El Papa Benedicto XVI en su
Audiencia General del 5 de octubre de
2011 al hablarnos del camino que conduce al Reino de Dios, nos recuerda que
Jesús utiliza la simbología del <Buen Pastor>, evocando el ambiente
nómada de los pastores y a las ovejas que componen su pequeño rebaño, porque:
“Esta imagen da un clima de confianza,
intimidad y ternura: el pastor conoce una a una a sus ovejas, las llama por su
nombre y ellas le siguen porque le reconocen y se fían de él (Jn 10, 2-4). Él
las cuida, la custodia como bienes preciosos, dispuesto a defenderlas, a
garantizarles bienestar, a permitir vivir en la tranquilidad. Nada puede faltar
si el pastor está con ellas.
A esta experiencia hace
referencia el salmista, llamando a Dios su pastor, dejándose guiar por Él hacia
praderas seguras:
<en verdes praderas me hace
reposar, me conduce hacia las aguas del remanso/ y conforta mi alma; me guía
por los senderos de justicia, por honor a su nombre> (Sal 23 (22) 2-3)…
El Salmo 23 (22 ) nos invita a poner nuestra confianza en Dios abandonándonos totalmente en sus manos ( Me guía por los senderos de justicia, haciendo honor, a su nombre).Por tanto pidamos con fe que el Señor nos conceda, incluso en los caminos difíciles de nuestro tiempo, caminar siempre por sus senderos, como rebaño dócil y obediente, nos acoja en su casa, en su mesa, y nos conduzca hacia <Fuentes tranquilas>, para que, en la acogida del <Don de Dios> podamos beber en sus manantiales, <fuentes de aquella vida> que <salta hasta la vida eterna>”
Consejos muy sentidos y cercanos
del Pontífice Benedicto XVI, que recuerdan también los del Apóstol amado del Señor, San Juan, al relatar el encuentro de Jesús con una
mujer samaritana, en el camino, de vuelta a Galilea.
Debía pasar el Señor
forzosamente por Samaria, región central
de Palestina. Sus habitantes, a partir del destierro de Babilonia, en aquellos
tiempos, estaban profundamente enfrentados a los judíos ortodoxos de Jerusalén,
aunque la enemistad venia de épocas más lejanas, concretamente de cuando las tribus del norte y el sur
llevaban vidas autónomas y se desconocían mutuamente.
Ambos pueblos habían llegado a la situación de considerarse mutuamente gente indeseable, pero ello no fue óbice para Nuestro Señor Jesucristo, que entabló conversación con una mujer samaritana que acudía a sacar agua del llamado pozo de Jacob, en el pueblo de Sicar.
Aquella mujer lógicamente se
extrañó mucho cuando Jesús le dijo (Jn 4, 7): <Dame de beber>, por ello
le preguntó, quizás con algo de acritud (Jn 4, 9):
¿Cómo tú, siendo judío, me pides
de beber a mí, que soy mujer samaritana?
El pozo de Sicar, era un excavación
en tierra, de unos 32 metros de profundidad, alimentada por una fuente
subterránea, que como aseguro la mujer databa del tiempo de Jacob y que había
sido dado por él Patriarca, a los samaritanos para que bebieran agua, ellos y
su ganado. Pero Jesús le dijo (Jn 4, 10):
< ¡Si conocieses el <Don de
Dios> y quien es el que te dice: Dame de beber, tú le hubieras pedido, y Él
te hubiera dado agua viva!>
El <agua viva>, del que hablaba Jesús, es el símbolo del Espíritu Santo (Don de Dios), y el Dador de esa agua es Jesucristo, el Hijo del hombre, el Mesías. Por eso ante el asombro de la mujer, que ya empezaba a considerar que la presencia allí, de aquel hombre, era algo extraordinario, Jesús siguió diciendo, refiriéndose al agua del pozo (Jn 4, 13-14):
<Todo el que bebiere de esa
agua, tendrá sed otra vez; mas quien bebiere el agua que yo le diere, no tendrá
sed eternamente/ sino que el agua que yo le daré se hará en él fuente de agua
que salta para la vida eterna>
El <Agua viva> de la que hablaba
Jesús era precisamente símbolo del Espíritu Santo enviado por el <Buen Pastor>, para facilitar a los
hombres el camino que lleva a la vida eterna.
