Esta frase de Jesús: <venid y
lo veréis>, es una dulce invitación a iniciar con Él trato amistoso y
familiar, por eso sus primeros discípulos se quedaron con Él, ya que esto era
lo que realmente ansiaban. Los cristianos de todos los tiempos estamos llamados
a seguir el ejemplo de sus primeros discípulos. Por otra parte, sin duda, una
pregunta que todo hombre se realiza, en alguna ocasión, a lo largo de su vida
es: ¿Cuál es el camino que lleva a la felicidad?
La respuesta se encuentra en Jesús, el cual desde el inicio de su vida pública aseguraba: <He venido para evangelizar a los pobres> (Lc 4, 18), lo que significa que solo Él puede comunicar el arte de evangelizar porque Él, es, el Evangelio en Persona.
La evangelización de los pueblos,
es especialmente importante en estos tiempos, cuando la dictadura del relativismo
pretende obscurecer el Mensaje de Cristo. Sin duda, hoy en día algunas ovejas
pérdidas tratan de apartar las creencias religiosas del campo de la vida
pública, relegándolas a la vida privada, simplemente con la excusa de que son
una amenaza para la igualdad del hombre, cuestión,
totalmente inexacta. Por el contrario el conocimiento de
la Palabra es una garantía auténtica de libertad y de respeto hacia el prójimo,
hacia cada persona, pues todos los seres humanos hemos sido creados por Dios.
Cinco años después de su
nombramiento como Pontífice de la Iglesia de Cristo, Benedicto XVI concedió
una entrevista al conocido periodista Peter Seewald, el cual le trasladó al
Papa algunas de las preguntas que por entonces, y aún hoy, se hacen muchos
católicos y no católicos, a las que éste respondió con gran acierto, quedando
reflejadas sus respuestas posteriormente en un libro muy interesante que toda
persona deseosa de aportar algo a la llamada <nueva evangelización> debería
leer.
Así, por ejemplo, a la pregunta del periodista sobre la Iglesia, la fe y la sociedad, más concretamente, al preguntarle acerca de la nueva forma de vida del hombre de hoy, el Papa entre otras muchas cosas reconocía que: “En nuestros días vemos cómo el mundo corre peligro de deslizarse hacia el abismo… El desarrollo del pensamiento moderno centrado en el progreso y en la ciencia ha creado una mentalidad por la cual se cree poder hacer prescindible la <hipótesis de Dios>… El hombre piensa hoy poder hacer por sí mismo todo lo que antes sólo esperaba de Dios…
El hombre ya no busca más el
misterio, lo divino, sino que cree saber: la ciencia descifrará en algún
momento todo aquello que todavía no entendemos… Es sólo cuestión de tiempo;
entonces, lo dominaremos todo…”
Sí, el Papa Benedicto XVI siempre ha conocido muy bien la sociedad que
le tocó vivir, y más concretamente la de aquellos años en los que ejerció como
Cabeza de la Iglesia Católica. Por eso se daba cuenta del cariz que estaba
tomando el pensamiento humano, alejándose de Dios para poner al hombre en su
lugar.
El Pontifice, ante esta situación, ya perpetuada a principios del siglo XXI,
intuía que: “Nos encontraríamos realmente en
una era en la que se haría necesaria una <Nueva evangelización>, en la
que el único Evangelio debería ser anunciado en su inmensa y permanente
racionalidad y, al mismo tiempo, en su poder, que sobrepasa la racionalidad,
para llegar nuevamente a nuestro pensamiento y nuestra comprensión” (La luz del
mundo. El Papa y los signos de los tiempos. Una conversación con Peter Seewald.
Herder www.erdereditorial. 2010)
Por otra parte, sin duda, el
cristianismo es una religión que de acuerdo con su fundador, Nuestro Señor
Jesucristo, garantiza auténtica libertad y respeto a los hombres , moviéndolos
a considerarse hijos adoptivos de Dios, y por tanto, a cumplir la Ley Nueva
dada por Jesús: <Amarse y respetarse como Él nos ha amado>.
