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domingo, 1 de octubre de 2017

VIRGEN MARÍA: MADRE DE DIOS (II)


 
 
 
 
 


El <Magníficat> de la Virgen María, fue puesto sin duda, por el Espíritu Santo en su corazón, cuando llevaba ya en su seno virginal al Niño Jesús, tras la Encarnación del Verbo divino en Ella, durante la visita a su prima Isabel que vivía en la montaña, en una ciudad de Judá, situada a pocos kilómetros, al oeste de Jerusalén (Lc 1, 39-45):

-Por aquellos días, María se levantó y se marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá;

-y entró en casa de Zacarías y saludó a Isabel.

-Y cuando oyó Isabel el saludo de María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo;

-y exclamando en voz alta, dijo: <Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.

-¿De dónde a mí tanto bien, que venga la madre de mi Señor a visitarme?

-Pues en cuanto llegó tu saludo a mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno;

-y bienaventurada tú, que has creído, porque se cumplirán las cosas que se han dicho de parte del Señor.


Así es, como diría el Papa San Juan Pablo II en su Carta Apostólica, <Operosam Diem> (Vaticano, 1 de diciembre de 1996), al recordar las enseñanzas de San Ambrosio:

“María, está completamente implicada en la historia de la salvación, como Madre y Virgen. Si Cristo es el perfume eterno del Padre, <con él fue rociada María y, permaneciendo virgen, concibió; siendo virgen, engendró el buen olor: el Hijo de Dios>”


Es por eso que en la oración de la Virgen, el Magníficat, que Ella pronunciara en repuesta al saludo de su prima Isabel, se aprecia claramente el éxtasis que su corazón experimenta en aquello momentos transcendentales de su vida, al exclamar (Lc 1, 46-50):

-Proclama mí alma las grandezas del Señor,

-y se alegra mi espíritu en Dios mi Salvador:

-porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las generaciones.

-Porque ha hecho en mí cosas grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo;

-su misericordia se derrama de generación en generación sobre los que le temen…

Esta oración es el canto evangélico que se reza en las <vísperas> (Liturgia de las Horas), y en la actualidad, y desde casi el principio  ha constituido uno de los pasajes más importantes de la vida del Señor relacionado con su Santísima Madre. Por eso, como diría en su día, el Papa San Juan Pablo II (Carta Encíclica, <Redemptoris Mater>, dada en Roma el 25 de marzo de 1987):   

 “La Iglesia, que aún <en medio de tentaciones y tribulaciones> no cesa de repetir con María las palabras del Magníficat, <se ve confortada> con la fuerza de la verdad sobre Dios, proclamada entonces con tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con esta verdad sobre Dios, desea iluminar las difíciles y a veces intrincadas vías de la existencia terrena de los hombres.

El camino de la Iglesia, ya al final del segundo milenio del cristianismo, implica un renovado empeño de su misión. La Iglesia, siguiendo a aquel que dijo de sí mismo: <Dios me ha enviado para anunciar a los pobres la Buena Nueva> (Lc 4,18), a través de las generaciones, ha tratado y trata hoy de cumplir la misma misión.

Su amor preferencial por los pobres está inscrito admirablemente, en el Magnífica de María. El Dios de la Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en la elevación de su espíritu, es a la vez el que <derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos,…dispersa a los soberbios… y conserva su misericordia para los que le temen>.

María está profundamente impregnada del espíritu de los <pobres de Yahvé>, que en la oración de los Salmos, esperaban de Dios su salvación, poniendo en Él toda su confianza. En cambio, ella proclama la venida del misterio de la salvación, la venida del <Mesías de los pobres>. La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad de su fe, expresada en las palabras del Magníficat, renueva cada vez mejor en sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva, sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magníficat, se encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús”    

Como nos recordaba este santo Pontífice a finales del siglo pasado, María proclama en su oración el misterio de la salvación, la venida del <Mesías de los pobres>, ya anunciada en la antigüedad por los profetas (Is 11, 1-5):

-Saldrá un brote del tocón de Jesé y un vástago de sus raíces brotará,

-y reposará sobre el espíritu de Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y de fuerza, espíritu de conocimiento y temor de Yahvé.

-Y hará reposar en él el temor de Yahvé; no juzgará por lo que vean sus ojos, ni fallará según lo que oigan sus oídos;

-sino que juzgará con justicia a los pobres y fallará con rectitud para los humildes de la tierra; ahora bien, golpeará al tirano con la vara de su boca y con el soplo de sus labios matará al impío.

