Translate

Translate

sábado, 7 de mayo de 2016

JESÚS SU MISERICORDIA Y LA DIVINA PROVIDENCIA (1ª Parte)


 
 
 
 




Jesús que es la gracia de Dios por excelencia, nos ha mostrado con esplendor la <Divina Providencia>. Ya en el Antiguo Testamento se nos habla de la bondad de Dios, siempre presente y eficaz en la vida del hombre, pero Cristo en el Nuevo Testamento no sólo nos confirma las enseñanzas ya manifestadas en la antigüedad sobre esta verdad tan extraordinaria, sino que además nos amplía su conocimiento, mostrándonos el carácter paternal de Dios hacia la humanidad.

En este sentido, leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 305):

“Jesús pide un abandono filial en la Providencia del Padre Celestial, que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos: <no andéis, pues, preocupados diciendo: ¿Qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber?... Ya sabe vuestro Padre Celestial que tenéis necesidad de todo eso. Buscad primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se os darán por añadidura>”

Se refiere el Catecismo a la narración del evangelista San Mateo sobre la confianza en la <Divina Providencia> que Jesús pedía a los hombres en el Sermón de la Montaña durante su ministerio en Galilea (Mt 6, 25-34):

-Por esto os digo no os angustiéis por vuestra vida, que comeréis o que beberéis; ni por vuestro cuerpo con qué os vestiréis ¿Por ventura la vida no vale más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido?...

-No os acongojéis, pues, diciendo: ¿Qué comeremos? ¿Qué beberemos? o ¿Con qué nos vestiremos?

-Pues todas estas cosas andan solicitando los gentiles. Qué bien sabe vuestro Padre Celestial que tenéis necesidades de todas ellas.

 

 

Sabias palabras de nuestro Señor Jesucristo, que nos muestra en toda su gloria la misteriosa y constante presencia de Dios en la historia de la humanidad. Cristo mismo, es la manifestación de la bondad de Dios hacia los hombres, que entrega a su Hijo Unigénito para redención de los pecados. Por ello, Jesús nos enseñó a orar así: <Danos, Señor, nuestro pan de cada día> porque:
“El Padre que nos da la vida no puede dejar de darnos el alimento necesario para ella… En el Sermón de la Montaña, Jesús insiste en esta confianza filial del hombre, que coopera con la Providencia de nuestro Padre” (Catecismo de la Iglesia Católica nº 2830)

 
Sin embargo, estas palabras del Señor, no significan que no debamos trabajar para ganar con el sudor de nuestra frente todo lo que es necesario para la subsistencia de los que dependen de nosotros y de nosotros mismos; pero también desea el Señor, que esto no sea motivo de agobio o desorden en nuestra vida espiritual, la cual debe de estar más bien dirigida hacia la búsqueda del Reino de Dios.

Recordemos a este respecto los consejos del Apóstol San Pablo a los tesalonicenses, un pueblo muy querido por Él, que habiendo interpretado mal la doctrina de Jesús sobre la llegada  del fin del mundo y el <Juicio final>, se dedicaba a perder el tiempo, anunciando las catástrofes que sobrevendrían al final de los siglos (Parusía), abandonando las más imprescindibles necesidades de la vida. De esta forma, entregados a la ociosidad, pasaban el día vagando de un lado para otro, sin sosiego, alborotando a sus conciudadanos.

 
 



Al enterarse el apóstol de esta desastrosa situación, que podría llevarlos, incluso, a la pérdida de la fe y de las buenas costumbres, les escribió una segunda carta, en la que les explicaba que el fin del mundo, no era tan inminente como ellos se imaginaban, porque antes debería darse la <apostasía universal> y la <aparición del anticristo>; para aconsejarles con ardor, que trabajaran con sosiego y que no miraran como enemigos a aquellos que no seguían sus consejos, sino que los amonestaran como a hermanos, para atraerlos de nuevo al camino de la salvación (II. Ts. 8,6-15):

-Os encomendamos, hermanos, en el nombre de nuestro Señor Jesucristo, que os retraigáis de todo hermano que anda desconcertadamente y no según la tradición que recibieron de nosotros.

