En una conferencia pronunciada durante un <Congreso de catequistas y profesores de religión>, celebrado en Roma en el año 2000, el por entonces Cardenal Joseph Ratzinger (Posteriormente elegido Papa con el nombre de Benedicto XVI), definió de una forma preclara el concepto de evangelizar. Él aseguraba lo siguiente:
“La vida humana no se realiza por
sí misma. Nuestra vida es una cuestión abierta, un proyecto incompleto, que es
preciso seguir realizando…
¿Cómo se lleva a cabo este
proyecto de realización del hombre? ¿Cómo se aprende a vivir? ¿Cuál es el
camino que lleva a la felicidad?...
Evangelizar quiere decir mostrar
el camino, enseñar el arte de vivir”
Todos aquellas personas que de
una u otra forma se han sentido llamadas a evangelizar, y se han implicado en
esta labor, han de aceptar que la definición del Papa Benedicto XVI, no es
solamente correcta, sino que refleja, de forma viva lo que significa esta
experiencia maravillosa; porque en definitiva, evangelizar es en verdad,
aquello que enseña el arte de vivir… de vivir teniendo como meta la santidad y
el deseo de alcanzar la verdadera felicidad, alcanzar el Reino de Dios.
Pues bien, para aquel que
llegaría a ser un día Papa, la impaciencia era una tentación peligrosa que podía
seducir al hombre en la búsqueda de un éxito inmediato en el campo de trabajo
de la evangelización; porque como aseguraba, no era ésta una aptitud adecuada para alcanzar
el Reino de Dios (Ibid):
“Para el Reino de Dios, así como
para la evangelización, instrumento y vehículo del Reino de Dios, vale siempre
la parábola del grano de mostaza (Mc 4,31-32). El Reino de Dios vuelve a
comenzar siempre bajo este signo. La <Nueva Evangelización> no puede querer
decir atraer inmediatamente con nuevos métodos, más refinados, a las grandes
masas que se han alejado de la Iglesia. No, no es ésta la promesa de la
<Nueva Evangelización>.
<Nueva evangelización>
significa no contentarse con el hecho de que el grano de mostaza haya crecido
en el gran árbol de la Iglesia Universal, ni pensar que basta el hecho de
que en sus ramas puedan anidar aves de
todo tipo, sino actuar de nuevo valientemente, con la humildad del granito, dejando
que Dios decida cuando y como crecerá (Mc 4,26-29)”
La parábola del grano de mostaza
fue relatada por los tres evangelistas sinópticos, pero es el relato de Marcos,
el que utiliza como ejemplo el Papa Benedicto XVI, el cual, de forma más
sencilla y visual, nos muestra las intenciones de Jesús con respecto a la tarea
de la evangelización (Mc 4, 30-32) (Ibid):
“¿Con qué compararemos el Reino
de Dios o con qué parábola lo expondremos? / Sucede con él, lo que con el grano
de mostaza. Cuando se siembra en tierra, es la más pequeña de todas las semillas
/ Pero, una vez sembrada, crece, se hace mayor que cualquier hortaliza y echa
ramas tan grandes que las aves del cielo pueden anidar a su sombra”
Verdaderamente esta pequeña
parábola es una de las más hermosas de las propuestas por Jesús, porque de una
forma muy eficaz es capaz de poner de manifiesto con clarividencia lo que puede
ser el Reino de Dios. Por otra parte, el Reino de Dios, tal como Él quiere
demostrarnos con dicha parábola, no debería inaugurarse con la aparatosidad que
el pueblo judío esperaba, sino mediante un dechado de humildad, comparable a la
pequeñez de una semilla tan pequeña como el granito de mostaza.
