"Vi aparecer una gran muchedumbre, que nadie podía contar, de toda nación, raza, pueblo y lengua. Estaban de pie delante del trono de Dios y delante del cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en las manos. Gritaban con voz potente: La victoria es de nuestro Dios, que está sentado en el trono, y del cordero (Apocalipsis 7, 9-10)
Los hombres santos y las
mujeres santas que en este mundo han sido entendieron a la perfección la labor
que podían realizar por la gracia recibida del Espíritu Santo; ellos
son mediadores entre Dios y los hombres, en cuanto están asociados al único
Mediador que es Jesús, el Unigénito Hijo de Dios.
Para muchos hombres de hoy en
día, esta idea es algo sin sentido y la niegan rotundamente, sin pararse a pensar
que los designios de Dios son inescrutables y los seres humanos no tiene inteligencia
suficiente para entender estos misterios; por mucho que se empeñe en ello,
siempre llegarán a la misma conclusión: Sólo Dios todopoderoso está en posesión
de la Verdad y a Él se debe todo consuelo.
Así lo enseñaba el Beato Tomás de
Kempis, en su obra magistral <Imitación de Cristo>, que desde la Edad
Media hasta nuestros días ha servido de guía espiritual a tantas generaciones, aunque
en la actualidad muchos ni siquiera han escuchado hablar de este libro y mucho
menos de este hombre santo. No obstante, por suerte, todavía hay creyentes que
siguen leyéndolo y recibiendo sus sabios consejos:
“Ponte siempre en lo más bajo que
ya te darán lo más alto: porque no está lo muy alto sin lo hondo.Los grandes santos cerca de Dios
son pequeños cerca de sí y cuanto más gloriosos tanto en sí más humildes,
llenos de verdad y de gloria celestial; no son codiciosos de la gloria vana;
fundados y certificados en Dios, en ninguna manera pueden ser soberbios. Y los
que atribuyen a Dios todo cuanto reciben, no buscan ser loados unos de otros, sino
que buscan la gloria que sólo de Dios
viene, y codician que sea Dios glorificado sobre todos en sí mismos y en todos
los santos, y siempre tienen esto por fin”.
Si reflexionamos mínimamente
sobre estas palabras comprenderemos ciertamente, cuánta razón encierran. Sin
embargo el hombre de este siglo, recogiendo todas las ideologías y malas
doctrinas de sus más cercanos antepasados (Siglo XIX y Siglo XX), se encuentra
metido en un pozo sin fondo, en manos del maligno y sus acólitos, porque el mal
está institucionalizado.
No hablamos de memoria en este
sentido, porque son muchas las personas sometidas al diablo en la actualidad, y por
eso la Iglesia ha tenido que volver a impulsar el <Ministerio de los Exorcistas>
para prestarles ayuda en sus sufrimientos y desde luego sus padecimientos no
son cosas de siquiatras y mucho menos de psicólogos, como algunos en su ignorancia
defienden; tampoco son cosas del pasado, porque el mal existe y como hemos
mencionado antes, está institucionalizado.
Los Pontífices de todos los
tiempos se han preocupado de este problema que siempre ha existido, pero que en
los últimos siglos parece que se ha agudizado. Por eso, ya en el siglo pasado
el Papa Pío XII aseguraba, refiriéndose a este grave problema (Mediator Dei.
Carta Encíclica. Noviembre de 1947):
“El Mediador entre Dios y los
hombres (I Tim 2,5) el gran Pontífice, que penetró hasta los más alto del
cielo, Jesús, hijo de Dios (Heb 4,14), al encargarse de la obra de misericordia
con que enriqueció al género humano con beneficios sobrenaturales, quiso sin
duda alguna, restablecer entre el hombre y su Criador aquel orden que el pecado
había perturbado, y volver a conducir al Padre celestial, primer principio y
último fin, la mísera descendencia de Adán, manchada por el pecado original”
Se refiere el Santo Padre Pío XII
en su Encíclica, en primer lugar, a la Carta de San Pablo dirigida a su
discípulo Timoteo; se trata de una epístola Pastoral (Frecuentemente con este
título se designan, desde mediados del siglo XVIII, las epístolas dirigidas,
por este apóstol, a sus discípulos Timoteo y Tito), en concreto, ésta tiene por
objeto dar una serie de instrucciones a
Timoteo, para que las lleve a la práctica en su comunidad religiosa (probablemente
Éfeso) como ayuda a su ministerio evangelizador (I Tim 2, 1-6):
-Recomiendo, pues, lo primero de
todo, que se hagan plegarias, oraciones, intercesiones, acciones de gracia por
todos los hombres,
-por los reyes y por todos los
que ocupan altos puestos, con el fin de que pasemos una vida tranquila y
sosegada con toda piedad y dignidad.
