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miércoles, 2 de septiembre de 2015

JESÚS Y EL DIA DEL SEÑOR (DÍA DE GRACIA Y DE DESCANSO)



 
 



En el Catecismo de la Iglesia Católica  se menciona el sábado (día del Señor) relacionándolo con  el Salmo 118 (117) donde se manifiesta una solemne acción de gracias al Creador por parte de Aquel que ha vencido al enemigo.
En este salmo resuenan los gritos de júbilo y de victoria en honor al Señor, a quien se atribuye el triunfo alcanzado sobre el mal (versículos 22-24):
-La piedra que desecharon los constructores, ésa ha llegado a ser la piedra angular.

-Es el Señor quien ha hecho esto y es admirable a nuestros ojos.
-Este es el día que hizo el Señor, exultemos y alegrémonos en Él

La piedra angular, la piedra desechada por los constructores, del Salmo recordado, se refiere a un jefe despreciado por los enemigos, al cual Dios acabará dando la victoria. Este texto del Antiguo Testamento será recogido siglos después en el Nuevo Testamento por el evangelista San Mateo, en boca de Nuestro Señor Jesucristo cuando puso como ejemplo, a las gentes que le seguían, la parábola de <los viñadores homicidas> (Mt 21,33-46).
La pregunta que hará el Señor a los que le escuchan será: ¿Cuándo vuelva el dueño de la viña, qué hará con aquellos labradores?  La respuesta de los mismos será: <Hará morir de mala muerte a esos malvados y arrendará la viña a otros labradores que le entreguen los frutos a su tiempo>.
La respuesta era correcta, sin embargo, Jesús quiso hacer más énfasis sobre la misma, volviendo a realizar ésta otra pregunta: ¿No habéis leído nunca en la Escritura que la piedra que desecharon los constructores es ahora la piedra angular…? Y a continuación exclamó: <Por eso os digo que se os quitará a vosotros el reino de Dios y se dará a un pueblo que produzca sus frutos.
Y el que cayere sobre esta piedra se destrozará, y aquel sobre quién cayere lo aplastará>. Entonces, los sumos sacerdotes y los fariseos, que comprendieron que estas palabras iban dirigidas a ellos, trataron de apresarlo una vez más, pero el miedo a la multitud, que consideraba que  Jesús era un profeta, les impidió realizar esta fechoría.

La parábola de los viñadores homicidas es, en efecto, como un compendio de la historia de la salvación de la humanidad, a través del Hijo de Dios, por eso la Iglesia, el nuevo pueblo de Dios exclama con el Salmo 118 (117): ¡Este es el día que ha hecho el Señor, exultemos y gocemos con él!



En efecto: <Jesús resucitó de entre los muertos el primer día de la semana. En cuanto es el –primer día-, el día de la Resurrección de Cristo recuerda la primera creación. En cuanto es él –octavo día- que sigue al sábado, significa la nueva creación inaugurada con la Resurrección de Cristo.
Para los cristianos vino a ser el primero de todos los días, la primera de todas las fiestas, el -día del Señor-, el domingo> (C.I.C. nº 2174).
Igualmente, también podemos leer en el Catecismo de la Iglesia Católica (C.I.C. nº 2184) que:

<Así cómo Dios –cesó el día séptimo de toda tarea que había hecho- (Gn 2,2), así también la vida humana sigue un ritmo de trabajo y de descanso. La institución del día del Señor contribuye a que todos disfruten el tiempo de descanso y de salud suficiente que les permita cultivar su vida familiar, cultural, social y religiosa (GS 67,3)>.
Para los cristianos el sábado que representaba la coronación de la primera creación se ha sustituido por el domingo que recuerda la nueva creación, inaugurada por la Resurrección de Cristo. La Iglesia, desde antiguo celebra el día de la –Resurrección de Cristo-, el día que Cristo ha vencido a la muerte, el octavo día, que se ha dado en llamar –con toda razón-, -día del Señor-, ó –domingo- y también –día de gracia y de descanso- (SC 106).

El Papa Benedicto XVI nos relata precisamente a este respecto una historia muy hermosa, real <cómo la vida misma>, que tuvo lugar allá por el siglo IV después de Cristo, durante el reinado  del emperador Diocleciano, un hombre cruel y déspota al que se debe una de las persecuciones más terribles contra los cristianos (Entre el 303-311 se produjo la mayor y más sangrienta persecución oficial del imperio contra los cristianos, pero no logró aniquilarlos. A partir del año 324 después de Cristo, su Mensaje, se convirtió en la religión dominante bajo el imperio de Constantino).

La historia narrada por el Papa Benedicto XVI en su libro <El amor se aprende> tuvo lugar en el norte de África, por entonces también sometida al Imperio romano, cómo casi todo el resto del mundo conocido. El Papa quiere mostrarnos con esta historia real de hace tantos siglos, la importancia que siempre ha tenido para los seguidores de Cristo el día de gracia, el domingo, y la cuenta con  un sentido didáctico y emotivo (Benedicto XVI El amor se aprende. Ed. Romana, S.L. 2012):



“Corre el año 304. En una localidad de África septentrional, en medio de la persecución ordenada por el emperador Diocleciano, algunos oficiales romanos sorprendieron a un grupo de unos cincuenta cristianos durante la celebración dominical de la Eucaristía y los arrestaron…”

¿Qué sucede a partir de este momento? Nos asegura el Papa Benedicto XVI, con conocimiento de causa, que los documentos que atestiguan los acontecimientos que acaecieron después del apresamiento injustificado, de aquellas personas cuyo único delito había sido reunirse para celebrar la Eucaristía en el día del Señor, por suerte, para todos los cristianos de entonces y ahora, se han conservado y permiten seguir el <hilo de los hechos>. Así durante el primer interrogatorio al que fueron sometidos se sabe que:

“El Procónsul dijo al Presbítero Saturnino: <Tú has actuado contra las disposiciones de los emperadores y de los césares, reuniendo aquí a éstos>; y a continuación, el redactor cristiano añade que la respuesta del Presbítero fue fruto de la inspiración del Espíritu Santo, en los siguientes términos: <sin escrúpulo alguno, hemos celebrado lo que pertenece al Señor>…”

