El Papa Honorio III reconoció oficialmente la Orden de los carmelitas a principios del siglos XIII y se cuenta que habiendo solicitado a la Virgen un signo de protección, por mediación del sexto general de la Orden,san Simón Stock, Ella se le apareció un 16 de julio de 1251, entregándole el <Santo Escapulario>, como símbolo material de su amor de madre.
El escapulario se puede considerar como el vestido que los carmelitas y otros religiosos han llevado sobre sus hombros desde tiempos lejanos, del cual no es más que una reducción el que se da a los seglares.
Cuantos reciben el escapulario participan de los méritos y oraciones de la Orden, y pueden esperar verse pronto libres del Purgatorio si cumplen las obligaciones señaladas por el Papa Juan XXII, en la Bula del 3 de mayo de 1322, llamada Sabatina (Indulgencia)
Recordemos que el Papa Francisco en la Bula de convocatoria del Jubileo extraordinario de la Misericordia: <Misericordiae Vultus> (dada en Roma el 11 de abril del 2015), nos enseñaba que:
“El perdón de Dios por nuestros
pecados no conoce límites. En la Muerte y Resurrección de Jesucristo, Dios hace
evidente este amor que es capaz incluso
de destruir el pecado del hombre. Dejarse reconciliar con Dios es posible por
medio del misterio pascual y la mediación
de la Iglesia. Todos nosotros, sin embargo, vivimos la experiencia del
pecado.
Sabemos que estamos llamados a la perfección (Mt 5, 48), pero sentimos fuerte el peso del pecado. Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son consecuencias de nuestros pecados.
En el Sacramento de la Reconciliación, Dios perdona los
pecados, que realmente quedan cancelados; y sin embargo, la huella negativa que
los pecados dejan en nuestro comportamiento y en nuestros pensamientos
permanece. La misericordia de Dios es incluso más fuerte que esto.
Ella se transforma en <Indulgencia> del Padre, que a través de la Esposa de Cristo (la Iglesia), alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor más bien que a recaer en el pecado”
Los que piensan así se equivocan pues son importantes para la salvación del hombre, como nos ha recordado recientemente el Papa Francisco, y además están sólidamente basadas, en la <Revelación divina> (Papa Pablo VI; Ibid):
“La doctrina y uso de las
indulgencias, vigente en la Iglesia Católica desde hace muchos siglos están fundamentadas
sólidamente en su <Revelación divina> que, legada por los apóstoles,
<progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo>, mientras
que <la Iglesia en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la
plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de
Dios”
Antes de continuar hablando sobre
este tema tan relevante, deberíamos
tener muy claro que concepto tenemos sobre el mismo y para ello nada mejor que
recurrir, como en otras ocasiones, al Catecismo de la Iglesia católica, escrito
en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II. Más concretamente,
en el nº 1471 podemos leer:
“La doctrina y la práctica de las
indulgencias en la Iglesia están estrechamente ligadas a los efectos del
Sacramento de la Penitencia. <La indulgencia es la remisión
ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la
culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por
mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención,
distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y
de los santos>.
<La indulgencia es parcial o
plenaria según libre de la pena temporal debida a los pecados en parte o
totalmente>.
<Todo fiel puede lucrar para
sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias
tanto parciales como plenarias> (CIC, can. 992-994)
Resumiendo: <las indulgencias
son las remisiones ante Dios de las penas temporales por los pecados> y esto
es así porque cuando pecamos nos hacemos culpable de dos cosas: la primera es
la ofensa o injuria que hacemos a Dios; la segunda es la pena o castigo que
merecemos. Mientras que el pecado mortal provoca una ofensa <injuria grave a
Dios>, el pecado venial hace a Dios una ofensa o injuria leve y merece una
pena o castigo del purgatorio, la cual, como tiene que acabar algún día, se
llama temporal.
