El tiempo litúrgico que la
Iglesia denomina <Adviento> se puede decir que es una preparación a la
venida de Nuestro Señor Jesucristo. En efecto, como podemos leer en el Epílogo del Apocalipsis de San Juan, en palabras de
Cristo (Ap 22, 11-16): “El que agravia, agravie todavía,
y el sucio ensúciese todavía, y el justo obre justicia todavía, y el santo
santifíquese todavía
/ He aquí que vengo presto, y conmigo está mi recompensa, para pagar a cada uno, según fuera sus obras / Yo soy el Alfa y la Omega, el primero y el último, el principio y el fin / Dichosos los que lavan sus vestiduras para que les pertenezca el derecho sobre el árbol de la vida y puedan entrar por las puertas de la ciudad / ¡Afuera los perros, y los hechiceros, y los fornicadores, y los homicidas, y los idólatras y todo el que ama y obra mentira! / Yo, Jesús, envié mi ángel para testificaros estas cosas en las Iglesias. Yo soy la raíz y el linaje de David, la refulgente estrella matutina”
La respuesta de la Iglesia podemos leerla
también en el Epílogo del Apocalipsis de San Juan (Ap 22, 17): “Y el Espíritu y la desposada
dicen: <Ven> Y el que oye, diga: <Ven>; Y el tenga sed, venga; y el
que quiera, tome de balde agua de vida”
En efecto, se trata de un tiempo de <esperanza>, en el que el hombre creyente renueva el ardiente deseo de <Su venida>. Como aseguraba el Papa Benedicto XVI (Homilía del domingo 1 de diciembre de 2007):
“Cada año, esta actitud fundamental del espíritu, se renueva en el corazón de los cristianos que, mientras se preparan para celebrar la gran fiesta de Cristo Salvador, reavivan la esperanza de su vuelta gloriosa al final de los tiempos.
La primera parte del Adviento
insiste precisamente en la Parusía, la última venida del Señor. Las antífonas
de estas primeras Vísperas, con diversos matices, están orientadas hacia esa
perspectiva…
Toda su liturgia invita a la
esperanza, indicando en el horizonte de la historia, la luz del Salvador que
viene…Esta luz, que proviene del futuro de Dios, ya se ha manifestado en la
plenitud de los tiempos.
Por eso nuestra esperanza no
carece de fundamento, sino que se apoya en un acontecimiento que se sitúa en la
historia y, al mismo tiempo, supera la historia: el acontecimiento constituido
por Jesús de Nazaret.
El evangelista san Juan aplica a
Jesús el título de <luz>: es un título que pertenece a Dios. En efecto,
en el Credo profesamos que Jesucristo es <Dios de Dios>, <Luz de
Luz>”
Se trata de un razonamiento muy hermoso que hace tan solo unos años, el por entonces Papa Benedicto XVI, ofrecía a su grey. Ha pasado un periodo de tiempo relativamente corto y parece que el hombre se va olvidado, cada vez más, de esa esperanza de la que tan atinadamente el Pontífice nos hablaba, al igual que lo hicieron sus predecesores en la silla de Pedro y en general, todos los Padres de la Iglesia.
En estos días de preparación, en estos días de Adviento, deberíamos preguntarnos con cierta frecuencia ¿dedicamos algún tiempo a la meditación? Y si es así ¿sobre qué deberíamos meditar concretamente?
Aseguraba el Papa San Pablo VI
allá por el año 1971 que:
“Meditamos sobre el nacimiento de
Cristo Jesús en el mundo, ocurrido hace años en Belén de Judá, conocida como la
ciudad de David, en circunstancias que todos conocemos. Tenemos ante los ojos
de nuestra imaginación el cuadro del acontecimiento. Se refleja, se renueva, cómo
figura en un espejo, en cada una de nuestras almas y, de forma mística y
sacramental, se renovará dentro de poco, con misterioso realismo, sobre el
Altar…”
¿Pero realmente es esto así? Pasados,
ya algo más de cuarenta años de sus palabras. Así debería de ser, así tenemos
la esperanza aún de que sea, porque, recordemos que la noche de Navidad, es la
noche del Misterio de la manifestación de la gloria de Dios; representa un
testimonio especial de la divina complacencia en el hombre, y por ello, como
diría san Pablo a su discípulo Tito, aquel que acompañó al apóstol en su viaje
a Jerusalén, con ocasión del primer Concilio, y durante su estancia en Éfeso, (Tito 2, 11-13):
"Se ha manifestado la gracia de Dios, fuente de salvación para todos los hombres / enseñándonos a renunciar a la maldad y a los deseos mundanos y a llevar una vida sobria, justa y religiosa / mientras aguardamos el feliz cumplimiento de lo que se nos ha prometido y la manifestación gloriosa del gran Dios y Salvador nuestro Jesucristo"
Ciertamente, como nos recuerda el
Papa San Juan Pablo II: “¿Acaso Dios no se complació en
el hombre cuando después de crearlo vio <que todo estaba muy bien>? (Gen
1, 31) En Belén estamos ante la culminación de esa complacencia ¿Es posible
expresar de otra forma lo que ocurrió entonces?