-Porque vosotros mismos sabéis como nos habéis de imitar, por cuanto no vivimos ociosamente entre vosotros,

-ni de balde comimos el pan, recibiéndolo de nadie, sino con fatiga y cansancio, trabajando noche y día para no ser cargosos a ninguno de vosotros;

-no porque no tuviéramos derecho sino, para darnos a vosotros como dechado que podáis imitar.

-Y, cierto, cuando estábamos con vosotros  esto os encomendamos: que quien no quiera trabajar, tampoco coma.

-Porque oímos decir que algunos de vosotros anda desconcertadamente, sin ocuparse de trabajo alguno sino ocupados en mariposear.

-Pues a esos tales recomendamos y exhortamos en el Señor Jesucristo que, trabajando con sosiego, coman su propio pan.

-Y vosotros, hermanos, no remoloneéis en obrar el bien.

-Más si alguno no obedece a nuestra palabra transmitida por esta carta, a éste señaladle, para no juntaros con él, a fin de que quede corrido;

-y no le miréis como enemigo, sino amonestadle como hermano.

 



En efecto, el Señor en el Sermón de la Montaña, insiste en la confianza filial de los hombres en Dios, que coopera con ellos, <Divina Providencia>, pero por otra parte, eso no quiere decir que nos imponga pasividad ante los problemas de la vida, sino que desea librarnos lo más posible de toda inquietud agobiante, para que nos dediquemos con ahínco a la búsqueda del Reino y de la justicia de Dios, para lo cual, Él nos ha prometido darnos toda su ayuda.

Como decía San Cipriano (clérigo y escritor romano. Obispo de Cartago y Santo mártir de la Iglesia católica; 249-258) (Dom-Orat. 21):

<Al que posee a Dios, nada le falta, si él mismo no falta a Dios>

A este respecto, recordemos también el emblema: <Ora et labora>,  de San Benito de Nursia (Religioso cristiano considerado iniciador de la vida monástica de Occidente, fundador de la orden Benedictina y Patrono de Europa; 480-547), cuando decía:

<Orad como si todo dependiese de Dios y trabajad como si todo dependiese de vosotros>.

Así es, tal como leemos en Catecismo en la Iglesia Católica (nº 2834-2835):

-Una vez hecho nuestro trabajo, el alimento viene a ser un don del Padre, es bueno pedírselo y darle gracias a Él. Este es el sentido de la bendición de la mesa en una familia cristiana

-Esta petición  y la responsabilidad que implica sirven además para otra clase de hambre de la que desfallecen los hombres: <No sólo de pan vive el hombre, sino que el hombre vive de todo lo que sale de la boca de Dios, es decir, de su Palabra y de su Espíritu (Mt. 4,4).

 Esta frase del Señor, según relata el evangelista San Mateo, fue la respuesta de Jesús al demonio, cuando trataba de seducirle diciéndole: <Si eres hijo de Dios, manda que estas piedras se conviertan en panes> (Mt 4,39).

Satanás trataba con esta táctica, de que Jesús supeditase sus poderes mesiánicos a la satisfacción del hambre, una necesidad material que no espiritual. Jesús no cae en esta trampa, porque sería tanto como abrir el camino al enemigo para dar al mesianismo un carácter materialista, político y glorioso, tal como esperaba, desde la antigüedad, el pueblo de Israel para el Mesías.

Precisamente el Papa San Juan Pablo II se refirió en cierta ocasión a este pasaje de la vida del Señor:

“El diablo intenta inducir a Jesús para que haga suya esta perspectiva porque es adversario del designio de Dios, de su Ley, de su economía de salvación, y por tanto, de Cristo, como se deduce de los Evangelios y por otros textos del Antiguo Testamento.

Sí Cristo también hubiese caído, el imperio de Satanás, que se jacta de ser el dueño del mundo (Lc 4,5-6), habría obtenido la victoria final en la historia. El momento de lucha en el desierto es, por tanto, decisivo.