Por otra parte, según la doctrina de la Iglesia, cuando Dios nos borra una ofensa o una injuria grave <pecado mortal>, nos perdona el castigo del infierno, pero exige que le recompensemos por una parte de esta pena, como pena temporal, que debemos satisfacer en este mundo o en el purgatorio.
Tristemente esta forma de
entender el pecado y sus consecuencias ha perdido vigencia para una gran parte del pueblo de Dios. Los
hombres y mujeres de este siglo se sienten fuera del tema cuando dicen: Dios es
infinitamente misericordioso y perdona siempre independientemente del tipo de
pecado (mortal o venial), que haya cometido la persona; y esto es cierto, pero
olvidando el hecho de que también será nuestro Juez al final de los siglos, y
como tal deberá imponer algunas sanciones por los pecados cometidos, sanciones
que por su bondad infinita pueden quedar reducidas a una pena temporal y allí
es donde las indulgencias son tan útiles y necesarias.

Como aseguraba el Papa Pablo VI,
para el correcto entendimiento de esta doctrina y de su saludable uso, es
conveniente recordar algunas cosas en las que siempre ha creído la Iglesia
Católica, entre las que se encuentran las comentadas anteriormente y que este
Pontífice nos recuerda en su <Constitución Apostólica>:
<Indulgentiarum Doctrina>. Entre las muchas cuestiones tratadas por este
santo varón debemos destacar también, aunque sean lacerantes, las que se
refieren a las penas que pueden sufrir los hombres por los graves pecados
cometidos:
“Según nos enseña la divina
revelación, las penas son consecuencias de los pecados, infringidos por la
santidad y justicia divina, y han de ser purgadas bien en este mundo… o bien
por medio las penas <Catharterias> en la vida futura… Por ello los
fieles, siempre estuvieron persuadidos de que el mal camino tenía muchas
dificultades y que es áspero, espinoso y
nocivo para los que andaban por él.
Estas penas se imponen por justo
y misericordioso juicio de Dios para purificar las almas y defender la santidad
del orden moral, y restituir la gloria de Dios en su plena majestad. Pues todo
pecado lleva consigo la perturbación del orden universal, que Dios ha dispuesto
con inefable sabiduría e infinita caridad, y la destrucción de ingentes bienes
tanto en relación con el pecador como de toda la comunidad humana.
Para toda mente cristiana de
cualquier tiempo, siempre fue evidente que el pecado era no sólo una
trasgresión de la ley divina, sino además, aunque no siempre directa y
abiertamente, el desprecio u olvido de la amistad personal entre Dios y el
hombre, y una verdadera ofensa de Dios, cuyo alcance escapa a la mente
humana; más aún, un ingrato desprecio
del amor de Dios que se nos ofrece en Cristo, ya que Cristo llamó a sus
discípulos amigos y no siervos”
Ante estas severas, pero
oportunas, palabras del Papa Pablo VI, en las que hemos omitido algunos
conceptos que pudieran escandalizar a mentes estrechas, como por ejemplo el
fuego del infierno, debemos reconocer la necesidad de restaurar la amistad con
nuestro Creador por medio de un arrepentimiento sincero de nuestras faltas y
expiar las ofensas que le hemos infringido, restaurando así mismo todos los
bienes personales y sociales destruidos por nuestros pecados para que de esta
forma resplandezca la bondad y gloria de nuestro Señor:
“La doctrina del purgatorio
sobradamente demuestra que las penas que hay que pagar o las reliquias del
pecado que hay que purificar pueden permanecer, y de hecho frecuentemente
permanecen, después de la remisión de la culpa (Nm 20,12; 27, 13-14); pues en
el purgatorio se purifican, después de la muerte, las almas de los difuntos que
<hayan muerto verdaderamente arrepentidos en la caridad de Dios; sin haber
satisfecho con dignos frutos de penitencia por las faltas cometidas o por las
faltas de omisión> (Concilio de Lyón II; sección IV: DS 856).