Opinamos, a este respecto, que
una forma eficaz de llevar a efecto este mensaje, podría ser revisar, despacio
y con buena voluntad, lo que hicieron otras personas en el campo de la
evangelización en siglos pasados, y sobre todo, reflejar de forma irreprochable,
y con caridad, la labor realizada por unos hombres y mujeres cuyas vidas fueron
un paradigma, llevando a cabo unas obras, en total consonancia, con el Mensaje
de Cristo; los santos son aquellos elegidos por Dios, que han sabido actuar con
la premisa del granito de mostaza de la parábola de Jesús, y por eso la Iglesia,
los ha tomado siempre como modelos a
seguir, tal como defendería el Papa San Juan Pablo II, en su Carta
Apostólica <Sanctorum Altrix>:
“La Iglesia, madre de santos,
presenta ante sus hijos, como maestros de vida a aquellos que, con un
espléndido ejercicio de virtudes, siguieron fielmente a Cristo, su Esposo, afín
de que, imitando su ejemplo puedan llegar a una perfecta unión con Dios, aún en
medio de las distracciones del mundo, llegando así a su propia meta. Esos
excelsos hombres y mujeres, aún sometidos durante su vida terrena a los
especiales acontecimientos de su tiempo, principalmente culturales, hicieron,
sin embargo, resplandecer, por su modo de vivir y su doctrina, un aspecto
particular del Misterio de Cristo que, separando los estrechos límites del
tiempo sigue conservando hoy su fuerza y su vigor”
Por eso, recordar las vidas de
algunos de los santos de siglos pasados, incluso de aquellos que vivieron en la
Alta Edad Media, podría ayudarnos a tomar en valor, como ejemplo vital su
mensaje espiritual y social, sopesando siempre la situación del contexto histórico
en que se desenvolvieron, durante su
estancia sobre la tierra.
Durante el siglo X, el Imperio
Bizantino y el primer Imperio Búlgaro, disputaron y trataron de anexionarse los
territorios Balcánicos, así, en el año 917, los búlgaros bajo el reinado de
Simeón I, llegaron a derrotar al ejército del Imperio Bizantino, en la famosa
batalla de Aqueloó. Por otra parte, durante el llamado <Renacimiento
macedonio> (867-1056), el Imperio de Oriente se vio forzado a luchar también
por la supremacía en la zona mediterránea oriental, debido a los ataques
constantes de los ejércitos del norte de África, y en particular de los
egipcios.
A pesar de todo ello, durante
este siglo, también hubo éxitos militares
en otras zonas del Imperio Bizantino, lo cual llevó a la recuperación de
algunos territorios perdidos siglos pasados. Sucedió, que Nicéforo II (Focas)
(963-969), reconquistó el norte de Siria, y también Antioquía, así como Creta
en el año 961 y Chipre en el año 965.
Sin duda para el Imperio Bizantino,
en el siglo X, los peores enemigos fueron los búlgaros, los cuales, sin embargo, ya se
habían convertido al cristianismo durante el siglo IX. El zar Simeón I, que
había vivido y recibido educación en su juventud en la capital del Imperio,
Constantinopla, más tarde, durante su reinado estuvo a punto de atacar este
baluarte bizantino, y por otra parte, en el año 927, tras diversas batallas, su
reino se extendió ya, por gran parte de Macedonia y Francia, además de Serbia y
Albania.
Tras el reinado de Simeón I, le
sucedió en el trono, su hijo Pedro I (927-969), hombre profundamente religioso
que mandó construir un gran número de Iglesias, por lo que a su muerte fue
canonizado por la Iglesia Ortodoxa Búlgara. Hay que recordar también que
durante este tiempo, los conflictos con el imperio de Bizancio continuaron, agravándose en grado sumo, aunque también
existieron ciertos períodos de tranquilidad, e incluso se llegó a firmar un convenio
de paz pasajero con el emperador Nicéforo II, coincidiendo con la inquietud de
este emperador, ante los éxitos militares alcanzados contra los búlgaros, por
el príncipe de Kiev, Sviatoslav Igorevich.
Por otra parte, el emperador
Nicéforo II y el zar Pedro I, llegaron a sellar unos compromisos matrimoniales
entre los futuros emperadores, menores de edad, Basilio II y Constantino VIII,
con dos princesas búlgaras con el propósito de conseguir la paz tan deseada, y
a cambio, Pedro I logró que las tropas de Kiev se retiraran momentáneamente. A
pesar de este éxito por la paz temporal, la reconciliación de Bizancio y
Bulgaria no duró mucho tiempo y se vino abajo cuando el Imperio de Oriente, de
nuevo, fue atacado por Sviatoslav en el año 969, siendo derrotado. Según
parece, por entonces el zar Pedro I, sufrió un derrame cerebral que le llevó a
abdicar en su hijo Boris II, retirándose
a un monasterio, donde murió en el año 970.
