“La Iglesia vive en las personas, y quien
quiere conocer a la Iglesia, comprender su misterio, debe considerar a las
personas que han vivido y viven su mensaje, su misterio” (Papa Benedicto XVI. Audiencia
general de los miércoles; 22 de abril 2009)
San Ambrosio Auperto, recuerda el Santo Padre, vivió en el siglo VIII y fue una de estas personas, el observó la gran diferencia existente entre los hombres ricos y poderosos y el pueblo llano, y se atrevió a denunciarlo, evocando las palabras de Dios manifestadas a través de su Apóstol San Pablo:
“Desde el suelo de la tierra diversas espinas agudas brotan de varias raíces; en el corazón del hombre, en cambio, los piquetes de todos los vicios proceden de una única raíz, la codicia…”
Ciertamente el Apóstol San Pablo habla en su Carta a los hebreos de la eficacia de la palabra de Dios:
Por otra parte, como recordaba el Papa Benedicto XVI en una homilía, durante su visita pastoral a la diócesis de la localidad italiana de Velletri (domingo 23 de septiembre de 2007):
“El amor es la esencia del
cristianismo; hace que el creyente y la comunidad cristiana sean fermentos de
esperanza y paz en todas partes, prestando atención en especial a las
necesidades de los pobres y los desamparados. Esta es nuestra misión común: Ser
fermento de esperanza y paz porque creemos en el amor. El amor hace vivir a la
Iglesia, y puesto que es eterno, la hace vivir siempre, hasta el final de los
tiempos”
En efecto, Dios que es amor envió
a su Hijo unigénito para salvarnos,
instituyó su Iglesia, y como San Pablo declara especialmente en dos de sus
cartas, concretamente las dirigidas a los Colosenses y a los Efesios, solo Él,
Jesucristo, ostenta el título de Kefalé, esto es <Cabeza de la Iglesia>
(Ef. 4,15-16):
“Esto significa dos cosas: Ante
todo, que Él es el gobernante, el dirigente, el responsable que guía a la
comunidad cristiana como líder y su Señor. Él es también la cabeza del cuerpo
de la Iglesia; y el otro significado, es que Él es la Cabeza que forma y
vivifica todos los miembros del Cuerpo al que gobierna….es decir, no es sólo
uno que manda, sino uno que orgánicamente está conectado con nosotros, del que
también viene la fuerza para actuar de modo recto” (Benedicto XVI. En la
audiencia general del miércoles 14 de enero de 2009).
Y ¿por qué no debemos tener
miedo? Según el Papa Benedicto XVI (Ibid), sencillamente porque el hombre ha
sido redimido por Dios, y esto constituye su autentica liberación:
“El anuncio de que Cristo era el
único vencedor y de que quién estaba con Cristo no debía de temer a nadie,
aparecía como una autentica liberación para el mundo pagano, quién creía en un
mundo lleno de espíritus, en gran parte peligrosos y contra los cuales había
que defenderse. Lo mismo vale también para el paganismo de hoy, porque también los
actuales seguidores de esta ideología ven el mundo lleno de poderes peligrosos”
Los hombres de todos los tiempos
han sentido esta fuerza y esta realidad del misterio divino cuando han
escuchado su Palabra, la han dado a conocer a otros, evangelizándolos, y ellos
mismos han dado ejemplo defendiéndola, muchas veces, hasta la muerte por
martirio.
También en el siglo VIII, en la
llamada Alta Edad Media, muchos hombres y mujeres necesitaban de otros que les
evangelizaran con la Palabra y sobre todo con el ejemplo de vida como podemos
comprobar revisando aunque sea muy brevemente los acontecimientos de aquel
siglo tan lejano para nosotros, pero también tan parecido, en muchos aspectos,
al nuestro.
Los sucesos históricos que se
produjeron durante el siglo VIII, se habían fraguado en el siglo VII, durante
el cual de las desérticas tierras de la Península de Arabia, por obra de un
hombre llamado Mahoma, surgió un foco de pueblos conquistadores, que en un
periodo de tiempo relativamente corto se apoderó de grandes zonas de los
continentes asiático y africano respectivamente.
Por otra parte, para el Imperio bizantino, el
siglo VIII fue excepcionalmente importante, porque durante él se produjo la
recuperación de la autoridad imperial, muy deteriorada por los acontecimientos
acaecidos en siglos pasados. Este Imperio había alcanzado su máximo apogeo probablemente durante el reinado de Justiniano I (siglo VI), aunque no obstante, nunca estuvo exento de confrontaciones con otros pueblos, como los búlgaros, los eslavos, etc.