-Y será la justicia ceñidor de sus lomos y la verdad cintura de sus caderas

En el Antiguo Testamento, el libro de Isaías es el primero que aparece de los profetas mayores. Este profeta inició su misión, entre los hombres, en Jerusalén el año de la muerte del rey Ozías, hacia el 738 a. C, después de una visión en la que Yahvé le confiaría la grave misión de reducir al pueblo de Judá a la obediencia y anunciarle terribles castigos, en caso contrario.

La autenticidad y unidad de los discursos de Isaías está garantizada por el testimonio de otro  libro del Antiguo Testamento, Eclesiástico, que refiriéndose precisamente a sus consoladoras palabras, suscribe: “Bajo una potente inspiración vio lo porvenir y consoló a los afligidos de Sion” 

En los versículos, a los que anteriormente nos hemos referido, el profeta asegura que <saldrá un brote de Jesé>, esto es, de la familia de David, de quien era Jesé padre, y que <hará reposar en él, el temor de Yahvé>, es decir, recibirá la plenitud del espíritu de Dios, con todos sus dones, de un modo permanente.

Por último, asegura también, que <juzgará con justicia a los pobres y fallará con rectitud para los humildes de la tierra>, porque <será la justicia ceñidor de sus lomos>, lo que viene a significar que igual que el ceñidor ayuda a andar con soltura y elegancia, eso mismo harán en el orden moral la justicia y la fidelidad en el Mesías (comentarios sacados de una antigua Biblia). Es así, que:

“La Iglesia, es consciente, y en nuestra época tal conciencia se refuerza de manera particular, de que no se pueden separar los dos elementos que aparecen contenidos en el <Magníficat>, sino que se debe salvaguardar cuidadosamente la importancia que <los pobres> y la <acción en favor de los pobres> tienen en la palabra del Dios vivo.

Se trata de temas y problemas orgánicamente relacionados con el  sentido cristiano de la libertad y de la liberación. Dependiendo totalmente de Dios y plenamente orientada hacia Él por el empuje de su fe, María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la liberación de la humanidad y del Cosmos.

La Iglesia debe mirar hacia ella, Madre y Modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión” (Papa san Juan Pablo II. Carta Encíclica <Redemptoris Mater>).

Los Patriarcas de la Iglesia tradicionalmente han considerado que la imagen de la Mujer  vestida de sol que aparece en el Apocalipsis del apóstol San Juan es la representación de la colectividad patriarcal convergiendo y concentrándose en María, o bien María en cuanto recoge y sintetiza en sí la colectividad patriarcal, es decir, al Israel de la promesa (Jn 12, 1-2):

-Y una gran señal fue vista en el cielo: una Mujer vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su cabeza una corona de doce estrellas,

-la cual llevaba un Hijo en su seno, y clamaba con dolores de parto y con la tortura de dar a luz.


Con razón el Papa Francisco recientemente, con ocasión del centenario de las apariciones de la Virgen María en la Cova de Iria se expresaba en los siguientes términos, refiriéndose a la <Mujer vestida de sol>:

“Un gran signo apareció en el cielo, dice el vidente de Patmos en el Apocalipsis (12, 1), señalando además que ella estaba a punto de dar a luz a un Hijo.

Después, en el evangelio de san Juan, Jesús le dice al discípulo: <Ahí tienes a tu madre> (19,27). Tenemos una Madre, una <Señora muy bella>, comentaban entre ellos los videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de mayo de hace  cien años. Y, por la noche, Jacinta no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: <Hoy he visto a la Virgen >.

Habían visto a la Madre del cielo. En la estela de la luz que seguían con sus ojos, se posaron los ojos de muchos, pero…estos no la vieron. La Virgen Madre no vino aquí para que nosotros la viéramos: para esto tendremos toda la eternidad, a condición de que vayamos al cielo, por supuesto…

Pero ella, previendo y advirtiéndonos sobre el peligro del infierno que lleva a una vida, a menudo propuesta e impuesta sin Dios, y que profana a Dios en sus criaturas, vino a recordarnos la <Luz de Dios>, que mora en nosotros y nos cubre...