 No quedó contento el Procónsul con la respuesta del Presbítero Saturnino y, por tanto, de nuevo le increpó realizándole repetidas preguntas sobre las causas que le habían llevado a  realizar aquella afrenta a las autoridades romanas, en contra de la ley del Imperio; el sacerdote, seguro de sí mismo y sin miedo alguno, respondió: <Lo hemos hecho porque lo que pertenece al Señor no puede ser descuidado…>. Y como consecuencia de esta aptitud devota y entregada al servicio de Dios, el Papa concluye que (Ibid):
“Aquí se expresa de manera inequívoca la conciencia de que el Señor está sobre un plano más elevado que cualquier divinidad o potestad de religión alguna. Tal conciencia da seguridad a este sacerdote, precisamente en el momento en que se ha puesto de manifiesto la total inseguridad material de la pequeña comunidad cristiana, a merced de los carceleros”

 


Por otra parte, la reunión había tenido lugar en casa de un hombre llamado Hemérito, que sin duda se había arriesgado aún a costa del peligro que ello suponía; era un cristiano fervoroso, dispuesto incluso a dar la vida, o a sufrir cualquier mal, que ésta acción le pudiera acarrear, cómo se pone de manifiesto por sus palabras en el momento de ser interrogado: <Los hermanos allí reunidos eran hermanos míos, no podía echarlos a la calle…> (Papa Benedicto XVI. Ibid)

El Procónsul era testarudo y mal intencionado por eso siguió interrogando acusadoramente al casero Hemérito diciéndole: <Tú deberías haberles prohibido la entrada>; a lo que él respondió: <No he podido, porque sin el día del Señor, sin el Misterio del Señor, sencillamente no podemos subsistir> (Papa Benedicto XVI Ibid).

Es impresionante el testimonio dado por estas gentes sencillas y devotas para las  generaciones de todos los tiempos, por eso el Papa Benedicto XVI ensalza el comportamiento de estos fieles creyentes, como modelos a seguir, también en la actualidad, a pesar de los siglos transcurridos y a pesar, y sobre todo, del alejamiento contumaz de Dios, de una gran parte de la humanidad:

“Ellos no pensaron en una casuística, en cumplir el precepto festivo o civil, en sí respetar la prescripción eclesiástica, o tener en cuenta la acechante condena capital, de modo, que en la valoración de cómo actuar correctamente habrían podido considerar que el servicio litúrgico era algo secundario a lo que se debía renunciar en este caso. Para ellos no se trataba de la elección entre un <precepto u otro>, sino más bien de elegir entre lo que daba significado y consistencia a la vida, o una vida sin sentido. Partiendo de ahí se entiende también la expresión  de San Ignacio de Antioquía, a modo de emblema: <Nosotros vivimos en conformidad con lo que celebramos en el día del Señor, a quién también nuestra vida está totalmente consagrada, ¿Cómo podremos vivir sin Él?”

 


Menciona el Papa Benedicto XVI en su narración, cómo modelo  mártir de la cristiandad, de los primeros siglos de la Iglesia, a San Ignacio de Antioquía, Padre Apostólico, que nació hacia el siglo 25 ó 28 y murió hacia el siglo 98 ó 110 d.C., autor de una serie de cartas escritas  durante el viaje forzado, desde Siria a Roma, donde fue llevado para ser ejecutado o como él mismo aseguró : “<Para ser trigo de Dios, molido por los dientes de la fiera y convertido en pan puro de Cristo>” (71. An. , Ad. Rom. 4,1.)

Qué diferente es la opinión de los hombres sobre este tema, en los tiempos que corren. Ahora, el ir o de dejar de ir a la misa los domingos no es algo tan primordial, en comparación con cualquier otra prescripción de orden social o civil. Muchas veces, no se tiene las ideas claras,  sobre lo que significa el domingo;  se  cree que primero hay que cumplir con los deberes sociales o civiles y luego cumplir con Dios.
Con razón el Papa Benedicto XVI sigue manifestándose en el libro anteriormente mencionado en el siguiente sentido:

“Cuando éstas experiencias (se refiere el Papa al caso de la comunidad de África septentrional del siglo IV d.C.) se confrontan con la desgana y la rutina de la praxis dominical de nuestra vieja Europa, tales testimonios provenientes de los albores de la historia de la Iglesia pueden suscitar fácilmente consideraciones nostálgicas.



Esas experiencias muestran además que la <crisis del domingo> no es un fenómeno original y exclusivo de nuestra generación. Dicha crisis tiene inicio desde el momento en el que, del deber interior del domingo –surgió un precepto canónico exterior- un deber formal que más tarde –como sucede con todos los deberes reglamentados- viene continuamente redimensionado hasta que queda reducido a la obligación de participar durante una media hora en prácticas rituales cada vez más extrañas.
Entonces es cuando surge el cuestionarse, si es posible quedar exonerado de esa obligación, y por qué motivo se convierte en algo más importante que preguntarse por qué se debe cumplir habitualmente.
Por este camino, al fin y al cabo, no quedaría otra salida que tratar de librarse de ese peso sin necesidad alguna de justificación...”

 


Son palabras duras y dolidas del Papa Benedicto XVI ante la realidad de estos tiempos que nos ha tocado vivir. Una realidad que se viene constatando en muchos países europeos desde principios del siglo XX, de una forma creciente y avasalladora. A este respecto podrían servir de ejemplo algunos datos estadísticos sobre la asistencia a la misa dominical en España a mediados del siglo XX, una nación por entonces confesionalmente católica:
“En 1959, los estudios sociológicos y religiosos en España estaban aún en sus comienzos, pero ofrecía ya algunos datos de interés para apreciar la realidad espiritual de la población. Una de las primeras diócesis que había realizado una encuesta completa sobre la asistencia a misa el domingo fue la de Ciudad Rodrigo, fronteriza con Portugal; el resultado fue que alrededor del cincuenta y cuatro por ciento de la población cumplía el precepto…” (Desafíos cristianos de nuestro tiempo. José Orlandis. Ed. Rialp, S.A. Madrid. 2007)

El autor de este interesante libro, que todo católico debería leer, José Orlandis, fue ordenado sacerdote en 1949, obteniendo la Cátedra de derecho Canónico de la Universidad de Navarra, siendo nombrado posteriormente director del Instituto de historia de la Iglesia, entre otros muchos méritos…
A él se deben además del libro ya mencionado, otros de indudable interés también, tanto para católicos cómo para no católicos.