Boris II era el hijo mayor de zar
Pedro I, pero por diversas circunstancias del momento histórico que le tocó
vivir, sólo reinó algo más de un año. A la muerte de éste, subió al trono su
hermano Román (977-991 ó 997), pero aunque oficialmente éste fue reconocido
como gobernador de Bulgaria, los asuntos militares recayeron en manos de
Samuel, un general de su ejército.
Mientras Román se dedicó a
fortalecer la Iglesia cristiana ortodoxa, al igual que hiciera su padre Pedro
I, tras un ataque de los bizantinos, sufrió cautiverio durante el reinado de
Basilio II, muriendo hacia el año 997. En este mismo año, el general de los ejércitos
búlgaros, Samuel, fue proclamado nuevo zar de Bulgaria (997-1014). Este antiguo militar, consiguió
grandes victorias militares para su país, apoderándose de gran parte de los Balcanes, por lo que es
considerado uno de los zares más importantes de Bulgaria y de la República
Macedonia.
Tras recordar muy brevemente como
se desarrollaron, diversos acontecimientos, en el contexto histórico, del
Imperio Bizantino y del Imperio
Búlgaro, durante el siglo X, podemos tratar de comprender mejor, los
grandes retos que la evangelización de estos pueblos supusieron, para aquellos hombres
que los abordaron. Con todo, se puede asegurar, que durante mucho tiempo,
Bizancio fue el único referente cristiano existente en aquella zona del mundo,
frente a las tropas de pueblos paganos, y aunque en dicho siglo las relaciones
entre la Iglesia de Roma y el Imperio de Oriente, estaban ya prácticamente
rotas, el mensaje de Cristo siguió presente en Oriente, siendo muchos los emperadores
que protegieron a los Patriarcas ortodoxos de la época.
La antigua Basílica Patriarcal
ortodoxa, desde el año 360 de su dedicación hasta 1453, fue la Catedral
Ortodoxa Bizantina, de rito oriental (sita en Constantinopla), y los bizantinos
siempre se sintieron orgullosos de esta obra magistral de la arquitectura,
cuyas murallas y techos de su interior, están recubiertos con mosaicos que
representan escenas religiosas de la vida de Cristo.
De cualquier forma, teniendo en
cuenta, algunos de los datos históricos
del siglo X anteriormente recordados, se deduce que la vida en Bizancio no
debía de ser ni fácil, ni tranquila, y mucho menos propensa a la vida religiosa
en aquellos momentos. Según cuentan las crónicas, el pueblo estaba
fundamentalmente dedicado a la búsqueda de la diversión y las actividades
laicas, muy importantes en aquella zona, que se encuentra entre Europa y Asia,
y que por tanto, era ya un centro comercial y económico muy importante desde
principios de la Edad Media. Sin embargo, la vida cultural también floreció
durante este siglo, especialmente gracias a la labor realizada por los monjes
de los numerosos monasterios, existentes ya, desde siglos anteriores en todo el
Imperio.
Abundaron los teólogos y los
historiadores entre los que cabe destacar a San Lucas Taumaturgo (896-946 ó
945), venerado por la Iglesia Católica y las Iglesias Orientales. Este santo
varón desde edad muy temprana, vivió como eremita en el monte, y además, fue
estilita, esto es, monje cristiano de Oriente medio, que vivía en oración y
penitencia sobre una plataforma colocada en la cima de una columna, costumbre
cuyo origen se cree que era debida a Simón el Estilita. Además, según sus
hagiógrafos, fue uno de los primeros santos
del que se conoce que levitaba mientras oraba.
Este santo varón, hijo de Esteban
y de Eufrasina, había vivido en Aegina, isla griega situada en medio del golfo
Sarónico y de Tesalia, una de las trece periferias de Grecia, que durante el
siglo X formaba parte del Imperio Bizantino, pero que en el año 977, fue
conquistada por los búlgaros, que permanecieron allí hasta el año 1014.