Y según las palabras de Lucia, los tres privilegiados se encontraban dentro de la <Luz de Dios> que la Virgen irradiaba. Ella los rodeaba con el  manto de luz que Dios les había dado. Según el creer  y el sentir de muchos peregrinos, por no decir de todos, Fátima es sobre todo este manto de Luz que nos cubre, tanto aquí como en cualquier otra parte de la tierra, cuando nos refugiamos bajo la protección de la Virgen para pedirle, como enseña la Salve Regina, <muéstranos a Jesús>”

 Hermosas palabras del Papa Francisco que nos llevan a reflexionar sobre la necesidad, una vez más,  de perseverar en el camino de la santidad, para tratar de no apartarnos nunca de Dios, para que su Luz ilumine nuestro caminar y podamos con la ayuda de nuestra Madre del cielo alcanzar la gloria que no es otra cosa que poder llegar hasta Él en la otra vida y en ésta tener la esperanza de conseguirlo.

El Papa Francisco parece recordarnos de forma implícita, en esta oportuna ocasión, la existencia del <infierno>, algo que en una sociedad como la nuestra es prohibitivo, no se quiere hablar de ello, no se quiere reconocer la mas de la veces que el castigo por nuestros pecados aquí en la tierra, existe allá en el cielo, en la otra vida.

Algunos prefieren pensar que ni siquiera hay otra vida…Pero los católicos no podemos pensar así, porque en el Mensaje de Cristo está constantemente presente esta verdad absoluta, el Señor quiso advertirnos durante su estancia entre nosotros y después ha seguido haciéndolo a través de personas muy especiales como los videntes de Fátima, por supuesto, con la ayuda de su Madre, la Virgen María. Ella les habló a estos inocentes niños sobre los peligros que sobrevendrían sobre la humanidad, si seguía empecinada en sus desatinos, les habló concretamente de los terribles castigos del infierno…al igual que lo hiciera Jesús en su día, durante su Ministerio en Jerusalén, respondiendo a las preguntas de los justos:

¿Señor, cuando te vimos hambriento,  y te dimos de comer, o sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o desnudo y te vestimos? o ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a verte?...

Entonces dijo el Señor (Mt 25, 40-41):

- <En verdad os digo que cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis>.

-Entonces dirá a los que estén a la izquierda: <Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el día del  diablo y sus ángeles

Y más delante, asegura el Señor, según el evangelio de san Mateo (25, 46):

<Y estos irán al suplicio eterno; los justos, en cambio a la vida eterna>.

El Papa san Juan Pablo II recordando estas palabras del Señor se expresaba en los términos siguientes ante la pregunta: ¿todavía existe la vida eterna?, formulada por el periodista que le entrevistaba:

“Desde siempre el problema del infierno ha turbado a los grandes pensadores de la Iglesia, desde los comienzos, desde Orígenes, hasta nuestros días…

En verdad que los antiguos concilios rechazaron la teoría de la llamada <apocatástasis final>, según la cual el mundo sería regenerado después de la destrucción, y toda criatura se salvaría; una teoría que indirectamente abolía el infierno. Pero el problema permanece. ¿Puede Dios, que ha amado tanto al hombre, permitir que éste Lo rechace hasta el punto de querer ser condenado a perennes tormentos?

Y, sin embargo, las palabras de Cristo son unívocas. En Mateo habla claramente de los que irán al suplicio eterno. ¿Quiénes serán estos? La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto. Es un misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, la única posición oportuna del cristiano”

(Papa san Juan Pablo II. <Cruzando el umbral de la esperanza>; Editado por Vittorio Messori; Licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Plaza & Janés Editores, S.A.; 1995)

Sin duda, en Cristo, Dios ha revelado a los hombres que desea que todos se salven, y mediante su Madre, la Santísima Virgen, utilizando a videntes apropiados, como los niños de Fátima, sigue revelándolo, con el objetivo de que todos lleguen al conocimiento de la verdad de su Mensaje. 

En la  Primera Carta de San Pablo a Timoteo encontramos reflejada esta idea que resulta fundamental para el hombre que quiera tener una visión adecuada de las <cosas últimas> o <Novísimos>, esto es: <muerte, juicio, infierno, gloria y purgatorio>.

Concretamente en dicha carta el apóstol san Pablo, hace una serie de recomendaciones a  Timoteo, para defender la doctrina de Cristo, frente a ciertas desviaciones que se venían produciendo en la Iglesia de Éfeso al frente de la cual estaba su querido discípulo, y llega a nombrar a algunas de las personas, que por haberla desechado naufragaron en la fe; no obstante también desea  hacerles ver la voluntad salvífica de Dios, para que vuelvan al buen camino (1 Tim 2, 1-7):

-Por eso, te encarezco ante todo que se hagan suplicas y acciones de gracias por todos los hombres,

-por los emperadores y todos los que ocupan altos cargos, para que pasemos una vida tranquila y serena con toda piedad y dignidad.

