Como aseguraba el Papa Benedicto
XVI, en su Carta Encíclica <Spe Salvis>: La verdadera la gran esperanza
del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios,
el Dios que ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo, hasta el total
cumplimiento. Y el Dios que nos ha amado hasta el extremo, es Cristo, es Jesús,
el Hijo Unigénito del Padre.
La muerte de Jesús, del Redentor de los hombres, es el hecho más transcendental de la historia de la humanidad. Él consumó la obra que el Padre le había encomendado, y con la mayor sencillez, de su boca salieron sólo éstas palabras: <Consumado está>. Así narró San Juan los últimos momentos de la vida del Señor (Jn 19, 28-30):
Desde siempre la Iglesia ha
identificado esta sed real, abrasadora,
uno de los tormentos más terribles de la muerte por crucifixión, debido a la
gran pérdida de sangre y la fiebre que le acompaña, con aquella sed mayor, que
asocia el evangelista con las palabras: <Para que se cumpliesen las Escrituras>,
que el Redentor moribundo experimentó,
por llevar hasta el último término, hasta las últimas consecuencias, la obra
salvadora de los hombres, que el Padre le había confiado.
Por eso hay que repetirlo una y mil
veces: <La verdadera, la gran esperanza del hombre no puede ser otra que
Jesús, el Cristo, el Hijo único del Padre>. Con razón el Papa Benedicto XVI
aseguraba en su Carta Encíclica, anteriormente mencionada, que <quien no
conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin
esperanza>. Porque sólo Jesús es la gran esperanza que sostiene la vida de
los seres humanos. Sólo, como sigue diciendo el Papa en su Carta, <quien ha
sido tocado por el amor, empieza a intuir, que quiere decir la palabra
esperanza, que hemos encontrado en el rito del Bautismo>.
Jesús vino a este mundo para que
el hombre tuviera <vida y la tuviera en plenitud, en abundancia>, esa
vida, es la vida eterna, la gran esperanza que ha de superar todas las demás. Pero, ¿ cómo lograremos alcanzar ésta esperanza
salvadora? La respuesta a esta comprometedora pregunta la podemos encontrar en
la Constitución Dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II (Lumen
Gentium Cap. 5º. Universal Vocación a la Santidad en la Iglesia nº 42):
“Dios es caridad, y el que
permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él (I Jn 4,16). Por
consiguiente, el primero y más imprescindible don es la caridad, con la que
amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Él. Pero, a fin de que la caridad crezca en el
alma como una buena semilla y fructifique, todo fiel debe escuchar de buena
gana la palabra de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia.
Participar frecuentemente de los Sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en
las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la oración, a la abnegación de
sí mismo, al solícito servicio de los hermanos y al ejercicio de todas las
virtudes. Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf
Col. 3, 14; Rm 3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y
los conduce a su fin. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo
sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo”
Se menciona en este artículo de
la Constitución <Lumen Gentium>, a propósito del don de la caridad, y de
todas las virtudes que el hombre debe practicar, con objeto de alcanzar el Reino
de Dios, la Carta que San Pablo envió al pueblo de Colosas (antigua ciudad de
Frigia).
La Iglesia de Colosas no parece, según todos los indicios, que fuera fundada por el apóstol San Pablo, sino que pudiera deberse a un discípulo de éste, llamado Epafrás. El detonante que llevó al apóstol a escribir esta carta, tan significativa, fue la propagación malsana de ideas defendidas por ciertos habitantes de dicha ciudad que habían sido captados por los herejes, con objeto de engrosar las filas de los primeros representantes o precursores del gnosticismo.
El peligro mayor de estos grupos
que practicaban una doctrina herética era que se camuflaban entre los
cristianos, asegurando que ellos habían recibido la auténtica doctrina de
Cristo, pues eran seres privilegiados, los únicos conocedores de los secretos
divinos, y de esta forma arrastraban tras de sí a muchas personas con sus
engaños.