Por eso, con los Sacramentos del
Bautismo y la Confirmación los cristianos recibimos, el Don del Espíritu Santo,
tal como podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 1285):
“Con el Bautismo y la Eucaristía,
el Sacramento de la Confirmación constituye el conjunto de los <sacramentos
de iniciación cristiana>, cuya unidad debe ser salvaguardada. Es preciso,
pues, explicar a los fieles que la recepción de este Sacramento es necesaria
para la plenitud de la gracia bautismal. En efecto, a los bautizados “el
Sacramento de la Confirmación los une más íntimamente a la Iglesia y los
enriquece con una fortaleza especial del Espíritu Santo. De esta forma se
comprometen mucho más, como auténticos testigos de Cristo, a extender y
defender la fe con sus palabras y con sus obras” (Lumen Gentium, 11)
En efecto, tal como nos enseña el
Papa Benedicto XVI:
“Ser cristiano quiere decir
proceder de Cristo, pertenecer a Cristo, al Ungido de Dios, a Aquel al que Dios
mismo ha ungido, pero no con aceite material, sino con Aquel al que el óleo
representa: con el Espíritu Santo. El aceite de oliva es de un modo
completamente singular símbolo de cómo el Hombre Jesús está totalmente colmado
del Espíritu Santo” (La Alegría de la Fe; Papa Benedicto XVI; Ed. San Pablo
2012)
Por tanto, El Padre envió a su
Hijo para darnos el Espíritu, el cual nos otorga nueva vida con el Bautismo, pero es
sólo el principio. En la Confirmación
recibimos la plenitud de los <Dones del Espíritu santo>, mediante la
<unción>.
“Ungir significa preparar para el
poder. El Antiguo y el Nuevo Testamento están llenos de historias de ungidos.
Los reyes son ungidos cuando llegan al trono. Los profetas son ungidos al
principio de su ministerio. Los sacerdotes ungen a los que les van a suceder en
su labor sacerdotal.
No son meras ceremonias, tienen
una especial eficacia y la virtud de obrar maravillas. Un ejemplo llamativo es
el del rey Saúl, ungido por el profeta Samuel (1 Sam 10, 1-9). Samuel dirá: El
Espíritu del Señor se apoderará de ti y profetizarás…y serán otros hombres.
Acto seguido, la historia dice que Saúl se sintió un hombre nuevo…
Los primeros cristianos mostraban
predilección por el Sacramento de la Confirmación, y lo designaban con
distintos nombres poéticos:
<La imposición de manos, el
sello de Dios, la impronta de Dios>.
Son imágenes que evidencian el
amor paternal hacia unos hijos que alcanzan la madurez” (Comprometidos con
Dios. la promesa y la fuerza de los Sacramentos; Scott Hahn; Ediciones Riald,
S.A, Madrid 2006)
Así es, las propiedades del <Agua
viva> prometida por Jesús a la mujer samaritana eran extraordinarias, porque
simbolizaban también el <Don de Dios>, es decir la llegada del Espíritu
Santo sobre su persona. Al igual que ella, los cristianos recibimos este Don a
través del Sacramento de la Confirmación, revalidando su llegada inicial, en el
Sacramento del Bautismo, ambos instituidos por Cristo, el <Buen Pastor>, para
facilitarnos el <Camino> hacia el <Reino de Dios>.
Recordemos que el simbolismo del
agua aparece con fuerza en varias ocasiones en el Evangelio del Apóstol San
Juan y muy particularmente en el caso que estamos recordando de Jesús y la
samaritana tal como nos sugiere el Papa Benedicto XVI en su libro <Jesús de
Nazaret; 1ª Parte; Ed. La Esfera de los
Libros, 2007):
“En el capítulo cuarto del
Evangelio de San Juan, encontramos a Jesús junto al pozo de Jacob: el Señor
promete a la samaritana un <Agua viva>, que será para quien beba de ella,
fuente que salta para la <Vida eterna> (Jn 4, 14), de tal manera que
quien la beba no <volverá a tener sed>. Aquí el simbolismo del pozo está
relacionado con la historia de Israel”
No obstante, sigue el Papa
razonando sobre este acontecimiento de la vida del Señor para llegar finalmente
a la conclusión de que el <Agua> de la que Jesús habla durante su
conversación con la samaritana, es un símbolo del <Pneuma>, de la
verdadera fuerza vital que apaga la sed más profunda del hombre y que le da la
vida plena, que él espera aún sin conocerla; se trata del Espíritu Santo,
siempre presente en la vida de la Iglesia de Cristo, a través de sus
Sacramentos:
“A través de la gracia de los Sacramentos, esta fuerza fluye en nuestro interior, como un rio subterráneo que nutre el espíritu, nos atrae cada vez más cerca, de la fuente de nuestra verdadera vida, que es Cristo.
San Ignacio de Antioquia, que
murió mártir en Roma a comienzo del siglo II, nos ha dejado una descripción
espléndida de la fuerza del Espíritu que habita en nosotros. Él ha hablado del
Espíritu como una <Fuente viva> que surge en su corazón y susurra: <Ven,
ven al Padre>” (Los caminos de la vida interior; Benedicto XVI; Ed. Chronica
S.L., 2011).
Sí, y para llegar al Padre hemos
de seguir a Cristo, el <Buen Pastor>, debemos seguir su <Camino>,
mirando fijamente a la meta, porque tal
como nos recuerda también el Papa Benedicto XVI:
“Dios lo ha exaltado a su derecha; por tanto hablar de Cristo como <archegos> (en griego, jefe que muestra el camino), significa que Cristo camina delante de nosotros, nos precede, nos muestra el camino. Y estar en comunión con Cristo, es la subida hacia lo alto…
Aquí, evidentemente, es
importante que se nos diga a dónde llega
Cristo y a dónde tenemos que llegar
también nosotros: <Hypsosen> (las alturas) subir a la derecha del Padre.