-Esto es bueno y acepto a los
ojos de Dios nuestro salvador,
-el cual quiere que todos los
hombres sean salvados y vengan al pleno conocimiento de la verdad.
-Porque uno es Dios, uno también
el Mediador de Dios y de los hombres, un hombre, Cristo Jesús,
-que se dio, a sí mismo, como
precio de rescate por todos; divino testimonio dado en el tiempo oportuno.
La venida de Cristo se produjo,
como asegura el apóstol San Pablo, en el <tiempo oportuno>. Él es el único
Mediador entre Dios y los hombres, es el testigo de Dios, la Verdad absoluta.
La voluntad salvífica universal de Dios, se pone de manifiesto en estos
versículos de la Carta de San Pablo, donde el apóstol recomienda a su discípulo
Timoteo que predique entre sus seguidores la necesidad de orar, tanto para
aquellos que ocupan altos puestos, como para el pueblo llano, porque esto es
grato a los ojos de Dios.
Por otra parte, el Papa Pío XII
cita también en la Carta Encíclica anteriormente mencionada (Mediator Dei),
otra Carta de San Pablo, nos referimos a la <Epístola a los Hebreos>, la
cual aunque algunos exegetas consideran que no pertenece a San Pablo, sin embargo conserva en esencia todo el pensamiento
y la doctrina del apóstol.
Él motivo de dicha misiva parece muy
claro; los hebreos eran aquellos judíos que habían escuchado la Palabra de
Jesús, pero que por problemas nacionalistas de aquel momento histórico, se
encontraban perseguido y anonadados por otra parte de su propio pueblo, que
mayoritariamente no aceptaba que Jesús hubiera sido el Mesías esperado por el
pueblo de Israel. En esta epístola se trata de dar consuelo y aliento a los
seguidores de Jesús, desvaneciendo sus preocupaciones y temores, haciéndoles
ver la gran diferencia y dignidad de la santidad cristiana frente a otras
religiones, recordándoles finalmente que Jesús es el Hijo de Dios (Hb 4,
14-15):
-Teniendo, pues, un Pontífice
grande, que ha penetrado los cielos, Jesús, el Hijo de Dios, mantengamos firme
la fe que procesamos.
-Pues no tenemos un Pontífice
incapaz de compadecerse de nuestras flaquezas, antes bien probado en todo a
semejanza nuestra, excluido el pecado.
Como también aseguraba el Papa
Benedicto XVI (<Dios está cerca>; Ed. Crhonica S.L. 2011):
“El Dios vivo y personal, está en
el centro de la fe auténtica. Su presencia es eficaz y salvífica; el Señor no
es una realidad inmóvil ni ausente, sino una persona viva que gobierna a sus
fieles, se compadece de ellos, y los sostiene con su poder y su amor. Contra
puesto a Él, está la idolatría, manifestación de una religiosidad desviada y
engañosa”
Jesucristo mientras vivió en la
tierra anunció su Resurrección y el Reino de Dios, se consagró para procurar la salvación de las almas, con el
ejercicio de la oración y el sacrificio, como podemos leer en el Nuevo
Testamento, hasta que finalmente se ofreció en la Cruz como víctima inmaculada
para limpiar la conciencia de los hombres y para que tributásemos un verdadero
culto al Dios vivo. Cristo en efecto, se ofreció en la Cruz como víctima inmaculada
para limpiar nuestras conciencias y sellar con su sangre para siempre la Nueva
Alianza entre Dios y los hombres, abriéndonos las puertas del Cielo (Hb 9,
11-14):
-Más Cristo, habiéndose
presentado como Sumo Sacerdote de los bienes venideros, penetrando en el
tabernáculo más amplio y más perfecto, no echó de manos, esto es, no de esta creación,
-y no mediante sangre de machos
cabríos y de becerros, sino mediante su propia sangre, entró de una vez para
siempre en el santuario, consiguiendo una redención eterna.
