Dice el Papa Benedicto XVI en su libro <Los caminos de la vida interior. El itinerario espiritual del hombre>:
Esta misión ha asumido en la
historia formas y modalidades siempre nuevas según los lugares, la situaciones
y los momentos históricos…” (Benedicto XVI. Ed. Chronica S.L.
1ª Edición, enero de 2011).
Esto es lo que hace tan interesante recorrer los rumbos de la Iglesia de Cristo
a lo largo de los distintos momentos históricos, por los que una humanidad
trashumante ha buscado el camino de la salvación.
El siglo IX, allá por la Alta
Edad Media, quizás no fuera uno de los más brillantes para la historia de la
evangelización, especialmente a partir del desmembramiento del Imperio de
Occidente, que tuvo lugar tras la muerte del emperador Carlomagno, gran
protector de la Iglesia de Cristo. Sin embargo, la Iglesia prevaleció, como siempre,
a los ataques de sus enemigos, por encima de las bajezas y maldades del diablo y sus acólitos.
Éste sin duda fue el caso del Papa San León III, tan denostado por los enemigos de la Iglesia, por el cual sin embargo y cabalmente gracias a él, el cristianismo floreció en este siglo, como hacía mucho tiempo que no lo hacía, a consecuencia fundamentalmente de los problemas heréticos que se habían producidos en Oriente durante el siglo VIII.
Por otra parte, y a
pesar de todo, dio muestras de gran vitalidad y ejemplaridad a través de
algunos grandes hombres y mujeres que
destacaron por su santidad, la búsqueda del bien común y en definitiva el amor
a Dios y a sus semejantes.
Éste sin duda fue el caso del Papa San León III, tan denostado por los enemigos de la Iglesia, por el cual sin embargo y cabalmente gracias a él, el cristianismo floreció en este siglo, como hacía mucho tiempo que no lo hacía, a consecuencia fundamentalmente de los problemas heréticos que se habían producidos en Oriente durante el siglo VIII.
Sucedió que a principios del
siglo VIII, el Emperador León III el Isaúrico, prohibió el culto a las imágenes;
mandó retirarlas de todas la Iglesias y monasterios, pero cuando esta orden
llegó a Roma, el pueblo se amotinó y en contra de las órdenes del por entonces
Exarca (representante del emperador, para Italia) impidió que éstas se
destruyeran.
La herejía llamada iconoclastia
fue muy dañina para toda la Iglesia de Cristo hasta bien mediado el siglo IX.
Ya entonces se estaba produciendo un
sensible distanciamiento entre las Iglesias de Oriente y Occidente. Por una
parte, a causa de temas de orden político, y por otra, debido al alejamiento
físico de la capital del imperio (Constantinopla) de Roma. Además de todo esto,
existieron motivos teológicos que llegaron
a su culmen con la aceptación de la iconoclastia impuesta por los emperadores
de la época. En este sentido, los romanos se defendieron como pudieron, pero de
cualquier forma iba tomando peso, entre los mismos, la idea de que lo más
conveniente sería la separación de Italia de Bizancio y la creación de un
estado independiente.
En el año 751, Astolfo rey de los
lombardos, invadió el Exarcado de Rávena y amenazó a Roma. El Papa Esteban II
pidió auxilia al emperador, por entonces Constantino V Caprónimo, pero éste se
la negó.
Gracias al rey de los francos Pipino el Breve, se pudo evitar el
desastre y conseguir reconquistar los territorios ocupados por los enemigo;
territorios que fueron donados por el rey franco, a título de perpetuidad al
Pontífice Romano; se constituyó de esta forma lo que se ha dado en llamar el
Patrimonio de San Pedro.
Carlomagno, primogénito de Pipino
el Breve, se dedicó desde el principio de su mandato, como rey de los francos,
a afianzar y a ampliar su reino. Para ello, con objeto de defender sus
territorios de la amenaza de los pueblos nórdicos, y de los pueblos
provenientes del sur, combatió sin cuartel hasta fortalecer las fronteras de los mismos. Dominó a los sajones, un
pueblo levantisco y rebelde, después de treinta años de guerra continuadas con
ellos, llegando a apoderarse de toda la Europa central hasta el Báltico.