Seguir a Cristo no es sólo imitar sus virtudes, no es sólo vivir en este mundo
de modo semejante a Jesús, en la medida de lo posible, según su palabra,
sino que es un <Camino> que tiene
una meta. Y la meta es la derecha del Padre.
Este <Camino de Jesús>, el
<Buen Pastor>, acaba a la derecha del Padre. El horizonte de este seguimiento es llegar a la derecha del Padre…
Debemos tener la valentía, la
alegría, la gran esperanza de que la <Vida eterna> existe, es la
verdadera vida, y de esta verdadera vida viene la luz que ilumina también este
mundo.
Si bien se puede decir que, aún
prescindiendo de la <Vida eterna>, del <Cielo prometido>, es mejor
vivir según los criterios cristianos, porque vivir según la verdad y el amor, aun sufriendo muchas persecuciones,
en sí mismo es bien y es mejor que todo
lo demás, precisamente esta voluntad de vivir según la verdad y según el amor
también debe abrir a toda la amplitud del proyecto de Dios para nosotros, a la
valentía de tener ya la alegría en la espera de la <Vida eterna>, la
subida siguiendo a nuestro <archegos> (el jefe que muestra el camino).
<Soter> es el Salvador que nos salva de la ignorancia, busca las
cosas últimas. El Salvador nos salva de
la soledad, nos salva de un vacio que permanece en la vida sin eternidad, nos
salva dándonos el amor en su plenitud.
Él es la guía, Cristo (Buen
Pastor), nos salva dándonos la luz, dándonos la verdad, dándonos el amor de
Dios” (La alegría de la fe; Benedicto XVI; Ed. San Pablo; 2012)
Pero todavía, en este caminar
mirando fijamente el <Camino del Buen Pastor>, para llegar a la meta
deseada, la <Vida eterna>, el Papa
Benedicto XVI nos recuerda que hay dos temas muy importantes, que nunca
podremos obviar: la <conversión> y la <penitencia> (Ibid):
“Cristo, el Salvador, concedió a
Israel la penitencia y el perdón de los pecados (metanoia) (He 5, 31). Para
mí se trata de una observación muy
importante: la penitencia es una gracia. Existe
una tendencia en exégesis que dice: Jesús en Galilea anunció una gracia
sin condición, totalmente incondicional; por tanto también sin penitencia,
gracia como tal, sin condiciones humanas previas.
Pero esta es una falsa
interpretación de la gracia. La penitencia es gracia; es una gracia que reconozcamos
que tenemos necesidad de renovación, de cambio, de una transformación de
nuestro ser.
Penitencia, poder hacer
penitencia, es el don de la gracia. Y debo decir que nosotros, los cristianos,
también en los últimos tiempos, con frecuencia hemos evitado la palabra
penitencia, nos parecía demasiado dura.
Ahora, bajo los ataques del mundo
que nos hablan de nuestros pecados, vemos que poder hacer penitencia es gracia.
Y vemos que es necesario hacer
penitencia, es decir reconocer lo que en nuestra vida hay de equivocado,
abrirse al perdón, prepararse al perdón, dejarse transformar.
El dolor de la penitencia, es
decir, de la purificación, de la transformación, este dolor es gracia, porque
es renovación, es obra de la misericordia divina.
Estas dos cosas que dice san
Pedro: <penitencia y perdón>, corresponden al inicio de la predicación de
Jesús: <metanoeite>, es decir, convertíos (Mc 1, 15). Por tanto, este
punto fundamental: la <metanoia> no es algo privado, que parecería
sustituido por la gracia, sino la que la <matanoia> es la llegada de la
gracia que nos transforma.
Recordemos unas palabras del
Evangelio, donde se nos dice que quien cree tiene la <Vida eterna> (Jn 3,
36). En la fe, en este transformarse, que la penitencia concede, en esta
conversión, en este nuevo <Camino del vivir > (Camino del Buen Pastor),
llegamos a la vida, a la <Verdadera vida>”
Sí, sería muy bueno poder decir,
como en su día, dijo el poeta:
“Ando por mi camino, pasajero/ y
a veces creo que voy sin compañía/ hasta que siento el paso que me guía/ al
compas de mi andar, de otro viajero.
No veo, pero está. Si voy ligero/
el apresura el paso; se diría/ que quiere ir a mi lado todo el día/ invisible y
seguro el compañero.
Al llegar al terreno solitario/
él me presta valor para que siga/ y, si descanso, junto a mí reposa.
Y, cuando hay que subir monte (Calvario/ lo llama él), siento en su mano amiga/ que me ayuda, una llaga dolorosa”
*José María Souvirón Huelín
(Escritor, ensayista y crítico). Málaga (España) (1904-1973).