Los padres de San Lucas eran
campesinos, se dedicaban por tanto al cuidado de sus campos y de su ganado, y
pusieron a su hijo a edad temprana a cuidar las ovejas y a cultivar sus
terrenos. Ya entonces Lucas se comportaba como una persona con vocación de
santidad, porque se cuenta que cuando trabajaba en sus campos, esparcía la
mitad de las semillas que le daban sus padres para sembrar, en los campos de la
gente más humilde, y además compartía sus alimentos y su ropa con los más necesitados.
Cuando murió su padre marchó a
Tesalia con la intención de ingresar en un monasterio, sin embargo, fue
capturado por algunos soldados que le creyeron un esclavo fugitivo. Padeció
mucho durante su cautiverio hasta que finalmente pudo regresar a su casa donde
no fue bien recibido; por suerte unos monjes que iban de camino a Roma y que
fueron auxiliados por la madre del santo, convencieron a ésta para que
permitieran viajar a su hijo con ellos hasta Atenas, donde por fin el muchacho
pudo ingresar en un monasterio como era su deseo.
La suerte, sin embargo, siguió
estando en su contra, puesto que tuvo
que regresar a su casa en Tesalónica, debido a que el superior del monasterio,
tuvo una visión que le mostraba a la madre del muchacho llamándole porque le
necesitaba.
Finalmente, después de todos
estos inicios tan negativos, a los dieciocho años pudo salir de nuevo de su
hogar, de forma definitiva, para afincarse en el monte Joannitza cerca de
Corinto, donde construyó una ermita, para llevar la vida austera que siempre
había deseado, orando de noche y de día; se cuenta que casi no dormía, pero era
alegre y obraba milagros por la gracia de Dios, tanto a lo largo de su vida,
como después de su muerte.
Otro ejemplo de vida cristiana
inestimable, del Imperio Bizantino del siglo X, lo encontramos en San Atanasio
de Athos (920-1003), fundador del gran monasterio del Monte de Athos, zona
montañosa de la península más oriental de las tres que se extienden hacia el
sur de ésta, Calcídica (Macedonia Central).
La comunidad monástica del Monte
de Athos, se fundó en el año 963 con la ayuda del emperador Basilio II, bajo la
regla de San Basilio, uno de los grandes Padres de la Iglesia Católica del
siglo IV.
San Atanasio nació en Trebisonda,
en el seno de una familia bizantina originaria de Antioquía. Sus padres
murieron cuando era muy joven, haciéndose cargo de su educación un pariente de
su madre, el cual tuvo la gran generosidad de enviarle a estudiar a
Constantinopla.
Siendo ya profesor, conoció al
Abad del monasterio situado en el Monte Kyminas de Bitinia, lo cual le hizo
plantearse seguramente la vocación ascética. Durante su estancia en este
monasterio tuvo ocasión de conocer a
Nicéforo II, el que sería futuro emperador de Bizancio.
Finalmente decidido como estaba
por la vida eremita, se alejó del mundo definitivamente retirándose al Monte de
Athos, con la sola compañía de sus libros.
No obstante hacia el año 960, en
un encuentro fortuito con el futuro emperador Nicéforo, éste le convenció para
que le acompañara en la campaña bélica de Creta, y por la ayuda que le prestó
el santo, cuando Nicéforo fue proclamado emperador, le ayudó para construir una
Iglesia dedicada a la madre de Dios en el Monte Athos.
Posteriormente a estos hechos,
fundó el monasterio de la gran Laura o gran Monasterio; a pesar del éxito
inicial con la fundación de este monasterio, se produjeron algunos desacuerdos
entre los monjes que primeramente lo ocuparon, por causas relacionadas con la
forma de vida que San Atanasio quería implantar, y ello hizo que éste decidiera
alejarse de allí, para instalarse en Chipre.
Durante su estancia en Chipre,
tuvo una visión que le hizo regresar al monasterio inicialmente fundado por él,
para poner orden y concierto entre los monjes, los cuales se encontraban, en
esos momentos, en una situación precaria, y al conseguir la paz entre ellos,
fue nombrado definitivamente, Abad del monasterio. Escribió la regla de vida
para los monjes, basándose en la de San Teodoro Estudita, y San Basilio, y con
el apoyo de la Corte siguió fundando monasterios, colaborando siempre en su
construcción; trabajaba como carpintero junto con los obreros. Precisamente,
parece que murió a consecuencia de un accidente de trabajo durante la construcción de uno de estos monasterios, hacia el año 1003.