Jesús es consciente de ser enviado por el Padre para hacer presente el Reino de Dios entre los hombres. Con este fin acepta la tentación, tomando su lugar entre los pecadores, como había hecho ya en el Jordán, para servir a todos de ejemplo (cf. S. Agustín; De Trinitate, 4,13). Pero, por otra parte, en virtud de la <Unción> del Espíritu Santo llega a las mismas raíces del pecado y derrota al <padre de la mentira> (Jn, 8, 44). Por eso, va voluntariamente al encuentro de la tentación desde el comienzo de su ministerio, siguiendo el impulso del Espíritu Santo (cf. S. Agustín; De Trinitate, 13,13)” (Audiencia General del Papa San Juan Pablo II del 21 de julio 1990)

 
 
 

 
 
 Es de destacar como Jesús opone a Satán, en su primera tentación, un texto de las Sagradas Escrituras  en el cual se dice que no hace falta el pan, cuando Dios tiene en sus manos otros medios  mejores para dar de comer a los hombres. Así fue por ejemplo el sustento que dio al pueblo de Israel en su caminar por el desierto (Dt 8, 2-6; II Discurso de Moisés):

-Acuérdate del camino que el Señor tu Dios te ha hecho recorrer durante estos cuarenta años a través del desierto, con el fin de humillarte y probarte, para ver si observas de corazón sus mandatos o no.

-Te ha humillado y te ha hecho sentir hambre; te ha alimentado con el maná, un alimento que no conocías, ni habían conocido tus antepasados, para que aprendieras que no sólo de pan vive el hombre sino de todo lo que sale de la boca del Señor.

-No se gastaron tus vestidos, ni se hincharon tus pies durante esos cuarenta años.

-Reconoce, pues, en tu corazón que el Señor tu Dios te corrige como un padre corrige a sus hijos

-guarda los mandamientos del Señor tu Dios, siguiendo sus caminos y respetándole.

 
Vemos, pues, como durante las tentaciones de Jesús, Satanás fracasa totalmente frente a Él, sin lograr sonsacarle el secreto de su origen divino como Hijo de Dios. Ciertamente como también se nos dice en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 2835), refiriéndose a la cuarta petición de la oración del Padre Nuestro:

“Los cristianos deben movilizar todos sus esfuerzos para anunciar el evangelio a los pobres. Hay hambre sobre la tierra <más no hambre de pan, ni sed de agua, solamente, sino de oír la Palabra de Dios> (Am 8,11), por eso, el sentido específicamente cristiano de la cuarta petición: <Danos hoy nuestro pan de cada día>, se refiere al <Pan de vida>, esto es, la <Palabra de Dios>, que se tiene que acoger por la fe, en el Cuerpo de Cristo recibido en la Eucaristía”

 Se nos recuerda, en este apartado del Catecismo de la Iglesia Católica, al profeta Amos, un pastor y cultivador de higos originario de Judá, que fue llamado por Dios  a su servicio, en el reino del Norte, en Israel, donde realizó su ministerio durante el reinado de Jeroboán II, en el siglo VIII a.C. El mensaje profético de Amos está centrado en el anuncio de una condena irremediable para el pueblo de Israel, ya que la maldad habitaba sobre los hombres, en ese momento histórico, de forma indiscriminada: lujos, injusticias, opresiones de los débiles, y hasta una falsa seguridad religiosa.

Sus profecías se dividen en tres partes. La primera anuncia el juicio de Dios contra todos los pueblos prevaricadores. La segunda amenaza a Israel con la inminente ruina. La tercera contiene cinco visiones, concluyendo su libro con la Promesa mesiánica. Concretamente es en la cuarta visión, en la que el Señor mientras le muestra una canasta de frutas maduras, se expresa en los siguientes términos refiriéndose al <Día de juicio> (Am 8, 9-11):

-<Aquel día –oráculo del Señor Dios-, haré ponerse el Sol a mediodía, y oscurecerse la tierra en pleno día.

