enemigo, pero con ello consiguió que sus propios súbditos lo expulsaran del país en el año 1042, siendo entonces coronado rey, un noble llamado Abas, el cual esperaba que, según la costumbre establecida por San Esteban, el Obispo Gerardo le entregara la corona de rey, pero el santo renunció a tal privilegio  y esto no le gustó. Un par de años más tarde los mismos nobles que habían dado la corona a Abas se volvieron contra él y le cortaron la cabeza.

El país iba de mal en peor, pues no había control sobre la denominación de los monarcas que iban siendo candidatos a la corona. Finalmente un primo de San Esteban, Andrés, fue coronado pero con la condición de que restaurara la idolatría en el país.

Al enterarse San Gerardo de tal sacrilegio, se puso en contacto con otros Obispos de la zona para ir a disuadir al posible nuevo rey de tal propósito, pero cuando estos buenos hombres estaban cruzando el río Danubio se encontraron con un grupo de soldados dirigidos por el duque de Vatas, un hombre inmerso totalmente en  la idolatría, los cuales atacaron primero a Gerardo sometiéndole a una cruel lapidación y como el santo no se defendía y tampoco lograban matarlo, lo arrastraron por el suelo.

 
 
Mientras él seguía rezando con las mismas palabras que lo hiciera el protomártir de la Iglesia católica San Esteban  en recuerdo del Hijo de Dios  en la Cruz: <Señor no se lo tengas en cuenta pues no saben lo que hacen>. Al oír estas palabras aquellos acólitos del demonio le clavaron una lanza a consecuencia de la cual el santo por fin fue al encuentro del Señor, un 24 de septiembre de 1046.

Recordaremos también, aunque de forma más breve, otro ejemplo magnífico de santidad y martirio en el seno de la Iglesia católica, que tuvo lugar durante la primera mitad del siglo XI. Nos referimos a San Arialdo de Milán, el cual fue asesinado cuando intentó reformar el clero.

Había nacido en el seno de una familia noble, en Cucciago, cerca de Como. Estudió en la Om y en París, siendo poco después ordenado diácono en Milán. Junto a otros compañeros como Anselmo de Vaggio, encabezó una organización cuya intención era  renovar las costumbres del clero, inmerso por entonces en pecados  tan graves como la simonía. Sin embargo, el Obispo Guido de Veleta excomulgó al santo por este motivo y tuvo que ser el Papa Esteban IX el que levantara esta cruel e incorrecta excomunión, alentándole a que siguiera con su reforma.

No pudo ser, los esbirros de este personaje tan depravado,  asesinaron a San Arialdo de Milán y diez días más tarde de tan terrible suceso el cuerpo del santo fue encontrado en el lago Maggiore, poniendo de manifiesto el crimen cometido (1067). El Papa Alejandro IV (1254-1261), lo declaró mártir de la Iglesia católica.
 
 
 
Un aspecto interesante que convendría recordar respecto a los santos y santas de la primera mitad del siglo XI es el hecho de que entre ellos  abundaron los condes  y las condesas, los príncipes y princesas,  los reyes y las  reinas y hasta algún emperador y alguna  emperatriz.


Así por ejemplo tenemos el caso de santa Adelaida Vilich, hija del conde de Güeldress y nieta de Carlos III de Francia. Había nacido probablemente a finales del siglo X en Alemania, y era muy joven cuando ingresó en un convento cuyo carisma se basaba en la regla de San Jerónimo. Sus padres, muy religiosos, habían fundado el convento de Vilich, al otro lado de la ciudad de Bonn y a él se trasladó la joven, a la muerte de su madre, llegando a ser Abadesa del mismo.

Muy pronto corrió su fama de santidad, así como su posible capacidad de realizar milagros por la gracia de Dios, y esto atrajo la curiosidad del Arzobispo de Colonia, el cual quiso hacerla Abadesa de otro convento mayor, concretamente el de Santa María de Colonia. El emperador Otón III confirmó este nombramiento, y así la santa se mantuvo como Abadesa de dos conventos a la vez, el de Vilich y el de Santa María respectivamente, aunque su muerte tuvo lugar en el convento de Colona a principios del siglo XI (1015)

Por otra parte Santa Casilda, virgen de Toledo, era hija del rey Cano famoso por sus batallas contra los cristianos. Esta santa se cuenta que era poseedora de una rara belleza corporal, pero sobre todo, y esto es lo más importante, de una gran belleza espiritual. Socorría a los indigentes de la corte y cuando su padre se enteró, montó en cólera y la espiaba para poderla acusar con pruebas de sus indebidos actos de caridad.