Coetáneo de San Atanasio fue San
Simeón, el Nuevo Teólogo (949-1022), venerado por la Iglesia Ortodoxa, que le
considera el último de los tres grandes teólogos de ésta, junto a San Juan el Apóstol
y San Gregorio Nacianceno. Nació en Galacia (Plagonia), y estudió igual que San
Atanasio en Constantinopla. Inicialmente vivió en la Corte del Emperador
Basilio, pero al cabo de un cierto
tiempo se retiró de la misma para hacer vida ascética en el Monasterio de
Studión. Posteriormente llegó a ser Abad del Monasterio de San Mames en
Constantinopla.
Su doctrina monástica era la
llamada <hesicasmo> (Doctrina
divulgada por Evagrio Póntico en el siglo IV d.C) cuyo objetivo era encontrar
la paz interior en unión mística con Dios; para alcanzar este objetivo se
requería la soledad, el silencio y la quietud, así como la ausencia de
preocupaciones y sobre todo la sobriedad. La estricta disciplina monástica que
pretendía San Simeón imponer sobre los monjes, no fue aceptada con agrado por
todos, que la rechazaron, e incluso se cuenta que algunos intentaron matar al
santo varón. Finalmente este rechazo inicial no llegó a progresar y pudo
mantenerse como Abad en dicho monasterio.
Por otra parte, también sufrió
dura repulsa por parte de las autoridades de Constantinopla que veían con reparos
tanto recato y soledad en los monjes, y ello si, le obligó finalmente a abandonar
este monasterio, trasladándose a otro, concretamente al de Santa Makrina, donde
por fin se pudo retirar para alcanzar la
ausencia de preocupaciones y la sobriedad que siempre había deseado.
Este polémico personaje, dejó
algunas obras interesantes no sólo para la Iglesia de Oriente Ortodoxa, sino
también para la Iglesia Católica de Occidente, como por ejemplo, los <Himnos
de amor divino> y algunos <Discursos Teológicos>.
Sobre el tema de la técnica de
meditación utilizada por San Simeón, la Iglesia católica se ha pronunciado
siempre con cautela, sobre todo en tiempos como los actuales en los que la
difusión de métodos de relajación orientales, en el mundo cristiano y, en
particular, en las comunidades eclesiales, implican un poderoso intento de
mezcolanza, no exento de riesgos y errores; por eso las nuevas propuestas en
este sentido, de armonización entre la meditación cristiana y las técnicas orientales
(muchas veces utilizadas en la meditación de algunas iglesias cristianas no
católicas), deberían ser examinadas con discernimiento y cuidadosamente, para
evitar caer en el sincretismo (fusión y asimilación de elementos muy
diferentes).
“Todo fiel debe buscar y puede
encontrar el propio camino, el propio modo de hacer oración en la variedad y
riqueza de la oración cristiana enseñada por la Iglesia, pero todos estos
caminos personales confluyen, al final, en aquel camino del Padre, que Jesucristo
ha proclamado, que es Él mismo. En la búsqueda del propio camino, cada uno se
dejará, pues, conducir no tanto por sus gustos personales cuanto por el
Espíritu Santo que le guía, a través de Cristo, al Padre”
(Congregación para la doctrina de
la fe. Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre algunos aspectos de la
meditación cristiana; 15 de octubre de 1989)
En la Iglesia Búlgara también hubo hombres santos
durante el siglo X, y entre ellos destaca San Juan de Rila, por su gran
humildad y amor a Jesucristo.
Nació a finales del siglo IX en
una localidad no muy lejana de Rila, la montaña más alta de Bulgaria, y de la
península de los Balcanes.
Había estudiado para ser
sacerdote, y cansado de la vida social
de su tiempo sintió muy pronto la llamada de Dios para hacerse ermitaño.
Estando tan cerca de un lugar tan apropiado para el aislamiento del mundo, como
es el Monte de Rila, tuvo todo a su favor, para conseguir sus propósitos.
