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jueves, 15 de junio de 2017

RECORDANDO AL ESPIRITU SANTO (II)



 
 
 


El evangelista san Lucas narra en su libro de los Hechos de los Apóstoles que, tras la venida del Espíritu Santo en Pentecostés, iniciaron con arrojo su labor evangelizadora entre el pueblo de Israel, en particular Pedro y Juan formaron pareja en esta misión, de manera que los sacerdotes y los saduceos, preocupados sobre todo porque anunciaban la resurrección del Jesús, y hacían milagros , los llevaron hasta el tribunal supremo y no pudiendo en ese momento condenarlo a prisión, los pusieron en libertad, eso sí, amenazándoles con la cárcel si seguían propagando aquellas cosas entre las gentes.

Los componentes de la Iglesia primitiva al enterarse de la liberación de Pedro y de Juan, se alegraron enormemente y en voz alta cantaron todos juntos el Salmo 2 (El drama del ungido del Señor):

-¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos hacen proyectos vanos?

-Se levantan los reyes de la tierra y los príncipes conspiran a una contra el Señor y su Mesías”

 


Ellos comprendían que estos versículos del Salterio encajaban perfectamente con todo lo sucedió a Jesús, que ya reconocían como Hijo del hombre, es decir como el Mesías esperado por el pueblo judío y por eso luego se dolían diciendo (Hch 4, 27-30):

-Así ha sido. En esta ciudad, Herodes y Poncio Pilato se confabularon con los paganos y gentes de Israel contra tu santo siervo Jesús, tu Mesías,
-para hacer lo que y tu sabiduría había determinado que se hiciera.

-Ahora, Señor, mira sus amenazas y concede a tus siervos predicar tu palabra,
-y tiende tu mano para curar y obrar señales y prodigios en nombre de tu santo siervo Jesús

 
Cuenta san Lucas en su libro que habiendo terminado esta oración y esta suplica (Hch 4, 31):




“Tembló el lugar en que estaban reunidos, y quedaron todos llenos del Espíritu Santo, y anunciaban con absoluta libertad la palabra de Dios”

Así es, el Espíritu Santo colabora en todo momento con los hombres de buena voluntad en la evangelización de los pueblos, a lo largo de los siglos desde el mismo momento de la constitución de la Iglesia de Cristo.

Ciertamente, como aseguraba el Papa Benedicto XVI durante su Mensaje a los jóvenes del mundo el 20 de julio de 2007:

“El Espíritu Santo es el don más alto de Dios al hombre, el testimonio supremo de su amor por nosotros, un amor que se expresa constantemente como <sí a la vida> que Dios quiere para cada una de sus criaturas.
Este <sí a la vida> tiene su forma plena en Jesús de Nazaret y en su victoria sobre el mal mediante la redención. A este respecto, nunca olvidemos que el Evangelio de Jesús, precisamente en virtud del Espíritu Santo, no se reduce a una mera constatación, sino que quiere ser <Buena Noticia para los pobres, libertad para los oprimidos, vista para los ciegos…>.

Es lo que se manifestó con vigor el día de Pentecostés, convirtiéndose en gracia y en tarea de la Iglesia para con el mundo, su misión prioritaria.
Nosotros somos los frutos de esta misión de la Iglesia por obra del Espíritu Santo. Llevamos dentro de nosotros ese sello del amor del Padre en Jesucristo que es el Espíritu Santo. No lo olvidemos jamás, porque el Espíritu  se acuerda siempre de cada uno y quiere, en particular mediante los jóvenes, suscitar en el mundo el viento y el fuego de un nuevo Pentecostés”

 


En efecto, un nuevo Pentecostés es necesario para seguir llevando adelante la que es misión fundamental de la Iglesia de Cristo, propagar la Buena Nueva por todo el mundo, la Palabra del Señor,  que es esperanza para la humanidad.