Durante los primeros años del siglo VIII, la expansión del islamismo fue algo más pausada de lo que cabria esperar tras unos triunfos bélicos tan impresionantes, probablemente esto influyó también sobre el panorama político y religioso en Occidente, lográndose estabilidad en las regiones de: Northumbria en Inglaterra, el reino visigodo en España, la Lombardía en Italia y el reino Franco (Austrasia, Neustria y Aquitania) en la Galia.
Cuando Justiniano II (hijo de
Constantino IV) llegó al poder (685), el Imperio bizantino se encontraba en paz
con los árabes gracias al triunfo logrado por su padre sobre los mismos (678).
Precisamente fue durante el reinado de Constantino IV cuando se reafirmaron las
doctrinas acordadas en el Concilio del Calcedonia (451); durante el mismo, las
doctrinas heréticas del monotelismo y el mono-energismo que habían sido tomadas
como posibles soluciones políticas en tiempos pasados, fueron condenadas y ello
permitió la reconciliación de este emperador con el Papa San Agatón (678-681) y
el cristianismo de Occidente.
Con la llegada al poder de
Justiniano II pareció, en principio, que la situación de la Iglesia católica
seguiría siendo excelente pues este emperador empezó su reinado manifestándose
como un gran creyente, así, fue el primero que mandó gravar la efigie de Cristo
en el reverso de las monedas. Sin embargo, pronto se pudo comprobar que era un
hombre cruel y tiránico para sus súbditos, a los cuales sometió a una durísima
política fiscal, para pagar las lujosas y costosas construcciones que ordenó
edificar, llevado sin duda, de su deseo de poder y su codicia.
Finalizado ya el siglo VII
Justiniano II convocó una serie de Concilios Ecuménicos, con objeto de
conseguir de Roma (por entonces el Papa era San Sergio I) ventajas, que iban en
contra del Mensaje de Cristo y de su Iglesia. Concretamente en el Concilio
denominado Quinisexto (692), los griegos aceptaron que los sacerdotes y los
diáconos se quedaran con las mujeres que habían desposado antes de su
ordenación. El Papa Sergio I (687-701) se negó a reconocer este Sínodo y
entonces el emperador encolerizado envió a un oficial (Zacarías) para trasladar
a la fuerza al Pontífice hasta Constantinopla. Sin embargo, este Papa era muy
querido de sus fieles, por lo que le
defendieron e impidieron que tal fechoría se llevara a cabo. Tras esta ignominia,
el emperador Justiniano fue destronado por sus propios vasallos, cansados ya de
sus injusticias, pero comportándose de forma cruel, le sometieron al duro
castigo de cortarle la nariz (695), aunque según parece en aquellos tiempos
este era un acto de compasión, según creían, porque evitaba el castigo mayor de
la pena de muerte.
El dominio bizantino en Italia
por entonces se limitaba al sur y a Sicilia; Roma seguía siendo libre, pero
tributaria del emperador de Bizancio y el Papa no podía intervenir en
cuestiones de estado.
Justiniano II derrocado y maltratado por sus súbditos fue
desterrado a Quersoneso (Crimea) en el año 695, asumiendo el poder Leoncio II (695-698), un general que había
destacado en la lucha de Armenia, a comienzos del reinado del emperador
Justiniano II, y al que éste no había
tratado demasiado bien, probablemente porque intuía el peligro que suponía para
su reinado, como más tarde se demostró. Tiberio II (698-705), fue un general de
las tropas imperiales en Cartago y se sublevo junto a ellas deponiendo al
emperador Leoncio que solo estuvo en el poder tres año. En ese momento el Papa
era Juan VI (701-705) que había sido elegido nuevo Papa a la muerte de Sergio I, y no
reconoció a Tiberio emperador, considerándolo usurpador de la corona, aunque
tampoco duro mucho el reinado del mismo.
Estos conflictos entre Oriente y
Occidente, fueron aprovechados por el pueblo lombardo, que invadió parte de Roma
y solo gracias a la intervención del Papa se pudo evitar el saqueo y su
destrucción, pero a cambio, el Pontífice tuvo que pagar caros rescates por los cautivos, perdiendo por tal
motivo, parte de los dominios Pontificios.