A partir de este primer dato estadístico, que ya revela en cierta medida un empeño medio por el cumplimiento del precepto dominical, el autor sigue dando una serie de datos que conducen inevitablemente a la conclusión de que en 1959, mientras que en diócesis rurales la asistencia a la misa del domingo se cumplía casi adecuadamente, en cambio en los suburbios de las grandes ciudades del país, la cosa era muy diferente y ya un tanto preocupante.
Sin embargo da un dato interesante y verdaderamente jubiloso respecto al comportamiento por entonces de la población universitaria: <En 1950, una encuesta publicada en la –Revista Española de Sociología-, arrojaba que más del noventa por ciento de los universitarios españoles cumplían con sus deberes religiosos> (Ibid).

Desde mediados del siglo XX hasta nuestros días, la tendencia en España, en otros países de Europa y fuera de Europa, ha ido derivando a peor y por eso no nos debe extrañar las palabras del Papa Benedicto XVI que hemos recordado anteriormente y que a continuación vamos a seguir recordando (Ibid):
“Dado que el significado del domingo se ha difuminado tanto que se ha reducido a algo puramente superficial y exterior, también entre nosotros los creyentes, hemos de preguntarnos si en nuestro tiempo de hoy el <día del Señor> es todavía una cuestión significativa…

Silenciosamente, quizá nosotros mismos terminamos por preguntarnos si con el culto no se persigue otra cosa que el puro y simple perpetuarse de nuestra corporación.

En el fondo hay una pregunta de mayor calado: Si la Iglesia es únicamente <nuestra corporación>  o es más bien una <idea de Dios> de cuya realización depende el destino del mundo; por otra parte, quedándonos en la comparación nostálgica del pasado con el presente, no haríamos justicia ni al testimonio de los mártires, ni a la realidad hodierna  (moderna)…

Sin perder de vista la necesidad autocrítica, no podemos olvidar que también existen muchísimos cristianos que desde los más hondo de su corazón responderían con plena conciencia: <Sin el Señor no podemos hacer nada; no es lícito descuidar eso que pertenece al Señor>”.

Al final el Papa se muestra más optimista en su libro, sin postergar el problema, y nos invita a que cada vez con mayor conocimiento de causa asistamos a la celebración de la Santa Misa dominical. Deberíamos así mismo examinarnos interiormente y preguntarnos si tenemos una idea profunda de lo que significa el <día del Señor>.



A este respecto, es sumamente importante la Carta Apostólica <Díes Dómini>, del Papa San Juan Pablo II, dada en el Vaticano el 31 de mayo, solemnidad de Pentecostés. Vigésimo de su Pontificado.
La Carta Apostólica <Díes Dómini> fue escrita por el Papa San Juan Pablo II durante el segundo período de su Pontificado el cual se suele establecer  entre los años 1989-2001, más concretamente, a finales de dicho período próximo ya el terrible acontecimiento del atentado contra las Torres Gemelas del 11 de septiembre del 2001.
Durante este período el Papa escribió un gran número de Cartas Encíclicas, todas ellas de un gran interés para el pueblo de Dios, entre las que podemos destacar la <Redemptoris Missio> de 1990 y la <Centésimus Annus> de 1991, entre otras muchas; en 1998 publicó también además de la Carta Encíclica <Fides Ratio>, la Carta Apostólica <Díes Dómini> a la cual nos hemos referido anteriormente y nos volveremos a referir.
Precisamente en ella nos habla del tema que nos ocupa, es decir, de la celebración del <día del Señor>, en cuya introducción asegura:

“Muchas de las reflexiones y sentimientos que inspira ésta Carta Apostólica, han madurado durante mi servicio episcopal en Cracovia y luego, después de asumir el ministerio de Obispo de Roma y sucesor de Pedro, en las visitas a las parroquias romanas, efectuadas precisamente de manera regular en los domingos de los diversos períodos del año litúrgico. En esta Carta me parece como si continuara el diálogo vivo que me gusta tener con los fieles, reflexionando con vosotros sobre el sentido del domingo y subrayando las razones para vivirlo cómo verdadero <día del Señor>, incluso en las nuevas circunstancias de nuestro tiempo.


Nadie olvida en efecto que, hasta un pasado relativamente reciente, la <Santificación> del domingo estaba favorecida, en los países de tradición cristiana, por una amplia participación popular y casi por la organización misma de la sociedad civil, que preveía el descanso dominical cómo punto fijo en las normas sobre las diversas actividades laborales.

Pero hoy, en los mismos países en los que las leyes establecen el carácter festivo de este día, la evolución de las condiciones socio económicas a menudo ha terminado por modificar profundamente los comportamientos colectivos y por consiguiente la fisonomía del domingo.

Se ha consolidado ampliamente la práctica del <fin de semana>, entendido cómo tiempo semanal de reposo, vivido a veces lejos de la vivienda habitual, y caracterizado a menudo por la participación en actividades culturales, políticas y deportivas, cuyo desarrollo coincide en general precisamente con los días festivos.

Se trata de un fenómeno social y cultural que tiene ciertamente elementos positivos en la medida en que pueden contribuir al respeto de valores auténticos, al desarrollo humano y al progreso de la vida social en su conjunto. Responde no sólo a la necesidad de descanso, sino también a la exigencia de <hacer fiesta>, propia del ser humano.

Por desgracia, cuando el domingo pierde el significado originario y se reduce a un puro <fin de semana>, puede suceder que el hombre quede encerrado en un horizonte tan restringido que no le permite ya ver el <cielo>. Entonces aunque vestido de fiesta, interiormente es incapaz de <hacer fiesta>.

A los discípulos de Cristo se pide de todos modos que no confundan la celebración del domingo, que debe ser una verdadera santificación del <día del Señor>, con el fin de semana, entendido fundamentalmente cómo tiempo de mero descanso o diversión.
A éste respecto, urge una auténtica madurez espiritual que ayude a los cristianos a <ser ellos mismos>, en plena coherencia con el don de la fe, dispuestos siempre a dar razón de la esperanza que hay en ellos (cf. 1P 3,15) esto ha de significar también una comprensión más profunda del domingo, para vivirlo, incluso en situaciones difíciles, con plena docilidad al Espíritu Santo”

 


Se refiere el Santo Padre en ésta Carta Apostólica a la primera Carta Pastoral de San Pedro escrita por el Apóstol hacia el año 63 ó 64 d.C., dirigida a las Iglesias de las regiones del Asia Menor situadas en las zonas costeras de Asia, Bitinia y Ponto y las continentales de Galacia y Capadocia.
Entre una serie de avisos especiales nos recuerda el primer Pontífice la necesidad de obrar el bien sin temor, porque los cristianos deben conducirse de una forma digna de sus creencias, según el ejemplo de Cristo en su Pasión; Él es la piedra angular sobre la que descansa el edificio espiritual de la Iglesia y por eso somos herederos de la bendición de Dios (1P 3,8-16):

-Tened todos el mismo sentir, sed solidarios en el sufrimiento, quereos cómo hermanos, tened un corazón compasivo y sed humildes.