San Pablo percibió enseguida el gran peligro de estas farsantes doctrinas, y se apresuró a reprimirlas con energía, para que quedara completamente claro cuál era la verdadera doctrina de Cristo, especialmente en los temas referentes a la caridad con Dios, y por Él hacia todos los hombres (Col 3, 12-14):
"Revestíos, pues, como elegidos
de Dios, santos, y amados, de entrañas
de misericordia, de benignidad, humildad, mansedumbre, longanimidad, / sobrellevándoos los unos a los
otros y perdonándoos recíprocamente siempre que alguno tuviera alguna querella
contra el otro. Como por su parte Cristo os perdonó a vosotros, así también
vosotros / Y sobre todas estas cosas
revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección"San Pablo percibió enseguida el gran peligro de estas farsantes doctrinas, y se apresuró a reprimirlas con energía, para que quedara completamente claro cuál era la verdadera doctrina de Cristo, especialmente en los temas referentes a la caridad con Dios, y por Él hacia todos los hombres (Col 3, 12-14):
También el apóstol San Juan participaba de estas mismas ideas y
así en su primera Carta aseguraba (I Jn 4, 7-10): "Carísimos, amémonos los unos a los otros, porque el amor procede
de Dios, y todo el que ama, de Dios ha nacido, y conoce a Dios / Quién no ama no conoció a Dios,
porque Dios es amor / En esto se manifestó el amor de
Dios en nosotros, en que a su Hijo Unigénito, le envió Dios al mundo, para que vivamos por Él / en esto está el amor: no que
nosotros hubiéramos amado a Dios sino que Él nos amó a nosotros y envió al Hijo
suyo, propiciación por nuestros pecados"
Esta Carta la escribió el apóstol San Juan a los fieles de Asia Menor, algunos años después de que San Pablo escribiera a los feligreses de la Iglesia de Colosas, por idénticos motivos: los seguidores del gnosticismo, a la cabeza de los cuales se encontraba Cerinto. Estos, habiendo blasfemado contra Cristo y su Iglesia, propagaban doctrinas completamente infectas y contrarias a la palabra divina, que por desgracia, de una u otra forma, han persistido en el tiempo hasta nuestros días, tal como han denunciado algunos de los últimos Pontífices de la Iglesia.
Pues bien, durante su ministerio
en Jerusalén, próxima a su Pasión, Muerte y Resurrección, Jesús nos habló una
vez más del primer mandamiento de la ley de Dios. Fue con motivo de la pregunta
que un escriba bien intencionado le había hecho: ¿Cuál es el primero de todos
los mandamientos? Jesús de inmediato respondió (Mc 12, 29-34):
"El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor / y amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas / el segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos / Y le dijo el escriba: ¡Bien, Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno sólo y no hay otro fuera de Él / Y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo como así mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios / Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios. Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas"
Como recordaba el Papa San Juan
Pablo II (30 de octubre de 1988): “Al escriba, tras contestar a sus
preguntas, recordando la primacía a Dios…, Jesús le dirá: <No estás lejos
del Reino de Dios>. Efectivamente: el Reino de Dios es la realización del
entero <orden del amor>. Se podría decir, empleando las palabras
pronunciadas en nuestros tiempos por Pablo VI, de toda la <civilización del
amor>.
Dios: el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, se convierten desde ahí dentro, en la potencia, la fuerza del
hombre, la roca y la fortaleza de su humanidad. Sólo siguiendo este camino, el
hombre, transformado interiormente por el amor, puede hacer del mundo en el que
vive un lugar más humano, más digno de la humanidad. Puede contribuir a <la
civilización del amor>, que es su gran <proyecto evangélico> para organizar y regir el mundo según la plena
dignidad del hombre. Y, a través de dicha civilización, acercarse también al Reino
de Dios”.