No obstante, este comportamiento
exigido por Cristo a todos sus seguidores, no siempre se ha respetado como debería,
y esto ha sido así no sólo en los últimos siglos, sino también en todos los
anteriores, después de la venida del Mesías, tal como sucedió en el siglo XI,
tristemente célebre por una serie de acontecimientos históricos entre los que
destaca el llamado: <Cisma de Oriente>, esto es, la escisión con la Iglesia Romana, por una parte de la
cristiandad oriental, la cual se había iniciado con otro Cisma, que en
principio parecía prácticamente superado, el llamado: <Cisma de Focio>.
Focio fue, un hombre culto conocedor
de las ciencias políticas y teológicas, que llegó a ser secretario del Imperio,
y Patriarca de la Iglesia de Oriente. Muy ilustrado, no cabe duda, al que se
deben libros de historia sobre autores cristianos y paganos, además de otros
tratados teológicos menos conocidos, pero tenía un terrible defecto, su
inconmensurable ambición, la cual le llevó al enfrentamiento con la Iglesia de
Roma, sin tener en cuenta las consecuencias que ello provocaría.
Los Patriarcas sucesores de
Focio, aunque persistieron en las tentativas de independizarse de Roma,
conservaron las apariencias, manteniendo relativamente, buenas relaciones
con los Pontífices de Roma. Esto fue así hasta mediados del siglo XI, pero a partir
de este tiempo, se consumó definitivamente la separación entre las
Iglesias de Oriente y de Occidente, esto es, se produjo el llamado <Cisma de Oriente>, suceso que tuvo
lugar siendo Patriarca de la Iglesia de Oriente Miguel I Cerulario.
Hasta este terrible momento las rencillas
entre ambas Iglesias, parecían estar casi zanjadas, aunque la realidad, como se
demostró más tarde, era otra muy distinta.
Los Pontífices que ocuparon la
Silla de Pedro durante la primera mitad del siglo XI, antes de estallar el Cisma,
fueron aproximadamente una docena, y decimos aproximadamente, porque
concretamente uno de ellos estuvo ocupándola en tres ocasiones distintas, nos
referimos a Benedicto IX, que fue nombrado Cabeza de la Iglesia en tres períodos de este siglo: (1032-1044), en
el año 1045, y por último, desde 1048 a 1055.
Así mismo, algunos Papas
mantuvieron tan alto privilegio, dentro de la Iglesia de Cristo, un período
cortísimo de tiempo, como le sucedió a Juan XVII (1003), el cual estuvo
solamente cinco meses en la Silla de Pedro, y a Silvestre III (1045), que
solamente estuvo veinte días, esto nos da idea ya, de un hecho evidente: Nos
encontramos, durante esta primera parte del siglo XI, en un período caótico
para la Iglesia, que ya se había iniciado en siglos pasados. Solamente el
último Papa de esta época fue considerado santo por la Iglesia Católica, nos
referimos, a San León IX (1049-1054).
Habría que analizar aunque fuera
someramente los acontecimientos históricos más relevantes que tuvieron lugar
durante esta primera parte del siglo XI para llegar a entender las causas por
las que la Silla de Pedro se vio abocada a tantos vaivenes y dificultades.
En primer lugar debemos recordar
que durante el siglo XI, en Europa persistía aún el llamado Sacro Imperio
romano-germánico, pero muy disminuido en sus posesiones territoriales, y
rodeado por una serie de ducados cuyo poder iba en aumento. Así, por ejemplo,
en el año 1000, Francia ya se había convertido en un reino compuesto por una serie de territorios
independientes gobernados por condes o duques, que a su vez, estaban divididos
en señoríos menores, regidos por castellanos y caballeros. Por otra parte, se
produjo un gran avance tecnológico que provocó el aumento de productividad en
la agricultura durante este periodo de la Alta Edad Media.
En Alemania, la realeza tomó un
carácter electivo y el feudalismo se hizo también poderoso, a pesar de que el
título imperial se vinculaba a sus reyes. Sin embargo este imperio no tuvo ya
la pretensión de ser el heredero, como sucedió con el carolingio, del imperio
romano, pero la intervención de ayuda de Otón I en Italia, llamado por el Papa,
lo transformó en romano-germánico. Éste imperio a diferencia del carolingio
intervino en los asuntos exclusivos de la Iglesia, y ello conduciría a una
pugna entre los emperadores y los Papas provocando el llamado <Conflicto de
las investiduras>.
