Cuánta razón tenía este santo Pontífice, muchos hombres y mujeres
cristianos o no, participan de la alegría que caracteriza la festividad de la
Navidad, eso sí, sin pensar demasiado sobre el profundo significado de esta
entrañable época del año. Se piensa sobre todo en el disfrute que supone el
reencuentro con los seres queridos, que en ocasiones hace tiempo estaban lejos;
se piensa también en las comidas, en los regalos, en tantas cosas maravillosas
que hacen felices a los hombres, aunque no todos los hombres puedan disfrutarlas…
Es por eso conveniente que en el tiempo llamado de Adviento
reflexionemos un poco más profundamente sobre
la Navidad, sobre el significado de la misma y para ello es sumamente oportuno
recordar las enseñanzas de nuestros Papas; así por ejemplo san Juan Pablo II
aseguraba que (Ibid):
“La verdad del cristianismo corresponde a dos realidades fundamentales que no podemos perder de vista. Las dos están estrechamente relacionadas entre sí. Y justamente este vínculo íntimo, hasta el punto que de que una realidad parece explicar la otra, es la nota característica del cristianismo.
Si seguimos considerando los dos términos de la cuestión, jamás se
obtendrá una respuesta satisfactoria a esta pregunta. De hecho el cristianismo
es antropocéntrico precisamente porque es plenamente teocéntrico; y al mismo
tiempo es teocéntrico gracias a su antropocentrismo singular.
Pero es cabalmente el misterio de la Encarnación el que explica por sí
mismo esta relación. Y justamente por eso el cristianismo no es solo una
<religión de Adviento>, sino el Adviento mismo. El cristianismo vive el
misterio de la venida real de Dios hacia el hombre, y de esta realidad palpita
y late constantemente.
Ésta es sencillamente la vida misma del cristianismo. Se trata de una
realidad profunda y sencilla a un tiempo, que resulta cercana a la comprensión
y sensibilidad de todos los hombres y, sobre todo, de quien sabe hacerse niño
con ocasión de la noche de Navidad. No en vano dijo Jesús una vez: <Si no os
volviereis y os hiciereis como niños, no
entraréis en el reino de los cielos (Mt 18, 3).
Para comprender hasta el fondo esta doble realidad de la que late y
palpita el cristianismo hay que remontarse hasta los comienzos mismos de la
Revelación o, mejor, hasta los comienzos casi del pensamiento humano…
El Adviento, en cuanto tiempo litúrgico del año eclesial, nos remonta a
los comienzos de la Revelación. Y precisamente en los comienzos nos encontramos
enseguida con la vinculación fundamental de estas dos realidades: <Dios>
y <el hombre>”
“El Adviento nos invita a detenernos en silencio, para captar una presencia. Es una invitación a comprender que los acontecimientos de cada día son gestos que Dios dirige, signos de su atención por cada uno de nosotros: ¡Cuan a menudo, Dios, nos hace percibir su amor! …
Sin duda, desde la antigüedad los cristianos querían significar con esta palabra <Adventus> que Dios estaba aquí, que no se había retirado del mundo, que no nos había dejado solos, como ciertos hombres querrían hacernos creer…
Para el creyente católico, en particular, es impensable considerar que
Dios, aunque es nuestro Creador, nos abandonó sin más… En una palabra, se despreocupó
totalmente del género humano…
Por eso, en este tiempo de Adviento, la certeza de su presencia tiene
que ayudarnos a ver el mundo de otra manera, como nos decía el Papa, tiene que
ayudarnos a considerar toda nuestra existencia como <visita>, como un
modo en el que Dios puede venir a nosotros a través de su Hijo unigénito, Nuestro Señor Jesucristo, y
ello puede ser causa de nuestra gran
esperanza, porque tal como nos recordaba el Papa Benedicto XVI (Ibid):
“La esperanza marca el camino de la humanidad, pero para los cristianos
está animada por una certeza: El Señor está presente a lo largo de nuestra
vida, nos acompaña y un día enjugará también nuestras lágrimas. Un día, no
lejano, todo encontrará cumplimiento en el Reino de Dios, reino de justicia y
de paz”
Ciertamente el cristianismo se caracteriza por su capacidad para
soportar incluso las mayores vicisitudes de la vida, que asumen gracias a su
forma de entender la esperanza. Sí, porque como sigue advirtiendo el Papa Benedicto
XVI (Ibid):
En cambio, cuando el tiempo está cargado de sentido, y en cada instante percibimos algo específico y positivo, entonces la alegría de la espera hace más valioso el presente”
Sí, esta es la alegría de la Navidad que se aproxima para el pueblo de
Dios, la llegada del Niño Jesús que ya siempre nos acompañará a lo largo de
todo el año próximo y por supuesto de todos los demás, hasta el fin de nuestros
días sobre la tierra…
No obstante, no hay que obviar el hecho de que el enemigo común está
siempre acechando al hombre y en este tiempo de preparación a la llegada
del Señor, en este tiempo de Adviento, sigue estando cerca de cada uno de
nosotros. La lucha contra él y contra sus acólitos debe ser constante por parte
del creyente, y esto ha sido así desde siempre y en particular desde aquel mismo
momento en el que Cristo fundó su Iglesia.
En este sentido, viene bien recordar las palabras de san Pablo a la
Iglesia de Tesalónica cuando en su primera carta oraba así (1Tes 3, 11-13): “Que Dios mismo, nuestro Padre y nuestro Señor Jesús, dirija nuestros
caminos para poder veros / y que el Señor os colme y os haga rebosar en la
caridad de los unos con los otros y en la caridad de todos hacia todos / para
que se confirmen vuestros corazones en una santidad sin tacha ante Dios,
nuestro Padre el día de la venida de nuestro Señor Jesús con todos sus santos.
Amén”
Precisamente el Papa Francisco recordando esta carta de san Pablo a los tesalonicenses,
en su Homilía el domingo de Adviento-Sábado 30 de noviembre de 2013 nos ofrecía esta enseñanza tan admirable :
“La plenitud de la vida cristiana que Dios realiza en los hombres, está siempre acechada por la tentación de ceder al espíritu mundano. Por eso Dios nos dona su ayuda, con la cual podemos perseverar y preserva los dones que el Espíritu Santo nos ha dado, la vida nueva que Él nos da. Custodiando esta <savia> saludable de nuestra vida, todo nuestro ser, espíritu, alma y cuerpo, se conserva <irreprensible e intachable>”