-No devolváis mal por mal, ni insulto por insulto, sino al contrario, responded con una bendición, porque para esto habéis sido llamados, para heredar una bendición.
-Pues quien desee amar la vida y ver días buenos, refrene su lengua del mal y sus labios de pronunciar falsedad;

-apártese del mal y haga el bien, busque la paz y corra tras ella,
-pues los ojos del Señor se fijan en los justos y sus oídos atienden a sus ruegos; pero el Señor hace frente a los que practican el mal.



-Sufrir por el bien y la justicia con esperanza.
-¿Quién os va a tratar mal si vuestro empeño es el bien?

-Pero sí, además, tuviereis que sufrir por causa de la justicia ¡Bienaventurado vosotros! Ahora bien, no les tengáis miedo ni os amedrentéis.
-Más bien, glorificad a Cristo el Señor en vuestros corazones, dispuesto siempre para dar explicación a todo el que os pida una razón de vuestra esperanza,

-pero con delicadeza y con respeto, teniendo buena conciencia, para que, cuando os calumnien, queden en ridículo los que atentan contra vuestra buena conducta en Cristo.

 
San Pedro recoge en su primera Carta las enseñanzas de Jesús, nuestro Señor Jesucristo que predicó la Palabra durante sólo tres años, pero que fueron suficientes para alcanzar el mundo entero a través de los siglos, porque junto a su Palabra estaba su ejemplo, el mayor de todos los ejemplos: <su Pasión y Muerte en la Cruz>.  Con cuanto amor y con cuanto respeto deberíamos cumplir sus deseos, por ejemplo, cuando son tan justos cómo aquel de <no juzgar a los demás> (Mc 4,24-25):
-¡Atención a lo que oís! Con la misma medida con que midáis seréis medidos, y se os dará con creces.

-Porque al que tiene se le dará, y al que no tiene, aún lo que tiene se le quitará

 


Por eso, es necesario recordar una y otra vez las enseñanzas de la Iglesia de Cristo, recogidas por sus Pontífices, tal como las del Papa San Juan Pablo II en el tema que ahora estamos considerando, la santificación del <día del Señor> (Ibid):

“Dado que el tercer mandamiento depende esencialmente del recuerdo de las obras salvíficas de Dios, los cristianos, percibimos la originalidad del tiempo nuevo y definitivo inaugurado por Cristo, han asumido como festivo el primer día después del sábado, porque tuvo lugar la Resurrección del Señor…

Celebramos el domingo por la venerable Resurrección de nuestro Señor Jesucristo no sólo en Pascua sino cada semana: Así escribía, a principios del siglo V el Papa Inocencio I, (Ep.ad Decentium XXV.4, 7: CL 20,555). Testimoniando una práctica ya consolidada que se había ido desarrollando desde los primeros años después de la Resurrección del Señor. San Basilio habla del <Santo Domingo, honrado por la Resurrección del Señor, primicia de todos los demás días>. San Agustín llama al domingo <Sacramento de la Pascua> (Cm In Io. ev. Tractatus XX, 20, 2: CCL 36,203).

Esta profunda relación del domingo con la Resurrección del Señor es puesta de relieve con fuerza por todas las Iglesias, tanto en Occidente cómo en Oriente. En la tradición de las Iglesias Orientales, en particular, cada domingo es la <anastásimos heméra>, el día de la Resurrección y precisamente por ello es el centro de todo el culto.



A la luz de esta tradición ininterrumpida y universal, se ve claramente que, aunque el <día del Señor> tiene sus raíces –Cómo se ha dicho- en la obra misma de la creación y, más directamente, en el misterio del <descanso bíblico de Dios>, sin embargo, se debe hacer referencia específica a la Resurrección de Cristo para comprender plenamente su significado. Es lo que sucede con el domingo cristiano, que cada semana propone a la consideración y a la vida de los fieles el acontecimiento Pascual, del que brota la salvación del mundo”

No se puede negar, por otra parte, las dificultades crecientes que ha sufrido y en la actualidad atraviesan, entre la misma comunidad cristiana, la celebración del <día del Señor> (San Juan Pablo II. Ibid):
“Por una parte tenemos el ejemplo de algunas comunidades jóvenes que muestran con cuanto fervor se puede animar la celebración dominical, tanto en las ciudades, como en los pueblos más alejados. Al contrario, en otras regiones, debido a las dificultades sociológicas y quizás por la falta de fuertes motivaciones de fe, se da un porcentaje singularmente bajo de participantes de la liturgia dominical. En la conciencia de muchos fieles parece disminuir no solo el sentido de la centralidad de la Eucaristía, sino incluso el deber de dar gracias al Señor, rezándole junto con otros dentro de la comunidad eclesial.

A todo esto se añade, no solo en los países de misión, sino también en los de antigua evangelización, por escasez de sacerdotes, que a veces, no se pueda garantizar la celebración de la Eucaristía dominical en cada comunidad…”  

No se puede negar el hecho de que el Papa San Juan Pablo II era consciente de las dificultades por las que atravesaba la celebración del <día del Señor> a finales del siglo XX, las cuales en lugar de mejorar, en algunos aspectos, como ya hemos advertido, se han visto acrecentadas sobre todo por la falta de fe y el alejamiento de muchos creyentes de la Iglesia, muchos de los cuales suelen pensar que la Iglesia es solamente el Templo donde se realizan las liturgias.
Como consecuencia de todo esto muchos fieles se ven apartados de los Sacramentos y de la celebración de la Santa Misa.



Realmente hay una falta de conocimiento profundo sobre lo que representa la Iglesia de Cristo y su mensaje; se trata de una situación gravemente peligrosa, que sólo por la evangelización, mejor dicho, la denominada <nueva evangelización>, se podría corregir y a la que todos los miembros de la Iglesia Católica, también los laicos, estamos llamados, con ayuda del Espíritu Santo.