En Francia, la dinastía Capeta sucedió a la
Carolingia sin interrupción en el año 987, manteniendo viva la memoria por la
que en otro tiempo toda la nación había debido lealtad a un único rey. En el
norte de Italia, a finales del siglo X, varios dirigentes locales se pelearon
entre sí reclamando la realeza carolingia. Pero en la práctica ni los herederos
de Otón en Italia ni de los Capetos, en Francia, fueron capaces de controlar
los territorios que reclamaban para gobernar. De esta forma en el año 1000, el
verdadero poder político y militar en el continente europeo había pasado a
manos de hombres de rango inferior: duques, condes, castellanos y caballeros.
El símbolo de su autoridad era, el castillo, muchas veces una torre de madera
situada en una colina, y rodeada por una empalizada, pero que si estaba
defendida por una fuerza suficiente de caballeros, este castillo de madera,
podía convertirse en una fortificación formidable, capaz de intimidar a los
campesinos de una zona y sobre todo capaz de resistir los ataques de los Señores
rivales.
Desde sus castillos estos Señores
feudales dirigían territorios independientes en los que ejercían no sólo los
derechos de propiedad como terratenientes sobre los trabajadores del campo,
sino también los derechos públicos de acuñar moneda, juzgar casos legales,
librar guerras o incluso recaudar impuestos e imponer peajes. En definitiva, se
puede decir que en el año 1000, a consecuencia del feudalismo, Europa era menos
poderosa, sin embargo, desde el punto de vista de la vida religiosa se puede
asegurar también, que hubo un resurgimiento de la Iglesia a pesar de la situación caótica en aquellos momentos de la historia, gracias a
su gran esfuerzo para extender las Palabra
de Cristo entre los laicos, favorecer la
proliferación de las iglesias locales, y
desarrollar nuevas órdenes religiosas.
De cualquier forma el siglo XI
puede considerarse, especialmente en su primera mitad, una época en la que
reinó el espíritu cristiano, donde destacaron por su santidad, algunos grandes
hombres. Así mismo, fueron unos años en los que continuó el reconocimiento del
poder temporal de los Pontífices y la Iglesia mantuvo su espíritu en las
instituciones políticas, prosiguió la renovación y unificación de la liturgia y
florecieron las grandes figuras Papales, entre las que caben destacar a San
León IX (1049-1054),y Nicolás II
(1059-1061).
Por otra parte, recordemos que la Iglesia había concedido a Carlomagno y
sus sucesores y más tarde a Otón I y a los suyos, ciertos privilegios por la
adhesión y auxilio a la Santa Sede siempre que esta lo solicitaba. Estos
monarcas en general habían ayudado a la Iglesia promocionando la construcción
de nuevas Abadías y Obispados, pero poco a poco se fueron arrogando no sólo el
poder temporal, sino el espiritual por la concesión del anillo y el báculo a los Pontífices.
De esta situación, derivó el
hecho de que en ocasiones se nombrará personas no dignas para cargos eclesiásticos
por la sola voluntad del monarca de turno, dando lugar a lo que se denominó
como hemos comentado anteriormente la <Cuestión de la investidura>.
La Iglesia en distintas ocasiones
había protestado contra estos hechos abusivos de los monarcas, y después de
varios Papas que intentaron sin éxito una reforma de la Iglesia, para acabar
con esta situación que conllevaba además en muchas ocasiones un pecado adicional,
denominado simonía, subió a la Silla de Pedro el cardenal Hildebrando, monje de
Cluny. Este hombre humilde y de gran fe, se opuso en principio a aceptar este
cargo tan importante para la Iglesia Católica pero finalmente accedió al Pontificado
con el nombre de Gregorio VII (1073-1085), para tratar de erradicar todos estos
problemas, anteriormente comentados, de la Iglesia. Sin embargo, no fue hasta
la segunda mitad del siglo XI cuando por fin la Iglesia católica se vio libre
totalmente de todas estas irregularidades tan reprochables, por las que siempre
ha pedido perdón.