Tiberio III tomó este nombre al
iniciar su reinado, después de dar un golpe de estado contra Leoncio II al que
mandó mutilar la nariz, igual castigo que este último había infringido, en su momento, a Justiniano
II. Entre tanto Justiniano II escapaba de su exilio y obteniendo el apoyo del
pueblo búlgaro recuperó el trono después de diez años de destierro. Este
segundo reinado, que duró seis años (705-711), del <emperador de la nariz
cortada> se caracterizó por el establecimiento de un régimen más tiránico y
brutal que el del su primer reinado; probablemente debido a las humillaciones
que había sufrido durante su destierro, y a la mutilación sufrida que nunca
llegó a superar. Él dedicó el mayor tiempo posible a practicar la venganza
contra los que consideraba sus mortales enemigos, empezando por Leoncio y
Tiberio a los que mandó matar, ordenando así mismo que les cortaran las cabezas, las clavaran en
picas y las colocaran en las murallas de Constantinopla, como escarmiento para
el pueblo. A estas primeras víctimas de
su venganza, siguieron otras muchas, especialmente entre aquellos súbditos que
se reconocieron cristianos, los cuales fueron exterminados sin piedad.
Durante este segundo mandato de
Justiniano II, el Papa era Juan VII (705-707) un griego que trató de mantener
la paz con los lombardos, poseedores por entonces de la mayor parte de Io que
actualmente se denomina Italia. Gran amante del arte y la cultura, trató de
embellecer la ciudad de Roma, pero solo le dio tiempo de llevar a cabo varias
restauraciones en el palacio imperial del monte Palatino, así como construir un palacio episcopal cerca de la
iglesia Santa María la antigua, la cual fue mejorada con hermosos frescos.
Mandó construir así mismo, una capilla a Nuestra Señora en San Pedro. Cometió, sin
embargo, un grave error, al no revocar los acuerdos alcanzados por la curia de
Oriente en el Concilio Quinisexto, probablemente debido al terror que le
infundía la personalidad del emperador Justiniano II, el cual le envió las
Actas del mismo, que contenían muchos errores respecto de la recta doctrina de
la iglesia de Cristo, y que Papas anteriores se habían negado a ratificar. Este
Papa las devolvió al emperador sin firmar, pero sin condenar nada al respecto.
El Pontífice murió muy pronto, sin dar solución a este problema surgido entre
las Iglesias de Oriente y Occidente, en el palacio episcopal que había
construido cerca del Palatino y fue enterrado en el oratorio que había mandado
construir en San Pedro. Su sucesor en la silla de Pedro fue un sacerdote sirio,
llamado Juan, que tomó el nombre de Sissinio para su Pontificado, y que duró
solamente veinte días, debido a las graves enfermedades que padecía, pero según
se cuenta, era un hombre de buen carácter y muy preocupado por los desvalidos.
Por fortuna para la Iglesia, Constantino
I, natural de Siria, pudo permanecer algo más tiempo en el Papado (708-715). Su
mejor legado, probablemente, fue haber conseguido mantener mejores relaciones
con el tiránico emperador Justiniano II, como consecuencia de la visita
pastoral que realizara a la iglesia de Oriente, donde fue acogido con gran
júbilo por todos los creyentes. Por su gran capacidad diplomática, consiguió
convencer a Justiniano para que se modificaran algunos decretos del Concilio
Quinisexto, logrando de esta forma, un cierto acuerdo entre las iglesias de
Oriente y Occidente.
Al poco tiempo de regresar el
Papa a Roma, Justiniano II se tuvo que enfrentar a una rebelión dirigida por el
general Filipico Bardano, el cual hizo prisionero a Justiniano lo mandó matar y
se auto proclamó nuevo emperador de Bizancio (711).
Entre tanto, el islamismo seguía
sus progresivos avances en Asia central, Afganistán fue ocupado por ejércitos
musulmanes (699-700) y muy poco después (713-714) fueron también dominadas
ciudades tan importantes como Samarcanda y la Fergana.
Por otra parte, el reino visigodo
de Hispania empezó a ser atacado, y finalmente fue conquistado por los jefes
musulmanes del Califato Omeya (711), proceso que continuó hasta el año 726,
habiendo llegado estas conquistas a todo el territorio de la Península Ibérica
y una parte del Sur de la Galia.