Una fuente excelente para llevar a cabo dicha evangelización, la podemos encontrar, precisamente los laicos, en las Cartas, Homilías, Catequesis, Audiencias…, de los Pontífices, especialmente de aquellos que como el Papa San Juan Pablo II en los últimos años nos han enseñado el camino de la verdad y la forma de hacerla comprender, a aquellos que desafortunadamente se han alejado de la Iglesia. Porque la esperanza nunca falta y la Iglesia sigue luchando por todos sus hijos. 

Por su parte el  Papa Benedicto XVI sobre el tema de la esperanza de los cristianos nos ha hablado en su  Carta Encíclica <Spe Salvi> con esta palabras (30 de noviembre de 2007. Fiesta del Apóstol San Andrés): 
“<Spe Salvi Facti Sumus> -En esperanza fuimos salvados-, dice San Pablo a los romanos y también a nosotros, los hombres de hoy (Rom 8,24). Según la fe cristiana, la <redención> la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido en que nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente… aunque sea un presente fatigoso…"

 
 
 
¡Jesús es nuestro Salvador, el dio la vida por todos los hombres, el desea que todos los hombres se salven!
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 
 

 


 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 31 de agosto de 2015

TRABAJOS PUBLICADOS EN: MRM.MARUS (XIV)



 
 
 




--Jesús dijo: Quien obra el mal odia la luz

 

 

--La predicación de la Buena nueva

 

 

--Jesús y el discernimiento entre el bien y el mal

 

 

--El Hijo del hombre al venir ¿Por ventura hallará fe sobre la tierra?

 

 

--¿Qué cosas contaminan al hombre?

 

 

--Jesús dijo: No se conturbe vuestro corazón

 

 

 (La Biblia Ed. Popular. Traducción aprobada por la Conferencia Episcopal Española. La casa de la Biblia 1993)

 

 

 PROVERBIOS (I)

 

*Pregón de la Sabiduría:

 

La sabiduría pregona por las calles, en las plazas alza su voz,

 

Grita desde lo alto de las murallas, en la plaza lanza su pregón:

<< ¿Hasta cuando los inmaduros amarán la inmadurez, los insolentes se aferrarán a la insolencia, y los necios rechazarán el saber?

 

Atended a mis razones; derramaré mi espíritu sobre vosotros y os comunicaré mis palabras.

 

Os llamé y me rechazasteis, tendía la mano y no hallé respuesta;

 

Despreciasteis mis avisos, no aceptasteis mis advertencias.

 

También yo me retiré de vuestras desgracias, me burlaré cuando os alcance el terror;

 

Cuando os alcance como tormenta el horror, y la calamidad como torbellino; cuando os alcance la angustia y la aflicción.

 

Entonces me llamarán y no responderé, me buscarán, y no me hallarán,

 

Pues rechazaron el saber y no eligieron el temor del Señor.

 

Como no aceptaron mis avisos y despreciaron mis advertencias,

 

Comerán el fruto de sus acciones, y de sus propios planes se hartarán.

 

La disciplina matará a los ingenuos, la despreocupación acabará con los necios;

 

Pero, quien me escuche vivirá seguro, tranquilo y sin temor a la desgracia>>

 

 

*Promesas de la sabiduría

 

Hijo mío, si acoges mis palabras y almacenas mis mandatos,

 

Prestando atención a la sabiduría, y abriendo tu mente a la prudencia;

 

Si invocas a la inteligencia y llamas a la prudencia,

 

Si la buscas como al dinero, y la desentierras como a un tesoro,

 

Entonces comprenderás el temor de Señor, y hallarás el conocimiento de Dios.

 

Porque el Señor concede la sabiduría y de su boca brotan saber y prudencia.

 

Él almacena sensatez para el hombre recto, es escudo para el de conducta cabal.

 

Cuida las sendas del derecho y guarda el camino de los fieles.

 

Entonces comprenderás el derecho, la justicia y la rectitud, todos los caminos del bien;

 

Pues la sabiduría penetrará en tu mente, y te dará gusto el saber.

 

El discernimiento cuidará de ti, y la prudencia te protegerá;

 

Te librará del mal camino, del hombre de lengua retorcida,

 

De los que abandonan la senda recta para ir por caminos tortuosos;

 

De los que se complacen haciendo el mal y gozan con sus malas ideas;

 

De los que van por senderos tortuosos y siguen caminos extraviados.

 

Te librará de la mujer extraña, de la desconocida halagadora

 

Que fue infiel al amigo de su juventud y olvidó la alianza de su Dios.

 

Su casa se inclina a la muerte y sus sendas a la sombra.

 

Los que entran allí no vuelven, no alcanza la senda de la vida.

 

Así seguirá el camino de los buenos, y te mantendrás en la senda de los justos.

 

Pues los rectos habitarán la tierra, y los íntegros permanecerán en ella.

 

Pero los malvados serán extirpados de la tierra, y los canallas serán arrancados de ella.

 

 

 

 

 

domingo, 30 de agosto de 2015

JESÚS DIJO: NO SE CONTURBE VUESTRO CORAZON


 
 
 



Jesús pronunció estas elocuentes palabras cuando les anunció a sus Apóstoles la asistencia que recibirían del Espíritu Santo, el cual les enseñaría todo y les recordaría aquellas cosas que Él mismo  les había dicho, con objeto de hacerles infalibles en la labor evangelizadora que les habría de encargar y de esta forma se convertirían en auténticos maestros de la verdad (Jn 14, 25-27):

-Estas cosas os he hablado, mientras permanecía con vosotros;

-más el Paráclito, el Espíritu Santo, que enviará el Padre en mi nombre. Él os enseñará todas las cosas y os recordará todas las cosas que os dije yo.

-La paz os dejo, mi paz os doy; no como el mundo la da, yo os la doy. No se conturbe vuestro corazón, ni se acobarde.

La paz que Cristo anuncia (Jn 14, 27), aseguraba el Papa San Juan Pablo II, es la <salvación de nuestro Dios> (Homilía Santa Misa en el parque nacional Simón Bolívar de Bogotá, en julio de 1986). En efecto, el santo Padre, con estas palabras, se refería al anuncio que hizo el profeta Isaías sobre el <siervo de Yahveh y su obra> (Is 52, 10):

 <Gritad de júbilo, exultad juntamente, ruinas de Jerusalén, pues Yahveh se ha compadecido de su pueblo a los ojos de todos los pueblos, y todos los confines de la tierra verán la <salvación de nuestro Dios>.