El Papa Francisco precisamente nos ha querido presentar en su Audiencia  General del 31 de mayo de este mismo año (2017), la relación que existe entre el Espíritu Santo y la esperanza:

“El Espíritu Santo sopla y mueve  la Iglesia. Camina con ella, por eso, del mismo modo que la Escritura compara la esperanza con un ancla, que asegura el barco en medio del oleaje, también podemos compararla con una vela que recoge ese viento del Espíritu para que empuje nuestra nave”

 

Es una idea muy hermosa y al mismo tiempo muy visualizable por la realidad que encierra, también el Papa Benedicto XVI nos hablaba en este sentido, porque el hombre necesita de esta gran esperanza que es comunicada a través del Evangelio por la Iglesia de Cristo:

“El Verbo de Dios nos ha comunicado la vida divina que transfigura la faz de la tierra, haciendo nuevas todas las cosas. Su Palabra no sólo nos concierne como destinatarios de la revelación divina, sino como sus anunciadores. Él el enviado del Padre para cumplir su voluntad, nos atrae hacia sí y nos hace participes de su vida y misión. El Espíritu del Resucitado (nuestro Consolador) capacita  nuestra vida  para el anuncio eficaz de la Palabra en todo el mundo.

Esta es la experiencia de la primera comunidad cristiana, que vio cómo iba creciendo la Palabra mediante la predicación y el testimonio…

En efecto, lo que la Iglesia anuncia al mundo es el <Logos de la esperanza> (1 Pe 3, 15); el hombre necesita la <gran esperanza> para poder vivir el propio presente, la gran esperanza que es <el Dios que tiene un rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo>. Por eso la Iglesia es misionera en su esencia. No podemos guardar para nosotros las palabras de vida eterna que hemos recibido en el encuentro con Jesucristo: son para todos, para cada hombre.

Toda persona de nuestro tiempo, lo sepa o no, necesita este anuncio. El Señor mismo como en los tiempos del profeta Amós, suscita entre los hombres nueva hambre y nueva sed, de la Palabra del Señor (Am 8,11). Nos corresponde a nosotros la responsabilidad de transmitir lo que, a su vez, hemos recibido por la gracia” (Papa Benedicto XVI. La alegría de la fe. Librería Editrice Vaticana, 2012).      

 


El santo Padre nos pone como ejemplo lo que sucedió en tiempos del profeta Amós, y en verdad que es un ejemplo muy adecuado a la situación en la que se encuentra el hombre de hoy en día.

Amós  vivió durante el reinado de Jeroboam II (Ca.786-746), cuando tras las luchas constantes contra arameos y moabitas, el pueblo judío gozaba de un cierto estado de relajación  victoriosa. Muchos hombres por entonces habían conseguido grandes riquezas y se dedicaban sin pensar en nada a disfrutarlas, entregados al lujo y al desenfreno, lo que había conducido a un desarreglo social y jurídico muy considerable…Por otra parte, el estado religioso de la población era deplorable, a causa de la idolatría  a los becerros de Bet-El y Dan, la mezcla de yahvhismo  y paganismo, que dieron lugar a una gran decadencia de la costumbres y de la moralidad dentro de todas las clases sociales, ya en tiempos de Jeroboam I.
 
 


En este estado de cosas inició su ministerio Amós, un hombre oriundo de Técoa, situada a unos pocos kilómetros de Belén, una zona poco agrícola, por lo que sus habitantes se dedicaban al pastoreo, que, según parece, fue el trabajo al que él se dedicaba también, antes de ser llamado por Dios a su servicio.
Obediente a la voz de Dios, encaminó sus pasos hacia el reino del norte y en Samaria observó la vida de los cortesanos, poseedores de grandes mansiones, mientras que el pueblo vivía sino en pobreza, sí en escasez de comodidades. Por otra parte la usura en el comercio era una práctica frecuente y la corrupción de la justicia era enorme…
Todo lo que vio y probablemente sufrió le debió impactar en extremo, por lo que se trasladó a otras ciudades, para seguir observando la situación de su pueblo. Según se cuenta es probable que visitara Jericó, Dan, Guilgal, etc., pero la actividad profética, la desarrolló especialmente, en las cercanías del santuario de Betel, donde tuvo que enfrentarse con los intereses creados del sacerdote Amasías.
Su labor profética se suele subdividir en tres partes: una primera parte dedicada a anunciar el juicio de Dios al final de los siglos; una segunda parte en la que amenaza a su pueblo con una inminente ruina y una tercera parte en la que explica el contenido de cinco visiones que él tuvo ; concluyendo todo con la promesa mesiánica (Am 8, 1-11) 

Es precisamente en el tercer apartado, concretamente en la <visión de la canasta de frutas maduras> donde aparece la referencia que citada por el Papa Benedicto XVI en su libro <la alegría de la fe> (Am 8, 1-2):
 

-Yahveh, el Señor, mostróme lo siguiente: He aquí que era una canasta de frutas maduras.