Las mismas preces litúrgicas,
empleadas desde tiempos remotos por la comunidad cristiana reunida en la
sagrada misa, lo indican suficientemente diciendo: <pues estamos afligidos
por nuestros pecados: líbranos con amor, para gloria de tu nombre> (oración
del domingo septuagésimo y tras la
comunión después del tercer domingo de cuaresma).
Todos los hombres que peregrinan
por este mundo cometen por lo menos las llamadas faltas leves y diarias
(Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática <Lumen Gentium> sobre la
Iglesia, nº. 40), y, por ello están necesitadas de la misericordia de Dios para
verse libres de las penas debidas por los pecados”
Esta catequesis del Papa Pablo VI
sobre las indulgencias, dada en la Constitución Apostólica <Indulgentiarum
Doctrina>, se apoya en las enseñanzas del Antiguo Testamento que tratan
sobre este delicado y controvertido tema de la Iglesia. Así, por ejemplo, en el
libro histórico <Números> se pone de manifiesto la justicia de Dios en el
episodio de la vida de Moisés y sus compatriotas en el desierto cuando ya
estaban próximos a entrar en la tierra prometida.
Sucedió que al llegar a la
montaña de los Abarím, cadena de montañas situadas al este del mar Muerto,
desde donde se contempla muy bien la tierra prometida, Yahveh dijo a Moisés (Nm
27, 12-14): “Sube a esta montaña de los
Abarím y otea la tierra que he dado a los hijos de Israel / Después que la
hayas contemplado te reunirás también a tu pueblo, como se reunió Aharóm tu hermano, /por cuanto en el desierto
de Sin, cuando la rebelión de la comunidad, contravinisteis mi orden de
glorificar a sus ojos mi santidad en el episodio del agua (se refiere a las
aguas de Meribá de Cadês, en el desierto de Sin)”
De la lectura de estos versículos
del libro Números, se desprende que Dios
le anuncia a Moisés su próxima reunión con
su pueblo, como le sucedió con anterioridad a su hermano Aharóm, es decir, le
advierte de su próxima muerte para que ponga en orden sus negocios sobre la
tierra, porque le ha servido bien, sin embargo sólo le deja <otear> la
tierra prometida, no le dejará entrar en ella en recuerdo de su falta de
confianza en Él, en un episodio anterior durante su errar por el desierto.
El
Señor ha perdonado a Moisés por su falta gravísima, porque ha dudado de las
Palabras divinas, y no lo glorificó frente a la comunidad en rebeldía; le deja
ver la tierra prometida, pero sin embargo, no le permite entrar en ella, de
donde se deduce, como recuerda el Papa Pablo VI, que las reliquias del pecado
cometido permanecen aún después de su remisión y de ahí, el comportamiento
lógico de Dios al negar la entrada a ambos hermanos en la tierra prometida al
pueblo de Israel.
El incidente en el que tuvo lugar el pecado de Moisés y de su hermano Aharóm, que Dios menciona al negar la entrada en la tierra prometida, aparece relatado, también, en el libro <Números> del Antiguo Testamento (Nm 20, 7-13):
-Yahveh habló a Moisés diciendo:
-<Toma la vara y reúne a la
comunidad, junto con Aharóm, tu hermano. Hablaréis a la roca a la vista de
ellos, y darás su agua. Harás manar para ellos agua de la roca y darás de beber
a la comunidad y a su ganado.
-Y sacó Moisés la vara de delante
del Señor, como Él lo había mandado.
-Moisés y Aharóm reunieron a la
asamblea delante de la roca, y les dijeron: escuchad, rebeldes: ¿Acaso podemos
hacer manar agua de esta roca para vosotros?
-Moisés levantó su mano y golpeó
la roca con la vara dos veces, y manó agua en abundancia; y bebió la comunidad
y su ganado.