Cabría preguntarse tras estas
sentidas palabras del Papa San Juan Pablo II ¿Cuáles son los <lugares> de
aprendizaje y ejercicio de esta esperanza? Es la pregunta que también se han
planteado tantos Padres y doctores de la Iglesia, y la respuesta a la que ellos
han llegado, siempre ha sido la misma, a lo largo de todos estos siglos: Sin la
esperanza que ha de superar todas las demás, esto es, sin el Dios Trino, que
<abraza el universo y nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos
no podemos alcanzar> nada podríamos hacer (Spe Salvi. Benedicto XVI).
Para el Papa Benedicto XVI, son
tres éstos <lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza> que él
describe y analiza en profundidad en su Carta Encíclica anteriormente
mencionada, y lo hace bajo los epígrafes siguientes: 1) La oración como escuela
de esperanza 2) El actuar y el sufrir como lugares de aprendizaje de la
esperanza y 3) El juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza.
Son muchos los estudios y
análisis realizados, desde la presentación en Roma el 30 de noviembre, fiesta
de San Andrés del año 2007, de esta excepcional Carta Encíclica del Papa
Benedicto XVI, que todos los creyentes y aún los no creyentes deberían leer en
algún momento de su vida, porque contiene las bases sobre las que se afinca la
esperanza del género humano.Recordaremos algunos de los párrafos que nos han parecido más importantes dentro de cada uno de los tres epígrafes anteriormente recordados, contenidos en dicha Carta.
Refiriéndose al primero: <La
oración como escuela de esperanza>, el Papa Benedicto XVI nos advierte de
que: “Cuando ya nadie me escucha, Dios
todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie,
siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, cuando se
trata de una necesidad o expectativa que supera la capacidad humana de esperar,
Él puede ayudarme (C.I.C. nº 2657). Si me veo relegado a la extrema soledad… el
que reza nunca está totalmente solo”.
Como ejemplo extraordinario de estas palabras, nos presenta el Santo Padre la figura del Obispo vietnamita Françoise-Xavier Nguien ban Thran, el cual dio testimonio de fe desde las cárceles de su País (1975-1988) y que consiguió hacer de los hombres que le tenían constantemente vigilado e incomunicado, sus amigos, sólo con la ayuda de la oración y el testimonio de amor a Dios y por Él, a los que le odiaban por sus creencias. Él nos dejaba el testimonio siguiente de camino a la cautividad (“Cinco panes y dos peces” Car. F.X. Nguien ban Thran. Ed. Ciudad Nueva. 2000):
“De camino a la cautividad he
orado: <Tú eres mi Dios y mi todo Jesús>, y ahora puedo decir como San
Pablo: <Yo, Francisco, prisionero de Cristo> en la oscuridad de la noche,
en medio de este océano de ansiedad, de pesadilla, poco a poco me despierto:
debo afrontar la realidad. Estoy en la cárcel. Si espero el momento oportuno de
hacerme verdaderamente grande ¿Cuántas veces en mi vida se me presentarían
ocasiones semejantes? Jesús no espera; vivo el momento presente colmándolo de
amor. La línea recta está formada por millones de puntitos unidos entre sí.
También mi vida está integrada por millones de segundos y minutos unidos entre
sí…
El camino de la esperanza está enlosado de pequeños pasos llenos de esperanza. La vida de la esperanza está hecha de breves minutos de la esperanza. Como tú, Jesús, que has hecho siempre lo que agrada al Padre. Cada minuto quiero decirte, Jesús te amo; mi vida es siempre una nueva y eterna alianza contigo.
