En el discurso de la <Solemne apertura del Concilio Vaticano II>, el Papa Juan XXIII, refiriéndose al deber de promover la unidad cristiana y humana, se expresaba en los términos siguientes (11 de octubre de 1962):
“La Iglesia católica estima como
un deber suyo el trabajar con toda actividad para que se realice el gran
misterio de aquella unidad que con ardiente plegaria invocó Jesús al Padre
celestial, estando inminente su sacrificio…
Esto se propone el Concilio
Ecuménico Vaticano II, el cual, mientras reúne juntamente las mejores energías
de la Iglesia y se esfuerza por que los hombres acojan cada vez más
favorablemente el anuncio de la salvación, prepara en cierto modo y consolida
el camino hacia aquella unidad del género humano, que constituye el fundamento
necesario para que la Ciudad terrenal se organice a semejanza de la celestial
<en la que reine la verdad, es ley la
caridad y la extensión es la eternidad>, según San Agustín”
Para comprender mejor los hechos acaecidos entre las Iglesias ortodoxas y la católica, hay que tener en cuenta que los datos históricos en el intervalo de tiempo comprendido entre los años 1000 a 1100, sobre el poder económico, político y aún religioso, existentes tanto en Oriente como en Occidente, indican cambios importantes en cuanto al desarrollo del mundo hasta entonces conocido. Así por ejemplo, a principios del siglo XI el Continente Europeo se encontraba totalmente fracturado políticamente y además sometido al acoso militar por parte de varios pueblos bárbaros, como por ejemplo los vikingos. Estas circunstancias impedían el rápido progreso económico de la población europea.
Entre tanto en Oriente el
emperador Basilio II libraba constantes enfrentamientos con los ejércitos del
pueblo búlgaro, más concretamente, en el año 1014 los búlgaros creyendo que
había llegado una buena ocasión para atacar a los bizantinos, presentaron
batalla a los mismos, pero fueron derrotados de forma definitiva por sus
ejércitos. Se cuenta que después de esta victoria, Basilio decidió terminar
para siempre con una contienda que había durado muchos años, e intentó
exterminar todo posible enfrentamiento futuro. Lo logró, y los búlgaros
acabaron integrándose en el Imperio. Basilio triunfaba en todas partes y hasta
proyectó apoderarse de Sicilia y extender su dominio hacia el norte, pero el 15
de diciembre de 1025 moría sin dejar herederos. El Imperio era por entonces
inmenso, no tenía igual en el mundo pero las cosas empezaron a ir peor, a
partir de la desaparición de Basilio II, y así a mediados del siglo XI, bajo el
reinado de Constantino IX, las fuerzas bizantinas tuvieron que procurar una
alianza conjunta con el Papado para hacer frente a los normandos.
Por otra parte, desde el punto de
vista religioso, seguían los malos entendidos entre la Iglesia de Oriente y la
de Occidente, y esto condujo finalmente a una separación de las mismas en el año
1054, durante el Patriarcado de Miguel Cerulario, siendo Pontífice de la
Iglesia católica el Papa León IX (1049-1054).
Así mismo, a finales del siglo XI
el Cardenal Hildebrando, monje de Cluny, fue nombrado Papa, con el nombre de Gregorio
VII (1073-1085). Este santo varón se propuso cerrar por completo otro problema suscitado en el seno de la Iglesia,
en tiempos pasados, que causo mucho daño;
nos referimos al que fue conocido por: <
Querella de las Investiduras>. Con este motivo, reunió en Roma a los obispos
y personalidades eclesiásticas del momento con objeto de abordar tan
controvertido tema mediante la celebración de un Sínodo General.
Desgraciadamente no todos los
reyes cristianos de Occidente vieron con buenos ojos las resoluciones tomadas
en este Sínodo, aunque finalmente la mayoría de ellos las acataron, a excepción
de Enrique IV (Emperador del Sacro Imperio Romano Germánico desde 1084 a 1105),
el cual persiguió al Papa, lo secuestró y tuvieron que ser los fieles creyentes los que le rescataran. Este
incidente puso en entredicho las capacidades morales y políticas de este
soberano entre el pueblo llano y aún entre algunos nobles.