-El Señor dijo a Moisés y a
Aharóm: <puesto que no habéis creído en mí y no me habéis santificado a los
ojos de los hijos de Israel, por eso no haréis entrar a esta asamblea en la
tierra que les he dado.
-Estas son las aguas de Meribá
donde los hijos de Israel se rebelaron contra el Señor, y el mostró su santidad
ante ellos>
San Agustín y otros Padres de la Iglesia ven en
la pregunta de Moisés: ¿Acaso podemos hacer
manar agua de esta roca para vosotros? cierta desconfianza en las
palabras de Dios por parte de ambos hermanos, ello sería tanto como decir que
Dios podría estar engañándolos, pecado gravísimo en contra del Creador. Por eso
Dios no les permite entrar en la tierra prometida. Primero es Aharóm el que
recibe el castigo, pues va a morir poco después de estos acontecimientos tal
como dictaminó Yahveh (Nm 20, 22-26):
-Los hijos de Israel, toda la
comunidad, partieron de Cadês y llegaron al monte Hor.
-Y en el monte Hor, en la
frontera de la tierra de Edóm, el Señor habló a Moisés y a Aharóm:
-que se reúna Aharóm con los
suyos, pues no entrará en la tierra que daré a los hijos de Israel, puesto que
despreciasteis mi orden en las aguas de Meribá.
-Toma a Aharóm y a Eleazar, su
hijo, y hazlos subir al monte Hor.
-Despoja a Aharóm de sus vestidos
y viste con ellos a su hijo Eleazar, pues Aharóm se reunirá con los suyos y
morirá allí.
El mensaje divino es claro, el pecado puede ser
perdonado pero quedan reliquias del mismo que hay que purificar mediante la
pena del purgatorio, son las llamadas penas temporales por los pecados ya
perdonados y que pueden ser reducidos mediante la concesión de indulgencias por
la Iglesia; como administradora de la
redención, la Iglesia aplica y
distribuye estas indulgencias con autoridad.
Es un tema importante para la
salvación de los hombres aunque ciertamente como aseguraba el Papa San Juan
Pablo II, el hombre de los últimos siglos se ha hecho poco sensible a las cosas
últimas. Más concretamente, ya no desea recordar el tema de los “Novísimos” (muerte, juicio, infierno,
gloria y purgatorio) (Papa San Juan Pablo II <Cruzando el umbral de la
esperanza>; Editado por Vittorio Messori; licencia editorial para el Círculo
de Lectores por cortesía de Plaza & Janés Editores; 1995):
“Por un lado, a favor de tal
insensibilidad actúan la secularización y el secularismo, con la consiguiente
actitud consumista, orientada hacia el disfrute de los bienes terrenos. Por
otro lado, han contribuido a ella en cierta medida los <infiernos
temporales>, ocasionados en estos últimos siglos. Después de las
experiencias de los campos de concentración y los bombardeos, sin hablar de las
catástrofes naturales: ¿Puede el hombre esperar algo peor que en el mundo? ¿Un
cúmulo aún mayor de humillaciones y de desprecios?, en una palabra ¿Puede
esperar un infierno?”
Estas preguntas, son algunas de
las que muchas personas se formulan a la
vista de tanto horror sobre la tierra, y la respuesta a ellas la ha dado Dios; a través de su Hijo Unigénito lo ha revelado a los hombres,
por eso el Papa San Juan Pablo II asegura (Ibid):
“En Cristo, Dios ha revelado al
mundo que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de
la verdad (1 Tm 2,4), esta frase de la primera Carta a Timoteo tiene una
importancia fundamental para la visión y el anuncio de los <Novísimos>.
Si Dios desea esto, si Dios por
esta causa entrega a su Hijo, el cual a su vez obra en la Iglesia mediante el
Espíritu Santo ¿Puede ser el hombre condenado?, ¿Puede ser rechazado por Dios?”
