Translate

Translate

viernes, 11 de agosto de 2017

VIRGEN MARÍA: MADRE DE DIOS (I)


 
 
 
 



El Papa Francisco durante su viaje apostólico a Rio de Janeiro con ocasión  de la XXVIII Jornada Mundial de la Juventud pronunció una hermosa homilía en la misa que celebró  en la Basílica del Santuario de Nuestra Señora de Aparecida, refiriéndose a la Madre de Dios con estas palabras:

“La Iglesia, cuando busca a Cristo, llama siempre a la casa  de la Madre y le pide: <Muéstranos a Jesús>. De ella se aprende el verdadero discipulado. He aquí por qué la Iglesia va en misión siguiendo siempre la estela de María”

En este mismo sentido se había manifestado el Papa San Juan Pablo II el pasado siglo cuando en cierta ocasión un conocido periodista tras una larga entrevista, le hizo una pregunta referida a las misteriosas apariciones y mensajes de la Virgen,  que habían dado lugar a masivas peregrinaciones hacia lugares tan conocidos  como Fátima o Lourdes.

De todo el mundo cristiano es conocido el hecho de que este Papa eligió como lema de su Pontificado precisamente esta expresión: <Totus Tuus>, así que esta pregunta le debió de gustar mucho y por eso, respondió con gran agrado a la misma con estas palabras (Cruzando el umbral de la esperanza. Papa Juan  Pablo II. Editado por Vittorio Messori. <Círculo de Lectores> por cortesía de Plaza & Janés Editores S.A. 1994):

 


“Totus Tuus. Esta fórmula no tiene solamente un carácter piadoso, no es una simple expresión de devoción: es algo más.

La orientación hacia una devoción tal se afirmó en mí en el periodo en que, durante la segunda guerra mundial, trabajaba de obrero en una fábrica. En un primer momento me había parecido que debía alejarme un poco de la devoción mariana de la infancia, en beneficio de un cristianismo, centrado en la figura de Cristo.
Gracias a san Luis Grignon de Montfort comprendí que la verdadera devoción a la Madre de Dios, sin embargo era cristocéntrica, más aún, que está profundamente radicada en el Misterio Trinitario de Dios, y en los Misterios de la Encarnación y de la Redención…

El Concilio Vaticano II da un paso de gigante tanto en la doctrina como en la devoción mariana. No es posible traer aquí ahora todo el maravilloso capítulo VIII de la <Lumen Gentium>, pero habría que hacerlo. Cuando participé en el Concilio, me reconocí a mí mismo plenamente en este capítulo, en el que reencontré todas mis pasadas experiencias desde los años de la adolescencia, y también aquel especial ligamento que me une a la Madre de Dios de forma siempre nueva…
Desde los primeros años, mi devoción mariana estuvo relacionada estrechamente con la dimensión cristológica. En esta dirección me iba educando el santuario de Kalwaria  (complejo eclesiástico-conventual de Kalwaria Zebraydowska. Polonia). Un capítulo aparte es Jasna Góra, con su icono de la Señora negra. Es desde hace siglos, la Virgen de Jasna Góra, venerada como Reina de Polonia. Éste es un Santuario de toda la nación.
De su Señora y Reina la nación polaca ha buscado desde siglos, y continua buscando, el apoyo y la fuerza para el renacimiento espiritual”

 
 



El capítulo VIII del Documento <Lumen Getium> del Concilio Vaticano II está dedicado como recordaba el Papa San Juan Pablo II, a la Santísima Virgen María, Madre de Dios, en el <Misterio de Cristo y de la Iglesia>. En su <Introducción> podemos leer, en los apartados 52 y 53 respectivamente (Roma 21 de noviembre de 1964):
“Queriendo Dios, infinitamente sabio y misericordioso, llevar a cabo la redención del mundo, <al llegar a la plenitud de los tiempos>, envió a su Hijo, nacido de mujer…para que <recibiésemos la adopción de hijos> (Ga 4, 4-5). <El cual, por nosotros los hombres y por nuestra salvación, descendió de los cielos y por obra del Espíritu Santo se encarnó de la Virgen María>.

