En el año 2001, el Papa san Juan
Pablo II, en el Discurso a la Rota Romana durante la apertura del año Jubilar,
dándose cuenta de los derroteros por los
que caminaba la sociedad, en general, respecto al sacramento del matrimonio y
en particular el daño que esto estaba produciendo ya en las familias, se expresaba
en los términos siguientes:
“El sacramento del matrimonio no
es una unión cualquiera entre personas humanas, susceptible de configurarse
según una pluralidad de modelos culturales. El hombre y la mujer encuentran en
sí mismos la inclinación natural a unirse conyugalmente. Pero el sacramento del
matrimonio, como precisa muy bien santo Tomás de Aquino, es natural no por ser
<causado necesariamente por los principios naturales>, sino por ser una
realidad <a la que inclina la naturaleza, pero que se realiza mediante el
libre arbitrio> (Summa Theol. Suppl., a. 1, in c.)”
Santo Tomás de Aquino
(1225-1274), el Doctor Angélico, perteneciente a la Orden de los Predicadores,
tenía toda la razón en el tema del sacramento del matrimonio, como en tantas
otras cosas. Con razón fue proclamado Doctor de la Iglesia el 11 de abril de
1567 por el Papa san Pio V.
Por eso el Papa san Juan Pablo II
lo tomó en muchas ocasiones como punto de referencia moral y teológica y ante el tremendo cariz que estaba tomando todo lo relacionado con el
sacramento del matrimonio y la naturaleza de la familia aseguraba que (Ibid):
“La ordenación a los fines
naturales del matrimonio (el bien de los
esposos y la generación y educación de la prole) está intrínsecamente presente
en la masculinidad y en la femineidad. Esta índole teológica es decisiva para
comprender la dimensión natural de la unión. En este sentido, la índole natural
del matrimonio se comprende mejor cuando no se le separa de la familia.
El matrimonio y la familia son
inseparables, porque la masculinidad y la femineidad de las personas casadas
están constitutivamente abiertas al don de los hijos. Sin esta apertura ni
siquiera podría existir un bien de los esposos digno de este nombre.
También sus propiedades
esenciales, la unidad y la indisolubilidad, se inscriben en el ser mismo del
matrimonio, dado que no son de ningún modo leyes extrínsecas a él. Sólo si se
lo considera como unión que implica a la persona en la actuación de su estructura
relacional natural, que sigue siendo esencialmente la misma durante toda su
vida personal, el matrimonio puede situarse por encima de los cambios de la
vida, de los esfuerzos e incluso de las crisis que atraviesa a menudo la
libertad humana al vivir sus compromisos.
En cambio, si la unión
matrimonial se considera basada únicamente en cualidades personales, intereses
o atracciones, es evidente que ya no se manifiesta como una realidad natural,
sino como una situación dependiente de la actual perseverancia de la voluntad
en función de la persistencia de hechos y sentimientos contingentes.
Ciertamente, el vínculo nace del
consentimiento, es decir, de un acto de voluntad del hombre y de la mujer; pero
ese consentimiento actualiza una potencia ya existente en la naturaleza del
hombre y la mujer. Así, la misma fuerza indisoluble del vínculo se funda en el
ser natural de la unión libremente establecida entre el hombre y la mujer”
El Papa san Juan Pablo II, muy
motivado por este tema, un año después, ante este mismo <foro> volvía a
insistir sobre el tema de la indisolubilidad del matrimonio (Discurso del Papa
san Juan Pablo II a los prelados auditores defensores del vínculo y abogados de
la Rota Romana con ocasión de la apertura del año Judicial. Lunes 28 de enero
de 2002):
“Es importante la presentación
positiva de la unión indisoluble, para redescubrir su bien y su belleza. Ante
todo, es preciso superar la visión de la indisolubilidad como un límite a la
libertad de los contrayentes, y por tanto como un peso, que a veces puede
resultar insoportable…
A esto se añade la idea, bastante
difundida, según la cual el matrimonio indisoluble sería propio de los
creyentes, por lo cual ellos no pueden pretender <imponerlo> a la
sociedad civil en su conjunto”
Verdaderamente es incierto que
los cristianos católicos pretendamos <imponer> la indisolubilidad del
matrimonio a toda la sociedad civil en su conjunto. Sólo Dios tiene el poder de
unir en vínculo conyugal al hombre y a la mujer, y esta unión tiene lugar solamente
a través del libre consentimiento de los mismos… Pero este consentimiento
humano se da por un designio divino.
¿Qué quiere decir esto? Según el
Papa San Juan Pablo II (Ibid): “Es la dimensión natural de la unión y, más
concretamente, la naturaleza del hombre modelada por Dios mismo, lo que
proporciona la clave indispensable de lectura de las propiedades esenciales del
matrimonio.