Con todo, eso no quiere decir que
en la primera mitad del siglo XI antes de que estallara el Cisma de Oriente
definitivamente, no existieran ejemplos de santidad admirables dentro de la
Iglesia católica e igualmente podemos recordar que también se produjeron persecuciones
y hasta muertes de algunas personas que fueron fieles a Cristo con todas las
consecuencias.
Recordaremos en primer lugar algunos casos ocurridos en Occidente, y más concretamente en aquella zona que hoy en día constituye parte del continente Europeo. Este fue el caso de San Gerardo Obispo de Chonad (Hungría), que había nacido en Venecia a principios del siglo XI, y había renunciado desde muy joven a los placeres mundanos para consagrarse al servicio de Dios en un monasterio.
El rey en agradecimiento le
nombró Obispo de la Sede de Chonad, una ciudad a pocas leguas de Temeswar,
donde se encontró con una población que en su mayoría practicaba la idolatría.
Sin embargo, sus predicaciones alcanzaron pronto la recompensa de ver que
muchas de aquellas gentes arrepentidas de sus pecados se convertían al
cristianismo con gran satisfacción y alegría del rey, el cual ya apuntaba por su
comportamiento, que llegaría a ser considerado santo en su día por la Iglesia católica.
Sucedió sin embargo que el
heredero de San Esteban en el trono de Hungría, (sobrino de éste), era un
hombre corrupto y pecador, que en seguida consideró a San Gerardo su mortal
enemigo, pero con ello consiguió que sus propios súbditos lo expulsaran del
país en el año 1042, siendo entonces coronado rey, un noble llamado Abas, el
cual esperaba que, según la costumbre establecida por San Esteban, el Obispo
Gerardo le entregara la corona de rey, pero el santo renunció a tal
privilegio y esto no le gustó. Un par de
años más tarde los mismos nobles que habían dado la corona a Abas se volvieron
contra él y le cortaron la cabeza.
El país iba de mal en peor, pues
no había control sobre la denominación de los monarcas que iban siendo
candidatos a la corona. Finalmente un primo de San Esteban, Andrés, fue
coronado pero con la condición de que restaurara la idolatría en el país.
Al enterarse San Gerardo de tal
sacrilegio, se puso en contacto con otros Obispos de la zona para ir a disuadir
al posible nuevo rey de tal propósito, pero cuando estos buenos hombres estaban
cruzando el río Danubio se encontraron con un grupo de soldados dirigidos por
el duque de Vatas, un hombre inmerso totalmente en la idolatría, los cuales atacaron primero a
Gerardo sometiéndole a una cruel lapidación y como el santo no se defendía y
tampoco lograban matarlo, lo arrastraron por el suelo.
Mientras él seguía
rezando con las mismas palabras que lo hiciera el protomártir de la Iglesia católica
San Esteban en recuerdo del Hijo de
Dios en la Cruz: <Señor no se lo
tengas en cuenta pues no saben lo que hacen>. Al oír estas palabras aquellos
acólitos del demonio le clavaron una lanza a consecuencia de la cual el santo
por fin fue al encuentro del Señor, un 24 de septiembre de 1046.
Recordaremos también, aunque de
forma más breve, otro ejemplo magnífico de santidad y martirio en el seno de la
Iglesia católica, que tuvo lugar durante la primera mitad del siglo XI. Nos
referimos a San Arialdo de Milán, el cual fue asesinado cuando intentó reformar
el clero.
Había nacido en el seno de una
familia noble, en Cucciago, cerca de Como. Estudió en la Om y en París, siendo
poco después ordenado diácono en Milán. Junto a otros compañeros como Anselmo
de Vaggio, encabezó una organización cuya intención era renovar las costumbres del clero, inmerso por
entonces en pecados tan graves como la
simonía. Sin embargo, el Obispo Guido de Veleta excomulgó al santo por este
motivo y tuvo que ser el Papa Esteban IX el que levantara esta cruel e
incorrecta excomunión, alentándole a que siguiera con su reforma.