Carlomagno, también se desplazó
hacia la Península Ibérica, llegando a invadir parte de Zaragoza pero se
encontró con una fuerte resistencia que le impidió seguir adelante, y su
ejército sufrió una gran derrota cuando ya se retiraban de la Península en
Ronces Valles. Sin embargo, logró finalmente dominar al pueblo lombardo que
constantemente trataba de apoderarse del territorio perteneciente al Patrimonio
Pontificio. El Papa León III tan agradecido estaba a este rey cristiano
defensor a toda costa de la Iglesia, que en la noche de la navidad del año 800,
le impuso la corona de emperador Romano.
Carlomagno se tomó muy en serio
su papel de primer emperador alemán del Sacro Imperio Romano, aceptando como
objetivo primordial, como hasta entonces había hecho, la defensa de la Iglesia
frente los enemigos de ésta, aunque muchos historiadores excesivamente críticos
han considerado que sus verdaderos
propósitos eran sólo de carácter imperialista.
Pero el Sacro Imperio Romano, de
la nación Alemana, no subsistió tras la muerte de Carlomagno, acaecida en el
año 814, debido primordialmente a la mala cabeza y desunión de sus herederos.
Así, en el año 911, la mitad oriental del Imperio vio desaparecer al que sería
el último emperador carolingio.
El hijo de Carlo Magno, Ludovico
Pío, carecía de las cualidades de mando de su padre, y durante el período de su
reinado (814-840) fue incapaz de continuar su obra política. A la muerte del
mismo, como herederos, quedaron sus tres
hijos: Lotario, Pipino y Luis, así como un cuarto hijo nacido de su segundo
matrimonio. La lucha por el poder fue tremenda entre los distintos hermanos,
conduciendo finalmente a la fragmentación del Imperio.
En el primer reparto de los
territorios que constituían en ese momento el Imperio de Occidente, a Carlos el
Calvo le correspondió los territorios Atlánticos, a Luis, la Germania y Lotario
recibió una gran franja de terreno comprendida desde el norte del Imperio hasta
Italia (para entonces Pipino había muerto). Este reparto se realizó mediante el
llamado tratado de Verdún (843). A la muerte de Lotario, Luis el Germánico y
Carlos el Calvo, se repartieron los territorios por el llamado tratado de
Mersen (870) pasando a este último el título de emperador, por decisión del
Papa, por entonces, Adriano II (867-872), el cual se encontraba en esos
momentos amenazado por las tropas islámicas.
Posteriormente a la muerte de Carlos el Calvo y puesto que su hijo y heredero era muy pequeño para reinar, el Papa nombró emperador a Carlos el Gordo (884-887), hijo de Luis el Germánico, y de esta forma se volvió a reunir bajo el mandato de un solo emperador la herencia de Carlomagno, siendo ya Pontífice San Adriano III (884-885). Sin embargo esta unión duró poco porque la nobleza se negó a aceptar a Carlos el Gordo y lo depuso, de manera que la Germania y Francia se separaron. Para la Germania fue elegido Arnulfo nieto bastardo de Luis el Germánico mientras que en Francia subió al trono el hijo de Carlos el Calvo, que recibió el nombre de Carlos el Simple.
Posteriormente a la muerte de Carlos el Calvo y puesto que su hijo y heredero era muy pequeño para reinar, el Papa nombró emperador a Carlos el Gordo (884-887), hijo de Luis el Germánico, y de esta forma se volvió a reunir bajo el mandato de un solo emperador la herencia de Carlomagno, siendo ya Pontífice San Adriano III (884-885). Sin embargo esta unión duró poco porque la nobleza se negó a aceptar a Carlos el Gordo y lo depuso, de manera que la Germania y Francia se separaron. Para la Germania fue elegido Arnulfo nieto bastardo de Luis el Germánico mientras que en Francia subió al trono el hijo de Carlos el Calvo, que recibió el nombre de Carlos el Simple.
La reflexión sobre los
acontecimientos históricos que tuvieron lugar durante la dinastía carolingia,
sólo nos llevaría, a reconocer como lógico, el hecho de que la propia Iglesia
de Cristo se viera involucrada en ellos de forma profunda y en algunos casos de
manera negativa.
Ya en la época de Carlomagno, la
Iglesia agradecida concedió a este emperador cristiano ciertos privilegios, que
luego heredaron sus sucesores, los cuales hicieron, en ocasiones, un uso
desafortunado e inadecuado de los mismos. Sin duda, a cambio, se obtuvo la
protección de la Iglesia de los ataques constantes que sufría por parte de los
pueblos bárbaros, pero esto fue a costa también de la degeneración, a la larga,
de los atributos concedidos a los emperadores, así como, a algunas autoridades
eclesiástica. Desgraciadamente esta situación contribuyó a un autoritarismo desmesurado por parte de los
emperadores, que se arrogaron incluso el derecho y facultad de conferir la
<investidura espiritual> por la concesión del báculo y el anillo, es
decir, la elección del Sumo Pontífice.