A la muerte de San Gregorio VII, fue elegido Papa, Didier,
Abad de Montecassino, que tomo el nombre de Víctor III (1086-1087), el cual
había asistido a su antecesor en la Silla de Pedro, durante la agonía. Fue
nombrado por la mayoría cardenalicia, en
Roma, ante aclamaciones del pueblo; no obstante su Pontificado duró poco tiempo,
aproximadamente un año, porque ante la situación de ingobernabilidad del clero
romano y su precario estado de salud, finalmente decidió retirarse de nuevo a
su abadía, no sin antes haber ratificado la excomunión del emperador Enrique IV,
en un Sínodo celebrado en Benevento.
Su sucesor fue Odón de Lagny,
prior de Cluny, con el nombre de Urbano
II (1088-1099), muy amigo de Gregorio
VII, el cual publicó de nuevo la excomunión de Enrique IV así como la del
antipapa Clemente III (1080-1084 y 1100) (nombrado por el emperador Enrique
IV), y tras un Sínodo celebrado en Clermont excomulgó, así mismo, a otros
soberanos de la época que vivían en condiciones contrarias al mensaje de Cristo.
El emperador Enrique IV se
enfrento al Papa Urbano II desde el principio de su mandato, atreviéndose incluso, a seguir protegiendo al
antipapa Clemente III, al cual apoyaba con la intención de que ocupara de nuevo la Santa Sede,
mientras que por otra parte, se enfrentaba a los lombardos, los cuales se
habían levantado contra él, y eran defensores del Papa Urbano.
Después de distintos conflictos
entre el emperador y el Papa Urbano, éste logró
ser reconocido sucesor de
Gregorio VII en la Silla de Pedro, mientras que el emperador perdió varias batallas frente a los lombardos,
debiendo huir a Alemania en compañía del
antipapa Clemente. La historia no acabó sin embargo así, porque Enrique IV
encontró nuevos aliados y con un ejército poderoso entró en Roma expulsando al Papa Urbano II y restableciendo en el Papado
al tristemente célebre Clemente III.
Todos los conflictos que
existieron entre el Papa Urbano II y el emperador Enrique IV, fueron consecuencia de las querellas existentes,
entre el poder civil y la Iglesia, durante la Alta Edad media, conocidas como <las
Investiduras>.
Sucedió que los príncipes
alemanes liderados por Rodolfo de Suavia y Hermann de Salm, no aceptaron que Enrique IV
recuperase el título imperial, y se enzarzaron en una lucha continuada contra
él, pero éste se hizo coronar emperador por el antipapa Clemente III en el año
1084.
Paralelamente a todos los sucesos
derivados del problema de las Investiduras, en el año 1091, Croacia fue
conquistada por el rey húngaro Ladislao I; el Papa Urbano II se opuso a dicho
acontecimiento, pero Ladislao I encontró apoyo precisamente en el
emperador Enrique IV.
Durante los últimos años de su
reinado, Enrique IV tuvo una serie de enfrentamientos con su propio pueblo, en
el que tomó parte incluso su hijo mayor Enrique, alentado por su segunda esposa
Eufrasia de Kiev, y en el año 1105 la Dieta de Maguncia, le obligó a abdicar,
muriendo finalmente en Lieja en el año 1106.
Independientemente de los hechos
ocurridos a consecuencia de los enfrentamientos que tuvieron lugar entre el
Papa Urbano II y el emperador Enrique IV, se puede decir que este período del
siglo XI fue muy fructífero para la Iglesia católica desde el punto de vista de
la evangelización, porque durante él, tuvo lugar un fenómeno crucial para la
misma, conocido con el nombre de las <cruzadas>. Las cruzadas fueron expediciones
de carácter mixto (religioso y político), que se iniciaron a finales de este
siglo siempre bajo la protección de los Pontífices del momento.
Gran parte de los príncipes y
pueblos cristianos se sintieron llamados por entonces a rescatar los Santos
Lugares, donde habían tenido lugar los acontecimientos de mayor relevancia para
el cristianismo, esto es, la vida sobre la tierra, la muerte y resurrección de
Jesucristo.