El reinado de Filípico fue muy
breve (711-713), pero a pesar de ello, para la iglesia católica constituyó un
gran retroceso, respecto a lo ganado durante los últimos años del emperador
anterior, ensangrentándose las relaciones entre Roma y el Imperio bizantino, de
nuevo, debido al pésimo comportamiento del nuevo emperador, que llegó aceptar
la herejía del monotelismo, surgida en siglos anteriores, la cual sostenía que
Cristo poseía dos naturalezas pero una sola voluntad, y ya había sido condenada
en el tercer Concilio de Constantinopla (680-681) durante el Papado de San
Agatón.
El Papa Constantino I no quiso reconocer a
Filípico Bardano como nuevo emperador, y por esto, entre otros motivos, se tensaron
las relaciones, una vez más, entre la Iglesia y el Imperio, hasta la deposición
del emperador y la llegada de uno nuevo, que tomó el nombre de Anastasio II
(713-715,) el cual, por suerte para la Iglesia, derogó todos los edictos a
favor de la herejía del monotelismo, aprobadas por sus antecesores, acatando
nuevamente la fe ortodoxa del mensaje de
Cristo.
En aquellos momentos el imperio
Bizantino empezó a ser atacado seriamente por los árabes, tanto por mar, como por tierra,
por lo que el nuevo emperador se vio forzado a enviar un potente ejército, al
mando del cual, se encontraba el que sería, más tarde, nombrado emperador (
León III el Isaúrico), para defender Siria.
Desdichadamente, un oficial
llamado Teodosio, recaudador de impuestos, se reveló contra el emperador, y
aprovechando las revueltas de las tropas, descontentas con las medidas
disciplinarias, que para evitar los ataques enemigos, había impuesto Anastasio,
logró hacerse con el poder, aunque su reinado duró sólo dos años (715-717). Por
entonces el Papa era ya San Gregorio II, un Pontífice que había desempeñado un
papel importante durante el Concilio Quinisexto.
Del reinado de Teodosio III se
sabe poco, aunque sí parece cierto, que consiguió parar el avance de los árabes
mediante la firma de un tratado con los búlgaros, hacia el año 716. Un año
después el jefe de los ejércitos de Oriente
se reveló a su vez contra Teodosio. El nuevo emperador, tomó el nombre
de León III el Isaúrico y reinó un periodo más largo de tiempo (717-741),
siendo el causante de una nueva herejía que se denominó iconoclastia. Este
emperador decretó una serie de edictos contra el culto de las imágenes (reforma
iconoclasta), probablemente influenciado por las doctrinas islámicas, que prohibían
el culto a las imágenes.
Se destruyeron entonces, las
imágenes de la Virgen, y de los santos, y el emperador destituyó al Patriarca
de Constantinopla, San Germán, del cual asegura el Papa Benedicto XVI: “Aunque no pertenece a las figuras más representativas del mundo oriental de lengua griega, sin embargo, su nombre aparece con cierta solemnidad en la lista de los grandes defensores de las imágenes sagradas, redactada en el segundo Concilio de Nicea II (787)” (Audiencia General del miércoles veintinueve de abril de 2009).
Cuenta también el Papa Benedicto
XVI, en la misma Audiencia General que:
“Durante el Patriarcado de San
Germán (715-730), la capital del Imperio Bizantino, Constantinopla, sufrió un
peligrosísimo asedio por parte de los sarracenos. En aquella ocasión (717-718)
se organizó una solemne procesión en la ciudad, con la ostensión de la imagen
de la Madre de Dios, la Theotokos, y la reliquia de la Santa Cruz, para invocar
del cielo la defensa de la ciudad. De hecho, Constantinopla fue liberada del
asedio. Los adversarios decidieron desistir, para siempre, de la idea de
establecer su capital en la ciudad símbolo del Imperio Cristiano, y el
agradecimiento por la ayuda divina fue muy grande en el pueblo.
El Patriarca San Germán, tras
aquel acontecimiento, se convenció de que la intervención de Dios debía
considerarse una aprobación evidente de la piedad mostrada por el pueblo hacia
las santas imágenes. En cambio, fue de parecer completamente distinto el
emperador León III…Después de la liberación de Constantinopla y de una serie de
victorias, el emperador comenzó a manifestar cada vez más abiertamente la
convicción de que la consolidación del Imperio debía comenzar precisamente por
una reforma de las manifestaciones de la fe, con particular referencia al
riesgo de idolatría al que, a su parecer, el pueblo estaba expuesto a causa del
culto excesivo a las imágenes”
A consecuencia de estas ideas,
fuera de toda lógica, teniendo en cuenta la tradición de la iglesia, y la
eficacia efectiva de algunas imágenes, reconocidas unánimemente como
milagrosas, por todo el pueblo, este emperador se mantuvo impertérrito en su
decisión restauradora y con ello causó un gran daño al cristianismo, que solo
se pudo subsanar al cabo de muchos años mediante el anteriormente nombrado
Concilio de Nicea II (787).