Sin duda este siervo de Yahveh, este mensajero del bien, no es otro que el Mesías, el Hijo del hombre, Jesús, el cual mediante la institución del Sacramento del Bautismo  nos revistió de Él, hasta participar en su misma filiación divina.




Sí, porque como asegura el Apóstol San Pablo, todos somos hijos de Dios por la fe en Cristo Jesús y en particular todos los bautizados en Cristo, nos hemos revestido de Cristo (Gal 3, 23-27):   

-Mas antes de venir la fe estábamos bajo la custodia de la Ley, encerrados con vistas a la fe que debía ser rebelada.

-De manera que la Ley ha sido pedagogo nuestro con vistas a Cristo, para que por la fe seamos justificados;

-mas venida la fe, ya no estamos sometidos al pedagogo.

-Porque todos sois hijos de Dios, por la fe, en Cristo Jesús.

-Pues cuantos, en Cristo fuisteis bautizados, de Cristo fuisteis revestidos

 


San Pablo en su carta a los gálatas y por extensión a los hombres bautizados de todos los siglos, desde la venida del Mesías, no solo en agua, sino en Cristo, viene a comunicarles la filiación divina, es decir, que el hombre es hijo adoptivo de Dios, y como tal, heredero de la promesa de salvación recibida por Abraham en el Antiguo Testamento. Así pues, si somos todos hijos de Dios, también somos todos hermanos, y como buenos hermanos, deberíamos trabajar todos juntos en beneficio de la paz, en el seno de las familias, de los pueblos, de las naciones, y en definitiva de cada uno de nosotros mismos.

Ciertamente, como aseguraba el Papa San Juan Pablo II en la Homilía anteriormente citada, la filiación divina del hombre es el fundamento de la paz personal y social:

“La salvación que Dios mismo, Padre, Hijo, y Espíritu Santo, ofrece a la humanidad en Jesucristo Redentor, es una vida nueva, que es la medida y la característica de los hijos adoptivos de Dios. Es la participación, mediante la gracia santificante, en la filiación divina de Cristo, Hijo de Dios, hecho hombre por nosotros. En efecto, el Hijo de Dios, encarnándose en el seno de la Virgen María <se ha unido, en cierto modo, con todo hombre> (Gaudium et Spes). Con la fuerza del Espíritu, que nos ha comunicado el Señor, Muerto y Resucitado, después de su vuelta al Padre, desea Jesús mismo extender a todos y a cada uno el don de esta filiación  que es la gracia para nuestra naturaleza y el fundamento de la paz personal y social”

 


Ya hace más de veinte años que el Papa San Juan Pablo II pronunciara esta magnífica homilía desde el parque dedicado al político y fundador americano Simón Bolívar, en el Distrito Capital de Colombia, durante su visita al pueblo colombiano y todavía los hombres de todo el mundo seguimos anhelando la llegada de una paz real y generalizada en todo el Planeta. El hombre de hoy, realmente desea la paz personal y social, la misma que desearon los hombres de siglos pasados y que nunca llegó a alcanzarse en su totalidad. Prueba de ello son los constantes conflictos, armados o no, que siempre han atribulado a Adán y a sus descendientes, desde que Dios los creó.
Con estas palabras se expresaba el Papa Francisco en la celebración de la <XLVII Jornada Mundial de la paz>. Más concretamente el aseguraba que:

“El corazón de todo hombre y de toda mujer alberga en su interior el deseo de una vida plena, de la que forma parte un anhelo indeleble de fraternidad, que nos invita a la comunicación con los otros, en los que encontramos no enemigos o contrincantes, sino hermanos a los que acoger y querer”

Estas jornadas fueron instituidas por el ya beato, Papa Pablo VI, el cual en el año 1968 se dirigía a todos los hombres de buena voluntad para exhortarles a celebrarlas el primer día de cada año civil, con el deseo de que sirvieran para mantener la paz en beneficio de la humanidad y advertía que:



“La paz no puede estar basada sobre una falsa retórica de palabras, bien recibidas porque responden a las profundas y genuinas aspiraciones de los hombres, pero que pueden también servir y han servido a veces, por desgracia, para esconder el vacio del verdadero espíritu y de reales intenciones de paz, si no directamente para cubrir sentimientos y acciones de prepotencia o intereses de parte. Ni se puede hablar legítimamente de paz, donde no se reconocen  y no se respetan los sólidos fundamentos de la paz: la sinceridad, es decir, la justicia y el amor en las relaciones entre los Estados y, en el ámbito de cada una de las Naciones, de los ciudadanos entre sí y con sus gobernantes; la libertad de los individuos y de los pueblos, en todas sus expresiones, cívicas, culturales,  morales, ó religiosas…” (Mensaje de su santidad Pablo VI para la celebración del <Día de la Paz>. El Vaticano, 8 de diciembre de 1967)     

Ciertamente para la Iglesia católica los conflictos entre los hombres han sido constantemente una gran preocupación y lo ha manifestado a través de sus autoridades, en particular por medio de sus Vicarios de Cristo, los cuales siempre trataron de evitar las confrontaciones entre los miembros de su grey, pero también fuera de la Iglesia católica.

Recordaremos ahora el gran ejemplo dado por el Papa Pio XI (1922-1939), uno de los Pontífices más denostado por la fuerzas del mal y cuyo lema Papal fue <la Paz de Cristo en el Reino de Cristo>. Precisamente en su primera Carta Encíclica <Ubi arcano>, dada en Roma el 23 de diciembre de 1922, denunciaba la falta de <paz internacional>, de <paz social y política>, de <paz domestica>, y en definitiva de la <paz del individuo>.
Refiriéndose a las dos primeras se expresaba en dicha misiva en los siguientes términos:




“Los Estados, sin excepción, experimentan los tristes efectos de la pasadas guerras, peores ciertamente los vencidos, y no pequeños, los mismos que no tomaron parte alguna en las mismas. Y dichos males van cada día agrandándose más, por irse retardando el remedio; tanto más, que las diversas propuestas y las repetidas tentativas de los hombres de estado para remediar tan tristes condiciones de las cosas, han sido inútiles, si ya no es que las han empeorado. Por todo lo cual, creciendo cada día el temor de nuevas guerras, y más espantosas, todos los Estados se ven casi en la necesidad de vivir preparados para la guerra, y por eso quedan exhaustos los erarios, pierde el vigor la raza y padecen gran menoscabo los estudios y la vida religiosa y moral de los pueblos.
Y lo que es más deplorable, a las externas enemistades de los pueblos se juntan las discordias intestinas que ponen en peligro no sólo los ordenamientos sociales, sino la misma trabazón de la sociedad”