(Papa San Juan Pablo II. Ibid)
Son las preguntas que el hombre
se hace ante las cosas últimas, el hombre que aún tiene en cuenta la existencia
real de estas cosas…Y el razonamiento, al respecto, del Papa San Juan Pablo II es (Ibid):
“Desde siempre el problema del
infierno ha turbado a los grandes pensadores de la Iglesia, desde los
comienzos, desde Orígenes, hasta nuestros días, Michail Bulgakov (1891-1940) y
Hans Urs von Balthasar (1905-1988). En verdad que los antiguos Concilios
rechazaron la teoría de la llamada apocatástasis final, según la cual el mundo
sería regenerado después de la destrucción, y toda criatura se salvaría; una
teoría que indirectamente abolía el infierno.
Pero el problema permanece ¿Puede Dios, que ha amado tanto al hombre, permitir que éste lo rechace hasta el punto de querer ser condenado a perennes tormentos? Y, sin embargo, las palabras de Cristo son unívocas. En Mateo habla claramente de los que irán al suplicio eterno (Mt 29,46) ¿Quiénes serán estos? La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto. Es un misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano…”
De cualquier forma lo que sí sabemos, porque lo ha dicho Cristo, es que
aquellos que no se arrepientan de sus pecados y hagan penitencia por estos,
pueden ir al infierno, un lugar terrible que en la Santa Biblia se denomina
<gehena>, y que la mente humana no
alcanza a saber cómo es; preferible es por lo tanto llevar una vida recta y
cumplir los mandamientos de nuestro Creador, y si caemos en pecado mortal, bajo
la acción del maligno, arrepentirnos con
dolor de corazón, propósito de enmienda, y confesarnos de ellos en cuanto ello
sea posible y recordar que para acortar la pena temporal que aún permanece
después de la remisión del pecado, tenemos la inestimable ayuda de las indulgencias
de la Iglesia.
En este sentido, según la <Audiencia> del Papa San Juan Pablo II del miércoles 29 de septiembre de 1999: “El punto de partida para comprender las indulgencias es la abundancia de la misericordia de Dios, manifestada en la Cruz de Cristo. Jesús crucificado es la <gran indulgencia>, que el Padre ha ofrecido a la humanidad, mediante el perdón de las culpas y la posibilidad de la vida filial (Jn 1, 12-13), en el Espíritu Santo (Ga 4,6; Rm 5,5; 8, 15,16).
Ahora bien, este don en la lógica
de la Alianza, que es el núcleo de toda la economía de la salvación, no nos
llega sin nuestra aceptación y nuestra correspondencia.
A la luz de este principio no es
difícil comprender que la reconciliación con Dios, aunque está fundada en un
ofrecimiento gratuito y abundante de misericordia, implica al mismo tiempo un
proceso laborioso, en el que participan el hombre, con su compromiso personal,
y la Iglesia, con su ministerio sacramental. Para el perdón de los pecados
cometidos después del bautismo, ese camino tiene su centro en el Sacramento de
la Penitencia, pero se desarrolla también después de su celebración.
En efecto, el hombre debe ser
progresivamente sanado con respecto a las consecuencias negativas que el pecado
ha producido en él, y que la tradición teológica llama penas y restos del
pecado. A primera vista, hablar de penas
después del perdón sacramental podría parecer poco coherente. Con todo, el
Antiguo Testamento nos muestra que es normal sufrir penas reparadoras después
del perdón.
En efecto, Dios, después de definirse <Dios misericordioso y clemente, que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado> añade: <pero no les deja impunes> (Ex 34, 6-7), en el segundo libro de Samuel, la humilde confesión de David después de su grave pecado, le alcanza el perdón de Dios, pero no elimina el castigo anunciado (2 Sm 12, 11-12). El amor paterno de Dios no excluye el castigo, aunque éste se ha de entender dentro de una justicia misericordiosa que restablece el orden violado en función del bien mismo del hombre (Hb 12, 14-11)”
Por otra parte, las indulgencias
nos perdonan algún tiempo de las penas del purgatorio pero no sabemos cuánto
tiempo, porque no sabemos cuanta pena hemos de satisfacer a Dios. Sólo en la eternidad
lo sabremos, y sólo allí nos daremos perfecta cuenta del valor que tienen las
indulgencias a las cuales tan poco caso solemos hacer en este mundo.