No pudo ser, los esbirros de este
personaje tan depravado, asesinaron a
San Arialdo de Milán y diez días más tarde de tan terrible suceso el cuerpo del
santo fue encontrado en el lago Maggiore, poniendo de manifiesto el crimen
cometido (1067). El Papa Alejandro IV (1254-1261), lo declaró mártir de la
Iglesia católica.
Un aspecto interesante que
convendría recordar respecto a los santos y santas de la primera mitad del
siglo XI es el hecho de que entre ellos
abundaron los condes y las
condesas, los príncipes y princesas, los
reyes y las reinas y hasta algún
emperador y alguna emperatriz.
Así por ejemplo tenemos el caso de santa Adelaida Vilich, hija del conde de Güeldress y nieta de Carlos III de Francia. Había nacido probablemente a finales del siglo X en Alemania, y era muy joven cuando ingresó en un convento cuyo carisma se basaba en la regla de San Jerónimo. Sus padres, muy religiosos, habían fundado el convento de Vilich, al otro lado de la ciudad de Bonn y a él se trasladó la joven, a la muerte de su madre, llegando a ser Abadesa del mismo.
Muy pronto corrió su fama de
santidad, así como su posible capacidad de realizar milagros por la gracia de
Dios, y esto atrajo la curiosidad del Arzobispo de Colonia, el cual quiso
hacerla Abadesa de otro convento mayor, concretamente el de Santa María de
Colonia. El emperador Otón III confirmó este nombramiento, y así la santa se
mantuvo como Abadesa de dos conventos a la vez, el de Vilich y el de Santa
María respectivamente, aunque su muerte tuvo lugar en el convento de Colona a
principios del siglo XI (1015)
Por otra parte Santa Casilda, virgen
de Toledo, era hija del rey Cano famoso por sus batallas contra los cristianos.
Esta santa se cuenta que era poseedora de una rara belleza corporal, pero sobre
todo, y esto es lo más importante, de una gran belleza espiritual. Socorría a
los indigentes de la corte y cuando su padre se enteró, montó en cólera y la
espiaba para poderla acusar con pruebas de sus indebidos actos de caridad.
Un
día, se cuenta, que por fin la encontró en un corredor del castillo llevando un
cesto lleno de panes y viandas ¿Qué llevas ahí Casilda? Le preguntó el rey su
padre. Temiendo ella la reacción de su progenitor y para evitar que le
arrebatara las provisiones destinadas a los pobres, contestó: <llevo
rosas>. El padre no la creyó. Abrió la cesta de la santa con ánimo de ponerla
en grave aprieto, por su mentira piadosa, y en lugar de viandas apareció ante
sus atónitos ojos las rosas que Casilda había mencionado.
Esta joven santa no llegó a
contraer matrimonio como era el deseo de su padre, porque una grave enfermedad
lo impidió. Ella deseaba ardientemente profesar la religión cristiana y
habiendo sabido del poder curativo de las aguas de una laguna situada en San
Vicente, cerca de Briviesca, rogó la princesa a su padre la dejase partir hacia
allí para tratar de curarse. El padre aceptó, porque por entonces tenía
concertada una tregua bélica con el rey cristiano Fernando I el Magno. La
recibieron con alegría, el rey de Castilla, los Obispos, el clero, la nobleza,
así como una innumerable multitud que la siguieron hasta la laguna, y nada más que entró en las aguas de las mismas, se cuenta,
que se produjo un milagro y sanó. Por otra parte, habiendo pedido el sacramento
del bautismo y habiéndolo recibido, no quiso volver a la corte de su padre y
prefirió permanecer en una ermita humilde el resto de sus días, hasta mediados
del siglo XI (1050), año en el que tuvo lugar su glorioso tránsito hacia el
cielo.