-Convertiré en duelo vuestras fiestas y en lamentaciones vuestros cánticos; haré que os vistáis de sayal, y que toda cabeza sea rapada. Será un duelo como por el hijo único, y todo acabará en amargura.

-Vienen días, -oráculo del Señor Dios- en el que yo enviaré el hambre a este país, no hambre de pan ni sed de agua, sino de oír la Palabra del Señor.

 San Ireneo, Padre de la Iglesia, nació en Esmirna hacia mediados del siglo II, y tuvo una relación muy directa con los apóstoles del Señor a través de San Policarpo de Esmirna, discípulo de San Juan Evangelista, al que según parece, él había escuchado relatar la vida del Jesús en alguna ocasión. Refiriéndose a estos versículos del libro de Amós en su célebre Adversus Haereses, viene a decir que: <Profetizan claramente por una parte la puesta del Sol cuando Cristo murió en la Cruz, o sea la hora sexta, y por otra parte que sus días festivos según la ley y sus cánticos se convertirían en llanto y lamentaciones cuando fueran entregados a los gentiles>.

Sí, <tras la elección desobediente de nuestros primeros padres se halla una voz seductora, opuesta a Dios, que por envidia, los hace caer en la muerte….La Santas Escrituras atestiguan la influencia nefasta de aquel a quién Jesús llama –homicida desde el principio- y que incluso intentó apartarlo de la misión recibida del Padre. El Hijo de Dios -se manifestó para deshacer las obras del diablo- La más grave en consecuencias de estas obras ha sido la seducción mentirosa que ha inducido al hombre a desobedecer a Dios> (Catecismo de la Iglesia Católica nº391 y 394).

Sin embargo el poder del demonio no es infinito, como podemos leer también en el Catecismo de la Iglesia nº395:

“No es más que una criatura, poderosa por el hecho de ser espíritu puro, pero siempre criatura: no puede impedir la edificación del Reino de Dios. Aunque Satán actúe en el mundo por odio contra Dios y su Reino en Jesucristo, y aunque su acción cause graves daños –de naturaleza espiritual e indirectamente incluso de naturaleza física- en cada hombre y en la sociedad, esta acción es permitida por la <Divina Providencia> que con fuerza y dulzura dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad diabólica es un gran misterio, pero –nosotros sabemos que en todas las cosas interviene Dios para bien de los que le aman” (Rm 8, 28)

Por eso San Pablo manifiesta después de esta afirmación (Rm 8, 31-35), su plena  confianza en Dios:
“¿Qué diremos a esto? Si Dios está con nosotros, ¿quién contra nosotros?/ El que no perdonó a su propio Hijo, sino que lo entregó por todos nosotros, ¿cómo no nos dará con él todas las cosas?/ ¿Quién presentará acusación contra los elegidos de Dios? ¿Dios el que justifica?/ ¿Cristo Jesús, el que murió, más aún el que fue resucitado, el que además está a la derecha del Padre, el que está intercediendo por nosotros?/ ¿Quién nos apartará del amor a Dios? ¿La tribulación, o la angustia, o la persecución, o el hambre o la desnudez, o el peligro, o la espada?...”







Desde siempre, en Iglesia Católica, ha estado presente una  gran devoción a la <Divina Providencia>, un  ejemplo muy impresionante lo tenemos en  la Beata Isabel de Francia. Esta mujer virgen nació en el año 1225, en Paris, y era hija del rey de Francia Luis VIII y de su esposa Blanca de Castilla. Tuvo algunos pretendientes reales que quisieron casarse con ella, pero había hecho voto de castidad y consagración a Dios, aunque no se cree que llegara a entrar en ninguna orden religiosa. Sin embargo, en cuanto le fue posible se apartó del mundo, retirándose a un convento de clarisas, religiosas con las que convivió en paz durante sus últimos años dedicándose a la oración, penitencia y buenas obras, pudiendo ser vista en éxtasis con el que el Señor la favoreció. A ella se debe esta hermosa oración a la <Divina Providencia>:

“¿Qué me sucederá hoy Dios mío? Lo ignoro. Lo único que sé es que nada me sucederá que no lo hayáis previsto, regulado y ordenado desde la eternidad ¡Me basta esto, Dios mío! Adoro vuestro eterno e imperecederos designios; me someto a ellos con toda mi alma por amor vuestro. Lo quiero todo, lo acepto todo, quiero haceros de todo un sacrificio. Uno este sacrificio al de Jesús, mi Salvador y os pido en su nombre y por sus meritos infinitos la paciencia en mis penas y una perfecta resignación en todo lo que os plazca que me suceda. Amén”

domingo, 1 de mayo de 2016

EL VALOR DE LA SANCION COMO ESTIMULO




 
 
 
 
El Papa Francisco en su Exhortación Apostólica <Amoris laetitia> nos recuerda el valor de la sanción como estímulo, refiriéndose concretamente a la educación de los niños y de los adolescentes, para que adviertan que las malas acciones tienen consecuencias:

“Hay que despertar la capacidad de ponerse en el lugar del otro y de dolerse por su sufrimiento cuando se le ha hecho daño. Algunas sanciones –a las conductas antisociales agresivas- pueden cumplir en parte esta finalidad. Es importante orientar al niño con firmeza a que pida perdón  y repare el daño  realizado a los demás…”
 
 

 
Este es el espíritu que movía desde antiguo al Sacramento de la confesión, de la reconciliación  o de la penitencia, tanto aplicado a los niños y  los jóvenes, como al hombre en general, cualquiera que fuera su edad. En concreto el tema de la reconciliación debería estar estrechamente relacionado con el de la penitencia, así fue sugerido durante el Sínodo que tuvo lugar en el año 1984, el cual dio lugar a una Exhortación Apostólica del entonces Papa San Juan Pablo II (Reconciliatio et Paenitentia).
 
 
El Papa refiriéndose al concepto de la penitencia llegaba a decir que era cuestión muy difícil de definir; más concretamente el aseguraba que:

 
 
“Si lo relacionamos con <metánoia>, al que se refieren los sinópticos, entonces penitencia significa el <cambio profundo> del corazón bajo el influjo de la Palabra de Dios y en la perspectiva del Reino. Pero penitencia quiere decir también cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia; toda la existencia se hace penitencia orientándose a un camino, a un continuo caminar hacia lo mejor.


Sin embargo, hacer penitencia es algo autentico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla; para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo; para superarse en sí mismo lo que es carnal, a fin de prevalezca lo que es espiritual; para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo. La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano”          


Es conveniente quizás recordar, en este sentido, que:
“A lo largo de la historia y en la praxis constante de la Iglesia, el ministerio de la reconciliación (2 Co 5,18) concedido mediante los Sacramentos del Bautismo y de la Penitencia, se ha sentido siempre, como una tarea pastoral muy relevante, realizada por obediencia al mandato de Jesús como parte esencial del ministerio sacerdotal.

 
 
 
La celebración del Sacramento de la Penitencia ha tenido en el curso de los siglos un desarrollo que ha asumido diversas formas expresivas, conservando siempre, sin embargo, la misma estructura fundamental, que comprende necesariamente, además de la intervención del ministro, solamente un Obispo o un presbítero que juzga y absuelve, atiende y cura en nombre de Cristo, los actos del penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción…


El sujeto capaz del Sacramento de la Penitencia es todo hombre que cometa después del Bautismo un pecado mortal o venial. Para que el sujeto pueda hacer una buena confesión, es preciso que la haga con <dolor y detestación> de los pecados cometidos y con <propósito> de no volver, a cometerlos de nuevo. Es necesario, además, que la confesión sea <fiel, vocal e integra> en cuanto sea posible.

Después de la confesión, el penitente está obligado a cumplir la <satisfacción> o <penitencia> que le hubiere impuesto el confesor. Esta obligación es de suyo grave” (Misal y Devocionario del hombre católico. Rmo. P. Fr. Justo Pérez de Urbel).
 