Precisamente a finales del siglo
XI, el emperador Bizantino Alejo I Comneno, pidió auxilio a Occidente para
rechazar el ataque de los turcos, y por otra parte, los peregrinos a Tierra Santa
regresaban de estas regiones narrando terribles historias sobre los martirios
que estaban sufriendo los cristianos de Palestina, en aquellos momentos. El
propio Patriarca de Jerusalén imploró ayuda a Roma para salir de la situación
en la que se encontraban y por otra parte, Pedro el Ermitaño (clérigo francés),
contribuyó con sus predicaciones a animar a la multitud, gente pobre en su
mayoría, para partir hacia Tierra Santa y reconquistar aquellos lugares
recorridos por Jesucristo. Fracasaron en su intento y éste fue el preludio de
lo que sería la primera cruzada.
Ante esta situación el Papa
Urbano II, que había sido recientemente repuesto en la Silla de Pedro, en el
año 1095, dio su beneplácito para que se produjera la primera cruzada, tras un
Concilio celebrado en Clermont, al que asistieron centenares de obispos, abades
y muchos príncipes, así como una gran cantidad de gente perteneciente al pueblo
llano.
Un año más tarde, tras la
celebración del Concilio, emprendió su marcha esta primera expedición a Tierra
Santa. La componían miles y miles de hombres a cuya cabeza figuraban varios
príncipes franceses e italianos, bajo el caudillaje de Godofredo de Buillom,
duque de Lorena.
Tras una serie de ininterrumpidas
victorias contra el enemigo, se conquistaron Edesa y Antioquía, pero muy cerca
ya de Jerusalén, estuvieron a punto de ser derrotados. Tuvo lugar entonces como
un milagro, pues creyeron haber encontrado la <Santa Lanza>, con la que
el romano traspasó el costado de Jesús, y esto enardeció a los cruzados
consiguiendo finalmente la victoria al grito de: ¡Deus Vult! (Dios lo quiere).
Tras fundar el reino de
Antioquía, una parte del ejército de los cruzados, continuó su marcha hacia
Jerusalén, la cual sitiaron y tomaron en el mes de julio del año 1099, según
aseguran algunos historiadores coincidiendo con un viernes a las tres de la
tarde, día y hora de la muerte del Redentor.
Se fundó entonces el reino de
Jerusalén, ofreciéndole el título de rey a Godofredo Buillom, pero él lo rehusó
diciendo que no quería ceñir corona de oro donde el Salvador había llevado
espinas y sólo aceptó tomar el título de <Defensor del Santo Sepulcro>.
Para entonces el Papa Beato Urbano II
había muerto (1099) en Roma a los cincuenta y siete años. A su muerte fue
elegido Papa Pascual II (1099-1118), por unanimidad; con anterioridad, éste
había sido Abad de Cluny, por lo que no es de extrañar que muchos de los
cardenales por él nombrados fueran a su vez, frailes de la abadía de Montecassino.
Durante su Pontificado, el Papa
Pascual II tuvo que relacionarse desde el principio, con Enrique V(asociado como rey por Enrique IV en
el año 1099), el cual al igual que su padre, trató por todos los medios de
seguir con las malas prácticas derivadas tiempos en los que se aplicaba la
<Querella de las Investiduras>; a pesar de ello, en el año 1111 (siendo
ya emperador Enrique V) el Papa consiguió llegar a un acuerdo por el cual la
Iglesia devolvería todas las posesiones y derechos recibidos durante la
dinastía carolingia, a cambio de la renuncia por parte del emperador a investir
Pontífices. Este acuerdo no fue acogido bien por los partidarios de la reforma
gregoriana, los cuales en el Concilio de Letrán, a principios del siglo XII, lo
declararon nulo y posteriormente excomulgaron a Enrique V, en el Concilio de
Viena, aunque el Papa no intervino en este tema.
Después de la primera cruzada
convocada por el Papa Beato Urbano II, se produjeron varias cruzadas más, una
de las últimas fue impulsada por el entonces Papa Inocencio III, la cual acabó
con la derrota de los ejércitos cristianos en el Monte Tabor, pero este acontecimiento
tuvo lugar en el siglo XII.
