“Si nuestro siglo, en las
sociedades liberales, esta caracterizado por un creciente feminismo, se puede
suponer que esta orientación sea una reacción a la falta de respeto debido a
toda mujer. Todo lo que escribí sobre el tema en la Carta Encíclica <Mulieris
dignitatem>, lo llevaba en mí desde muy joven, en cierto sentido desde la
infancia"
Son las Palabras del Papa Juan Pablo II que sigue diciendo:
"Quizá influyó en mí también el ambiente de la época en que fui educado, que estaba caracterizado por un gran respeto y consideración por la mujer, especialmente por la mujer madre. Pienso que quizá un cierto feminismo contemporáneo tenga sus raíces precisamente ahí, en la ausencia de un verdadero respeto por la mujer. La verdad revelada por la mujer es otra...
Y, a este propósito, debemos
recordar la figura de María. La figura de María y la devoción hacia Ella,
vividas en toda su plenitud, se convierte así en una creativa y gran
inspiración para la vida" (Papa Juan Pablo II; Cruzando el umbrala de la esperanza. Ed. Plaza & Janés S.A)
Para el Papa San Juan Pablo II,
como asegura, en esta entrevista, la devoción mariana, la devoción hacia la
figura de María, si se vive en total plenitud puede ser una forma muy adecuada
para ir hacia un redescubrimiento de la belleza espiritual de la mujer, sentando
las bases para el renacimiento de una auténtica <teología> sobre ella,
tanto desde el punto de vista familiar, cómo también del social y cultural.
Porque <al llegar a la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer> (Ga 4,4) El culto mariano se funda en la admirable decisión divina de vincular para siempre, como recuerda el apóstol San Pablo, la identidad humana del Hijo de Dios a una mujer, María de Nazaret (Papa San Juan Pablo II. Catequesis del 15 de octubre de 1997)
Porque <al llegar a la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo nacido de mujer> (Ga 4,4) El culto mariano se funda en la admirable decisión divina de vincular para siempre, como recuerda el apóstol San Pablo, la identidad humana del Hijo de Dios a una mujer, María de Nazaret (Papa San Juan Pablo II. Catequesis del 15 de octubre de 1997)
Algunos años después durante un
Congreso Cristológico organizado por la Universidad Católica San Antonio de
Murcia (España), en el año 2002 interrogado el por entonces Cardenal Joseph Ratzinger sobre el papel de la
mujer en la Iglesia y en el campo de la teología, (Nadar contra corriente. Ed.
A cargo de José Pedro Manglano. Planeta Testimonio S.A. 2011), la respuesta del
Cardenal fue contundente:
“El tema exigiría una discusión
larga. Es importante ver que, en todos los períodos de la Iglesia, la mujer ha
ocupado siempre un lugar muy grande e importante. Con Jesús estaban las
mujeres, con San Pablo y con los Apóstoles estaban las mujeres. Son muy poco
conocidas las hermanas de los grandes padres de la Iglesia, que eran muy
importantes para estas personas y que nos ofrecieron sus testimonios. Pensamos
como la vida de San Jerónimo no se podría entender, sin esa gran contribución
de mujeres que han aprendido hebreo y, naturalmente, griego con él, eran
mujeres doctas… “
Se refiere aquí el Santo Padre a aquellas
mujeres pertenecientes a la aristocracia romana como Paula, Marcela, Asela y
Lea, las cuales deseando el camino de la santidad, escogieron a San Jerónimo
como guía espiritual y maestro. En particular, Paula, mujer generosa, colaboró
para la construcción en Belén, de dos monasterios, uno de hombres y otro de
mujeres, así como una hospedería para los peregrinos que viajaban a Tierra
santa.
En efecto, como seguía diciendo
el Santo Padre en el Congreso anteriormente mencionado: “Cada período de la
historia tiene un modo específico de la contribución de la mujer. El misterio
jerárquico dentro de la Iglesia está determinado por Cristo. La contribución de
la mujer pertenece al sector de la realización carismática de la Iglesia que no
es menos importante que la jerárquica, es mucho más pluriforme y exige mucha
más creatividad, y estoy convencido de que las mujeres de hoy tienen la
creatividad necesaria para ofrecer la contribución absolutamente necesaria de
la mujer”
Por otra parte, refiriéndose
concretamente a la Virgen María como Madre de la Iglesia en una entrevista
realizada por el periodista Peter Seewald, al ya Papa Benedicto XVI, aseguraba que la Virgen <ha sido utilizada
por Dios a través de la historia como la luz a través de la cual Cristo nos
conduce hacia sí mismo> (Luz del mundo. Benedicto XVI Ed. Herder S.L. 2010):
“Hay que decir, pues, que existe
la historia de la fe. El Cardenal Newman lo ha expuesto. La fe se desarrolla y
eso influye también justamente en la entrada cada vez más fuerte de la
Santísima Virgen en el mundo como orientación para el camino, como luz de Dios,
como Madre por la que después podemos conocer también al Hijo y al Padre. De
este modo, Dios nos ha dado signos, justamente en el siglo XX (Mensaje de
Fátima), en nuestro racionalismo y frente al poder de las dictaduras
emergentes, Él nos muestra la humildad
de la Madre, que se aparece a niños pequeños y les dice lo esencial: Fe,
Esperanza, Amor, Penitencia”
Así mismo, como también recordaba
Benedicto XVI, cuando aún era el Cardenal Joseph Ratzinger (Nadar contra
corriente. Ibid):
“Los Padres de la Iglesia han
visto siempre a María como el arquetipo de los profetas cristianos. Como punto
inicial de la línea profética que entra posteriormente en la historia de la
Iglesia. A esta línea pertenecen también las hermanas de los grandes santos.