Las indulgencias plenarias son
concedidas por los Sumos Pontífices y pueden ganarlas todos los católicos de
todo el mundo, a no ser que las concedan para algunas personas o lugares
determinados. Recordaremos ahora la <indulgencia plenaria> dada por el
Papa Pío XII para la <consagración del mundo al Inmaculado Corazón de
María>, porque nos parece muy útil y apropiada en estos momentos, dada la
situación tan dolosa por la que camina la sociedad en general, en tantos lugares de
nuestro planeta:
“¡Oh Reina del Santísimo Rosario,
auxilio de los cristianos, refugio del género humano, vencedora de todas las
batallas de Dios! Ante vuestro trono nos postramos suplicantes, seguros de
impetrar misericordia y de alcanzar gracia y oportuno auxilio en las presentes
calamidades, no por nuestros méritos, de los que no presumimos, sino por la inmensa
bondad de vuestro materno corazón.
En esta grave hora de la
historia, a vos, a vuestro Corazón nos entregamos, y consagramos, no sólo en
unión de la Santa Iglesia, Cuerpo místico de vuestro Hijo Jesús, que sufre en
tantas partes y de tantos modos atribulada y perseguida, sino también de todo
el mundo que sufre atroces discordias, abrasado en incendio de odios, víctimas
de sus propias iniquidades.
Que os conmuevan tantas ruinas
morales y materiales, tantos dolores, tantas angustias, tantas almas turbadas,
tantas en peligro de perderse eternamente. Vos, Oh madre de misericordia,
impetradnos de Dios la reconciliación cristiana de los pueblos, y ante todo las
gracias que pueden convertir en un momento los corazones humanos, las gracias
que prepare, consoliden y aseguren estas suspirada pacificación. Reina de la
paz, rogad por nosotros, y dad al mundo la paz y la verdad, en la justicia, en
la caridad de Cristo. Dadle sobre todo la paz de las almas, para que en la
tranquilidad del orden se dilate el Reino de Dios.
Conceded vuestra protección a los
infieles y a cuantos yacen aún en las tinieblas de la muerte; y haced que
brille para ellos el sol de la verdad y puedan repetir con nosotros, ante el
único Salvador del mundo: <Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra
a los hombres de buena voluntad> A los pueblos separados por el
error o por la discordia, especialmente a aquellos que os profesan singular
devoción, dadles la paz y haced que retornen al único redil bajo el único y
verdadero Pastor. Obtened completa libertad a la
Santa Iglesia de Dios; defendedla de sus enemigos; detened la inundación por la
lluvia de la inmoralidad; suscitad en los fieles el amor a la pureza, la
práctica de la vida cristiana y el celo apostólico, afín de que aumente en
número y en méritos el pueblo de los que sirven a Dios.
Finalmente, así como fueron
consagrados al Corazón de Jesús la Iglesia y el género humano, para que,
puestas en Él todas las esperanzas, fuera para ellos prenda y señal de victoria
y de salvación, de igual modo, también nos consagramos para siempre a Vos, a
vuestro Inmaculado Corazón, Oh madre nuestra, Reina del mundo, para que vuestro
amor y patrocinio aceleren el triunfo del Reino de Dios, y todas las gentes,
pacificadas entre sí y con Dios, os proclamen bienaventurada y proclamen de un
polo al otro extremo de la tierra el eterno Magníficat de amor, de
reconocimiento al corazón de Jesús, en sólo el cual pueden hallar la verdad, la
vida y la paz”.