Tras la barrera del año 2000 que podría haber supuesto una vuelta de la cristiandad al camino de la fe y la salvación en Cristo, el Papa san Juan Pablo II, fiel a su idea de reconciliar el mundo con Dios, escribía una Carta Apostólica ejemplar, con el titulo <Novo millennio ineunte>, fechada en Roma el día 6 de enero de 2001; en ella daba las gracias al Señor por todas las cosas conseguidas durante el periodo de tiempo preparatorio transcurrido para la entrada de un nuevo siglo y recordaba a su grey los antiguos y nuevos retos que la Iglesia tenía ante el futuro:
“Son muchas en nuestros tiempos
las necesidades que interpelan la sensibilidad cristiana. Nuestro mundo empieza
el nuevo milenio cargado de las contradicciones propias de un crecimiento
económico, cultural, tecnológico, que ofrece a pocos afortunados grandes
posibilidades, dejando no solo millones y millones de personas al margen del
progreso, sino a vivir en condiciones muy por debajo del mínimo requerido por
la dignidad humana”
Son preguntas comprometidas y comprometedoras que el Papa hubiera querido transformar en respuestas positivas de la sociedad, si aún hubiera tenido tiempo para ello, y es que él se daba cuenta de la acuciante necesidad de responderlas con hechos positivos e inmediatos, como aseguraba en su carta (Ibid):
Este Pontífice ya se encontraba
gravemente enfermo por entonces, pero sufría con resignación y alegría la cruz
de sus achaques y dolores. En realidad le quedaban muy pocos años para alcanzar
la vida eterna; murió el 2 de abril de 2005, dejando a la Iglesia inmensamente
apenada, pero muy agradecida por su labor incansable a favor de Cristo y su
Mensaje salvador.
Como ejemplo aleccionador estamos
recordando esta carta Apostólica del 2001 del Papa san Juan Pablo II, en la que
también advertía a los católicos y a todos los hombres de buena voluntad de que
si el corazón de los seres humanos no se abría definitivamente al Mensaje
Divino, el mundo tomaría derroteros imprevisibles hasta recorrer la senda del
pecado. Concretamente él preguntaba (Ibid):
“¿Podemos quedar al margen ante
las perspectivas de un desequilibrio ecológico, que hace inhabitable y enemigas
del hombre vastas áreas del planeta? ¿O ante los problemas de la paz, amenazada
a menudo con la pesadilla de las guerras catastróficas? ¿O frente al vilipendio
de los derechos humanos fundamentales de tantas personas, especialmente los
niños?”
Preguntas todas esenciales, a la que podría añadirse ahora mismo esta otra: ¿Podemos quedar al margen de la pandemia que azota a la humanidad? Por eso, él aseguraba ya en aquellos años (Ibid): “Muchas son las urgencias ante las cuales el espíritu cristiano no puede permanecer insensible”
Ahora bien, para poder percibir
con lucidez las dificultades que a la cristiandad en el nuevo milenio le afecta,
y poderlas vencer, el Papa nos recordaba <cuán consciente y madura debería ser la fe de los
cristianos de la que con frecuencia tienen que dar testimonio a los incrédulos
y a los ateos>.
Sí, desgraciadamente, como
también nos recordaba el Papa san Juan Pablo II, en el nuevo milenio la
cristiandad se encuentra muchas veces, dentro de sociedades en las que (Ibid):
“Hay quien exalta tanto al
hombre, que deja sin contenido la fe en Dios, ya que les interesa más
supuestamente, la afirmación del hombre que la negación de Dios. Hay quienes
imaginan un Dios por ellos rechazado, que nada tiene que ver con el Dios del
Evangelio. Otros ni siquiera se plantean la cuestión de la existencia de Dios,
porque, al parecer, no sienten inquietud religiosa alguna…
El ateísmo nace, a veces, como violenta protesta contra la existencia del mal en el mundo, o como adjudicación indebida de carácter absoluto a ciertos bienes humanos que son considerados en la práctica como sucedáneos de Dios…En definitiva, la civilización actual, no en sí misma, pero sí por su sobrecarga de apego a la tierra (secularismo), puede dificultar en grado notable el acceso del hombre a Dios (Gaudium et Spes, 19)”
“<Queremos ver a Jesús> (Jn 12, 21).