Todavía quisiéramos recordar a
otra mujer perteneciente a la aristocracia, nos referimos a la conocida emperatriz
que junto con su esposo, proclamado también santo, fue considerada santa por la Iglesia; este matrimonio, constituyó un ejemplo admirable de
amor a Cristo y su mensaje. Nos estamos refiriendo concretamente al matrimonio
formado por Santa Cunegunda y San Enrique (Duque de Baviera), que fue elegido
rey de los romanos en el año 1002. Dos años más tarde Santa Cunegunda fue junto
con su esposo a Roma para ser coronados emperadores durante el Pontificado de
Benedicto VIII (1012-1024). Esta santa mujer debió enfrentarse a graves
calumnias sobre la promesa de fidelidad a su esposo y para evitar el escándalo
entre sus súbditos, se sometió gustosa a la tremenda prueba de andar sobre
brasas, prueba que superó de forma extraordinaria saliendo ilesa de la misma. El
emperador su esposo ante semejante sacrificio, condenó a sus detractores e hizo
ante ella grandes actos de enmienda, por haber dudado siquiera un instante de
su virginidad.
Santa Cunegunda ayudó mucho a la
Iglesia de su tiempo, colaborando en la construcción de nuevos monasterios. A
uno de los cuales, se retiró para hacer vida ascética a la muerte de su querido
esposo. Donó toda su fortuna a la Iglesia, de forma que quedó en una situación de auténtica miseria,
vistió un hábito sencillo y se consagró a Dios para el resto de su vida
olvidándose totalmente de que en otro tiempo fue una rica y poderosa
emperatriz. Así pasó los últimos quince años de su vida y fue tal su deseo de
mortificación que cayó enferma y las religiosas del monasterio donde estaba
acogida se afligieron en extremo al pensar en la cercanía de su muerte. Ella en
cambio parecía feliz de poder por fin caminar al encuentro con el Señor y pidió
que la enterraran con sencillez, como
cualquier otra monja, lo cual tuvo lugar en el año 1040. Su cuerpo descansa en
la actualidad junto al de su esposo en
Bamberg.
A pesar de todos estos ejemplos
de indudable santidad entre personas pertenecientes a la nobleza del siglo XI,
debemos recordar una vez más que con el sistema político denominado feudalismo se
causaron grandes estragos a la Iglesia, fundamentalmente debido a la desmedida
injerencia de algunos reyes y cortesanos en los temas concernientes a la misma.
Especialmente negativos fueron los problemas surgidos en algunos monasterios
donde la disciplina monacal llegó a relajarse en demasía, tanto durante el
siglo X como a principios del siglo XI. Contra este estado de cosas se levantó
la llamada <Reforma Cluniacense>, iniciada por primera vez con Guillermo
de Aquitania (910), el cual puso la abadía de Cluny bajo la dependencia
absoluta del Papa.
Se produjo una segunda reforma
monástica, más tarde, de los monasterios cluniacenses especialmente por
toda Europa, los cuales se pusieron bajo
una sola casa matriz. De esta forma en el año 1049 existía ya un gran número de
estos monasterios en una situación de plena libertad respecto de los poderes
seculares o eclesiásticos locales.
Cluny tomó una enorme fama por
sus elevadas normas espirituales y su vida litúrgica perfectamente
reglamentada. Se cuidó mucho la mejora de las normas por las que se regía la
vida religiosa, de forma que los votos benedictinos eran estrictamente
necesarios para la admisión de los monjes y la selección de abades y priores,
se realizaba siempre por libre elección de los monjes, sin compra ni venta del
cargo como en otras ocasiones había sucedido. Esta reforma monástica tuvo una
gran influencia entre los laicos, por el buen ejemplo que suponía, dando lugar
a un gran número de vocaciones religiosas, y existieron ejemplos de gran santidad entre los
Obispos de la época, e incluso mártires, como San Gerardo, Obispo de Chonad,
apóstol de una gran zona de Hungría pero que era natural de Venecia y había
nacido a principios del siglo XI.
Otros Obispos santos fueron San Ansfrido (1010) San Bononio de Lucedio (1026), San Guerdo de Agriguento
(1040) y San Macario (1012). Este último había nacido en Antioquía a finales
del siglo X y a los dos años de haber sido promovido Arzobispo de Antioquía,
tras la muerte de su tío, dejó la diócesis en manos de un eclesiástico llamado
Eleuterio para marchar en peregrinación a Tierra Santa. Allí le acogió muy bien
el Patriarca de Jerusalén pero durante su estancia en Tierra Santa tuvo la
desgracia de ser secuestrado por los enemigos de la Iglesia, los cuales le
sometieron a terribles martirios y finalmente le encarcelaron.