El resultado de estas cruzadas
presentan claros-oscuros, pero en general desde el punto de vista de la Iglesia
católica debemos reconocer que, aunque no consiguieron un éxito permanente en
cuanto a la recuperación total de los Lugares Santos, si que fueron provechosas
en otros aspectos para la humanidad, entre las que cabría destacar: el
prestigio alcanzado por la cristiandad en la alta Edad Media, la
intensificación del comercio y de la industria, los descubrimientos nuevos
surgidos durante este período de la historia, la llegada a Occidente de nuevas
materias primas desconocidas, como el azafrán o el gusano de seda, y así mismo,
un gran renacer y esplendor en el campo de las letras y en el desarrollo de las
ciencias.
Por otra parte, uno de los logros
más interesantes también resultado de las cruzadas, fue la fundación de las
llamadas Órdenes Militares, que eran una especie de combinación entre el
fenómeno de la Caballería y el Monacato, que condujo a que hombres monjes con
votos religiosos llegaran a ser héroes militares, es decir, tuvieran también
virtudes castrenses. Entre estas órdenes cabe destacar: <Los caballeros de
San Juan o de Malta>, llamada también
<Hospitalaria>, de origen italiano, la orden de los Templarios o del Temple, de
origen francés y la orden de los Teutónicos, por supuesto, de origen alemán.
Los fines de estas órdenes a
parte de combatir al enemigo para liberar los lugares sagrados, era la
cristianización de los pueblos conquistados, y el auxilio a los peregrinos en
hospitales, asilos, u hospicios por ellas regentados.
Entre tanto, en otras zonas del
Viejo Continente, concretamente en la llamada actualmente Inglaterra, destacaba
la figura de un rey de origen normando, un gran guerrero, cuyo reinado fue
motivo de controversias; nos referimos a Guillermo I de Inglaterra, más
conocido como Guillermo el Conquistador. Los cronistas de su vida no se ponen
de acuerdo, pues mientras unos elogian su labor, otros condenan su
comportamiento.
En lo referente a su relación con
la Iglesia, se sabe que en el año 1070, se reunió con tres legados Papales en
Winchester, enviados por el Papa Alejandro II (1061-1073), antecesor de
Gregorio VII, que coronaron ceremonialmente a este rey, lo cual para algunos
ingleses puede considerarse como el sello de aprobación del Papa a las posibles
conquistas irregulares realizadas en Inglaterra por este hombre de origen
normando. Durante la estancia de los legados en el país, se celebraron varios
Concilios eclesiásticos con el objetivo de reformar y reorganizar la Iglesia de
Inglaterra. Concretamente en el Concilio celebrado en Pentecostés, se nombró
como nuevo arzobispo de Canterbury a Lanfranco.
Lanfranco (Lanfrancus
Cantuarensis), arzobispo de Canterbury, había nacido en Pavía a principios del
siglo XI. En fecha desconocida cruzó los Alpes, estudió y después llegó a ser
profesor en Normandía (Francia). Se sabe que hacia el año 1039 ya era jefe de
la escuela catedralicia de Avranches, donde tuvo un notable éxito como educador
de jóvenes.
Hacia el año 1042 se inclinó por
la vida monástica, entrando en la abadía de Bec (Normandía). Vivió en absoluta
reclusión y oración, pero finalmente fue nombrado prior de la misma. A partir
de este momento trabajó duro hasta conseguir fundar una escuela en aquel
monasterio, adquiriendo ésta, en poco tiempo, una gran reputación, llenándose
de alumnos de todas partes que venían para adquirir una buena formación
académica y eclesiástica; muchos de aquellos alumnos lograron más tarde puestos
de relevancia en la Iglesia, como San Anselmo de Canterbury y Anselmo de
Lucques, el cual llegó a ser el Papa Alejandro II (1061-1073).
Lanfrancus fue un gran erudito
que se dedicó al estudio de la exégesis, realizando numerosos trabajos en este
campo del conocimiento, como por ejemplo, sobre el Salterio o libro de los Salmos,
o sobre el libro de San Agustín de Hipona: < La ciudad de Dios>, etc.