Esta petición hecha al Apóstol Felipe por algunos griegos que habían acudido a
Jerusalén para la peregrinación pascual, ha resonado también espiritualmente en
los oídos de la cristiandad durante todos estos siglos. Como aquellos
peregrinos de hace dos mil años, los hombres de nuestro tiempo, quizás no
siempre conscientes, piden a los creyentes de hoy no solo <que les hablemos
de Cristo>, sino en cierto modo
<que se lo hagamos ver>
Fue tras el Concilio Vaticano II,
más concretamente en el año 1985, cuando se convocó un Sínodo extraordinario de
Obispos, en el que, según el Papa san Juan Pablo II, se fraguó la iniciativa de
presentar un nuevo Catecismo de la Iglesia Católica, aunque algunos teólogos
opinaron que en ese momento no era necesario, pues era una forma caduca de
presentar la fe.
Pues bien, el tiempo dio la razón
a aquellos otros que defendían la idea de que un nuevo Catecismo era una gran
necesidad de la Iglesia, tal como manifestaba Juan Pablo II (Diálogo mantenido
con el periodista Vittorio Massori. <Cruzando el umbral de la esperanza>.
Círculo de lectores 1995):
“El Catecismo era indispensable
para que toda la riqueza del magisterio de la Iglesia, después del Concilio
Vaticano II, pudiera recibir una nueva síntesis, y en cierto sentido, una nueva
orientación; sin el Catecismo de la Iglesia universal, esto hubiera sido
inalcanzable. Cada ambiente concreto, con base en este texto del magisterio,
crearía sus propios catecismos según las necesidades locales.
En tiempo relativamente breve fue
realizada esa gran síntesis; en ella, verdaderamente tomó parte toda la
Iglesia. Particular merito debe reconocérsele al Cardenal Joseph Ratzinger,
Prefecto de la Congregación para la Doctrina de la fe. El Catecismo, publicado
en 1992, se convirtió en un best- seller
en el mercado mundial del libro, como confirmación de lo grande que era
la demanda de este tipo de lectura, que a primera vista pudiera parecer
impopular”
Ante esta situación, el Papa
Benedicto XVI decidió convocar un <año de la fe>, recomendado así mismo
la vuelta a la lectura detenida del Catecismo de la Iglesia Católica (Carta
Apostólica en forma de <Motu proprio>. Dada en Roma el 10 de octubre de
2011:
“A la pregunta planteada por los
que escuchaban al Señor ¿Qué tenemos que hacer para realizar las obras de Dios?
(Jn 6,28), sabemos que Él respondió: <que creáis en el que Él ha enviado>
(Jn 6, 29). Creer en Jesucristo es, por tanto, el camino para poder llegar de
modo definitivo a la salvación…A la luz de todo esto, he decidido convocar un <año de la fe>. Comenzará el 11 de octubre de 2012, en el cincuenta aniversario de la apertura del Concilio Vaticano II, y terminará en la solemnidad de Cristo Rey del Universo, el 24 de noviembre de 2013”
Hasta cinco veces más el Papa Benedicto nos recomendó la lectura del Catecismos de la Iglesia Católica en su Carta Apostólica, asegurando entre otras muchas cosas que:
“El Catecismo ofrece una memoria
permanente de los diferentes modos en que la Iglesia ha meditado sobre la fe y
ha progresado en la doctrina, para dar certeza a los creyentes en su vida de
fe… la enseñanza del Catecismo sobre la
vida moral adquiere su pleno sentido cuando se pone en relación con la fe, la
liturgia y la oración…”
Finalmente, refiriéndonos a la cristiandad en el nuevo milenio sería interesante releer lo que se dice en el Catecismo de la Iglesia Católica en este sentido (nº 408): “Las consecuencia del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión del apóstol san Juan: <el pecado del mundo> (Jn 1, 29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (ver documento de la Iglesia: <Reconciliatio et poenitentia>; RP 16)”
Finalmente, refiriéndonos a la cristiandad en el nuevo milenio sería interesante releer lo que se dice en el Catecismo de la Iglesia Católica en este sentido (nº 408): “Las consecuencia del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión del apóstol san Juan: <el pecado del mundo> (Jn 1, 29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (ver documento de la Iglesia: <Reconciliatio et poenitentia>; RP 16)”