-Y dijo Yahveh: ¿Qué ves tú, Amós? Contesté: Una canasta de frutas maduras. Y díjome Yahveh: Ha llegado el fin de mi pueblo Israel; no quiero perdonarle por más tiempo…

 
 

El pueblo adorador (canasta de frutas maduras) de los becerros de oro Bet-El y Dan  está, por sus crímenes, al borde del castigo divino, es el tema de esta visión en la que Dios cansado de perdonar a aquellos hombres decide someterlos mediante terribles pruebas y situaciones que recuerdan al juicio final (parusía); entonces los hombres quizás arrepentidos tendrán hambre de la Palabra de Dios pero Él se la negará (Am 8, 12-14):
“Andarán errantes de mar en mar y de norte al este, buscando la Palabra del Señor, y no la encontrarán. / En aquel día desfallecerán de sed las bellas muchachas y los jóvenes apuestos. /Los que juran por el pecado de Samaría, los que dicen: ¡Vive tu Dios, Dan! y ¡Vive el camino de Berseba! Caerán y no levantarán más”    

 
 
  

El Papa Benedicto XVI quiere hacernos reflexionar sobre estos versículos del Antiguo Testamento con objeto de que comprendamos la necesidad de la Palabra del Señor y dejemos de lado todas las malas inclinaciones hacia una vida en pecado, que solo puede conducirnos al justo castigo divino…

Los cristianos hemos recibido la gracia del Espíritu Santo al ser bautizados y estamos obligados a transmitir la Palabra del Señor, el Evangelio, no lo olvidemos nunca…Por  eso debemos tener en cuenta a la hora de transmitir estas enseñanzas que Cristo decía a sus apóstoles y a las mujeres después de su Resurrección: <¡No tengáis miedo!>.

Y ¿Por qué no debemos tener miedo? Sencillamente, porque como afirmaba el Papa San Juan Pablo II: <El hombre ha sido redimido por Dios> (Cruzando el umbral de la esperanza. Juan Pablo II; Círculo de Lectores; Licencia editorial por cortesía de Plaza & Janés  Editores, S.A, 1994).
Por otra parte, sigue diciendo este Pontífice que él mismo el día de su toma de posesión de la silla de Pedro, un 22 de octubre de 1978, pronunció en la plaza de San Pedro estas palabras, aunque no era plenamente consciente de lo mucho que significarían a lo largo de su Pontificado. Y esto era así, según el santo Padre, porque aquellas palabras pronunciadas por él: ¡No tengáis miedo!, provenían no de él sino del Espíritu Santo:


“La exhortación: ¡No tengáis miedo!, debe ser leída en una dimensión muy amplia. En cierto sentido era una exhortación dirigida a todos los hombres, una exhortación a vencer el miedo a la actual situación mundial, sea en Oriente, sea en Occidente, tanto en el Norte  como en el Sur.

¡No tengáis miedo de lo que vosotros mismos habéis creado, no tengáis miedo tampoco de todo lo que el hombre ha producido, y que está  convirtiéndose cada día más en un peligro para él!
En fin, ¡no tengáis miedo de vosotros mismos!...

Mientras pronunciaba esas palabras en la Plaza de San Pedro, tenía ya la convicción de que la primera Encíclica y todo el Pontificado estarían ligados a la Redención. En ella se encuentra la más profunda afirmación de aquel < ¡No tengáis miedo!>:
< ¡Dios ha amado al mundo! ¡Lo ha amado tanto que ha entregado a su Hijo unigénito!> (Jn 3, 16).

Este Hijo permanece en la historia de la humanidad como el Redentor. La Redención impregna 

toda la historia del hombre, también la anterior a Cristo, y prepara su futuro escatológico.