Como consecuencia de todo ello,
se produjeron elecciones muchas veces arbitrarias de las autoridades de la
Iglesia, nombradas simplemente por el privilegio que se auto reconocían los
emperadores del momento. Se puede decir que éste fue un período negro para la
Iglesia, a lo largo del cual (finales del siglo IX y parte del siglo X) algunos Pontífices, desgraciadamente,
no siempre tuvieron las cualidades que el insigne servicio, al que eran
llamados, exigía como representantes de Cristo sobre la tierra; pero también
otras tantas veces fueron eliminados, sin razón, por procedimientos nada ortodoxos,
sufriendo en sus propias carnes actos criminales.
Este reconocimiento no nos debe
llevar a los cristianos de hoy en día a entristecernos o pensar que la Iglesia
también tiene sus fallos… Son las personas, los hijos de la Iglesia que no la
Iglesia como institución, los que cometieron faltas muchas veces graves e
injustificables. La Iglesia de Cristo a pesar de todo, y por encima de todas
las dificultades, siempre bajo la acción del Espíritu Santo, siguió adelante
porque los hombres pueden fallar, pero quien creó la Iglesia, Jesucristo, nunca
falla y la protegerá hasta el final de los siglos.
No obstante, y a pesar de esta
historia negra del Papado, durante el siglo IX, la Iglesia gozó también de hombres santos que fueron ejemplos
inestimables para las gentes de su época y para las de siglos posteriores,
evangelizando a los pueblos paganos de entonces, porque la aportación específica y fundamental de la
Iglesia, es predicar la existencia de Dios, siempre y en todo momento; de un Dios
que nos ha dado la vida como aseguraba el Papa Benedicto XVI: “Sólo Él, es absoluto, amor fiel
e indeclinable, meta infinita que trasluce detrás de todos los bienes, verdades
y bellezas admirables de este mundo; admirables pero insuficientes para el corazón
del hombre. Bien comprendió esto Santa Teresa de Jesús cuando escribió:
<Sólo Dios basta>"
Sí, el pueblo de Dios, y en
particular, los pueblos europeos que fueron de los primeros en recibir la
Palabra de Cristo a través de sus apóstoles, deben seguir la tradición de la
evangelización, que es más necesaria
que nunca en este siglo XXI, donde parece imperar la desunión y el escepticismo
y donde la Palabra de Cristo está siendo olvidada y muchas veces hasta sometida
a blasfemia en el viejo Continente.
Analizar el siglo IX y los
sucesos que entonces tuvieron lugar, puede suministrarnos ejemplos importantes
de actuación para este siglo XXI y al mismo tiempo, puede mostrarnos la fuerza
de la Iglesia, ya que a pesar de las desviaciones y desenfrenos del pasado, la
Iglesia salió adelante gracias a la labor evangelizadora de tantos hombres y
mujeres que merecen ser recordados y tenidos en cuenta como modelos inestimables para seguir en la brecha, sin
miedo, como nos pidió Jesucristo, mostrando el camino de la verdad y la
salvación a toda la humanidad.
Un hermoso ejemplo lo podemos
encontrar en San Benito Aniano, hijo de Aigulf, conde Languedoc; sirvió a
Carlomagno y también a su padre Pipino el Breve, en calidad de copero. El
copero era un servicio de alto rango en la corte, ya que tenía como misión
servir las bebidas en la mesa del emperador o rey en su caso. Ello implicaba
una gran consideración y confianza por parte de los soberanos, pues era la
persona de la que dependía, sus vidas, debido al alto número de envenenamientos
que se solían producir por esta causa entre los mismos.