Sus hagiógrafos aseguran que
vivió en aquel lugar de forma sumamente ascética, pues su hogar, era el hueco
de un árbol tallado en forma de ataúd. Su fama como hombre santo fue pronto
reconocida por sus compatriotas que acudieron en gran número hasta aquel rincón
de la naturaleza, casi siempre con el ánimo de seguir su ejemplo. Esto le llevó
al santo varón a tener que compartir, aquel recóndito lugar, con las piadosas
personas que acudían hasta él, aunque siempre prefirió la soledad y el retiro.
Cundió también entre estas gentes la información de que el santo hacía
milagros, sanando a algunos que le pidieron ayuda, y esto aumentó si cabe más
su fama, y la querencia de las gentes por aquel lugar santo.
Se cuenta también, que cierto
hombre poderoso, que había sido testigo de sus milagros, llegó a construir en
la entrada de la cueva donde se alojaba el santo una pequeña Iglesia, como
agradecimiento al mismo, y más tarde, en otros lugares cercanos, otros
seguidores del santo construyeron a su vez otras Iglesias mayores; incluso el
mismo zar búlgaro, en aquel momento, Pedro I (927-968), se estima que también pudiera
haber subido al monte, para hablar con aquel hombre sabio, aunque sólo
consiguiera con esta visita, que el santo le saludara en la noche, con una
antorcha desde otra montaña.
La tumba de San Juan de Rila, se
convirtió en un sitio sagrado, que con el tiempo, fue creciendo tanto en tamaño
como en riqueza, y aún hoy en día, miles de visitantes, ya sean simples
turistas, o creyentes procedentes de distintos lugares del mundo, acuden al
lugar, donde según se cree, se conserva el cuerpo momificado del santo. Fue
canonizado por la Iglesia de Roma (antes
de la separación de la Iglesia Católica y la Iglesia Ortodoxa).
La cultura bizantina, y con ella
el cristianismo, se extendió durante todo el siglo X a causa de los pueblos eslavos
orientales. El primer estado eslavo oriental, fue <La Rus de Kiev>,
fundado por Oleg de Nóvgorod, príncipe varego (los varegos eran wikingos suecos
que se trasladaron hacia el este y sur a
través de lo que hoy conocemos como Rusia, Bielorrusia y Ucrania), el cual
trasladó la capital de <La Rus>, de Nóvgorod, a Kiev, controlando este
poderoso estado entre los años 882 a 912,
aunque las crónicas sobre este tema no siempre se ponen de acuerdo en que
fechas tuvo lugar, tan magno suceso histórico.
El sucesor de Oleg, fue con
cierta seguridad, Igor de Kiev (912-945), del que se tiene muy poca
información, aunque parece que intentó atacar por dos veces la capital del
Imperio, Constantinopla, sin éxito; firmando finalmente un tratado con el
emperador de Oriente. A su muerte subió al trono Olga de Kiev, también de
origen varego, que se habría casado con Igor, probablemente a principios del
siglo X.
Fue la primera soberana rusa que
se convirtió al cristianismo ortodoxo, es venerada, como santa, por la Iglesia
Ortodoxa, gracias a su labor incansable por la conversión al cristianismo de su
pueblo, aunque no logró convertir a esta religión a su propio hijo, Sviatoslav
I de Kiev, que sucedió a su madre a la muerte de ésta.
Sviatoslav I de Kiev, fue un
gobernante famoso por sus campañas militares, durante todo su reinado
(942-972), provocando la caída de Jazaria, y el primer imperio búlgaro. Así
mismo, luchó contra los búlgaros del Volga, y contra la tribu de los alanos
venciéndolos y sometiéndolos bajo su poder.
Después de su corto reinado,
había creado una <Rus de Kiev> poderosa, pero tras su muerte, que tuvo
lugar según se cuenta en plena batalla, este imperio se vino abajo, no se
consolidó, por el estallido de una guerra civil entre los posibles sucesores de
Sviatoslav.
Sviatoslav no se había convertido
al cristianismo, seguía adorando al Dios pagano Perúm, y a otros dioses de la
mitología eslava, sin embargo, uno sus hijos, concretamente Vladimiro I de Kiev,
fue el primero, que por fin, llevó el cristianismo a su país en el año 988.