San Ambrosio debe a su santa hermana el camino espiritual que ha recorrido. Lo
mismo vale para San Basilio y San Gregorio de Niza, como también para San
Benito. Posteriormente en el Medievo tardío, encontramos grandes figuras
místicas entre las cuales es necesario mencionar a Santa Francisca Romana. Y en
el siglo XVI encontramos a Santa Teresa de Ávila, quién ha desempeñado un papel
importante en la evolución espiritual y doctrinal de San Juan de la Cruz.
La línea profética vinculada a las mujeres ha tenido gran importancia en la historia de la Iglesia. Santa Catalina de Siena y Santa Brígida de Suecia pueden servir de modelos. Ambas han hablado a una Iglesia en la que todavía existía el Colegio Apostólico y donde se administraban los Sacramentos. La Iglesia ha sido reanimada por ellas, pues no sólo supieron otorgar nuevo valor al carisma de la unidad, sino que introdujeron también la humildad, el coraje evangélico y el valor de la evangelización”
Hermosas palabras del que sin
duda fue más tarde uno de los Pontífices más doctos y relevantes del siglo XX, que ha transmitido en hechos
evidentes que la mujer ha sido puesta en
valor por Cristo y su Iglesia desde los inicios de su historia y nunca sometida
a situaciones de estado de inferioridad frente al hombre.
Mención especial merece Santa
Mónica (322-387), la madre de San Agustín, el gran Doctor de la Iglesia, que
con paciencia y modestia, amabilidad y caridad logro en poco tiempo que su esposo, un hombre
brutal, colérico y desde luego increyente, se volviera un ser pacifico, modesto
y sobre todo temeroso de Dios. Pero además el Señor le tenía reservado un
triunfo mayor, gracias a sus constantes oraciones, su hijo Agustín, un joven
impetuoso dominado por las pasiones y que se había convertido al maniqueísmo,
fue llamado por Dios y se convirtió al cristianismo, llegando a ser Obispo de
Hipona.
Su labor incansable en contra de los herejes de su época le valió el título de Doctor y Defensor de la Gracia, dejando para la posteridad más de doscientos libros, así como innumerables sermones y cartas, siendo considerado por la Iglesia como uno de los teólogos más importantes para analizar el Mensaje de Cristo.
Su labor incansable en contra de los herejes de su época le valió el título de Doctor y Defensor de la Gracia, dejando para la posteridad más de doscientos libros, así como innumerables sermones y cartas, siendo considerado por la Iglesia como uno de los teólogos más importantes para analizar el Mensaje de Cristo.
Sí, la Iglesia de Cristo crece en
la mujer, y le ha dado dentro y fuera de la misma el lugar que sin duda se
merece, no obstante, de las justas
peticiones iniciales: el derecho al voto, el derecho a un trabajo remunerado,
el derecho a participar en la vida social y política de sus naciones de origen…,
todas ellas alcanzadas en alguna medida, algunas mujeres, han pasado a exigir otras cuestiones que
nada tienen que ver con la verdadera dignidad y valor de la mujer.
La mujer no es inferior al hombre, Dios no los creó
uno superior al otro, a ambos les dio un alma, pero eso sí, sus cuerpos son
distintos, en función de ellos es lógico comprender la diferencia fisiológica
entre ambos y sus respectivos papeles dentro de la pareja.
Recordemos que el verdadero fin de todo hombre y de toda mujer, siempre es el mismo, la salvación de sus almas y esto es lo que los iguala a los ojos de Dios. Todos los seres humanos debemos cumplir las mismas reglas para conseguirlo: Los mandamientos de nuestro Creador, inscritos en nuestros corazones, cualquiera que sea el sexo, la raza o la nacionalidad.
El premio y el castigo por el
incumplimiento de estas leyes naturales, son las mismas y los cristianos las
conocemos con el nombre de infierno y gloria.
Ante el juicio final en la Parusía, los hombres y las mujeres seremos
iguales, porque la justicia del Creador no entiende de diferencias de sexo,
sino del alejamiento del bien o del mal, y de la búsqueda o rechazo de la vida
eterna.
“Tal vez muchas personas rechazan
hoy la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En
modo alguno quieren la vida eterna, sino la presente y, para esto, la fe en la
vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre, sin
fin, parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la
muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de
cuentas, aburrido y al final insoportable (La alegría de la fe. Papa Benedicto
XVI Ed. San Pablo 2012)”.