Muy joven fue llamado por Dios y decidió
retirarse de la corte e ingresó en la Abadía de San Seine, donde tomó los
hábitos de monje. Tras algunos años de ayunos y abstinencia severos, fue
reconocido por sus hermanos como un hombre verdaderamente santo, y quisieron nombrarlo
Abad, al morir el que hasta entonces
había ocupado este puesto. Él no quiso aceptar el cargo debido a que aquellos
monjes eran contrarios a una reforma de la orden. Regresó a Languedoc donde construyó una ermita pequeña en un
arrollo del Aniano, en este mismo estado. Vivió en este lugar durante algún
tiempo, siempre en extrema pobreza, atrayendo a esta vida a otros hombres que
se quisieron poner bajo su orden espiritual. Todos ellos se ganaban la vida
trabajando, y sólo comían pan y bebían agua, excepto los sábados y en las
grandes solemnidades religiosas, en las que añadían a su frugal alimentación,
algo de vino y de leche, que siempre obtenían de las limosnas procedentes de
las almas caritativas del lugar.
Con el tiempo, el número de
discípulos aumentó, cosa extraña, si tenemos en cuenta la clase de vida que
llevaban estos monjes, y la situación caótica del momento histórico (principio
del siglo IX), lo que llevó a esta comunidad de hombres santos a construir un nuevo
monasterio, en un lugar más espacioso, en las cercanías del anterior. Al poco
tiempo, el monasterio se llenó de hombres deseosos de seguir la vida religiosa
de aquellos monjes, y San Benito los dirigía con prudencia, al mismo tiempo que
también había recibido el encargo imperial de inspeccionar otros monasterios
situados en la Provenza, Languedoc y Gasconia.
El emperador Luis I el Piadoso
(Ludovico Pio), que sucedió a su padre Carlomagno en el año 814, acabó por
encargar a San Benito la supervisión de todas las abadías de su reino, y para
tenerlo más cerca de él, ordenó construir el monasterio de Kornelimünster, junto
al pequeño rio Inde.
San Benito Aniano intervino en la
reforma para la disciplina de los monjes en los monasterios no sólo de Francia,
sino también de Alemania, siguiendo como ejemplo los estatutos de la regla de
San Benito de Nursia (480-543), el fundador de la orden. Escribió el Código de
Reglas; colección de todas las regulaciones monásticas, que existían hasta
aquel momento. Este gran restaurador de las órdenes monásticas en Occidente,
durante toda su vida estuvo aquejado de continuas enfermedades hasta el último
período de su vida, comportándose siempre con gran resignación, amor a Dios y
al prójimo. Murió en el año 821 a la edad de 71 años, dejando tras de sí, una
gran obra por la que Europa siempre deberá estarle agradecida.
Otro gran santo de la primera
mitad del siglo IX, del Imperio de Occidente, fue Pascasio Radberto, el cual,
al nacer fue abandonado a las puertas de la Iglesia de Notre Dame de Soissons,
donde fue recogido por unos monjes del convento de San Pedro; fue bautizado con
el nombre de Radberto y educado por los santos hombres que lo habían salvado de
una muerte segura.
Siendo aún muy joven, y
habiéndose criado en un ambiente muy adecuado para ello, sintió la llamada de
Dios y se hizo monje, ingresando en la abadía benedictina de Corbie, con el
nombre de Pascasio.Desde muy tierna edad, demostró sus capacidades intelectuales y su preferencia por los libros, de manera que sus maestros, le consideraron uno de sus mejores alumnos. Más tarde demostraría su actividad intelectual a través de sus obras literarias, entre los que destacaremos el <Comentario al libro de las Lamentaciones y De Córpore et Sanguine Domini>, escrito entre los años 831 a 844, con el objetivo de instruir a los monjes. Se trata probablemente de la primera monografía doctrinal, sobre el Sacramento de la Santa Eucaristía.
En el año 847, el santo escribió
la obra <De Partu Virginis> donde hablaba de la virginidad y el carácter
sobrenatural del misterio de la Encarnación del Verbo, y de la Santa
Eucaristía. Entre sus obras de carácter exegético, destacan los comentarios al
evangelio de San Mateo, y en su libro <De Nativitate Santae Mariae>
defiende la natividad santa de Cristo, desde el vientre de su Madre virgen.
Otras muchas obras de este escritor cristiano se perdieron, y no han llegado
hasta nuestros días desgraciadamente.
También tuvo tiempo este santo varón para llevar a cabo viajes misioneros por Francia, Alemania e Italia, con objeto de cristianizar a los paganos de su época. En el año 843, fue elegido Abad del monasterio de Corbie, pero renunció al cargo para dedicarse plenamente a sus trabajos y estudios de teología y filosofía. Murió según se dice en el año 865, y por voluntad propia fue enterrado en el osario de los más pobres sirvientes de la abadía.