¿Es posible comprender de otra forma el Misterio por el que la Palabra se hizo carne, el Hijo de Dios asumió la naturaleza humana y nació como Niño del seno de la Virgen? ¿Es posible releer de otra forma esa señal?
Por eso en la media noche el día
de Navidad diversos pueblos entonan un gran cántico. Un cántico que se difunde
todos los años desde el establo de Belén. Resuena en los labios de los hombres
de muchas tierras y muchas razas.
Resuena el gran cántico de la alegría y asume infinitas formas. Cantan en Italia, cantan en
Polonia, cantan en todos los idiomas y en los diversos dialectos, en todos los
países y continentes.
¡Dios ha manifestado su complacencia en el hombre! Los hombre, entonces, se despiertan; se despierta el hombre, <pastor de su destino> (Heidegger) ¡Cuántas veces el hombre se ve aplastado por este destino! Cuántas veces es su prisionero; cuántas veces muere de hambre, cuántas veces está al borde de la desesperación, cuántas veces se ve amenazado en la conciencia del significado de su propia humanidad. Cuántas veces, pese a todas las apariencias, el hombre está muy lejos de complacerse a sí mismo.
Pero hoy se despierta y escucha
el anuncio: ¡Dios ha nacido en la historia de la humanidad! Dios se complace en
el hombre. Dios se ha vuelto hombre. ¡Dios se complace en ti!”
Así terminaba el Papa San Juan
Pablo II estas bellas palabras en la noche de navidad del año 1979, pero ya su
predecesor en la Silla de Pedro, el Papa San Pablo VI, unos años antes aseguraba así mismo que (Ibid): “Nuestra mente se siente atraída
por una reflexión, que es profética. ¿Quién es Aquel que ha nacido? El anuncio
que resuena en esta noche lo dice con precisión: <Os ha nacido hoy un Salvador,
que es Cristo Señor>…
El mundo adquiere en el acto una maravillosa peculiaridad: La de una meta alcanzada. Ante nosotros se presenta no sólo el hecho, siempre grande y conmovedor, de un nuevo hombre que entra en el mundo (Jn 16, 21) sino que se presenta también su historia, un designio, un designio que atraviesa los siglos, abarca sucesos dispares y distintos, afortunados y desgraciados, que describen la formación de un pueblo y, sobre todo, la formación dentro de él, de una conciencia característica y única, la de una elección, de una vocación, de una promesa, un destino, un hombre Único y Sumo, un Rey, un Salvador; es la <Conciencia mesiánica>.
Fijemos bien la atención en este
aspecto de la Navidad. Es un punto de llegada, que desvela y atestigua una
línea precedente, un pensamiento divino, un misterio operante a través de la
sucesión de los tiempos, una esperanza indefinida y grandiosa, guardada por una
fracción del género humano pequeña, si, pero capaz de dar un sentido al camino,
al camino desconocido de todas las gentes (Is 55, 5).
El nacimiento de Cristo señala, en el cuadrante de los siglos, el momento crucial del cumplimiento del plan divino, mantenido en alto por encima del torrente tumultuoso de la historia humana; el nacimiento de Cristo señala <la plenitud de los tiempos> de la que habla san Pablo (Gal 4, 4; Ef 1, 10), en la que se observa una convergencia de los destinos; se cumple la lejana profecía de Isaías:
“<He aquí, que nos ha nacido
un niño, nos ha sido dado un hijo, sobre cuyo hombro está el principado y cuyo
nombre se llamará: Consejero maravilloso, Dios fuerte, Padre del siglo futuro,
Príncipe de la Paz.
Su imperio crecerá y la paz no
tendrá fin. Se sentará sobre el trono de David y sobre su reino a fin de sostenerlo y apoyarlo por el derecho y la
justicia, desde ahora hasta la eternidad>” (Is 9, 6-7)
Si, sobre este Niño, que es hijo
de Dios e hijo de María, nacido bajo el régimen de la ley mosaica (Gal 4, 4), recae toda la tradición
trascendente, de la que Israel era portador; y en Él se transforma y se
difunde por el mundo. Este pequeño Jesús de Belén es el
punto focal de la historia de la humanidad; en él se concentran todas las
sendas de la humanidad, desembocando en el camino recto de la elección de los
hijos de Abraham, el cual vio de lejos, en la noche de los siglos, este futuro
punto luminoso. Tal como les decía Jesús a los descendientes de Abrahán (Jn 8, 54-56):
“Si yo me glorifico a mí mismo, mi gloria es nada; mi Padre es quien me glorifica, el que vosotros decís ser vuestro Dios / y no le habéis conocido, mas yo le conozco. Y si dijere que no le conozco, seré mentiroso como vosotros; pero lo conozco y guardo su palabra / Abrahán, vuestro padre, se regocijó con la esperanza de ver mi día: lo vio y se alegró…/
En verdad, en verdad os digo:
Antes que Abrahán viniese, <yo soy>”