Pasado el tiempo llegó a ser abad
de la Iglesia de San Esteban en Caén, desde donde ejerció una gran influencia
en la política de Normandía y obtuvo el apoyo necesario para viajar a
Inglaterra, e intervino junto a Guillermo I de Inglaterra en la conversión de
la misma, ya que por entonces era grande la increencia de este pueblo, y de sus
dirigentes eclesiásticos; además impulso su reforma según la orden de Cluny.
De esta forma, cuando el obispado
de Ruan quedó vacante (1067), le fue ofrecido, pero él no lo tomó, aunque más
tarde sí aceptó el apoyo de Guillermo I para su nombramiento como arzobispo de
Canterbury.
Este gran hombre se puede decir
que actuó tanto en política como en los asuntos de la Iglesia de forma muy
beneficiosa, al elevar la calidad de la disciplina y educación clerical,
cooperando con el rey Guillermo I, y evitando así, que éste incurriera en malas
prácticas contra el pueblo inglés conquistado por él.
Murió de fiebres el 24 de mayo
del año 1089, y es muy considerado dentro de la orden benedictina. A su muerte,
fue elegido arzobispo de Canterbury, Anselmo de Canterbury, venerado santo por la Iglesia católica y la Iglesia anglicana.
Fue canonizado en el año 1449 por el Papa Nicolás V (1447-1455), y es doctor de
la Iglesia desde el año 1720 por la proclamación del Papa Clemente XI
(1700-1721).
Este santo varón nació en Aosta,
una ciudad de la Longobardia y era hijo Gandulfo, un noble longobardo y de Ermenberga,
pariente de Otón I de Saboya. Muy joven decidió ingresar en la orden
benedictina, pero luego cambió de parecer, quizás a causa de los conflictos que
tuvo con su padre y que le llevaron a abandonar finalmente el hogar familiar.
Después de realizar estudios de
retórica y latín en la ciudad de Borgoña, recaló finalmente en Bec atraído por
la fama de Lanfranco, el cual dirigió sus pasos precisamente hacia la orden
benedictina, tal y como él había deseado en su juventud. Muy pronto destacó por
su gran capacidad evangelizadora e inteligencia y esto dio pie para que fuera
nombrado prior del monasterio, cuando Lanfranco pasó a ser su abad. Igualmente, sucedió a Lanfranco, en la
abadía cuando este fue nombrado arzobispo de Canterbury (1078), y como ya hemos
recordado antes le sucedió también en el arzobispado de Canterbury a la muerte
de éste (1093)
San Anselmo es considerado la
figura de la Iglesia que propició los estudios en el campo de la filosofía,
dando lugar a la escuela escolástica, en la que más tarde destacaron santos tan
importantes como Buenaventura, Tomás de
Aquino ó Juan Duns Scoto.
La formación agustiniana de san
Anselmo, le llevó a la búsqueda del
entendimiento racional de aquello que por la fe ha sido revelado, por eso, en
sus primeras obras intentó demostrar la existencia de Dios. Entre estas obras
se cuentan como más importantes las siguientes: <De Britate>, <De Casu
Diaboli>, <La epístola sobre la Encarnación>, <Sobre la Concepción
virginal y el pecado original> y <De Procesione Spiritis Sancti>…
Además de estas obras escribió
otras muchas, así como oraciones, meditaciones y cartas personales.
Destacaremos por último también su gran amor por la Virgen en su Inmaculada
Concepción, murió en olor de santidad a los pocos años de ser nombrado
arzobispo de Canterbury, a principios del siglo XII.
Dos figuras extraordinarias de la
Iglesia, las de Lanfranco y la de San Anselmo, ambos nombrados arzobispos de Canterbury durante el
reinado de Guillermo I el Conquistador, un descendiente de los vikingos (conocidos
como hombres del norte) y de ahí, normandos, que se habían asentado en el este
extremo noroccidental de Francia durante el siglo X.