 
 
 
Un día, se cuenta, que por fin la encontró en un corredor del castillo llevando un cesto lleno de panes y viandas ¿Qué llevas ahí Casilda? Le preguntó el rey su padre. Temiendo ella la reacción de su progenitor y para evitar que le arrebatara las provisiones destinadas a los pobres, contestó: <llevo rosas>. El padre no la creyó. Abrió la cesta de la santa con ánimo de ponerla en grave aprieto, por su mentira piadosa, y en lugar de viandas apareció ante sus atónitos ojos las rosas que Casilda había mencionado.

Esta joven santa no llegó a contraer matrimonio como era el deseo de su padre, porque una grave enfermedad lo impidió. Ella deseaba ardientemente profesar la religión cristiana y habiendo sabido del poder curativo de las aguas de una laguna situada en San Vicente, cerca de Briviesca, rogó la princesa a su padre la dejase partir hacia allí para tratar de curarse. El padre aceptó, porque por entonces tenía concertada una tregua bélica con el rey cristiano Fernando I el Magno. La recibieron con alegría, el rey de Castilla, los Obispos, el clero, la nobleza, así como una innumerable multitud que la siguieron hasta  la laguna, y nada más que  entró en las aguas de las mismas, se cuenta, que se produjo un milagro y sanó. Por otra parte, habiendo pedido el sacramento del bautismo y habiéndolo recibido, no quiso volver a la corte de su padre y prefirió permanecer en una ermita humilde el resto de sus días, hasta mediados del siglo XI (1050), año en el que tuvo lugar su glorioso tránsito hacia el cielo.

Todavía quisiéramos recordar a otra mujer perteneciente a la aristocracia, nos referimos a la conocida emperatriz que junto con su esposo, proclamado también santo,  fue  considerada santa por la Iglesia; este  matrimonio, constituyó un ejemplo admirable de amor a Cristo y su mensaje. Nos estamos refiriendo concretamente al matrimonio formado por Santa Cunegunda y San Enrique (Duque de Baviera), que fue elegido rey de los romanos en el año 1002. Dos años más tarde Santa Cunegunda fue junto con su esposo a Roma para ser coronados emperadores durante el Pontificado de Benedicto VIII (1012-1024). Esta santa mujer debió enfrentarse a graves calumnias sobre la promesa de fidelidad a su esposo y para evitar el escándalo entre sus súbditos, se sometió gustosa a la tremenda prueba de andar sobre brasas, prueba que superó de forma extraordinaria saliendo ilesa de la misma. El emperador su esposo ante semejante sacrificio, condenó a sus detractores e hizo ante ella grandes actos de enmienda, por haber dudado siquiera un instante de su virginidad.

Santa Cunegunda ayudó mucho a la Iglesia de su tiempo, colaborando en la construcción de nuevos monasterios. A uno de los cuales, se retiró para hacer vida ascética a la muerte de su querido esposo. Donó toda su fortuna a la Iglesia, de forma que  quedó en una situación de auténtica miseria, vistió un hábito sencillo y se consagró a Dios para el resto de su vida olvidándose totalmente de que en otro tiempo fue una rica y poderosa emperatriz. Así pasó los últimos quince años de su vida y fue tal su deseo de mortificación que cayó enferma y las religiosas del monasterio donde estaba acogida se afligieron en extremo al pensar en la cercanía de su muerte. Ella en cambio parecía feliz de poder por fin caminar al encuentro con el Señor y pidió que la enterraran con  sencillez, como cualquier otra monja, lo cual tuvo lugar en el año 1040. Su cuerpo descansa en la actualidad junto al de su esposo en  Bamberg.

A pesar de todos estos ejemplos de indudable santidad entre personas pertenecientes a la nobleza del siglo XI, debemos recordar una vez más que con el sistema político denominado feudalismo se causaron grandes estragos a la Iglesia, fundamentalmente debido a la desmedida injerencia de algunos reyes y cortesanos en los temas concernientes a la misma. Especialmente negativos fueron los problemas surgidos en algunos monasterios donde la disciplina monacal llegó a relajarse en demasía, tanto durante el siglo X como a principios del siglo XI. Contra este estado de cosas se levantó la llamada <Reforma Cluniacense>, iniciada por primera vez con Guillermo de Aquitania (910), el cual puso la abadía de Cluny bajo la dependencia absoluta del Papa.

Se produjo una segunda reforma monástica, más tarde, de los monasterios cluniacenses especialmente por toda  Europa, los cuales se pusieron bajo una sola casa matriz. De esta forma en el año 1049 existía ya un gran número de estos monasterios en una situación de plena libertad respecto de los poderes seculares o eclesiásticos locales.

Cluny tomó una enorme fama por sus elevadas normas espirituales y su vida litúrgica perfectamente reglamentada. Se cuidó mucho la mejora de las normas por las que se regía la vida religiosa, de forma que los votos benedictinos eran estrictamente necesarios para la admisión de los monjes y la selección de abades y priores, se realizaba siempre por libre elección de los monjes, sin compra ni venta del cargo como en otras ocasiones había sucedido. Esta reforma monástica tuvo una gran influencia entre los laicos, por el buen ejemplo que suponía, dando lugar a un gran número de vocaciones religiosas, y  existieron ejemplos de gran santidad entre los Obispos de la época, e incluso mártires, como San Gerardo, Obispo de Chonad, apóstol de una gran zona de Hungría pero que era natural de Venecia y había nacido a principios del siglo XI.