El Papa Benedicto XVI,
dentro de su análisis sobre los <Lugares de aprendizaje y ejercicios de la
esperanza>, concretamente refiriendose a <El actuar y el sufrir como lugares de
aprendizaje de la esperanza> dice: “Toda actuación recta y seria del
hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos
de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas…
Pero el
esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos, nos
cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella
esperanza más grande, que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño y por el fracaso en los
acontecimientos de importancia histórica…
Sólo la gran esperanza-certeza de
que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su
conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor, gracias al
cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese
caso dar todavía ánimo para actuar y continuar…”Por otra parte, respecto al sufrimiento como lugar de aprendizaje de la esperanza, el Papa manifiesta sus sentimientos y enseñanzas ampliamente y con muy bellos ejemplos, como el dado por el mártir, Pablo Le-Bao-Thin (Sacerdote vietnamita de la primera mitad del siglo XIX, que murió decapitado por sus creencias), del que resalta algunos de sus pensamientos correspondientes a una carta que escribió desde la cárcel:
Pero Dios, que en otros tiempos libró a los
tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de las
tribulaciones y las convierte en dulzuras, porque es eterna su misericordia. En
medio de estos tormentos, que aterrorizan a cualquiera, por la gracia de Dios
estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy sólo, sino que Cristo está conmigo…”
Éste es un ejemplo estremecedor de como mediante la fuerza de la esperanza de esa esperanza-certeza, que proviene de la fe, el sufrimiento se transforma en gozo y alegría por la constatación cierta de la cercanía de Cristo, que comparte nuestras angustias y nos da valor para seguir adelante. Ciertamente como asegura el Papa Benedicto, la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor al bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad…
Indudablemente, no todos estamos
capacitados para seguir hasta tales extremos el caminar de los santos mártires,
pero como el Papa sigue diciendo, podemos intentarlo y sobre todo podemos
volver a la antigua y sabia costumbre de ofrecer las pequeñas dificultades
cotidianas, que nos aquejan siempre, cada día, para contribuir de algún modo a
fomentar el bien y el amor entre los hombres; quizás de esta forma podamos preguntarnos si
ello no podría volver a ser una práctica inigualable para cada uno de nosotros.
Por último, el tercer epígrafe,
dentro del mismo apartado, dedicado a los <Lugares de aprendizaje y
ejercicios de la esperanza>, lo reserva el Papa Benedicto al tema del <El
Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza>. Este tema tan
importante, pero a la vez tan delicado, es tratado en profundidad y con
realismo en su Carta Encíclica (Ibid), a pesar de que como asegura el
Pontífice:
“En la época moderna, la idea del <Juicio final> se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y orienta sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la historia universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del progreso. Pero el contenido fundamental de la esperanza del < Juicio> no es que haya simplemente desaparecido, sino que ahora asume una forma totalmente diferente”
No podemos resumir todas las cuestiones tan importantes que el Papa desarrolla en este apartado de su Carta, por eso el mejor consejo que podríamos dar, sería la necesidad de leer detenidamente toda la catequesis que sobre el tema del <Juicio final> se realiza en la misma.
“Dios mismo se ha dado una
imagen: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado, lleva al extremo la negación de las falsas
imágenes de Dios. Ahora Dios revela su rostro precisamente en la figura del que
sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola
consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios
existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces
de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe.
Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la reparación del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el <Juicio final> es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente en las convulsiones de los últimos siglos.
Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre, está hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede tener, en absoluto, la última palabra, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva”
También el Papa San Juan Pablo
II, ante la pregunta de un periodista sobre la vida eterna, expresaba su
opinión sobre la injusticia de la historia y se preguntaba: ¿El Dios que es
Amor no es también justicia definitiva? ¿Puede Él admitir que terribles
crímenes, puedan quedar impunes?... Se hacía así mismo la pregunta: ¿La pena
definitiva no es en cierto modo necesaria para obtener el equilibrio moral en
la tan intrincada historia de la humanidad? Y también esta otra: ¿La existencia
del infierno, no es en cierto sentido la última tabla de salvación para la
conciencia moral del hombre?...