 
 
 
A lo largo de la historia, la forma concreta, según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del Señor ha ido variando algo. Así, durante los primeros siglos, la reconciliación de los cristianos que habían cometido pecados graves, después del Bautismo, como por ejemplo: idolatría, homicidio, adulterio, etc., estaba vinculada a una disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer “penitencia pública”, por sus pecados, a menudo durante largos años, antes de recibir el Sacramento.


A comienzos del siglo III, esta penitencia eclesiástica, años después del bautismo, ya estaba perfectamente organizada y se practicaba con regularidad tanto en la Iglesia de lengua griega, cómo en la de lengua latina. A pesar de todo, hubo hombres, como Montano, propagadores de  ideas de tendencia apocalíptica y gnóstica, que condujeron a  herejía a muchos fieles.

La Iglesia luchó desde el primer momento contra el montanismo que tardó algún tiempo en desaparecer y que tristemente, ha resurgido como desviación de la verdadera fe, en algunas sectas actuales, y que entre otras cosas manifiestan la proximidad del fin del mundo, al estilo gnóstico, y se oponen a las disposiciones penitenciales de la Iglesia Católica sobre el Sacramento de la Confesión.
 
 
 
 
Tanto la Iglesia oriental, como la occidental, hasta finales del siglo VI, solo reconocían la “penitencia publica” la cual fue denominada por Tertuliano, Padre de la Iglesia, por desgracia convertido al montanismo durante algún tiempo (se cree que finalmente se retractó), la “Segunda tabla de salvación”.


La festividad del <miércoles de Ceniza> es un recuerdo de la Iglesia de Cristo a esta forma de <penitencia pública> a la que se sometían los pecadores en los primeros siglos. Según cuentan los historiadores de la Iglesia, antes de ser apartado de los fieles, el pecador era salpicado con cenizas, símbolo de penitencia, y vestido con el humilde hábito penitencial. Cuestiones ambas que en nuestros días parecerían impropias y exageradas.

 
 
 
Por su parte, San Agustín Obispo de Hipona (396/430), ofreció la primera teoría  acerca de la eficacia de la reconciliación penitencial, según él fruto, de la <conversión>, la cual a la vez  obra la <gracia divina>, que actúa en el interior del hombre, pero es la <caridad> difundida por el Espíritu Santo en la Iglesia, la que perdona los pecados a sus miembros.


Durante los siglos VI y VII, bajo la influencia de las comunidades monásticas, acaban por implantarse nuevas normas penitenciales, que se han dado en llamar “penitencias privadas”. Estas no exigían la realización pública y prolongada de obras de penitencia, antes de recibir la reconciliación, que le permitiría a los apartados por un tiempo de la Iglesia, volver a recibir el Sacramento de la Eucaristía. Desde entonces, el Sacramento de la Penitencia se ha tendido a realizar de una manera más <secreta>, entre el penitente y el sacerdote, con lo cual se ha evitado, entre otras cosas, la tardanza en recibir este Sacramento, que algunos hombres, por miedo al <qué  dirán>,  posponían antiguamente, hasta casi el momento de su muerte.

Por otra parte, los libros penitenciales, escritos por algunos Padres de la Iglesia, como San Agustín, fueron muy  adecuados para entender y practicar este Sacramento, ya que evitaron, en su tiempo, la relajación sobre el concepto de pecado, y por tanto el olvido del compromiso adquirido con Cristo por parte de los miembros de su Iglesia; olvido que en   los últimos siglos ha vuelto a cernirse sobre los hombres, debido principalmente a la teoría del relativismo, como se ha demostrado con la situación actual de la Confesión, Sacramento indispensable  de <salvación>.
 