-Porque si la sangre de machos
cabríos y de toros y la ceniza de la becerra santifican con su aspersión a los
contaminados en orden a la purificación de la carne,
-¡cuánto más la sangre de Cristo,
que por el Espíritu Eterno, se ofreció así mismo inmaculado a Dios, purificará
vuestra conciencia de obras muertas, para que rindáis culto al Dios viviente
Jesucristo quiso que la vida
sacerdotal por Él iniciada en su cuerpo mortal, en el transcurso de los siglos,
no cesara en su cuerpo místico, que es la Iglesia, instituyendo un sacerdocio
visible para ofrecer en cualquier lugar del mundo la <oblación pura> y
que de este modo sirviese, liberados del pecado, a Dios por deber de conciencia
(Pío XII Ibid).
Como podemos leer en el Catecismo
de la Iglesia Católica (nº 1544 – 1545 y 1584):
-Todas las prefiguraciones del
sacerdocio de la Antigua Alianza encuentran su cumplimiento en Cristo Jesús,
“Único Mediador entre Dios y los hombres” (I Tm, 2,5). Melquisedec, “Sacerdote
del Altísimo” (Gn 14,18), es considerado por la Tradición cristiana como una
prefiguración del sacerdocio de Cristo, único “Sumo Sacerdote según el orden de
Melquisedec” (Hb 5,10; 6,20), “Santo, inocente, inmaculado” (Hb 7,26), que, “Mediante una sola oblación ha llevado a
la perfección para siempre a los santificados” (Hb 10,14), es decir, mediante
el único Sacrificio de su Cruz.
*El Sacrificio redentor de Cristo
es único, realizado una vez por todas. Y por esto se hace presente en el Sacrificio
Eucarístico de la Iglesia. Lo mismo sucede con el único sacerdocio de Cristo:
Se hace presente por el Sacerdocio Ministerial sin que con ello se quebrante la
unidad del Sacerdocio de Cristo: “Et ideo solus Christus est verus sacerdos,
alii autem ministri eius” (“Y por eso sólo Cristo es el verdadero Sacerdote;
los demás son ministros suyos”, S.Tomás de Aquino, Hebr. 7;4).
*Puesto que en último término es
Cristo quien actúa y realiza la salvación a través del ministro ordenado, la
indignidad de éste, no impide a Cristo actuar (Concilio Ecuménico de Trento: DS 1612;
1154).
San Agustín predicaba con
firmeza:
“En cuanto al ministro orgulloso,
hay que colocarlo con el diablo. Sin embargo, el don de Cristo no por ello es
profanado: lo que llega a través de Él, conserva su pureza, lo que pasa por Él,
permanece limpio y llega a tierra fértil… En efecto, la virtud espiritual del Sacramento
es semejante a la luz: los que deben ser iluminados la reciben en su pureza y
si atraviesa seres manchados, no se mancha”
A pesar de todas estas enseñanzas
y razonamientos de la Iglesia, muchos cristianos de hoy en día dicen: <no
voy a misa porque no creo en los sacerdotes>, o <no me confieso porque el
sacerdote incumple las leyes de Dios, igual que cualquier otro hombre>, y
llegado el caso, lo que es peor: <no
creo en la Santa Hostia, ni que Cristo está presente en ella, en su Cuerpo y en
su Sangre>.
Los cristianos y en particular
los católicos tenemos que pensar y actuar de otra forma, recordando la Palabra
del Señor, la cual se encuentra perfectamente sintetizada en el Catecismo de la
Iglesia Católica.
El Papa Benedicto XVI cuando
proclamó el <Año de la fe>, en su Carta Encíclica <Porta fidei>
(Dada en Roma el 11 de octubre del 2011), nos pidió en varias ocasiones que
leyéramos el Catecismo de la Iglesia Católica con más frecuencia, pues de esta
forma estaríamos mejor informados de los Dogmas de la Iglesia, fiel reflejo del
Mensaje de Jesús y podríamos actuar en consecuencia, sin caer en malos entendidos,
y a ser posible trataríamos igualmente de enseñarlos a aquellos cristianos que
los desconocen. Si lo hiciéramos así estaríamos realizando una labor
evangelizadora silenciosa pero muy eficaz para todos los creyentes.