<Cristo es la luz que <resplandece en las tinieblas y que las tinieblas no han recibido> (Jn 1,5). El poder de la Cruz de Cristo y de su Resurrección  es más grande  que todo el mal del que el hombre podría y debería tener miedo”

 
    

Por otra parte, entre todas las obras de Dios <ad extra>, hay que destacar  el misterio de la Encarnación del Verbo…
Este prodigio, aun cuando se realizó por mediación de la Santísima Trinidad, sin embargo se suele atribuir al Espíritu Santo... 

El Evangelio de san Mateo nos recuerda  la concepción virginal y el nacimiento de Jesús con estas palabras (Mt 1, 18-20):

“El nacimiento de Jesucristo fue así: María su madre estaba  desposada con José, y, antes de que vivieran juntos, se encontró en cina por virtud del Espíritu Santo. /José, su marido, que era un hombre justo no quería denunciarla, decidió dejarla en secreto. /Estaba pensando en esto, cuando  un ángel del Señor, se le apareció en sueños y le dijo: <José, hijo de David, no tengas ningún reparo en recibir en tu casa a María, tu mujer, pues el hijo que ha concebido viene del Espíritu Santo”

 
 


Los hechos acaecidos, narrados por el evangelista Mateo, ponen de manifiesto la autoría del Espíritu Santo en el misterio de la Encarnación, cuestión ésta que según el Papa León XIII tiene un sentido totalmente razonable (Carta Encíclica Divinum Illud munus, 9 de mayo de 1897):

“Dice el Evangelio que la concepción de Jesús en el seno de la Virgen María fue obra del Espíritu Santo, y con razón, porque el Espíritu Santo es la caridad del Padre y del Hijo, y este gran misterio de la bondad divina, que es la Encarnación, fue debido al inmenso amor de Dios al hombre, como advierte San Juan: <Tanto amó Dios al mundo, que le dio su Hijo Unigénito>.

 
 



Añádase que por dicho acto la humana naturaleza fue levantada a la unión personal con el Verbo, no por merito alguno, sino sólo por pura gracia, que es don propio del Espíritu Santo”

Pero además como nos advertía el Papa León XIII (Ibid):
“Por obra del Espíritu Divino tuvo lugar no solamente la concepción de Cristo, sino también la santificación de su alma, llamada unción en los Sagrados Libros, y así es como toda acción suya se realizaba bajo la influencia del Espíritu Santo, que también cooperó de modo especial a su sacrificio, según la frase de San Pablo:

<Cristo, por medio del Espíritu Santo, se ofreció como hostia inocente a Dios>.

Después de esto, ya no extrañará que todos los carismas del Espíritu Santo inundasen el alma de Cristo.

Puesto que en Él hubo una abundancia de gracia singularmente plena, el modo más grande y con la mayor eficacia que tenerse puede; en Él, todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia, las gracias <gratis datas>, las virtudes, y plenamente todos los dones, ya anunciados  en las profecías de Isaías, ya simbolizados en aquella misteriosa paloma aparecida en el Jordán, cuando Cristo con su bautismo consagraba sus aguas para el nuevo Testamento.

 
 


Con razón hace notar San Agustín que Cristo no recibió el Espíritu Santo siendo ya de treinta años, sino que cuando fue bautizado estaba sin pecado y ya tenía el Espíritu Santo; entonces, es decir, en el bautismo, no hacía sino prefigurar a su cuerpo místico, es decir, a la Iglesia en la cual los bautizados reciben de modo peculiar el Espíritu Santo. Y así la aparición sensible del Espíritu sobre Cristo y su acción invisible en su alma representaban la doble misión del Espíritu Santo, visible en la Iglesia, e invisible en el alma de los justos”

 