 
 
 
En este sentido, el Papa Benedicto XVI en su libro “Luz del mundo”  asegura que: “Hoy tenemos que aprender de nuevo que el amor al pecador y al damnificado están en un recto equilibrio mediante un castigo al pecado, aplicado de forma posible y adecuada. En tal sentido ha habido en el pasado una transformación de la conciencia a través de la cual se ha producido un oscurecimiento del derecho y de la necesidad de castigo, en última instancia; también en un estrechamiento del concepto de amor, que no es, precisamente, solo simpatía y amabilidad, sino que se encuentra en la verdad. Y de la verdad forma parte también el tener que castigar a aquel que ha pecado contra el verdadero amor”


Porque como nos sigue enseñando el Papa Benedicto en su Carta Encíclica <Caritas in Veritate>  (Dada en Roma el 29 de 2009):
“Las exigencias del amor no contradicen las de la razón. El saber humano es insuficiente y las conclusiones de las ciencias no podrán indicar por sí solas la vía hacia el desarrollo integral del hombre. Siempre hay que lanzarse más allá: lo exige la caridad en la verdad…
No existe la inteligencia y después el amor: <existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor>”

 
 
 
No debemos nunca olvidar que nuestro Señor Jesucristo instituyó los Sacramentos, y en particular el de la Penitencia, precisamente con el objetivo de ayudarnos a entender y practicar estas ideas desarrolladas tan magníficamente por el Papa Benedicto XVI en su Encíclica; para conseguir la <salvación del alma> que es el bien mayor del hombre, aunque actualmente esta idea se encuentre en <tela de juicio>, o pasada de moda, por parte de muchas almas perdidas en busca de, los  aportes de  la <ciencia>, y no del  verdadero <amor>.

Como nos advierte San José María  en su libro <Es Cristo que pasa>, en el apartado dedicado a <La lucha interior>:

“Si se abandonan los Sacramentos, desaparece la verdadera vida cristiana. Sin embargo, no se nos oculta que particularmente en esta época nuestra no faltan quienes parece que olvidan, y que llegan a despreciar, esta corriente redentora de la gracia de Cristo”

 
 
 
No es de extrañar, por tanto, que el Sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia se encuentre en una situación tan precaria. Los confesionarios están casi siempre vacíos de feligreses arrepentidos, y  otras veces de sacerdotes para escucharles. El Papa Benedicto XVI conocedor, sin duda de esta situación, pidió, en su día, a los feligreses y sacerdotes que trataran de restablecer la situación lo antes posible, para alivio de tantas almas perdidas, necesitadas del consuelo de este Sacramento salvador.

 
 
 
 
Nuestro Papa actual, Francisco, en esta misma línea, no duda en dispensar, incluso públicamente, este Sacramento de la Penitencia, para que sirva de ejemplo a los feligreses y a los sacerdotes en momentos tan difíciles para el cristianismo.


Recordaremos ahora que, durante el siglo VII, los misioneros irlandeses inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica privada de la Penitencia. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de  la reiteración de este Sacramento, lo cual anteriormente raramente era posible, y abría así el camino a una recepción regular del mismo. En general, ésta es la forma de penitencia, que la Iglesia ha practicado desde entonces hasta nuestros días.

El Papa San Juan Pablo II en su “Exhortación Apostólica”, Post-sinodal, titulada <Reconciliatio et Paenitentia> (Dada en Roma 2 de diciembre de 1984) aseguraba que:

“La reconciliación, para que sea plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a reunir <conversión y reconciliación>; es impensable disociar las dos realidades o hablar de una, silenciando la otra…
 
 
 
 
El Sínodo ha hablado, al mismo tiempo de la reconciliación de toda la familia humana y de la conversión del corazón de cada persona, de su retorno a Dios, queriendo con ello reconocer y proclamar que la unión de los hombres no puede darse sin un cambio interno de cada uno. La <conversión personal>  es la vía necesaria para la <concordia entre las personas>”


Es lógico por tanto, que este Sacramento haya recibido también el apelativo de <Sacramento de la Reconciliación>, porque como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica, otorga  al pecador el amor de Dios que reconcilia.