Como asegura el Papa Benedicto
XVI (Ibid):
“La historia de la Iglesia está
marcada por la intervención del Espíritu Santo, que no solo la ha enriquecido
con los dones de la sabiduría, profecía y santidad, sino que también la ha
dotado de formas siempre nuevas de vida evangélica a través de las obras de
fundadores y fundadoras que han transmitido su carisma a una familia de hijos e
hijas espirituales. Gracias a ello, hoy, en los monasterios y en los centros de
espiritualidad, monjes, religiosos y personas consagradas ofrecen a los fieles
oasis de contemplación y escuelas de oración, de educación en la fe y de
acompañamiento espiritual.
Pero, sobre todo, continúan la
gran obra evangelizadora y de testimonio en todos los continentes, hasta la
vanguardia de la fe, con generosidad y a menudo, con el sacrificio de la vida
hasta el martirio”
Así es, sin duda, por eso es justo y necesario que recordemos a aquellos hombres y mujeres que en siglo pasados prepararon el camino para los hombres del futuro, y un futuro incierto…Concretamente, en el año 865, en el que murió San Pascasio, falleció otro santo hombre de la Iglesia del siglo IX, que había nacido en Amiens, Austrasia en el año 801. Nos referimos al Obispo y misionero San Oscar, el cual llegó a ser el primer Arzobispo de Hamburgo, y ha sido considerado santo patrono de Escandinavia.
Así es, sin duda, por eso es justo y necesario que recordemos a aquellos hombres y mujeres que en siglo pasados prepararon el camino para los hombres del futuro, y un futuro incierto…Concretamente, en el año 865, en el que murió San Pascasio, falleció otro santo hombre de la Iglesia del siglo IX, que había nacido en Amiens, Austrasia en el año 801. Nos referimos al Obispo y misionero San Oscar, el cual llegó a ser el primer Arzobispo de Hamburgo, y ha sido considerado santo patrono de Escandinavia.
Sucedió que el emperador, Ludovico
Pío, envió a éste santo varón a cristianizar Suecia, lo cual llevó a cabo con
tal éxito, que terminó siendo Arzobispo de Hamburgo, en al año 832. No
obstante, este éxito inicial se vio frustrado cuando los normandos restituyeron
el paganismo en los países cristianizados previamente por San Oscar; sin
embargo, el santo no se acobardó por ello y volvió a intentar evangelizar a
aquellos pueblos, tan volubles, en varias ocasiones más, con resultados
diversos. San Remberto sucedió a San Oscar en el Arzobispado de Hamburgo y de Bremen, desde el año 865 hasta su muerte,
y escribió la biografía de su antecesor en este puesto.
San Remberto, fue un gran
misionero de Cristo, recorriendo regiones paganas de Suecia y de Francia, al
mismo tiempo que continuó la labor realizada, en este sentido, por San Oscar en
tierras de Dinamarca. Tanto en Suecia como en Francia, se reconoce la santidad
de este gran hombre, gran evangelizador, que se preocupó también por los
cautivos, siendo muchas las anécdotas que sus hagiógrafos cuentan respecto a
las duras situaciones en que se vio comprometido, al rescatar esclavos cristianos.
Por todo esto, este santo varón, tiene el honor de ser considerado y conocido,
como el Segundo Apóstol del norte. Su muerte tuvo lugar hacia el año 868,
manteniendo su labor evangelizadora hasta que la ancianidad le impidió atender
sus diócesis adecuadamente.
Fueron muchos los hombres que en
el siglo IX, dedicaron toda su vida a la hermosa tarea de la evangelización de
los pueblos paganos de Europa, y que dejaron su vida en este supremo esfuerzo,
ya que aquellas gentes eran muy difíciles de cristianizar, y de una rudeza
enorme en el trato, lo que hacía casi imposible conseguir que no odiaran a la
Iglesia de Cristo, que se basa en el amor entre los hermanos, y el amor a Dios
sobre todas las cosas.También hubo mujeres santas en el
siglo IX, aunque de ellas se tienen muchos menos datos, recordaremos sin
embargo dos casos sumamente importantes, como son el de Ricarda de Andlau
(Reina consorte Carolingia) y Santa Solange, una simple pastora cuya belleza
era tal, que fue causa de su martirio.