Sin duda Jesús habló mucho a sus apóstoles del Espíritu Santo y este hecho ha quedado recogido en los santos Evangelios, muy especialmente en el San Juan, donde podemos leer estas palabras del Señor (Jn 16, 5-15):
“Ahora  voy  al que me envió, y ya ninguno de vosotros me pregunta: ¿Adónde vas? /Antes, por haberos yo dicho estas cosas, la tristeza ha llenado vuestro corazón. /Pero yo os digo la verdad: os cumple que  yo me vaya; porque, si no me fuere, el Paráclito no vendrá a vosotros; mas si me fuere, os lo enviaré. /Y Él, cuando viniere, convencerá al mundo cuanto al pecado, cuanto a la justicia y cuanto al juicio. /Cuanto al pecado, por razón de que no creen en mí; / cuanto a la justicia, porque me voy al Padre y ya no me veis más, /y cuanto al juicio, porque el príncipe de este mundo ha sido ya juzgado. /Todavía muchas cosas tengo que deciros mas no las podéis sobrellevar ahora; /mas cuando viniere Él, el Espíritu de la verdad, os guiará en el camino de la verdad integral. Pues no hablará de sí mismo, sino lo que oyere, eso hablará, y os anunciará lo por venir. /Él me glorificará porque recibirá de lo mío y os lo anunciará. /Todo cuanto tiene el Padre, mío es; por eso dije que recibe de lo mío y os lo anunciará”

 
Muchas de las cosas que en esta ocasión dice Jesús  ya las había expuesto, en otros momentos, a sus apóstoles. La historia evangélica nos muestran cuales son éstas, concretamente: la espiritualidad del reino mesiánico y la Cruz, que los discípulos  todavía no podían <sobrellevar>, como muy bien les hace ver el Señor. Sólo la muerte de Éste, seguida de su Resurrección, y la venida del Espíritu Santo habían de capacitar a sus seguidores para comprender  estas verdades.



Jesús llega a decir al referirse al  Espíritu Santo: <recibe de lo mío> y <todo cuanto tiene el Padre es mío>, precisamente apoyándose en estas Palabras del Señor, los Padres y teólogos  de la Iglesia mostraron que el Espíritu Santo procede del Hijo lo mismo que del Padre. Una verdad absoluta que tristemente llegó a provocar en su día la separación entre las Iglesias de Oriente y Occidente.

El Papa León XIII en su carta Encíclica nos habla con verdad y sabiduría sobre este misterio de fe (Ibid):

“El Espíritu Santo, que es espíritu de verdad, pues procede del Padre, Verdad eterna, y del Hijo, Verdad sustancial, recibe de uno y de otro, juntamente con la esencia, toda la verdad que luego comunica a la Iglesia, asistiéndola para que no yerre jamás, y fecundando los gérmenes de la revelación hasta que, en el momento oportuno, lleguen a madurez para la salud de los pueblos.

Y como la Iglesia, que es medio de salvación, ha de durar hasta la consumación de los siglos, precisamente el Espíritu Santo la alimenta y acrecienta en su vida y en su virtud: <Yo rogaré al Padre y Él  os mandará el Espíritu de la verdad, que se quedará siempre con vosotros>.

 
 


Pues por Él son constituidos los Obispos, que engendran no solo hijos, sino también padres, esto es, sacerdotes, para guiarla y alimentarla con aquella misma sangre con que fue redimida por Cristo: <El Espíritu Santo ha puesto a los Obispos para regir la Iglesia de Dios, que Cristo adquirió con su sangre>; unos y otros, Obispos y sacerdotes, por singular don del Espíritu Santo tienen poder de perdonar los pecados, según Cristo dijo a sus apóstoles: <Recibid el Espíritu Santo: a los que perdonéis los pecados, les serán perdonados, y a los que los retuviereis, les serán retenidos>”

 


Cuenta San Juan en su Evangelio que durante la aparición del Señor a sus discípulos, ausente Tomas, pronunció estas palabras con las que instituyó el Sacramento de la confesión. Primero sopló sobre ellos, símbolo expresivo del Espíritu Santo que iba a comunicarles y después pronuncio las palabras recordadas por el Papa León XIII, y con ellas según enseña el Concilio de Trento, recogiendo la tradición de los Santos Padres, el Señor instituyó el Sacramento de la Penitencia.

Y como esta potestad no podía ejercerse arbitrariamente, y sin conocimiento de causa, y debía extenderse al perdón de los pecados, de ahí la necesidad de la confesión sacramental. Y es de tal naturaleza la efusión del Espíritu Santo, que incluso Jesús hablando de ella la denominó <ríos de agua viva>,  tal como nos cuenta San Juan en su Evangelio.