Este Misterio divino de la salvación nos es revelado y se continúa en la Iglesia, que fue fundada por el Señor como Cuerpo suyo, y en la que los fieles, unidos a Cristo Cabeza y en comunión de todos los santos, deben venerar también la memoria <en primer lugar de la gloriosa siempre Virgen María, Madre de nuestro Dios y Señor Jesucristo>

Efectivamente, la Virgen María, que al anuncio del ángel recibió al Verbo de Dios en su alma y en su cuerpo y dio vida al mundo, es reconocida y venerada Madre de Dios y del Redentor.



Redimida de modo eminente, en previsión de los méritos de su Hijo y unida a Él con un vínculo estrecho e indisoluble, está enriquecida con la suma prerrogativa de ser la Madre de Dios Hijo, y por eso hija predilecta del Padre y Sagrario del Espíritu Santo; con el don de una gracia tan extraordinaria aventaja con creces a todas las criaturas, celestiales y terrenales. Pero a la vez está unida, en la estirpe de Adán, con todos los hombres que necesitan de la salvación; y no solo eso, <sino que es verdadera madre de los miembros de la Iglesia de Cristo, por haber cooperado con su amor a que naciesen en la misma, fieles que son miembros de su Cabeza>.
Por ese motivo es también proclamada como miembro excelentísimo  y enteramente singular de la Iglesia y como tipo y ejemplar acabadísimo de la misma fe y caridad, y a quien la Iglesia católica, instruida por el Espíritu Santo, venera, como Madre amantísima, con afecto de piedad filial”


Después de esta admirable Introducción, el Documento conciliar <Lumen Gentium>, prosigue desarrollando en sus apartados: <Función de la Santísima Virgen en la economía de la salvación>, 
<La Santísima Virgen y la Iglesia> y <María, signo de esperanza cierta y consuelo para el pueblo peregrino de Dios>, distintos aspectos relacionados con la Virgen María, por lo que resulta muy adecuado y recomendable para conocer en profundidad el carácter profundamente cristológico de la Madre de Dios, tal como aseguraba el Papa san Juan Pablo II y recordaba el Papa Francisco.

Sí, la Virgen María  es signo de esperanza cierta, tal como decía el Papa Francisco en la homilía que antes hemos mencionado durante la celebración de la misa en la Basílica de Nuestra Señora de  Aparecida:
 
 



“<Mater la esperanza>. La segunda Lectura de la Misa presenta una escena dramática: una mujer –figura de María en la Iglesia- es perseguida por un dragón –el diablo- que quiere devorar a su hijo. Pero la escena no es de muerte sino de vida, porque Dios interviene y pone a salvo al niño (Ap 12, 13a-16.15-16a).
Cuantas dificultades hay en la vida de cada uno, en nuestra gente, nuestras comunidades. Pero, por más grandes que parezcan, Dios nunca deja que nos hundamos. Ante el desaliento que podría haber en la vida, en quien trabaja en la evangelización o en aquellos que se esfuerzan por vivir la fe como padres y madres de familia, quisiera deciros con fuerza:

<Tengan siempre en el corazón esta certeza: Dios camina a su lado, en ningún momento los abandona. Nunca perdamos la esperanza. Jamás la apaguemos en nuestro corazón. El <dragón>, el mal, existe en la historia, pero no es el más fuerte. El más fuerte es Dios, y Dios es nuestra esperanza>

Es cierto que hoy en día, todos, un poco, y también nuestros jóvenes, sienten la sugestión de tantos ídolos que se ponen en el lugar de Dios y parecen dar esperanza: el dinero, el éxito, el poder, el placer…
Con frecuencia se abren en el corazón de muchos una sensación de soledad y vacío, y lleva a la búsqueda de compensaciones, de ídolos pasajeros.

Queridos hermanos y hermanas, seamos luces de esperanza. Tengamos una visión positiva de la realidad.



Demos aliento a la generosidad que caracteriza a los jóvenes, ayudémoslos a ser protagonistas de la construcción de un mundo mejor: Son un motor poderoso para la Iglesia y la sociedad.
Los jóvenes no solo necesitan cosas. Necesitan sobre todo que se les propongan esos valores inmateriales que son el corazón espiritual de un pueblo, la memoria de un pueblo…”


Sin duda Dios es nuestra esperanza, y ésta gran esperanza es Él porque abraza el universo y nos da aquello que nosotros por sí solos no podemos alcanzar. Como un día diría el Papa Benedicto XVI:

“De hecho, el ser agraciados por un don forma parte de la esperanza. Dios es el fundamento de la esperanza; pero no cualquier Dios, sino el Dios que tiene el rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo, a cada uno en particular y a la humanidad en su conjunto”

(Carta Encíclica <Spe Salvi> Dada en Roma el 30 de noviembre del año 2007).