Sí, el Señor llama a todos sus
hijos, independientemente de su categoría social, como es el caso de estas dos
santas ejemplares. Porque como aseguraba el Papa Benedicto XVI (Ibid):
“La historia de la Iglesia está
llena de testigos que se entregaron sin medida por los demás, a costa de duros
sufrimientos. Cuanto mayor es la esperanza que nos anima, tanto mayor es también en nosotros la capacidad de sufrir
por amor a la verdad y del bien, ofreciendo con alegría las pequeñas y grandes
pruebas de cada día e insertándolas en el gran compadecer de Cristo”
Santa Ricarda de Andlau
(840-895), fue la esposa de Carlos III el Gordo (Hijo de Luis el Germánico y
nieto de Carlomagno). Esta emperatriz, consorte de los francos, había nacido en
Alsacia, de familia noble pues su padre fue el Conde de Nordgau. El año 862,
Ricarda se casó con Carlos III el Gordo,
pero no tuvieron hijos. Desde siempre esta santa mujer deseaba haber hecho vida
ascética, por lo que finalmente cuando tuvo ocasión para ello, se retiró a la
Abadía de Andlau, la cual ella misma había fundado.
Fue canonizada por el Papa León IX, en el año 1049, y sus restos descansan actualmente en dicha abadía. Se la considera patrona de Andlau, y protectora contra los incendios, por la prueba de fuego que tuvo que soportar siendo emperatriz, para demostrar su inocencia al ser acusada por su esposo Carlos, y los cortesanos, de adulterio.
Fue canonizada por el Papa León IX, en el año 1049, y sus restos descansan actualmente en dicha abadía. Se la considera patrona de Andlau, y protectora contra los incendios, por la prueba de fuego que tuvo que soportar siendo emperatriz, para demostrar su inocencia al ser acusada por su esposo Carlos, y los cortesanos, de adulterio.
En cuanto a la Santa Solange, se
sabe que nació en el seno de una familia humilde pero muy devota, en la ciudad
de Villemont, cerca de Bourgues. Desde muy niña fue llamada por el Señor, y
consagró su virginidad a Él. Sus hagiógrafos aseguran que poseía poderes de
curación por solo su presencia desde su más tierna infancia, y era de gran
belleza. Esta pastora cautivó el corazón de un hombre poderoso, hijo del Conde
de Poitiers, que intentó seducirla, pero ella lo rechazó, y este rechazo le
enfureció de tal forma que la raptó, y cuando iba con ella huyendo a caballo, la santa muchacha se
defendió, cayendo ambos al río por el cual cruzaban. El raptor asesino le cortó
la cabeza, y la tradición cuenta que Solenge en ese instante invocó al Santo
nombre de Jesús, y se produjo un milagro, porque ella con la cabeza cortada, se
desplazó hasta la Iglesia de Saint Martín, donde se desplomó ya completamente
muerta.
A partir del mismo momento de su
muerte, la gente la consideró Santa, atribuyéndole gran número de milagros por
su intersección, y en el año 1281, se erigió un altar en la Iglesia de Saint
Martín en su honor, en la que se guarda su cabeza como reliquia. Es patrona de
Francia, de la lluvia, de las víctimas de violación y de los pastores.
Santa Solange, como otros muchos
santos y santas de este siglo IX, acogió en su corazón, el Santo nombre de
Jesús, y eso la salvó para siempre del mortal enemigo. La Iglesia de Cristo a
lo largo de toda su historia, y desde el mismo momento de su fundación, ha
pedido a la humanidad, que acoja este Santo nombre, porque no hay otro futuro
para la salvación del hombre, como decía San Pedro al declarar ante el Sanedrín
que le juzgó junto a San Juan. (Hch 4, 11-12)
Si lo hacemos así, frente a los problemas de cada día, el rostro de Cristo será cada vez más visible en nuestro corazón y en el de los que están en nuestro entorno familiar. En este sentido los Santos y las Santas que llenan la historia de la Iglesia son ejemplos magníficos y nos ofrecen luz y consolación para afrontar las dificultades de la vida.
Como aseguraba el Papa San Juan
Pablo II durante la Homilía de la misa celebrada con motivo de la clausura de
la II Asamblea especial para Europa del Sínodo de los Obispos (23 de octubre de
1999):
“Nuestro Señor Jesucristo lo
había prometido: <El que crea en mí, hará Él también las obras que yo hago,
y las hará mayores aún, porque yo voy al Padre> (Jn 14, 12). Los Santos son la prueba viva del
cumplimiento de esta promesa, y nos animan a creer que ello es posible también
en los momentos difíciles de la historia"