-Todo ello es bueno y agradable ante Dios, nuestro Salvador,

-que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.

-Porque uno es solo Dios y uno solo también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre,

-que se entregó a sí mismo en redención por todos. Este es el testimonio dado a su debido tiempo.

-Yo he sido constituido mensajero y apóstol de ese testimonio -digo la verdad, no miento-, doctor de los gentiles en la fe y la verdad.

Ciertamente, Dios ha amado al mundo, y esta verdad absoluta queda perfectamente demostrada en su Hijo unigénito, el cual permanece en la historia de la humanidad, como el único y verdadero Redentor de la misma.

Como aseguraba el Papa san Juan Pablo II (Ibid):

“La Redención impregna toda la historia del hombre, también la anterior a Cristo, y prepara su futuro escatológico. Es la luz que <esplende en las tinieblas y que la tinieblas no han recibido> (Jn 1, 5) El poder de la Cruz de Cristo y su Resurrección es más grande que todo el mal del que el hombre podría y debería tener miedo…

< ¡No tengáis miedo!>, decía Cristo a los apóstoles (Lc 24, 36) y a las mujeres (Mt 28,10) después de la Resurrección. En los textos evangélicos no consta que la Señora haya sido destinataria de esta recomendación; fuerte en la fe, Ella <no tuvo miedo>.


El mundo en que María participa en la victoria de Cristo yo lo he conocido sobre todo por la experiencia de mi nación. Por boca del cardenal Stefan Wyszyn’ski sabía también que su predecesor August Hlond, al morir, pronunció estas significativas palabras: <La victoria, si llega, llegará por medio de María>. Durante mi ministerio pastoral en Polonia, fui testigo del modo en que aquellas palabras se iban realizando”

Verdaderamente estas entrañables palabras del Papa San Juan Pablo II nos llenan de emoción porque salieron de lo más íntimo de su corazón y de las experiencias por él vividas en momentos muy difíciles de su vida.

Estamos totalmente de acuerdo con todo lo que él nos dice porque aunque sea a una escala ínfima respecto a lo que él vivió no podemos negar la presencia de la Virgen María en tantos y tantos momentos de nuestra propia existencia. Por eso, también con él, compartimos este pensamiento esperanzador y certero:

“La victoria, si llega, será alcanzada por María. Cristo vencerá por medio de Ella. Él quiere que las victorias de la Iglesia en el mundo contemporáneo y en mundo del futuro estén unidos a Ella”

La gran experiencia de este Papa el 13 de mayo del año 1981 influyo sin duda para animarnos a todos los cristianos, y no cristianos también, con estas palabras: < ¡No tengáis miedo!> .

Así narraba san Juan Pablo II la enseñanza que él había sacado de aquella terrible y extraordinaria experiencia (Ibid):

“He aquí que llegó el 13 de mayo de 1981. Cuando fui alcanzado por el proyectil en el atentado de la plaza de San Pedro, no reparé al principio en el hecho de que aquél era precisamente el aniversario del día en que María se había aparecido a los tres niños de Fátima, en Portugal, dirigiéndoles aquellas palabras que, con el fin del siglo, parecen acercarse a su cumplimiento.

¿Con este suceso acaso no ha dicho Cristo, una vez más, Su < ¡No tengáis miedo!>? ¿No ha repetido al Papa, a la Iglesia e, indirectamente, a toda familia humana estas palabras pascuales?

Al finalizar este segundo milenio tenemos quizás más que nunca necesidad de estas palabras de Cristo resucitado: < ¡No tengáis miedo!>…

Tienen necesidad de estas palabras los pueblos y las naciones del mundo entero. Es necesario que en su conciencia resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa: Alguien que tiene las llaves de la muerte y del infierno (Ap 1, 18); Alguien que es el Alfa y el Omega de la historia del hombre (Ap 22, 13), sea la individual o la colectiva.