Como advierte el Papa Benedicto
XVI (Ibid):
“A decir verdad, en el Decálogo,
Dios había prohibido hacer imágenes de él, pero esto fue por las tentaciones de
idolatría a las que el creyente podía estar expuesto en un contexto de
paganismo. Sin embargo, desde que Dios se hizo visible en Cristo mediante la Encarnación,
es legítimo reproducir el rostro de Cristo.
Las imágenes santas nos enseñan a ver a Dios en la figuración del rostro
de Cristo. Por consiguiente, después de la Encarnación del Hijo de Dios resulta
posible ver a Dios en las imágenes de Cristo y también en el rostro de los santos,
en el rostro de todos los hombres en los que resplandece la Santidad de Dios”.
A la pregunta que se hace el
propio Papa Benedicto XVI, al referirse
a este Patriarca de Constantinopla del siglo VIII: ¿Qué nos dice hoy este santo,
bastante distante de nosotros cronológicamente y también culturalmente? El Santo
Padre razona en los términos siguientes (Ibid):
“Creo que fundamentalmente tres
cosas. La primera que Dios en cierto modo es visible en el mundo, en la Iglesia,
y que debemos de aprender a percibirlo. Dios ha creado al hombre a su imagen,
pero esta imagen ha sido cubierta de la gran suciedad del pecado, a
consecuencia de la cual casi ya no se veía a Dios en ella. Así, el Hijo de Dios
se hizo verdadero hombre, a imagen perfecta de Dios; Así, en Cristo, podemos
contemplar también el rostro de Dios y aprender a ser verdaderos hombres,
verdaderas imágenes de Dios…
La segunda, es la belleza y la
dignidad de la liturgia. Celebrar la liturgia, conscientes de la presencia de
Dios, con la dignidad y la belleza que permite ver, en cierto modo, su
esplendor es tarea de todo cristiano formado en la fe. La tercera es amar a la
Iglesia. Precisamente a propósito de la Iglesia, los hombres tendemos sobre
todo a ver sus pecados, lo negativo; pero con ayuda de la fe que nos hace
capaces de ver de forma auténtica, podemos también redescubrir en ella, hoy y
siempre, la belleza divina. Dios se hace presencia en la Iglesia; se nos ofrece
en la Sagrada Eucaristía y permanece presente en adoración. En la Iglesia Dios habla con nosotros, en la Iglesia Dios
pasea con nosotros, como dice San Germán. En la Iglesia recibimos el perdón de
Dios y aprendemos a perdonar”
Otro santo varón, de mediados del
siglo VIII (675-749), que luchó denodadamente contra la herejía promulgada por
el emperador León III el Isaúrico, fue el gran teólogo, escritor y doctor de la
Iglesia San Juan Damasceno.
Era natural de Siria, que por
entonces estaba bajo el poder del Islam. El Califa Heschan llegó a estimar
mucho a Juan por ser hijo de Sergio Mansur, cristiano, de familia noble y antigua que había
desempeñado altos cargos en la administración del Califa, el cual se mostró muy
tolerante con las gentes que profesaban la religión de Cristo.