Sucedió durante la fiesta de los Tabernáculos, en su tercer viaje a Jerusalén, prácticamente al final de la misma. Las gentes habían estado hablando de Él y le buscaban pero él se presentó cuando menos le esperaban dando grandes voces y diciendo (Jn 7, 37-39):

“<El que tenga sed que venga a mí, /el que cree en mí que beba. Lo dice la Escritura: De sus entrañas brotarán ríos de agua viva>. /Eso lo dijo refiriéndose al Espíritu Santo que habrían de recibir los que creyeran en él. Pues aún no había Espíritu, porque Jesús no había sido aún glorificado”

 


El Papa San Juan Pablo II durante la Audiencia General que tuvo lugar el 10 de agosto de 1988, al referirse a Cristo como liberador del hombre y de la humanidad, y en general como dador de una <vida nueva>, recordó este pasaje de la vida del Señor y nos enseñaba que:

“Según una interpretación preferida por gran parte de los Padres orientales y todavía seguida por varios exegetas, <ríos de agua viva> surgirán <del seno> del hombre que bebe el <agua> de la verdad y de la gracia de Cristo. <Del seno> significa: del corazón.
Efectivamente, se ha creado <un corazón nuevo> en el hombre, como anunciaban, de manera muy clara, los Profetas, y en particular Jeremías y Ezequiel.

Leemos en Jeremías (Jer 31, 33): <Esta será la alianza que yo pacte con la casa de Israel, después de aquellos días, oráculo de Yahveh: pondré mi ley en su interior y la escribiré en su corazón y constituiré su Dios y ellos constituirán mi pueblo>.

En Ezequiel, todavía más explícitamente podemos leer (Ez 36, 26-27): <os daré un corazón nuevo, y un espíritu renovado infundiré en vuestro interior, y quitaré de vuestra carne el corazón de piedra, y os daré un corazón de carne. E infundiré  mi espíritu en vuestro interior y haré que caminéis en mis preceptos y guardéis y practiquéis mis dictámenes>.

Se trata, pues, de una profunda transformación espiritual, que Dios mismo realiza dentro del hombre mediante <la inspiración de su Espíritu>. Los <ríos de agua viva> de los que habla Jesús significan la fuente  de una vida nueva que es vida <en espíritu y en verdad>, vida digna de los <verdaderos adoradores del Padre”

 


Recordaba también el Papa San Juan Pablo II en esta misma Audiencia otro momento de la vida de Jesús en la que nos hablaba de una forma figurada, pero muy sugestiva del <agua viva>. Fue durante su dialogo con la samaritana junto al pozo de Jacob (en Sicar), concretamente cuando el Señor le dijo <Dame de beber> y la mujer se extrañó de que un judío, le hiciera aquella petición, pues era sabido que los samaritanos no se llevaban bien con estos. Entonces Jesús le dijo (Jn 4, 10): < ¡Si conocieses el don de Dios, tú le hubieras pedido, y Él te hubiera dado agua viva!>.

Y poco después al creer la mujer por las palabras de aquel extraño hombre que éste era un profeta le decía (Jn 4, 15): < Nuestros padres adoraron a Dios en este monte, y vosotros decís que en Jerusalén  está el lugar donde hay que adorarle>.

Justamente en este momento  Jesús con estas palabras le habla de los <verdaderos adoradores>, de aquellos hombres que, como muy bien nos recordaba el Papa San Juan Pablo II, han sufrido una verdadera transformación espiritual, mediante la <inspiración de su Espíritu>, que les ha dado  <los ríos de agua viva>, <fuente de una vida nueva que es vida>  (Jn 4, 21-24)):

“Créeme, mujer, que viene la hora en que ni a ese monte ni a Jerusalén  estará vinculada  la adoración del Padre. /Vosotros adoráis lo que no conocéis; nosotros adoramos lo que conocemos; porque la salud viene de los judíos. /Pero llega la hora, y ésta es la hora, en que los <verdaderos adoradores> adorarán  al Padre en espíritu y en verdad, porque el Padre tales son los que quiere que le adoren. /Espíritu es Dios; y los que le adoren, en espíritu y verdad le deben adorar”