Jesús es sus enseñanzas mencionó
varias veces esta tabla de salvación (infierno) para la conciencia moral del
hombre, tal como recogen las preguntas del Papa San Juan Pablo II. Uno de los
ejemplos más significativos al respecto es aquel en el que Jesús narra la
parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, ante unos hombres entre los que se
encontraban precisamente bastantes ricos y poderosos.
En concreto, algunos
fariseos habían sido reprendidos con anterioridad por Jesús, por su extremada
avaricia y también su gran incredulidad, porque aunque eran ciertamente muy
rigurosos en la interpretación de la ley, su autosuficiencia, consecuencia de
una desmedida soberbia, les impedía reconocer en Jesús, al Hijo del hombre, al
Mesías.
Jesús narró la parábola
del hombre rico y del hombre pobre, para ponerles en guardia de lo que les
esperaba a ellos, y por extensión a todos aquellos que siguieran su ejemplo,
después de la muerte y el <Juicio final> (Lc 16, 19-31)
En este punto conviene recordar la catequesis de Benedicto XVI, para aclarar la situación que Jesús nos presenta en su parábola (Spe Salvi. Carta Encíclica de Benedicto XVI):
“En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, Jesús ha presentado como advertencia la imagen de un alma arruinada por la arrogancia y la opulencia, que ha causado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el pozo de la cerrazón en los placeres materiales, el pozo del olvido del otro y la incapacidad de amar, que se transforma así ahora en una sed ardiente y ya irremediable"
Sigue diciendo el Papa Benedicto
XVI en su Carta Encíclica (Ibid): “La opción de vida del hombre se
hace definitiva con la muerte, esta vida suya
está ante el juez. Su opción que se ha fraguado durante el transcurso de
toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han
destruido totalmente en sí mismos el deseo de la verdad y la disponibilidad
para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentiras; personas
que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellos mismos el amor.
Esta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría nada remediable y su destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno. Por otro lado, puede haber personas purísimas, que se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora su ser y cuyo caminar hacia Dios las lleva sólo a culminar lo que ya son”
Entre estos dos extremos nos
movemos en realidad la mayoría de los seres mortales, pero la pregunta que
surge es ¿Qué sucede con esta clase de personas cuando comparecen ante el juez
supremo? San Pablo en su primera Carta a los Corintios, nos da una idea del
efecto diverso del <Juicio de Dios> sobre el hombre, según su condición.
El apóstol dice sobre la existencia cristiana: <Que ante todo está
construida sobre un fundamento en común, Jesucristo y que este fundamento
resiste si hemos permanecido firmes sobre él y hemos construido sobre el mismo
nuestra vida. Sabemos que este fundamento es imposible perderlo ni siquiera con
la muerte>.
En efecto, San Pablo sobre la naturaleza del Ministerio Apostólico llega a expresarse en los términos siguientes (I Co 3, 10-17):
"Según la gracia de Dios que me
ha sido dada, yo puse los cimientos como sólido arquitecto, y otro edifica sobre
ellos. Cada uno mire como edifica / pues nadie puede tener otro
cimiento distinto del que está puesto, que es Jesucristo / Sobre este fundamento uno puede
construir con oro, plata, piedras preciosas, maderas, caña y paja / El trabajo de cada uno aparecerá
claro el día del juicio, porque ese día se manifestará con fuego, y el fuego
probará la obra de cada uno / Si la obra resiste la prueba de
fuego, recibirá el premio; / Si se consume, lo perderá todo,
aunque él se salvará, pero como el que escapa del fuego / ¿No sabéis que sois templos de
Dios, y que el Espíritu de Dios habita
en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él / porque el templo de Dios, que
sois vosotros, es santo"
Según el Papa Benedicto XVI el < Juicio de Dios> es esperanza, tanto
porque es justicia, como porque es gracia y por eso, todos debemos esperar con
temor y temblor, pero llenos de confianza el encuentro con el <Juez supremo>,
al que conocemos como nuestro Paracleto (Abogado, Defensor) (I Jn 2,1-2):