Fue por tanto, San Damasceno, un
testigo ocular del paso de la cultura griega y siriaca, mantenida en la parte Oriental
del imperio Bizantino, a la cultura del Islam, que se abrió camino, como
consecuencia de las conquistas militares, en el territorio conocido
habitualmente como Oriente Medio, tal como asegura el Papa Benedicto XVI, el
cual, en su Audiencia General del miércoles seis de mayo de 2009, ha dejado una
semblanza de este hombre santo que por su claridad y buena voluntad, merece ser
tenida en cuenta. Así, entre las muchas cuestiones que aporta podemos destacar
que:
“San Juan Damasceno fue uno de
los primeros en distinguir entre el culto público y privado de los cristianos,
entre la adoración y la veneración. La primera solo puede dirigirse a Dios, y
es sumamente espiritual; la segunda, en
cambio, puede utilizar una imagen para dirigirse a aquel que es representado en
la misma. Obviamente, el santo no puede en ningún caso ser identificado con la
materia de la que está compuesta la imagen. Esta distinción se reveló enseguida
muy importante para responder de modo cristiano a aquellos que pretendían como
universal y perenne la observancia de la severa prohibición del Antiguo
Testamento de utilizar las imágenes en el culto. Esta era también la gran
discusión en el mundo islámico, que aceptó esta tradición judía de la exclusión
total de imágenes en el culto. En cambio los cristianos, en este contexto han
discutido sobre el problema y han encontrado la justificación para la
veneración de las imágenes”
El Califato de Damasco había
decretado en el año 723, la destrucción
de todos los iconos en las Iglesias cristianas situadas dentro de sus dominios.
El emperador León III, siguiendo su ejemplo hizo lo propio, como ya hemos
comentado anteriormente, pero además asestó un duro golpe a la Iglesia
arremetiendo contra el monacato de Oriente, apoderándose de sus pertenencias y
persiguiendo duramente a los monjes y también a las religiosas de la época.
Muchos de ellos se vieron obligados a exiliarse en Grecia, donde los defensores
de los iconos eran más respetados, otros
en cambio sufrieron castigos muy crueles.
Hay que recordar al respecto que,
los cristianos no veneramos la materia, sino al creador de la misma, tal como
defendía San Juan Damasceno que es recordado en la Iglesia tanto de Oriente
como de Occidente, por sus discursos en contra de la herejía de los iconoclastas.
Porque como el mismo asegura:
“En otros tiempos Dios no había
sido representado nunca en una imagen, al ser incorpóreo y no tener rostro.
Pero dado que ahora Dios ha sido visto en la carne y ha vivido entre los
hombres, ya representa lo que es visible en Dios” (Contra imaginum
calumniatores 5.16, ed. Kotter pp 09-90).
León III el Isaúrico se
desprestigió frente al Papa Gregorio II, cayó en desgracia incluso entre sus
correligionarios, y tras haber gobernado durante veinticuatro años de
forma tiránica, a su muerte, le sucedió su hijo Constantino V un hombre que
resultó ser buen defensor del Imperio contra el empuje del islamismo pero que
durante los treinta y cuatro años de su gobierno se mostró violento y
autocrático. Iconoclasta convencido cómo su progenitor durante su reinado la
herejía llegó a su fénix y en el año 753 convocó el llamado Concilio de Hiereia, al que el Papa, Esteban II (752-757), se negó
enviar representantes, e hizo caso omiso de los decretos iconoclastas del mismo.
Las decisiones de este Concilio fueron totalmente adversos a los iconódulos:
(1) Los iconos fueron considerados contrarios a las Sagradas Escrituras (2) Se simplificó
mucho el culto, algo similar a lo que sucedió posteriormente, ocho siglo más
tarde, con el protestantismo de Occidente.
Los monjes se defendieron cómo pudieron, pero
el implacable emperador tomó medidas aún más severas que su padre contra ellos:
cerró monasterios y confiscó sus propiedades, obligó a los monjes y a las
monjas a vestir ropas corrientes, encarceló a muchos, exilió a otros, y obligó
a algunos a casarse. También provocó el escarnio y la difamación de muchas
personas contrarias a la iconoclastia, ejecutando a aquellos que le resultaron
más molestos; provocó en definitiva una clara persecución religiosa de la
Iglesia de Cristo.
Este emperador perverso causó
mucho daño al cristianismo y aunque sus éxitos militares fueran importantes
para el imperio de Bizancio, su vida no fue irreprochable, ganándose a
conciencia el sobrenombre de Coprónimo (excremento) por parte de los cronistas
de todos los tiempos.
Le sucedió en el trono su hijo
León IV el Jázaro porque fue hijo de una princesa de la tribu bárbara jázara
(775). Se casó con una hermosa ateniense llamada Irene, que cómo casi todos los
griegos de aquella época era contraria a la iconoclastia. Este nuevo emperador
trató de emular a su padre en todo, continuando con la vigorosa política contra
los árabes y los búlgaros, pero fue también iconoclasta, aunque no tan
extremista cómo su antecesor, seguramente por la influencia de su esposa Irene.