Recordaremos, nuevamente, que en el año 1066,
el duque Guillermo de Normandía, reclamó la corona inglesa y se atrevió a
cruzar el Canal de la Mancha, para conquistar lo que creía, que por derecho le
pertenecía, enfrentándose en batalla al rey inglés Harold, el cual precisamente
acababa de rechazar un ataque vikingo en el norte de Inglaterra, por lo que se
vio sin fuerzas suficientes para enfrentarse al ataque normando. En la famosa
batalla de Hastings, el rey inglés y sus tropas presentaron batalla con valentía,
pero sucumbieron frente al poderío de los soldados normandos, muriendo el rey
inglés durante la batalla por una flecha perdida. A partir de este momento los
combatientes ingleses que habían sobrevivido a la batalla se dispersaron, y en
consecuencia, Guillermo se consideró con derecho a convertirse en el primer rey
normando de aquel país recién conquistado.
Como era de esperar, Guillermo I
recompensó a sus seguidores normandos entregándoles extensos territorios del
país conquistado, en el que ya estaba implantado el feudalismo y por lo tanto
ellos pasaron a ser los nuevos señores feudales aunque Guillermo I astutamente
se reservó la capacidad de recurrir la autoridad administrativa del estado
inglés para hacer valer su derecho a ser el Señor feudal de toda Inglaterra.
Por otra parte, al ser católico,
Guillermo el Conquistador siguiendo la usanza del momento, intervino
impropiamente en los asuntos de la Iglesia, de manera que muchos miembros del
clero normando, fueron elegidos por él, durante su reinado para dirigir las
abadías así como los obispados de Inglaterra, de forma que tras esta reorganización
de la Iglesia los obispos de origen inglés eran muy pocos, frente al número de
los normandos, y ello provocó cierto descontento dentro del seno de la Iglesia.
Sin embargo, también favoreció la fundación de nuevas abadías como la de
Battle, un monasterio situado en un lugar cercano a aquel en la que se libró la
terrible batalla de Hastings, donde se produjo un número elevado de caídos en
batalla, fundamentalmente soldados ingleses.
De sus últimos años se tienen
pocos datos aunque parece ser que en el año 1082 ordenó el arresto de su medio
hermano Odón, por motivos que no están del todo claros, según los
historiadores, algunos de los cuales, apuntan hacia la idea de que Odón
pretendía llegar a ser nombrado Papa, y trató de persuadir a algunos vasallos
de Guillermo para que se unieran a él e invadieran el sur de Italia.
A la muerte de Guillermo el
Conquistador (1087), le sucedió en el trono su tercer hijo, Guillermo II de
Inglaterra (1087-1100), conocido habitualmente como Williams Rufus (Guillermo
Rufo), tal vez debido a que su cara
aparecía siempre enrojecida; mientras que su hermano Roberto Courteheuse
heredaba el Ducado de Normandía.
Guillermo II de Inglaterra no se hizo
querer de sus vasallos, pues aunque se le consideraba un gran guerrero, según
parece fue un gobernante despiadado. Durante su reinado, la Iglesia sufrió
persecución y tuvo que soportar las consecuencias del gobierno de un hombre
corrupto que incluso fue capaz de apropiarse de los diezmos y primicias que a
ella pertenecían, en particular, durante el período de tiempo que estuvo vacante el arzobispado de
Canterbury, a la muerte de Lanfranco,
hasta el nombramiento de un nuevo
arzobispo, que resultó ser, San Anselmo de Canterbury como ya hemos comentado.
Precisamente, nunca se llevó bien
San Anselmo de Canterbury con este rey corrupto, por lo que en el año 1095, el
monarca que sentía cierta aversión hacia él, reunió un concilio en Rockingham
para obligarle a que acatara sus deseos sobre una serie de temas exclusivamente
eclesiásticos y, que no le incumbían; el santo se mantuvo firme en contra de
los deseos del rey, entre otros motivos, porque era un gran defensor de la
reforma gregoriana de la Iglesia. Por consiguiente el monarca lo desterró, pero
Anselmo reclamó ante el Pontífice de Roma, por entonces Urbano II, la
injusticia que con él se había cometido. Sin embargo por desgracia en aquellos
momentos el Papa Urbano II se encontraba inmerso en un gran conflicto, como
hemos recordado anteriormente, y esto hizo que el Pontífice temiendo ganarse un
nuevo y terrible enemigo, en el rey de Inglaterra, accediera a un concordato
con Guillermo II, por el cual este reconocía a Urbano II, Papa, y el Papa
apoyaba el <Status Quo> eclesiástico anglo-normando.