Su anterior fortalecimiento en el
matrimonio cristiano a través del sacramento se apoya en un fundamento de
derecho natural, sin el cual sería incomprensible la misma obra salvífica y la
elevación que Cristo realizó una vez para siempre con respecto a la realidad
conyugal”
En efecto, Nuestro Señor
Jesucristo elevó la unión entre hombre
y mujer a la categoría de sacramento al
asistir junto a su Madre la Virgen María y sus discípulos, a las bodas de Caná
de Galilea, relatadas por el apóstol san Juan en su Evangelio; durante las
mismas además tuvo lugar el primer signo del Señor al realizar el milagro de la
conversión del agua en vino (Jn 2, 1-11)
En este sentido, sigue
pronunciándose así el Papa san Juan Pablo II (Ibid): “Al designio divino
natural, se han conformado innumerables hombres y mujeres de todos los tiempos
y lugares, también antes de la venida del Salvador, y se conforman después de
su venida muchos otros, incluso sin saberlo. Su libertad se abre al don de
Dios, tanto en el momento de casarse como durante toda su vida conyugal.
De aquí se desprende que el
<peso> de la indisolubilidad y los límites que implica para la libertad
humana no son, por decirlo así, más que el reverso de la medalla con respecto
al bien y a las potencialidades ínsitas en la institución familiar como tal.
Desde esta perspectiva, no tiene sentido hablar de <imposición> por parte
de la ley humana, puesto que esta debe reflejar y tutelar la ley natural y
divina, que siempre es, verdad liberadora (Jn 8,32)”
Se refiere el santo Padre a aquel
pasaje de vida pública del Señor, narrado por san Juan, en el que Jesús decía a
los judíos que le estaban escuchando (Jn 8, 32-38): “Si vosotros permanecéis en
mi palabra, sois en verdad discípulos míos / conoceréis la verdad, y la verdad
os hará libres / le respondieron: Somos linaje de Abrahán y jamás hemos sido
esclavos de nadie. ¿Cómo es que tú dices: Os haréis libres? / Jesús respondió:
En verdad , en verdad os digo: todo el que comete pecado, esclavo es del pecado
/ el esclavo no se queda en casa para siempre; mientras que el hijo se queda
para siempre / por eso, si el Hijo os da la libertad, seréis verdaderamente
libres / Yo sé que sois linaje de Abrahán y, sin embargo, intentáis matarme
porque mi palabra no tiene cabida en vosotros / Yo hablo lo que vi en mi Padre,
y vosotros hacéis lo que oísteis a vuestro padre”
No se puede explicar más claro,
ni mejor que lo hizo en su día Nuestro Señor Jesucristo lo significa la
verdadera libertad del hombre, por eso el Papa san Juan Pablo II , recordando sus
palabras, aseguraba que la ley natural
inscrita en el corazón del hombre por su Creador, también se ha ocupado de la
unión entre hombre y mujer y así, sin saberlo quizás, muchos han roto la unión
indisoluble, por lo que se llama en la Santa Biblia, <dureza de corazón>,
pero eso no quiere decir que hayan operado con justicia.

Por eso continúa diciendo el Papa
(Ibid): “Esta verdad sobre la indisolubilidad del matrimonio, como todo mensaje
cristiano, está destinado a los hombres
y a las mujeres de todos los tiempos y lugares. Para que eso se realice,
es necesario, que esta verdad sea testimoniada por la Iglesia y, en particular,
por cada familia como <Iglesia doméstica>, en la que el esposo y la
esposa se reconocen mutuamente unidos para siempre, con un vínculo que exige un
amor siempre renovado, generoso y dispuesto al sacrificio”
Se deduce claramente de las
palabras del Papa san Juan Pablo II que
contra la verdad del <vínculo conyugal>, no es correcto invocar la libertad
de los contrayentes, porque al asumirlo libremente, implícitamente se están
comprometiendo a respetar las exigencias que derivan de una ley natural
inscrita por Dios en el corazón del hombre.