Son las palabras de un Pontífice preocupado por el futuro y el presente de la sociedad  en la que le tocó vivir, durante un periodo de la historia de la humanidad comprendido entre el final de la Primera Guerra Mundial y principios de la Segunda. Esto es, en un mundo que acababa de sufrir terribles confrontaciones internacionales y ya se encaminaba sin remedio a combates más sangrientos si cabe que los anteriores. Por este motivo ante un ambiente internacional tan enrarecido, en sus misivas, el Papa, denunciaba con frecuencia los males que ello podría acarrear a las familias y en especial a cada individuo (Ibid):



“Es particularmente doloroso ver como un mal tan pernicioso ha penetrado hasta las raíces mismas de la sociedad, es decir, hasta las familias, cuya disgregación hace tiempo iniciada ha sido muy favorecida por el terrible azote de las confrontaciones bélicas, merced al alejamiento del hogar de los padres y de los hijos, y merced a la licencia de las costumbres, en muchos modos aumentadas…
De ahí que, como el mal que afecta a un organismo o a una de sus partes principalmente hace que también los otros miembros, aún los más pequeños, sufran, así también es natural que  las dolencias que hemos visto afligir a la sociedad y a la familia alcancen también a cada uno de los individuos. Vemos en efecto, cuan extendida se halla entre los hombre de toda edad y condición una gran inquietud de ánimo, que les hace exigentes y díscolos, y como se ha hecho ya costumbre el desprecio a la obediencia y la impaciencia en el trabajo.

Observamos también como ha pasado los límites del pudor la ligereza de las mujeres, más o menos jóvenes, especialmente en la forma de vestir y en las diversiones practicadas…
Vemos, por fin, como aumenta el número de los que se ven reducidos a la miseria, de entre los cuales se reclutan en masa los que sin cesar van engrosando el ejercito de los perturbadores del orden…”


Diríase, si no supiéramos la fecha en que esta Carta Encíclica fue redactada y publicada, que podría asociarse, en parte, al momento actual de la sociedad, al menos en el llamado Viejo mundo. Sin duda el Papa Pio XI refleja en su epístola, los hechos cotidianos que aquejaban a una sociedad muy parecida a la nuestra, porque la denominada <crisis económica>, está llevando al paro, a la emigración y a la indigencia a muchas familias y personas desamparadas, mientras que otros hombres sin escrúpulos se enriquecen, a costa de las miserias humanas.

Los conflictos callejeros y los desmanes sociales, son cada vez más frecuentes y turbulentos, pues como advertía en su tiempo Pio XI, en una sociedad enferma, los perturbadores del orden hacen su aparición cada vez con más violencia…arrastrando tras ellos a personas fácilmente influenciables, en especial a los jóvenes…
Las preguntas que surgen a la vista de esta más que preocupante situación son ¿Cuáles son las razones? ¿Cuáles son las causas, que nos llevan a ella? Las respuestas a estas cuestiones, las podemos encontrar en la misma carta del Papa Pio XI, refiriéndose a los problemas de la sociedad de su época, que son como hemos comentado anteriormente,  bastante parecidos a los de hoy en día.



Para el Papa, las causas de estos males son, el <olvido de la caridad>, el <ansia de los bienes de la tierra>, las <concupiscencias>, y en definitiva, el <olvido de Dios> y la negación de la existencia de nuestro Creador, consecuencia de una educación fundamentalmente laica y antirreligiosa (Ibid):

“Se ha querido prescindir de Dios y de su Cristo en la educación de la juventud, pero necesariamente se ha seguido, no ya que la religión fuese excluida de las escuelas, sino que en ellas fuese de una manera oculta o patente, combatida, y que los niños se llegaran a persuadir que para vivir son de ninguna o de poca importancia la verdades religiosas, de las que nunca oyen hablar, o si oyen, es con palabras de desprecio. Pero así, excluidos de la enseñanza de Dios y su Ley, no se ve ya el modo cómo pueda educarse la conciencia de los jóvenes, en orden a evitar el mal y a llevar una vida honesta y virtuosa; ni tampoco como pueden irse formando para la familia y para la sociedad hombres templados, amantes del orden y de la paz, aptos y útiles para la común prosperidad”

Es lo que está sucediendo entre una gran parte de los hombres y mujeres de hoy en día, y más concretamente entre los jóvenes  apodados <ni…, ni…>, porque ni quieren estudiar, ni quieren trabajar, ni quieren seguir los consejos de sus mayores…Sus héroes son, entre otros, algunos cantantes de moda que más parecen personajes del bajo mundo, y lo que es peor, que llevan en sus propias carnes esculpidos los símbolos del diablo…




Con una sociedad futura regida por personas que en su juventud tuvieron semejantes modelos y maestros de vida, solo se puede esperar la disminución de los seres humanos <templados, amantes del orden y de la paz, aptos y útiles para la común prosperidad>.
El Papa Pio XI no tenía dudas al respecto, el alejamiento del hombre de Dios y de su Hijo Unigénito, Jesucristo, le conduce hacia un profundo pozo sin salidas, donde los males se acumulan y del que es muy difícil salir con éxito, aunque nunca imposible...

Para conseguirlo es necesario que la paz de Cristo reine en el corazón de todos los hombres, porque esta clase de paz que solo puede ser <Suya> asegura que todos somos hijos de Dios y por lo tanto todos somos hermanos…Así nos lo manifestó el Señor según el Evangelio de San Mateo (Mat 23, 1-8):
-Sobre la Cátedra de Moisés se sentaron los escribas y fariseos
-Así, pues, todas cuantas cosas os dijeren, hacedlas y guardarlas; más no hagáis conforme a sus obras, porque dicen y no hacen.
-Lían cargas pesadas e insoportables, y las cargan sobre las espaldas de los hombres, mas ellos ni con el dedo las quieren mover.
-Todas sus obras hacen para hacerse ver de los hombres, porque ensanchan sus filacterias y agrandan las franjas de sus mantos;
-son amigos del primer puesto en las cenas y de los primeros asientos en las Sinagogas, y de ser saludados en las plazas y de ser apellidados por los hombres Rabí.
-Más vosotros no os hagáis llamar Rabí, porque uno es vuestro maestro, más todos vosotros sois hermanos, y entre vosotros a nadie llaméis padre sobre la tierra, porque uno es vuestro Padre, el celestial.