San Anselmo permaneció en el
exilio durante mucho tiempo por orden de Guillermo II, quien siguió
aprovechándose durante su ausencia de los ingresos producidos en el arzobispado
de Canterbury, hasta el fin de su reinado.
La muerte de este rey corrupto,
tuvo lugar en circunstancias extrañas, según parece uno de sus muchos enemigos
le disparó una flecha durante la celebración de una cacería, su cuerpo cayó al
suelo y allí fue abandonado por los nobles participantes en la misma, en un
lugar que desde entonces recibió el nombre de <la piedra de Rufus>. El
cadáver del rey Guillermo II, fue colocado en una carreta, para llevar su
cuerpo a la catedral de Winchester, y fue enterrado en la Iglesia catedral de
aquella ciudad.
El hermano menor del rey Enrique, por su parte, se
apresuró a desplazarse a Winchester con objeto de asegurarse el tesoro real y
luego marchó a Londres donde fue coronado rey antes de que pudiera intervenir
algún arzobispo de la Iglesia católica para impedirlo.
Es interesante recordar de nuevo,
que el siglo XI, independientemente de
los problemas surgidos entre el poder político y el poder eclesiástico, tanto
en el viejo Continente, como en otros puntos del mundo por entonces conocidos,
siempre se relacionará con el deseo de la cristiandad de recuperar los lugares
sagrados recorridos por Cristo, y por ello se suele nombrar como el siglo de la
<Primera Cruzada>, cuya convocatoria, sin duda, tuvo como motivo importante, el interés de Urbano II por
conseguir la unión de las dos Iglesias separadas, ya entonces, aunque algunos
historiadores se empeñen en decir lo contrario.
Por eso, es importante reseñar
que la respuesta a la llamada de Urbano superó todas las expectativas, pues en
poco menos de un año se había conseguido
un ejército formado por unos cien mil hombres, mujeres y niños procedente de
todos los confines de Europa Occidental, que se puso en marcha hacia
Constantinopla donde pretendía unirse a
las tropas de Oriente antes de partir hacia Jerusalén. Los motivos de los
participantes en esta primera cruzada, al igual que en las que tuvieron lugar
en los siguientes siglos, eran muy variados, pero fundamentalmente de
naturaleza religiosa pues deseaban recuperar aquellas tierras por las que había
pasado, y había muerto nuestro Señor Jesucristo, sin embargo, también es
necesario reconocerlo, que algunos de los que participaban en la cruzada tenían
otros intereses menos espirituales, como por ejemplo, obtener tierras o algún
nombramiento importante en Oriente. A otros les había traído la simple
perspectiva de correr una aventura, y otros muchos eran subordinados de grandes
señores y los acompañaban porque era su deber, no obstante la mayoría
probablemente, no tenían ni idea de la dureza de la empresa en la que se habían
embarcado, y de los terribles problemas que surgirían durante un viaje tan
largo y arriesgado.
En contra de todos los
pronósticos, la primera cruzada fue un triunfo, y como hemos indicado anteriormente,
en el año 1098 los cruzados tomaron Antioquía y la mayor parte de Siria, y a
finales de 1099 conquistaron Jerusalén. Su victoria se debió sobre todo al
hecho de que sus rivales se hallaban, en ese momento, según parece, divididos
por rencillas internas, pero las tácticas militares occidentales, en particular
en el dominio, en campo abierto, de los caballeros con sus armaduras pesadas,
también desempeñaron un importante papel en el éxito de los cruzados.
Así mismo, resultó crucial el
apoyo naval que recibió la primera cruzada, de Génova y Pisa, que esperaban que
una victoria les permitiera controlar el comercio de especias de la India que pasaban por el mar Rojo, para
llegar hasta Alejandría, en Egipto.