Este pensamiento ha influenciado
enormemente en las sociedades de los últimos siglos, donde se ha promocionado
la llamada <cultura de la muerte>, en realidad algunas hombres no saben lo que les
conviene porque en el fondo todo ser humano lo que busca es la vida <bienaventurada>,
la vida que simplemente es vida, simplemente felicidad. Como decía San Agustín
<a fin de cuentas, en la oración no pedimos otra cosa. No nos encaminamos
hacia nada más, se trata sólo de esto>.
Los santos son los únicos que a
lo largo de la historia han sabido lo que realmente convenía a sus vidas,
porque son hombres y mujeres de fe, esperanza y amor, como asegura el Papa
Benedicto XVI; santa Barbara fue un ejemplo excelente a seguir entre otros muchos, pero:
“Entre todos los santos sobresale María, Madre del Señor y espejo de toda santidad. El evangelio de Lucas la muestra atareada en un servicio de caridad a su prima Isabel, con la cual permaneció unos meses (Lc 1, 56) para atenderla durante el embarazo.
(Magnificat ánima nea dominum),
dice con la oración de esta visita, <proclama mi alma la grandeza del
Señor>, (Lc 1, 46), y ello expresa todo el programa de su vida: no ponerse a
sí misma en el centro, sino dejar espacio a Dios, a quien encuentra tanto en la
oración como en el servicio al prójimo; sólo entonces el mundo se hace bueno.
María es grande precisamente porque
quiere enaltecer a Dios en lugar de a sí misma. Ella es humilde: no quiere ser sino la
sierva del Señor (Lc 1, 38-48). Sabe que contribuye a la salvación del mundo no
con una obra suya, sino sólo poniéndose plenamente a disposición de la
iniciativa de Dios.
Es una mujer de esperanza: sólo
porque cree en las promesas de Dios y espera la salvación de Israel, el ángel
puede presentarse a ella y llamarla al servicio total de estas promesas.
Es una mujer de fe: < ¡Dichosa
tú, que has creído!>, le dice Isabel (Lc 1, 45). El Magnificat – un retrato
de su alma, por decirlo así – está completamente tejido por los hilos tomados
por la Sagrada Escritura de la Palabra de Dios. Así se pone de relieve que la
Palabra de Dios es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con
toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se
convierte en Palabra suya, y su Palabra nace de la Palabra de Dios… María es en
fin, una mujer que ama. ¿Cómo podría ser
de otro modo?
Como creyente, que en la fe
piensa con el pensamiento de Dios y quiere con la voluntad de Dios, no puede
ser más que una mujer que ama, lo intuimos en sus gestos silenciosos que nos
narra los relatos evangélicos de la infancia. Lo vemos en la delicadeza con la
que en Caná se percata de la necesidad en la que se encuentran los esposos, y
lo hace presente a Jesús. Lo vemos en la humildad con que acepta ser olvidada
en el período de la vida pública de Jesús, sabiendo que el Hijo tiene que
fundar ahora una nueva familia y que la hora de la Madre llegará
en el momento de la Cruz, que será la verdadera hora de Jesús.
Entonces, cuando los discípulos hayan
huido, ella permanecerá al pie de la Cruz (Jn 19, 25-27); más tarde, en el
momento de Pentecostés, serán ellos los que se agrupen en torno a ella en
espera del Espíritu Santo. María, la
Virgen, la Madre, nos enseña que es el amor y donde tiene su origen, su fuerza
siempre nueva” (Papa Benedicto XVI. Los caminos de la vida interior. Ed.
Chrónica 2011)
Ojalá que las mujeres del siglo
XXI sepamos encontrar en la Virgen María el modelo a seguir para poder decir
con el Papa Benedicto XVI: ¿Quién mejor que María podría ser
para nosotras la estrella de la esperanza? (La alegría de la fe. Papa Benedicto
XVI. Ed. San Pablo 2012)
Recemos a la Virgen en su
advocación de <María Auxiliadora>, que no es nueva, sino muy antigua,
aunque en la actualidad es poco evocada. Recordemos que todos los Padres y
Doctores de la Iglesia, en su gran mayoría, dan a la Virgen Santísima este
título admirable. Así por ejemplo San Agustín, al que hemos mencionado antes,
siempre pedía la asistencia de la Madre de Dios en las celebraciones litúrgicas
de la Iglesia, y era un gran devoto de <María Auxiliadora>.
Son muchísimas las oraciones, que
a lo largo de los tiempos se han basado en la devoción a la Virgen María,
recordaremos una frase muy hermosa, de una de ellas, para desagravio de
aquellas mujeres que no la acogen en su corazón:
“Oh Dios, que por la Inmaculada
Virgen, preparasteis digna morada a vuestro Hijo; os suplicamos que, así como a
ella la preservasteis de toda mancha en previsión de la muerte del mismo Hijo,
nos concedáis también que, por medio de su intercesión, lleguemos a vuestra
presencia puras de todo
pecado”
pecado”