Según las crónicas de la época, este
monarca, fue el último hijo de Sviatoslav I y Malusha, una esclava que según la
leyenda profetizaba, que vivió hasta los cien años, y que probablemente era de
origen nórdico.
Al principio, Vladimiro seguía
siendo pagano, como sus antepasados, exceptuando el caso especial de Olga de
Kiev, pero tuvo la feliz idea de interesarse
por otras religiones existentes en su
época, y mandó emisarios para conocer sus fundamentos; finalmente tras los informes
recibidos de los mismos, se inclinó en favor del cristianismo ortodoxo, del
Imperio Bizantino, y al mismo tiempo, tomó como esposa a una hermana del
Emperador Basilio II (Ana Porfirogeneta, que previamente se había bautizado).
Cuando este hombre, considerado
santo por la Iglesia Ortodoxa Católica regresó a Kiev, mandó derribar todos los
monumentos paganos, y ordenó construir numerosas Iglesias dedicadas a la advocación
de la <Dormición de la Virgen>.
Este hombre pagano que se
convirtió al cristianismo abandonó las conquistas y se dedicó a gobernar con
mesura su pueblo, también cristianizado, construyendo escuelas,
tribunales de justicia, llegando a ser conocido por su mansedumbre y su celo en
la difusión del cristianismo durante el siglo X y parte del siglo XI. De esta
forma, fue como se produjo un hecho tan
importante para la expansión del cristianismo, la conversión de <La Rus de
Kiev>, que fue también, un hecho político muy importante, ya que se trataba
de un país mayor que el mismo Imperio de
Oriente, el cual finalmente, quedó bajo la influencia de Bizancio.
Por otra parte, las relaciones de
Bizancio con Occidente siguieron siendo tensas durante todo el siglo X, aunque
los emperadores de Oriente, ejercieron cierta influencia sobre Italia, con
objeto de alcanzar la normalización entre las Iglesias de Oriente y Occidente.
La ruptura definitiva entre ambas Iglesias se produciría más tarde, en el siglo
XI, con el estallido definitivo del llamado <Cisma de Oriente>, que fue
una gran desgracia para ambas Iglesias, y que aún en nuestros días oscurece la
realidad de los seguidores de Cristo.
Sin embargo como diría el Papa
San Juan Pablo II (Cruzando el umbral de la esperanza. La búsqueda de la unidad
perdida. Editado por Vittorio Messori. Círculo de lectores S.A. por cortesía de
Plaza& Jane editores. S.A. 1994)
“Lo que nos une es más grande de
cuanto nos divide: los Documentos Conciliares (Vaticano II), dan forma más
concreta a esta fundamental intuición de Juan XXIII. Todos creemos en el mismo
Cristo; y esa fe es esencialmente el patrimonio heredado de la enseñanza de los
siete primeros Concilios Ecuménicos anteriores al año 1000. Existen por tanto
las bases para un diálogo, para la ampliación del espacio de la unidad, que
debe caminar parejo con la superación de las divisiones, en gran medida
consecuencia de la convicción de poseer en exclusiva la verdad.
Las divisiones son ciertamente
contrarias a cuanto había establecido Cristo. No es posible imaginar que esta
Iglesia, instituida por Cristo sobre el fundamento de los apóstoles y de Pedro,
no sea una. Se puede en cambio comprender como en el curso de los siglos, en
contacto con situaciones políticas distintas, los creyentes hayan podido
interpretar con distintos acentos el mismo mensaje que proviene de Cristo.
Esos diversos modos de entender y
de practicar la fe en Cristo pueden en ciertos casos ser complementarios; no
tienen por qué excluirse necesariamente entre sí. Hace falta buena voluntad
para comprobar todo aquello en lo que las varias interpretaciones y prácticas
de la fe se pueden recíprocamente compenetrar e integrar. Hay también que
determinar en qué punto se sitúa la frontera de la división real, más allá de
la cual la fe quedaría comprometida. Es legítimo afirmar que entre la Iglesia
Católica y la Ortodoxa la diferencia no es muy profunda”
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