 



Por eso, como no podía ser de otro modo, también este Pontífice es un gran devoto de la Virgen María, aquella mujer destinada por el Padre desde el principio de los tiempos para ser la Madre del Dios hecho hombre, del Dios que tiene rostro humano y que nos ha amado hasta el extremo.

Este Papa ha hablado de ella muchas veces en sus escritos,  y así por ejemplo en su libro, <Los caminos de la vida interior. El itinerario espiritual del hombre>, (Ed. Chronica S.L, 2011), dedica el último capítulo a María, Madre de Dios, refiriéndose en primer lugar, como es natural, a su <Maternidad divina>:

“<Madre de Dios>, Theotokos, es el título que se atribuyó oficialmente a María en el siglo V, exactamente en el Concilio de Éfeso, del año 431, pero que ya se había consolidado en la devoción del pueblo cristiano desde el siglo III, en el contexto de las fuertes disputas de ese periodo sobre la persona de Cristo.



Con este título se subrayaba que Cristo es Dios y que realmente nació como hombre de María. Así se preservaba su unidad de verdadero Dios y de verdadero hombre. En verdad, aunque el debate parecía centrarse en María, se refería esencialmente al Hijo. Algunos Padres, queriendo salvaguardar la plena humanidad de Jesús, sugerían un término más atenuado: en vez de Theotokos, proponían Cristotokos, Madre de Cristo, pero precisamente eso se consideró una amenaza contra la doctrina de la plena unidad de la divinidad con la humanidad de Cristo.

Por eso, después de una larga discusión, en el Concilio de Éfeso, del año 431, se confirmó solemnemente, por una parte, la unidad de las dos naturalezas, la divina y humana en la Persona del Hijo de Dios (cf DS 250) y, por otra, la legitimidad de la atribución a la Virgen del título de Theotokos, Madre de Dios (cf ib, 251). Después de este Concilio se produjo una auténtica explosión de devoción mariana, y se construyeron numerosas Iglesias dedicadas a la Madre de Dios.



La doctrina relativa a María, Madre de Dios, fue confirmada de nuevo en el Concilio de Calcedonia (8 de octubre al 1 de noviembre del año 451), en el que Cristo fue declarado <verdadero Dios y verdadero hombre, nacido por nosotros y por nuestra salvación, de María Virgen y Madre, en su humanidad (DS 301)”

Sigue hablando el Papa Benedicto XVI  sobre este tema con extrema sapiencia y devoción y termina con este bello pensamiento (Ibid):
“Al estar totalmente con Dios, esta Mujer se encuentra muy cerca de nosotros y nos ayuda como madre y como hermana. También el puesto único e irrepetible que María ocupa en la comunidad de los creyentes deriva de esta vocación suya fundamental a ser la Madre del Redentor.

Precisamente en cuanto tal, María es también la Madre del Cuerpo Místico de Cristo, que es la Iglesia. Precisamente por ser Madre de la Iglesia, la Virgen es también Madre de cada uno de nosotros, que somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Desde la Cruz Jesús encomendó a su Madre a cada uno de sus discípulos y, al mismo tiempo, encomendó a cada uno de sus discípulos al amor de su Madre.

Es importante considerar atentamente la importancia de la presencia de María en la vida de la Iglesia y en nuestra existencia personal. Encomendémonos a ella, para que guie nuestros pasos en este nuevo periodo de tiempo que el Señor nos concede vivir, y nos ayude a ser auténticos amigos de su Hijo, y así también valientes artífices de su Reino en el mundo, Reino de luz y de verdad”

 
 
 
Así es, dejémonos sorprender dentro de las dificultades del día a día, por el amor y la amistad con el Hijo de María, Nuestro Señor Jesucristo porque como aseguraba el Papa  Francisco (Ibid):

“Quien es hombre, o es, mujer de esperanza (la gran esperanza que nos da la fe) sabe que Dios actúa y nos sorprende también por medio de las dificultades.

Y la historia de este Santuario (Basílica Santuario de Nuestra Señora de Aparecida) es un ejemplo: tres pescadores, tras una jornada baldía, sin lograr pesca en las aguas del rio Parnaíba (Velho Monge), encuentran algo inesperado: una imagen de Nuestra Señora de la Concepción.