Y este alguien  es amor (Jn 4, 8-16): Amor hecho hombre, Amor crucificado y resucitado, Amor continuamente presente entre los hombres. Es Amor eucarístico. Es fuente incesante de comunión. Él es el único que puede dar plena garantía de las palabras < ¡No tengáis miedo!>”

Entonces ¿la clave de todo se encuentra en este deseo? Pero ¿Qué podemos hacer los hombres para conseguir no tener miedo?, dirán algunos. La respuesta se encuentra, como siempre,  en Dios tal como nos recordaba también el Papa (Ibid):

“Para liberar al hombre contemporáneo del miedo de sí mismo, del mundo, de los otros hombres, de los poderes terrenos, de los sistemas opresivos, para liberarlo de todo síntoma de miedo servil ante esa <fuerza predominante> que el creyente llama Dios, es necesario desearle de todo corazón que lleve y cultive en su propio corazón el verdadero temor de Dios, que es principio de sabiduría.

Ese temor de Dios es la fuerza del Evangelio. Es temor creador, nunca destructivo. Genera hombre que se dejan guiar por la responsabilidad, por el amor responsable. Genera hombres santos, es decir, verdaderos cristianos, a quienes pertenece en definitiva el futuro del mundo”

En este contexto la figura de la Virgen María y la devoción hacia Ella, vivida en plenitud, es la tabla de salvación para los hombres que quieren alcanzar ese temor de Dios, principio de sabiduría. Ella que dijo <Sí> al ángel enviado por Dios es el ejemplo más completo y perfecto del verdadero amor a Dios.

El Papa Francisco, consciente de esto, animaba hace poco a los peregrinos llegados a Fátima con estas entrañables palabras (Ibid):

“Queridos peregrinos, ¡tenemos una Madre! Aferrémonos a Ella como hijos, vivamos la esperanza que se apoya en Jesús, porque, <los que reciben a raudales el don gratuito de la justificación reinarán en la vida gracias a uno solo, Jesucristo (Rm 5, 17). Cuando Jesús subió al cielo, llevó junto al Padre celeste a la humanidad, nuestra humanidad, que había asumido en el seno de la Virgen Madre, y que nunca dejará. Con un ancla fijemos nuestra esperanza en esa humanidad colocada en el cielo a la derecha del Padre (Ef 2, 6). Que esta esperanza sea el impulso de nuestra vida. Una esperanza que nos sostenga siempre, hasta el último suspiro”

El Papa Francisco nos anima a vivir la esperanza que se apoya en Jesús a través de su Madre porque como nos enseñaba en su catequesis  del 10 de mayo de este mismo año (2017):

“Hay un rasgo bellísimo de la psicología de María: no es una mujer que se deprime ante las incertidumbres de la vida, especialmente cuando nada parece ir en la dirección correcta. No es siquiera una mujer que protesta con violencia, que se queja contra el destino de la vida a menudo un rostro hostil.

En cambio es una mujer que escucha: no os olvidéis de que siempre hay una gran relación entre la esperanza y la escucha, y María es una mujer que escucha. María acoge la existencia tal como se nos entrega, con sus días felices, pero también con sus tragedias con las que nunca querríamos habernos cruzado. Hasta la noche suprema de María, cuando su Hijo está clavado en el madero de la cruz.

Hasta ese día, María casi había desaparecido de la trama de los Evangelios: los escritores sagrados dan a entender este lento eclipsarse de su presencia, su permanecer muda ante el misterio de su Hijo que obedece al Padre.

Pero María reaparece precisamente en el momento crucial: cuando buena parte de los amigos se han disipado por motivo del miedo, las madres no traicionan, y en ese instante al pie de la cruz, ninguno de nosotros puede decir cual haya sido la pasión más cruel: si la de un hombre inocente que muere en el patíbulo de la cruz, o la agonía de una madre que acompaña los últimos instantes de la vida de su hijo. Los evangelios son lacónicos, y extremadamente discretos. Reflejan con un solo verbo la presencia de la Madre: Ella <estaba> (Jn 19, 25).

Nada dicen de su reacción: si llorase, si no llorase…nada; ni siquiera una pincelada para describir su dolor: sobre estos detalles se habría aventurado la imaginación de poetas y pintores regalándonos imágenes que han entrado en la historia del arte y de la literatura.

Pero los Evangelios solo dicen: Ella <estaba>. Estaba allí, en el peor momento, en el momento más cruel, y sufría con su hijo…

Por esto todos nosotros la amamos como Madre. No somos huérfanos: tenemos una Madre en el cielo, que es la Santa Madre de Dios. Porque nos enseñó la virtud de la esperanza, incluso cuando todo parece sin sentido”