 
 
 
Otros Obispos santos fueron  San Ansfrido (1010) San Bononio de  Lucedio (1026), San Guerdo de Agriguento (1040) y San Macario (1012). Este último había nacido en Antioquía a finales del siglo X y a los dos años de haber sido promovido Arzobispo de Antioquía, tras la muerte de su tío, dejó la diócesis en manos de un eclesiástico llamado Eleuterio para marchar en peregrinación a Tierra Santa. Allí le acogió muy bien el Patriarca de Jerusalén pero durante su estancia en Tierra Santa tuvo la desgracia de ser secuestrado por los enemigos de la Iglesia, los cuales le sometieron a terribles martirios y finalmente le encarcelaron.


Sus  hagiógrafos narran que un ángel del Señor le liberó de su prisión y así pudo volver a Occidente. Pasó por Grecia y Dalmacia llegando finalmente a la ciudad de Colonia. Como no tenía dinero, pagaba su hospedaje por los distintos lugares que pasaba, haciendo milagros y de esta forma se cuenta que curó a muchos enfermos. Finalmente el Abad Etembaldo le recibió en el monasterio de Bavón, donde convivió con los monjes en paz y gracia de Dios, hasta el momento de su muerte,  que fue causada por una epidemia de peste. Su último milagro se dice que fue el cese de este terrible mal el mismo día de su muerte.

Es importante recordar así mismo, que durante la primera mitad del siglo XI, antes del Cisma de Oriente, y durante lo que se podría llamar período de reconstrucción del Sacro Imperio Germano-Romano, más concretamente al final del mismo, la Iglesia tuvo la suerte y enorme alegría de estar dirigida por un Papa santo, nos referimos  a San León IX (1049-1054).

León IX, nombre que quiso tomar Bruno de Egisheim Dagsburg, nació en Egisheim (Francia). A la muerte del Obispo Hermann de Toul, con sólo veinticuatro años, fue propuesto por el clero para sucederle. Años después fue proclamado Papa, llegando a Roma en el año 1049 a pie con hábito de peregrino y un prestigio de santidad reconocido. El nuevo Papa tuvo desde el principio las cosas muy claras, luchó denodadamente contra la clerogamia, establecida entre clérigos y Obispos alejados del mensaje de Cristo y declaró la simonía un grave pecado contra la fe.

Recordemos que la simonía deriva del pecado cometido por Simón el Mago, narrado por San Lucas en su libro de los <Hechos de los Apóstoles> (Hch 2,9-25). San Lucas narra que  durante un cierto tiempo este mago venía practicando la magia en la ciudad (Samaría), embaucando a las gentes que creían que era un ser extraordinario, pero cuando Felipe (el diácono), llegó a la ciudad, las cosas cambiaron radicalmente, porque Felipe predicaba el mensaje de Cristo y hacía grandes milagros, y entonces las gentes se bautizaban y le seguían a él. Habiendo oído los apóstoles lo que sucedía en Samaría y habiendo recibido la palabra de Dios que les impulsaba a ir hasta allí para comprobar (in situ), lo que sucedía, fueron Pedro y Juan los elegidos para llegar hasta aquellas gentes que todavía no habían recibido el bautismo en nombre de Jesús, ni habían recibido el Espíritu Santo. Al ver Simón el Mago que tras la imposición de las manos de los apóstoles, se impartía el Espíritu Santo, les ofreció dinero y les dijo (Hch 9,19): “Dadme también a mí ese poder para que aquellos a los que yo ponga las manos reciban el Espíritu Santo”

 
 
Pedro entonces le dijo (Hch 9,20-23): “Al infierno tú con tu dinero por pensar que el don de  Dios se puede comprar / No tienes parte ni herencia en este don, pues tus intenciones son torcidas a los ojos de Dios / Arrepiéntete de esta maldad y ruega al Señor que te perdone por haber llegado a pensar tal cosa / pues veo que estas lleno de amargura y la maldad te tiene encadenado”

Los hombres siempre debemos estar preparados ante los ataques del enemigo común, la simonía es un pecado que sigue existiendo ¡y en qué medida! en este siglo, por eso, deberíamos encomendarnos constantemente al Señor, por ejemplo con estas palabras: “Líbrame, Señor, de la muerte eterna en aquel día tremendo: En que se han de mover cielos y tierra/ Cuando vengas a juzgar al mundo por el fuego: Tiemblo y temo ante el juicio y la ira divina venidera/ Día aquel, día de la ira, de calamidad y de miseria, día grande y en extremo amargo”