 


¿Quién podría haber imaginado que el lugar de una pesca infructuosa se convirtiera en el lugar donde todos los brasileños pueden sentirse hijos de la misma Madre? Dios nunca deja de sorprender, como con el vino nuevo del Evangelio (en las bodas de Caná de Galilea). Confiemos en Dios. Alejados de Él, el vino de la alegría, el vino de la esperanza, se agota.

Si nos acercamos a Él, si permanecemos en Él, lo que parece agua fría, lo que es dificultad, lo que es pecado, se transforma en vino nuevo de amistad con Él”

El Papa Benedicto XVI seguro que estará totalmente de acuerdo con estas palabras de su sucesor en la Silla de Pedro, porque también como él, es un gran devoto de la Virgen María y asegura como él, que la Madre nos lleva siempre hacia el Hijo, y el Hijo hacia la Madre (Ibid):
“Recordemos las palabras de santa Isabel: <Dichosa tú, que has creído, porque lo que te ha dicho el Señor se cumplirá> (Lc 1,45).
María es dichosa porque tiene fe, porque ha creído, y en esta fe ha acogido en el propio seno al Verbo de Dios para entregarlo al mundo.




La alegría que recibe de la Palabra se puede extender ahora a todos los que,  en la fe, se dejan transformar por la Palabra de Dios.
El Evangelio de Lucas nos presenta en dos textos este misterio de escucha y de gozo.

Jesús dice: <Mi madre y mis hermanos son estos: los que escuchan la Palabra de Dios y la ponen en obra (8,21).
Y, ante la exclamación de una mujer que entre la muchedumbre quiere exaltar el vientre que lo ha llevado y los pechos que lo han criado, Jesús muestra el secreto de la verdadera alegría:

<Dichosos los que escuchan la Palabra de Dios y la cumplen> (11, 28).

 
 


Jesús muestra la verdadera grandeza de María, abriendo así también para todos nosotros  esa bienaventuranza que nace de la Palabra acogida y puesta en práctica.

Por eso, recuerda a todos los cristianos que nuestra relación personal y comunitaria con Dios depende del aumento de nuestra familiaridad con la Palabra divina. A todos los hombres, también a los que se han alejado de la Iglesia, que han abandonado la fe o que nunca han escuchado el anuncio de la salvación. A cada uno de ellos, el Señor les dice: <Estoy a la puerta llamando: si alguno oye y abre, entraré y comeremos juntos> (Ap 3,20)
Así pues, que cada jornada nuestra esté marcada por el encuentro renovado con Cristo, Verbo de la Palabra hecha carne. Él está en el principio y en el fin y <todo se mantiene en Él> (Col 1, 17)”


Dos citas importantes del Nuevo Testamento utiliza el Papa al final de estas enseñanzas dedicadas a  la <Mater Verbi et Mater laetitiae>. Concretamente la última es la que se refiere a la <Carta a los Colosenses> de San Pablo, esto es, la misiva que el apóstol dirigió a los habitantes de Colosas, ciudad situada al sur de la antigua Frigia y muy próxima a Éfeso, con motivo de la predicación llevada a cabo por unos falsos doctores, cuyo contenido era gravemente peligroso ya que iba dirigido contra Cristo y su Mensaje.
 
 




El Apóstol San Pablo en la <Carta a los Colosenses>, exalta con razón la figura de Cristo como imagen del Dios Creador (Col 1, 15-17):

-Cristo es imagen de Dios invisible, primogénito de toda la creación,

-porque por Él mismo fueron creadas todas las cosas, las del cielo y las de la tierra, lo invisible y lo visible, tanto los tronos como las dominaciones, los principados como las potestades, absolutamente todo fue creado por Él y para Él,

-y Él mismo existe antes que todas las cosas y todas subsisten en Él

 
 



El misterio de todo el Universo y de todo lo que existe en él, se encuentra en el Verbo de Dios, en Cristo, el Hijo de Dios hecho carne, y precisamente por ello, el Papa Benedicto XVI nos recomendaba en su libro <Los caminos de la vida interior>, que cada día que hemos recibido por Él, esté señalado por el encuentro renovado en Él.
Éste es, el ejemplo que recibimos de la Virgen María con su respuesta al ángel Gabriel, cuando le anunció su próxima maternidad bajo la acción del Espíritu Santo: <Hágase en mí según su Palabra>. Y es que María según este Pontífice (Ibid):
“No sólo tiene una relación singular con Cristo, el Hijo de Dios, que como hombre quiso convertirse en hijo suyo…al estar totalmente unida a Cristo, nos pertenece también totalmente a nosotros.