Sus hagiógrafos narran que un ángel del Señor le liberó de su prisión y así pudo volver a Occidente. Pasó por Grecia y Dalmacia llegando finalmente a la ciudad de Colonia. Como no tenía dinero, pagaba su hospedaje por los distintos lugares que pasaba, haciendo milagros y de esta forma se cuenta que curó a muchos enfermos. Finalmente el Abad Etembaldo le recibió en el monasterio de Bavón, donde convivió con los monjes en paz y gracia de Dios, hasta el momento de su muerte, que fue causada por una epidemia de peste. Su último milagro se dice que fue el cese de este terrible mal el mismo día de su muerte.
Es importante recordar así mismo,
que durante la primera mitad del siglo XI, antes del Cisma de Oriente, y
durante lo que se podría llamar período de reconstrucción del Sacro Imperio
Germano-Romano, más concretamente al final del mismo, la Iglesia tuvo la suerte
y enorme alegría de estar dirigida por un Papa santo, nos referimos a San León IX (1049-1054).
León IX, nombre que quiso tomar
Bruno de Egisheim Dagsburg, nació en Egisheim (Francia). A la muerte del Obispo
Hermann de Toul, con sólo veinticuatro años, fue propuesto por el clero para
sucederle. Años después fue proclamado Papa, llegando a Roma en el año 1049 a
pie con hábito de peregrino y un prestigio de santidad reconocido. El nuevo
Papa tuvo desde el principio las cosas muy claras, luchó denodadamente contra
la clerogamia, establecida entre clérigos y Obispos alejados del mensaje de
Cristo y declaró la simonía un grave pecado contra la fe.
Recordemos que la simonía deriva
del pecado cometido por Simón el Mago, narrado por San Lucas en su libro de los
<Hechos de los Apóstoles> (Hch 2,9-25). San Lucas narra que durante un cierto tiempo este mago venía
practicando la magia en la ciudad (Samaría), embaucando a las gentes que creían
que era un ser extraordinario, pero cuando Felipe (el diácono), llegó a la
ciudad, las cosas cambiaron radicalmente, porque Felipe predicaba el mensaje de
Cristo y hacía grandes milagros, y entonces las gentes se bautizaban y le
seguían a él. Habiendo oído los apóstoles lo que sucedía en Samaría y habiendo
recibido la palabra de Dios que les impulsaba a ir hasta allí para comprobar (in
situ), lo que sucedía, fueron Pedro y Juan los elegidos para llegar hasta
aquellas gentes que todavía no habían recibido el bautismo en nombre de Jesús,
ni habían recibido el Espíritu Santo. Al ver Simón el Mago que tras la
imposición de las manos de los apóstoles, se impartía el Espíritu Santo, les
ofreció dinero y les dijo (Hch 9,19): “Dadme también a mí ese poder
para que aquellos a los que yo ponga las manos reciban el Espíritu Santo”
Pedro entonces le dijo (Hch
9,20-23): “Al infierno tú con tu dinero por
pensar que el don de Dios se puede
comprar / No tienes parte ni herencia en este don, pues tus intenciones son
torcidas a los ojos de Dios / Arrepiéntete de esta maldad y ruega al Señor que
te perdone por haber llegado a pensar tal cosa / pues veo que estas lleno de
amargura y la maldad te tiene encadenado”
Los hombres siempre debemos estar
preparados ante los ataques del enemigo común, la simonía es un pecado que sigue
existiendo ¡y en qué medida! en este siglo, por eso, deberíamos encomendarnos
constantemente al Señor, por ejemplo con estas palabras: “Líbrame, Señor, de la muerte
eterna en aquel día tremendo: En que se han de mover cielos y tierra/ Cuando
vengas a juzgar al mundo por el fuego: Tiemblo y temo ante el juicio y la ira
divina venidera/ Día aquel, día de la ira, de calamidad y de miseria, día grande
y en extremo amargo”
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