 
 
 
Las palabras de San Pablo dirigidas a los corintios con objeto de contrarrestar la labor de  un grupo de judaizantes que trataba de minar la labor evangelizadora que él había realizado con esta comunidad, no dejan lugar a dudas, a este respecto  (Co II, 5,18-21):

-Y todo procede de Dios, quién nos reconcilió consigo por mediación de Cristo, y a nosotros nos dio el ministerio de la reconciliación; como que Dios en Cristo estaba reconciliando al mundo consigo, no tomándoles en cuenta sus delitos, y puso en nosotros el mensaje de la reconciliación

-En nombre, pues, de Cristo somos embajadores, como que os exhorta Dios por medio de nosotros. Os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios. Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, a fin de que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios.

 
 
 
Jesucristo, murió por nosotros, más con su muerte,  salvó al hombre de la muerte <eterna>, si cumplimos sus mandatos. Por eso San Mateo en su Evangelio, cuando narra el Sermón de montaña de Jesús dice lo siguiente (Mt 5, 24), refiriéndose al 5º Mandamiento de la ley de Dios:

-Sí, pues, estando tú presentando tu ofrenda junto al altar, te acordares allí de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y vete primero a <reconciliar> con tu hermano, y vuelve luego a presentar tu ofrenda

La falta de una conciencia recta sobre el significado del bien y el mal, reinante en la sociedad actual, ha llevado a situaciones muy peligrosas para la Iglesia de Cristo.
Una de ellas y no la menor, es  la tendencia a olvidarse de la necesidad del Sacramento  de la Penitencia, e incluso llegar a creer que no es necesario, pues basta reconocerse pecador, tan solo por confesión directa con Dios.
Esta idea puede  conducir a una relajación de las costumbres tal, que como muchas veces se ha dicho, las personas que acostumbran a considerar un pecado venial como pecado mortal, en cambio suelen acabar pensando que uno mortal es venial, de ahí que ya no sea necesario considerar la necesidad de cumplir con una penitencia, mayor o menor en su caso…
 
 
 
 
Sin duda, es necesario el auxilio de Dios a través de sus sacerdotes, los cuales fueron investidos, al igual que sus primeros discípulos, con el poder para realizar la curación de las almas. Ellos se encuentran en una disposición mejor para conocer la <calidad> de los pecados y para aconsejar, si son requeridos sus conocimientos por parte de los fieles, respecto al comportamiento a seguir, según los mandatos de Cristo.


El Papa San Juan  Pablo II en su  <Reconciliatio et Paenitencia>, nos hablaba en estos términos, a este respecto:
 
 
“El <secularismo> que por su misma naturaleza y definición, es un movimiento de ideas y costumbres, defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concreta totalmente en el culto del hacer y del producir, a la vez que embriagado por el consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de “perder la propia alma”, no puede menos de minar el sentido del pecado.


Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre. Pero precisamente aquí se impone la amarga experiencia de que el hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre.

Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por tanto, esperar que tengan consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado.
Se diluye este sentido del pecado en la sociedad contemporánea también a causa de los equívocos en los que se cae al aceptar ciertos resultados de la ciencia humana…
Disminuye fácilmente el sentido del pecado también a causa de una ética que deriva de un determinado relativismo historicista. Puede ser la ética que relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicionalmente, y negando, consiguientemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos, independientemente de las circunstancias en que son realizados por el sujeto”

 
 
 
El Sacramento de la  Penitencia hace visible de forma inconfundible los valores fundamentales anunciados por la Palabra de Dios. Por otra parte, lleva al hombre a cumplir con <la Nueva Alianza> que Dios hizo con ellos, encaminándoles, al misterio de la Santísima Trinidad, y a los dones del Espíritu Santo.
 
 
Según el Papa San Juan Pablo II (Ibid): “El Sacramento de la Confesión, de hecho, no se circunscribe al momento litúrgico-celebrativo, sino que lleva a vivir la actitud de la <Penitencia>, en cuanto dimensión permanente de la experiencia cristiana. Es un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo encuentro con la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado, una liberación de lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de la alegría perdida, la alegría de ser salvado, que la mayoría de los hombres de nuestro tiempo ha dejado de gustar”