Sí, podemos decir que María está cerca de nosotros como ningún otro ser humano, porque Cristo es hombre para los hombres y todo su ser es un <ser para nosotros>.
Cristo, dicen los Padre, como Cabeza es inseparable de su Cuerpo que es la Iglesia, formando con ella, por decirlo así, un único sujeto vivo.

La Madre de la Cabeza es también la Madre de toda la Iglesia; ella está por completo despojada de sí misma; se entregó totalmente a Cristo, y con Él se nos da como don a todos nosotros. En efecto, cuanto más se entrega la persona humana, tanto más se encuentra a sí misma.

El Concilio Vaticano II quería decirnos esto: María está tan unida al gran misterio de la Iglesia, que Ella y la Iglesia, son inseparables, como lo son Ella y Cristo.

María refleja la Iglesia, la anticipa en su persona y, en medio de todas las turbulencias que afligen a la Iglesia sufriente y doliente, Ella sigue siendo siempre la estrella de la salvación. Ella es su verdadero centro, del que nos fiamos”



Es una gran alegría y una extrema satisfacción saber con certeza que esto es así, María  es la estrella que nos conduce hacia Jesucristo y por tanto a la salvación; Ella es el punto de referencia del que nos fiamos, es  verdadero centro de la Iglesia. Ella, la Madre de Dios y Madre nuestra, estuvo junto a su Hijo en la Cruz, sufriendo a su lado por toda la humanidad.

El apóstol san Juan narró  los sucesos acaecidos, en aquellos terribles momentos, en los que la Virgen tuvo un papel primordial para la humanidad, por encargo de su Hijo (Jn 19, 25-27):
-Estaban junto a la Cruz de Jesús, su Madre, y la hermana de su Madre, María Cleofás, y María Magdalena

-Jesús, pues, viendo a la Madre y junto a ella al discípulo amado, dice a su Madre: <Mujer, he ahí a tu hijo>

-Luego dice al discípulo: <He ahí a tu Madre>

Y desde aquella hora la tomó el discípulo en su compañía

 


Jesús encomienda a su Madre destrozada, por el sufrimiento de verlo a Él muriendo en la cruz en aquella situación tan injusta y sangrienta, a aquel discípulo, Juan, autor de este Evangelio.
Pero esta recomendación tiene un sentido mucho más amplio y profundo que el de un simple encargo familiar; en estas Palabras del Redentor moribundo se descubre la maternidad espiritual de la Virgen, con respecto a todos los hombres, a todos aquellos que son seguidores de su Hijo o llamados a serlo.

Sin duda, como asegura el Papa Benedicto XVI (Ibid):

“Como Madre que se compadece, María es la figura anticipada y el retrato permanente de su Hijo. Vemos también que la imagen de la Dolorosa, de la Madre que comparte el sufrimiento y el amor, es una verdadera imagen de la Inmaculada. Su corazón, mediante el ser y el sentir con Dios, se ensanchó. En ella la bondad de Dios se acercó y se acerca mucho a nosotros. Así, María está ante nosotros como signo de Consuelo, de Aliento, y de Esperanza”

No podría ser de otro modo: María está siempre muy cerca del hombre, invitándole a conocer a su Hijo, tanto en su Palabra como en sus Hechos. Ella además es nuestra <maestra de oración>.

Ahí tenemos como muestra la bellísima oración del <Magnificat>, o cantico de alabanza  entonado por la Virgen durante su visita a su prima Isabel, precisamente cuando ésta la llamó <bienaventurada> a causa de la fe. Se trata de una oración que como reconoce el Papa Benedicto XVI, es de acción de gracias, de alegría en Dios y de bendición por sus grandes hazañas.