 



Verdaderamente estas palabras del Señor deberían levantar ampollas entre los escribas y fariseos de su época, al igual que las pueden  levantar entre los hombres de hoy en día que no quieren escuchar la Palabra del Señor. Lo que más extraña de todo esto, es que Jesús no hubiera sido abatido por sus enemigos antes, debido a sus señales y sus enseñanzas; el Señor escapaba siempre de las manos de estos, cuando lo intentaban, porque como Él decía <aún no había llegado su hora>, y el Espíritu Santo que estaba en Él desde el principio,  le protegía de sus maldades, revistiéndole al mismo tiempo de suma paciencia ante sus injurias y desatinos, al igual que ha hecho y sigue haciendo con sus mensajeros a lo largo de los siglos…
Y es que solo la <Paz de Cristo es garantía del derecho y fruto de la caridad>, tal como advertía  el Papa Benedicto XV (1914-1922), llamado el <Papa de la Primera Guerra Mundial>, porque su Pontificado transcurrió en gran medida durante el desarrollo de este terrible conflicto armado, que tanto daño hizo a la humanidad a comienzos del siglo veinte.

Este Papa comprendió, al igual que más tarde lo hiciera Pio XI, que el origen de la guerra, era una consecuencia directa de la situación de la sociedad de su época, la cual como resultado de la propagación de las llamadas ideas <modernistas>, se había alejado peligrosamente del <Mensaje de Cristo>, y el Pontífice, así lo hizo constar en su primera carta Encíclica <Ad Beatissimi Apostolorum>, dada el 1 de noviembre de 1914. En dicha carta, con un tono apocalíptico, tal como la situación requería, analizó las causas de la confrontación armada que ya había estallado.

 
 


Hablaba de la <conciencia humana> que conduce al hombre a la llamada <lucha de clases>, del <desprecio de la autoridad divina>, del <rechazo del Evangelio de Cristo>, del <alejamiento de la Santa Madre Iglesia> y por supuesto de la <manipulación de las personas>, especialmente de las más jóvenes, muchas veces a través de las escuelas y sobretodo de los distintos medios de comunicación de entonces, que ahora como se sabe, son mucho más potentes y peligrosos…

Para conseguir la superación del afán del hombre por el poder y las riquezas temporales, en definitiva, para la superación de toda la <codicia terrenal del ser humano>, el Papa Benedicto XV consideraba que era necesario ayudar a los hombres para que volvieran a anhelar el deseo de alcanzar los <bienes eternos> y comprendieran que los <bienes temporales> no conducen nunca a la verdadera felicidad…

Algunos años después, acabada la guerra, primera mundial, el Papa Benedicto XV escribió una nueva carta Encíclica titulada <Pacem Dei Munus>, en la que trataba sobre la restauración cristiana de la Paz y en la que en primer lugar alertaba sobre el peligro tremendo que representaba la persistencia del <odio entre hermanos>, a nivel internacional, y que podría, como así ocurrió años más tarde, conducir a una nueva confrontación a nivel mundial:

“Lo peor de todo sería la gravísima herida que recibiría la esencia y la vida del cristianismo, cuya fuerza reside por completo en la caridad, como lo indica el hecho de que la predicación de la ley cristiana reciba el nombre de <Evangelio de la paz>”



Se refiere aquí el Santo Padre a aquella catequesis del Apóstol San Pablo sobre <las armas del cristiano> tan claramente expuestas en su Carta a los Efesios (6, 11-20):
-Revestíos de la armadura de Dios para que podáis sosteneros ante las asechanzas del diablo.

-Que no es nuestra lucha contra carne y sangre, sino contra los principados, contra las potestades, contra los poderes mundanales de las tinieblas de este siglo, contra las huestes espirituales de la maldad que andan en las regiones aéreas.
-Por esto, tomad la armadura de Dios, para que podáis oponer resistencia en el día malo, y prevenidos con todos los aprestos, sosteneros.

-Manteneos, pues, firmes, ceñidos vuestros lomos con la verdad, y revestidos con la coraza de la justicia.
-y calzados los pies con la preparación pronta para el Evangelio de la paz,

-abrazando en todas las ocasiones el escudo de la fe con que podéis apagar todos los dardos encendidos del malvado.
-Tomad también el yelmo de la salud y la espada del espíritu, que es la palabra de Dios;

-orando con toda oración y súplica en todo tiempo en espíritu, y para ello velando con toda perseverancia y suplica por todos los santos,
-y por mí, para que al hablar se me ponga palabra en la boca con que anunciar con franca osadía el misterio del Evangelio,

-del cual soy mensajero, en cadenas, a fin de que halle yo en él fuerzas para anunciarlo con libre entereza, como es razón que yo hable.


Es verdaderamente hermosa esta descripción del Apóstol de la <Armadura del cristiano>, donde las piezas principales son el cinto, esto es, la verdad, la coraza, que es la justicia, el calzado, que es la prontitud para predicar el Evangelio de la paz, el escudo, que es la fe, el yelmo, que es la esperanza y por último la espada del espíritu, que es la Palabra de Dios.



Por otra parte, el Papa Benedicto XV, recuerda también en su Encíclica <Pacem Dei Munus>, a todos los creyentes, que el don de la caridad, es el bien más necesario para conseguir la paz, por eso la enseñanza más repetida de Jesucristo a sus discípulos, era el <precepto de la caridad fraterna>, porque ella es consecuencia y resumen de todos los demás preceptos (Ibid):

“El mismo Jesucristo lo llamaba nuevo y suyo, y quiso que fuese como el carácter distintivo de los cristianos, que los distinguiese fácilmente de todos los demás hombres. Fue este precepto el que, al morir, otorgó a sus discípulos como testamento, y les pidió que se amaran mutuamente y con este amor procuraran imitar aquella inefable unidad que existe entre las divinas Personas en el seno de la Santísima Trinidad: <Que todos sean uno, como nosotros somos uno…para que también ellos sean consumados en la unidad (Jn 17, 21-23)>”