Verdaderamente se trata de una
cuestión de conciencia, pero el hombre sigue teniendo <dureza de
corazón>, como muy bien definió nuestro Señor Jesucristo, al hablar de estos
temas relacionados con la unión entre hombre y mujer (Mc 10, 11-12): “Si uno se
separa de su mujer y se casa con otra, comete adulterio contra la primera; / y
si ella se separa de su marido y se casa con otro, comete adulterio”
Estas palabras fueron
pronunciadas por Jesús en la región de Judea al otro lado del Jordán, a la que
le habían seguido grandes multitudes desde Galilea, para responder a la
pregunta de unos fariseos (Mt 19, 3): ¿Le es lícito a un hombre repudiar a su
mujer por cualquier motivo? Pero Él les
decía (Mt 19, 4-6): “¿No habéis leído que al principio el Creador los hizo
hombre y mujer / Por eso dejará el hombre a su padre y a su madre y se unirá a
su mujer, y serán los dos una sola carne? / De modo que ya no son dos, sino una
sola carne. Por tanto, lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”
Desafortunadamente, por la
llamada <cultura de la muerte>, en los últimos siglos, muchos hombres y mujeres no pueden aceptar estas
palabras de Dios, sin sentirse molestos y hasta críticos con Él…
La pregunta que surge entonces es
¿por qué sucede esto? El Papa san Juan Pablo II se hacía también esta pregunta
en su <Carta a las familias> (2 de
febrero de 1994), para responder a continuación: “La razón está en el
hecho de que nuestra sociedad se ha
alejado de la plena verdad sobre el hombre, de la verdad sobre lo que el hombre
y la mujer son como personas. Por consiguiente, no sabe
comprender adecuadamente lo que son verdaderamente la entrega de las personas
en el matrimonio, el alma responsable al servicio de la paternidad y la
maternidad, la auténtica grandeza de la generación y la educación”
Éste es, pues, el drama según el
Papa: Ciertos atributos sociales están sujetos a la tentación de manipular este
mensaje, falseando la verdad sobre el hombre. El ser humano no es el que
presentan ciertos estudios modernos de
una tan delicada materia... Es mucho más, como unidad psicofísica, como unidad
del alma y cuerpo, como persona…
Sí, la verdad plena sobre el
hombre ha sido revelada en Jesucristo y sin embargo, el <gran misterio>,
el <plan salvador de Dios>, anunciado por san Pablo en su Carta a los
Efesios, el racionalismo lo combate con
radicalidad. Para el racionalismo aceptar que el Dios Creador ha <bendecido
al hombre por medio de Cristo con toda clase de bienes espirituales> es
impensable.
No puede aceptar que <con su
muerte, el Hijo nos ha obtenido la redención y el perdón de los pecados en
virtud de la riqueza de la gracia que Dios derramó abundantemente sobre
nosotros en un alarde de sabiduría e
inteligencia>
(Ef 1, 7-8).
Por eso el Papa San Juan Pablo II
sigue diciendo en su <Carta a las familias>: “El racionalismo interpreta la
creación y el significado de la existencia humana de manera radicalmente
distinta; pero si el hombre pierde la perspectiva de un Dios que lo ama y,
mediante Cristo, lo llama a vivir en él y con él; si a la familia no se le dan la
posibilidad de participar en el <gran misterio>: ¿qué queda sino la sola
dimensión temporal de la vida? Queda la vida temporal como terreno de lucha por
la existencia, de búsqueda afanosa de la ganancia, la económica ante todo. El <gran misterio>, el sacramento
del amor y de la vida, que tiene su inicio en la creación y en la redención, y
del cual es causante Cristo-esposo, ha perdido en la mentalidad moderna sus
raíces más profundas. Está amenazado en nosotros y a nuestro alrededor.”

Son palabras de gran sabiduría
las de este Papa que tanto luchó por el sacramento del matrimonio y de las
familias; sí, Cristo es nuestro salvador, sin su verdad, que es la nuestra, es
imposible que una pareja y por tanto la familia pueda llegar a estar unida para
siempre, en una sociedad como la nuestra. En el Sermón de la montaña ya lo
advertía (Mt 5, 27-28): “Habéis oído que se dijo: No cometerás adulterio / Pero
yo os digo que todo el que mira con malos deseos a una mujer ya ha cometido
adulterio con ella en su corazón”
El Papa San Juan Pablo II
reflexionando sobre estos versículos del Evangelio de San Mateo seguía diciendo
en su <Cartas a las familias>: Con relación al Decálogo (Diez
Mandamientos), que tiende a defender la tradicional solidez del matrimonio y de
la familia, estas palabras de Jesús muestran un gran progreso. Él va al origen
del pecado del adulterio, el cual está en la intimidad del hombre y se
manifiesta en un modo de mirar y pensar que está dominado por la
concupiscencia. Mediante ésta, el hombre, tiende a apoderarse de otro ser
humano, que no es suyo, sino que pertenece a Dios.
A la vez que se dirige a sus
contemporáneos, Cristo habla a los hombres de todos los tiempos y de todas las
generaciones; en particular, habla a nuestra generación, que vive bajo el signo
de una civilización consumista y hedonista. ¿Por qué Cristo, en el Sermón de
la montaña, habla de manera tan fuerte y exigente?, la respuesta es muy clara:
Cristo quiere garantizar la <santidad del matrimonio y de la familia>,
quiere defender la plena verdad sobre la persona humana y su dignidad”