Sin duda, la primera cruzada fue
un gran triunfo del Papa Urbano II, que le compensó en parte, de los muchos
disgustos que tuvo durante su Pontificado, debido al emperador Enrique IV, como
ya hemos considerado. En efecto, durante medio siglo Europa Occidental se vio dividida
por conflictos entre el Papado y el Imperio, que alteraría de forma permanente
la relación entre autoridad espiritual y temporal, y que de alguna manera
afectó al logró del mayor deseo del
Pontífice, en cuanto al Cisma de Oriente.
Sin embargo, hay que reconocer
que la Iglesia católica desde el mismo momento en que se produjo el Cisma de
Oriente, asumió la tarea de tratar de reunir de nuevo a las Iglesias separadas
por dicho conflicto. Como aseguraba el Papa San Juan Pablo II:
“Es difícil no reconocer que la
tarea ecuménica ha sido realizada con entusiasmo por la Iglesia católica, la
cual la ha asumido en toda su complejidad, y la lleva a cabo día a día con gran
serenidad. Naturalmente la cuestión de la efectiva unidad no es y no puede ser
fruto de esfuerzos solamente humanos. <El verdadero protagonista sigue
siendo el Espíritu Santo>, al cual corresponderá decidir en qué momento el
proceso de unidad estará suficientemente maduro, también desde el lado humano.
¿Cuándo sucederá esto? No es
fácil preverlo, en todo caso, con ocasión del inicio del tercer milenio, que se
está aproximando los cristianos han advertido que, mientras el primer milenio
ha sido el período de la Iglesia indivisa, el segundo ha llevado a Oriente y
Occidente a profundas divisiones, que hoy es preciso recomponer.
Es necesario que el año 2000 nos
encuentre al menos más unidos, al menos más dispuestos a emprender el camino de
esa unidad por la que Cristo rezó en la vigilia de su Pasión. El valor de esa
unidad es enorme. Se trata en algún sentido del futuro del mundo, se trata del
futuro del Reino de Dios en el mundo. Las debilidades y los prejuicios humanos
no pueden destruir lo que es un plan de Dios para el mundo y la humanidad. Si
sabemos valorar todo esto, podemos tener confianza con un cierto optimismo.
Podemos tener confianza en que: <El que ha iniciado en nosotros la obra
buena, la llevará a su cumplimiento>” (Cruzando el Umbral de la Esperanza.
Papa San Juan Pablo II. Editado por Vittorio Messori. Licencia Editorial para
el Círculo de Lectores por cortesía de Plaza & Jané editores, S.A. 1994)
Hermoso deseo de un Papa santo
que ya a principios del tercer milenio resuena en los oídos de los creyentes
con apremio, en muchos casos, y que a pesar de ello, sólo ha alcanzado algunos
éxitos. Sin embargo la esperanza nunca debe faltar, sobre todo si recordamos,
como nos invita a hacerlo San Juan Pablo II, la Carta de San Pablo a los
Filipenses, en la que el apóstol muestra su alegría a este pueblo, por su buen
comportamiento a la hora de difundir la Palabra de Jesús, es decir, a la hora
de colaborar en la tarea de la evangelización (Ibid):
“Hago gracias a Dios todas las
veces que me acuerdo de vosotros / siempre en toda oración mía, haciendo con
gozo mi oración / Por la parte que habéis tomado en el evangelio desde el
primer día hasta ahora / con la segura confianza de que <quien comenzó en
vosotros obra buena la llevará a cabo hasta el día de Cristo Jesús>”
Sí, más adelante, en esta misma
carta, San Pablo hace una petición por aquel pueblo, uno de los primeros por él
evangelizado y que dio lugar a la primera Iglesia de Cristo fundada en suelo europeo (Flp 1, 9-11):
“Esto pido en mi oración: que
vuestra caridad rebose todavía más y más en cabal conocimiento y discernimiento
/ para que sepáis aquilatar lo mejor, afín de que os mantengáis sin tacha y sin
tropiezo hasta el día de Cristo / colmados del fruto de justicia que se logra
por Jesucristo, a gloria y alabanza de Dios”
La oración de San Pablo se nos
ofrece hoy en día a todos los hombres como una necesidad cada vez más
perentoria y salvífica. Que nuestro Señor Jesucristo la tenga en cuenta y los
hombres reflexionemos sobre ella para lograr sus frutos de justicia a mayor
gloria y alabanza de Dios.