Recordemos que la Iglesia
continua el oficio sacerdotal de Jesucristo sobre todo mediante la Sagrada
Liturgia (Carta Encíclica <Mediator Dei> del Papa Pío XII (Dada en Roma
en noviembre del 1947):
“Esto lo hace, en primer lugar,
en el altar, donde se representa perpetuamente el Sacrificio de la Cruz (cf.
Concilio Tridentino, sas. 22 C.1) y se renueva, con la sola diferencia del modo
de ser ofrecido (Ibid., C.2); en segundo lugar, mediante los Sacramentos, que
son instrumentos peculiares, por medio de los cuales los hombres participan de
la vida sobrenatural; y por último, con el cotidiano tributo de alabanzas
ofrecido a Dios…
¡Qué espectáculo más hermoso para
el cielo y para la tierra que la Iglesia en oración!, decía nuestro predecesor
Pío XI, de feliz memoria:
<Siglos hace que, sin
interrupción alguna, desde una media noche a la otra, se repite sobre la tierra
la divina Salmodia de los cánticos inspirados, y no hay hora del día que no sea
santificada por su liturgia especial; no hay período alguno en la vida, grande
o pequeño, que no tenga lugar en la acción de gracias, en la alabanza, en la
oración, en la reparación de las preces comunes del cuerpo místico de Cristo,
que es la Iglesia> (Carta Encíclica Papa Pío XI <Caritate Christi>) …”
La Iglesia tiene la obligación y
la función de enseñar a todas las gentes el Mensaje de Cristo, así como, ofrecer
a Dios el Sacrificio de la Eucaristía, restableciendo de este modo la unión
cierta entre el hombre y nuestro Señor Jesucristo; pero además la Iglesia busca
y encuentra su razón de ser fundamental en la relación con Dios. Y la expresión
de esta relación forma esa enciclopedia del espíritu humano que llamamos
oración. La descubrimos en el silencio del alma, en ese silencio interior en el
que la Palabra de Dios se hace oír primero, y se formula en temas fundamentales,
que hacen dudar de los lugares comunes de nuestra mentalidad superficial:
<suscita la auto crítica, a la que podemos denominar, despertar de la
conciencia, presencia y acción de Dios en nuestro espíritu> ( c.f. A. G.
Pablo VI 1978).
Sin embargo injustamente muchos
hombres siguen preguntándose ¿Cuál es el papel de la Iglesia? O bien ¿Qué hace
la Iglesia?, ¿Para qué sirve la Iglesia? El Papa Pablo VI en su Audiencia
General del 14 de junio de 1972 se expresaba en los siguientes términos con respecto
a estas dudas:
“Cuando las preguntas se hacen
duras y radicales, e incluso materialistas, a reglón seguido: no hay ya sitio
para la religión en la mentalidad moderna, invadida toda ella por la realidad
sensible y científica, e inclinada siempre a la utilidad de lo que ocupa la
atención y la actividad humana. Es una postura que se repite.
La Iglesia, atemorizada en un
primer momento por la brutalidad de las preguntas, parece algunas veces vacilar
a la hora de responder; pero luego confortada, por la propia conciencia y la
propia fe, una vez más responde sencillamente: ¡La Iglesia Ora!”
La primera imagen que la Iglesia
debe dar es la de una comunidad que ora y crece, que se levanta en vuelo sobre
la tierra, donde la Palabra de Cristo nos exhorta casi como para
tranquilizarnos de que no estamos en esto lejos de la verdad, asegurándonos
que: Es preciso orar en todo momento y no desfallecer (Lc 18, 1) y esto es así,
después de habernos enseñado a orar con la <plegaria fundamental>, el
<Padre Nuestro> (Mt 6, 9 - ss).
Como aseguraba también el Papa
Pablo VI (Ibid):
“¡Qué panorama se abre a nuestro alrededor! ¡Qué realismo
cobra nuestra oración! ¡Qué confianza trepidante asume nuestro lenguaje! Sí,
¡Qué hace la Iglesia! ¡No lo olvidéis nunca!: La Iglesia – y nosotros somos la
Iglesia - ora y ora de este modo”