Durante largo tiempo la herejía
de los iconoclastas hizo mucho daño a la Iglesia de Cristo, y solo a finales
del siglo VIII la emperatriz regente de Bizancio, Irene (780-790) que siempre
había sido partidaria de la iconoludia, aunque no había podido manifestarlo en
vida de su esposo <León IV (750-780)>, fue capaz de terminar con esta
controversia en la Iglesia. A tal objeto, convocó un primer Concilio en el año
786 en la Iglesia de los Santos Apóstoles de Constantinopla, con la asistencia
del Papa Adriano I (772-795), pero por circunstancias adversas, concretamente,
el amotinamiento del ejército en contra de la celebración de dicho Concilio,
tuvo que ser trasladado a Nicea, donde por fin, se declaró herética la doctrina
iconoclasta en el año 787. El éxito de este Concilio Ecuménico conocido como
Nicea II, dio lugar a la reconciliación entre las Iglesias de Oriente y
Occidente, gracias al magnífico comportamiento del Papa Adriano I, que
participó y alentó en todo momento su celebración y las conclusiones dogmaticas
del mismo.
Por su parte, el Patriarca de
Constantinopla Tarasio (784-806) también estuvo presente en el Concilio de
Nicea II, apoyándolo y aceptando los dogmas proclamados en contra de la herejía
de la iconoclastia. A la muerte de Tarasio, fue elegido Niceforo como nuevo
Patriarca de Constantinopla (806-815) el cual también había asistido al
Congreso de Nicea II como comisionado imperial, pues era por entonces
secretario de la emperatriz regente Irene, aunque más tarde prefirió seguir la
vida claustral.
Fue una gran obra para la Iglesia
la celebración de este Concilio, debido en gran parte a la emperatriz Irene, y
por ello siempre le estará agradecida, sin embargo las crónicas muestran que ella
fue una mujer valiente pero de un comportamiento ambiguo ante los avatares de
la vida, al mostrar una gran falta de
caridad para con algunos de sus súbditos y sobre todo para con su propio hijo,
el heredero legal del trono, obsesionada como estaba, con la búsqueda y posesión
del poder absoluto sobre el Imperio bizantino. Lo consiguió hacia el año 797,
después de haber participado activamente en el derrocamiento de su hijo, y
heredero, Constantino VI (771-797), según los historiadores, e incluso haber intervenido
en la orden para cegarlo, con objeto de apartarlo definitivamente de su derecho
a la corona.
Fuera de una forma u otra, lo
cierto es que este reinado, podría ser un claro ejemplo de la célebre frase:
<el poder corrompe>. Como <emperador absoluto de Oriente> (quiso
obviar su feminidad>, permaneció unos cinco años, pero le <pasaron
factura>, pues tras un repentino <golpe de estado>, fue arrestada, y
desterrada a la isla de Lesbos, donde murió al año de su prisión, coronándose
emperador un funcionario de su corte, que tomó el nombre para su reinado de Nicéforo I (802-811).
Fueron demasiados años de
enfrentamientos y sufrimientos tantos físicos como morales, los que ocasionaron
el empecinamiento de hombres poderosos, como el emperador León III el Isaúrico,
y más tarde su hijo el emperador Constantino V Capronimo (741-775), que por
razones posiblemente políticas, como hemos comentado anteriormente, se
convirtió en un iconoclasta aún más peligroso que su progenitor. Este hombre de
carácter violento, y conciencia obtusa
quiso acabar con la vida monástica, atacando a los monjes, a los que exilió, no
sin antes someterlos a dolorosas pruebas y al martirio. Algunos monjes pudieron
escapar de esta cruel persecución y exterminio, marchando a refugiarse a Italia
y Sicilia pero otros como el abad San Esteban el joven, fueron linchados
brutalmente por las turbas con el beneplácito de las autoridades. Otros, como
el célebre escritor, y teólogo bizantino San Teodoro Studita fue condenado en
varias ocasiones al destierro por defender a los iconodulos. Él demostró de
forma palpable con sus escritos la inconsistencia de la herejía iconoclasta y
llegó a ser el Abad del Monasterio de Studion.
Santo Tomás definió la herejía
<como una especie de infidelidad de aquellos que, habiendo procesado la fe
de Cristo, corrompen sus dogmas>. Ha habido hombres santos que han dado su
vida por luchar contra estos comportamientos anti cristianos, y es que los
mártires no tuvieron nunca miedo porque estaban unidos a Cristo, y porque como
Él, se encontraba al lado del vencedor.