Así aparece esta hermosa oración en el Evangelio de san Lucas, el único, que por cierto la recoge, y ello es comprensible ya que este evangelista investigó antes de escribir su Evangelio, la vida de la Virgen, y  según se cuenta, ella misma, seguramente le relató algunos episodios de la misma, como es el caso al que ahora nos estamos refiriendo (Lc 1, 39-45):

  • Por aquellos días, levantándose María, se dirigió presurosa a la montaña, a una ciudad de Judá,
  • y entró entro en casa de Zacarías y saludo a Isabel.
  • Y aconteció que, al oír Isabel la salutación de María, dio saltos de gozo el niño en su seno, y fue llena Isabel del Espíritu Santo,
  • Y levantó la voz con gran clamor y dijo: <Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre>
  • ¿y de donde esto que venga la Madre de mi Señor a mí?
  • Porque he aquí que, como sonó la voz de tu salutación  en mis oídos, dio saltos de alborozo el niño en mi seno.
  • Y dichosa la que creyó que tendrán cumplimiento las cosas que han sido dichas de parte del Señor.
  • Y dijo María: <Engrandece mi alma al Señor,
  • Y se regocijo mi espíritu en Dios, mi Salvador;
  • Porque puso sus ojos en la bajeza de su esclava. Pues he aquí que desde ahora me llamaran dichosa todas las generaciones;
  • Porque hizo en mí favor grandes cosas el Poderoso, y cuyo nombre es <Santo>;
  • Y su misericordia por generaciones y generaciones para aquellos que le temen
  • Hizo ostentación de poder con su brazo: desbarató a los soberbios en los proyectos de su corazón;
  • derrocó de  su trono a los potentados y enardeció a los humildes;
  • llenó de bienes a los hambrientos y despidió vacíos a los ricos.
  • Tomó bajo su amparo a Israel, su siervo, para acordarse de su misericordia,
  • como lo había anunciado a nuestros padres, a favor de Abraham y su linaje para siempre.

No cabe duda,  María es una mujer que ora, es la <Virgen orante>, tal como nos recordaba el Papa San Juan Pablo II en su Exhortación Apostólica: <Marialis cultus>; dada en Roma el 2 de febrero de 1974:



“Así aparece Ella en la visita a la madre del Precursor (San Juan Bautista), donde abre su espíritu en expresiones de glorificación a Dios, de humildad, de fe, de esperanza: tal es el <Magnificat>, la oración por excelencia de María, el canto de los tiempos mesiánicos, en el que confluyen la exultación del antiguo y del nuevo Israel, porque (como parece sugerir S. Ireneo) en el cantico de María fluyó el regocijo de Abraham que presentía al Mesías (Jn 8,56) y resonó, anticipada proféticamente, la voz de la Iglesia:

 <<Saltando de gozo, María proclama proféticamente el nombre de la Iglesia: <Mi alma engrandece al Señor….> En efecto, el cantico de la Virgen, al difundirse, se ha convertido en oración de toda la Iglesia en todos los tiempos>>.

<Virgen orante> aparece María en Caná, donde, manifestando al Hijo, con delicada súplica, una necesidad temporal, obtiene además un efecto de la  gracia: que Jesús, realizando el primero de sus signos, confirme a sus discípulos en la fe en Él (Jn 2,1-12).

También el último trazo biográfico de María nos la describe en oración:

<<Los Apóstoles <perseveraban unánime en oración, juntamente con las mujeres y con María, Madre de Jesús, y sus hermanos>: presencia orante de María  en la Iglesia naciente y en la Iglesia de todos los tiempos, porque Ella asunta al cielo, no ha abandonado su misión de intercesión y salvación>>.

<Virgen orante> es también la Iglesia, que cada día presenta al Padre las necesidades de sus hijos, <alaba incesantemente al Señor e intercede por la salvación del mundo>”




Finalmente recordaremos las palabras del Papa Francisco durante la misa celebrada el sábado 13 de mayo de 2017 en la que se canonizaba a los beatos Francisco Martos y Jacinta Martos, dirigidas a los peregrinos presentes, pero también a los ausentes, a todos los creyentes  (con ocasión del centenario de las apariciones de la Virgen María en la Cova da Iria):

“Queridos peregrinos, tenemos una Madre, ¡tenemos un Madre!  Aferrándonos a ella como hijos, vivamos en la esperanza que se apoya en Jesús, porque <los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo, Jesucristo> (Rm 5,17).

Cuando Jesús subió al cielo, llevó junto al Padre celeste a la humanidad, que había asumido en el seno de la Virgen María, y que nunca dejará. Como un ancla, fijemos nuestra esperanza en esa humanidad colocada en el cielo a la derecha del Padre (Ef 2,6). Que esta esperanza sea impulso de nuestra vida. Una esperanza que nos sostenga siempre, hasta el último suspiro”