Sin duda, como leemos en el Catecismo de la Iglesia católica (nº 386 y nº 387):
“El pecado está presente en la
historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad
otros nombres. Para intentar comprender lo que es el pecado, es preciso en
primer lugar reconocer el <vínculo profundo del hombre con Dios>, porque
fuera de esta relación, el mal del pecado no es desenmascarado en su verdadera
identidad de rechazo y oposición a Dios, aunque continúe pesando sobre la vida
del hombre y sobre la historia”
“Este pueblo me honra con sus
labios, pero su corazón está lejos de mí; / en vano me rinden culto, enseñando
doctrinas que son preceptos humanos / Llamó
a la gente y les dijo: <Oíd y entended: / No mancha al hombre lo que
entra por la boca, sino lo que sale de la boca; eso es lo que mancha al hombre”
Con razón el Beato Tomás de
Kempis (1380-1471) cantaba estás bienaventuranzas en su libro (Imitación de
Cristo. Tratado tercero): “Bienaventuradas las orejas que
reciben en sí las sutiles inspiraciones divinas y no se preocupan de las
murmuraciones mundanas. Bienaventurados los ojos que están cerrados a cosas
exteriores, y muy atentos a las interiores. Bienaventurados los que penetran
las cosas interiores y estudian con ejercicios continuos de prepararse cada día
más, para recibir los secretos celestiales. Bienaventurados los que se ocupan
en sólo Dios, y se sacuden de todo impedimento del mundo”
“El hombre tentado por el diablo,
dejó morir en su corazón la confianza en el Creador (Gn 3, 1-11), y abusando de
su libertad, desobedeció el mandamiento de Dios. En esto consistió el primer
pecado del hombre (Rm 5, 19). En adelante, todo pecado será una desobediencia a
Dios y una falta de confianza en su bondad”
“En este pecado, el hombre se
prefirió así mismo, en lugar de Dios, y por ello despreció a Dios; hizo
elección de sí mismo contra Dios, contra las exigencias de su estado de
criatura, y por tanto contra el propio bien…”
El mismo Jesús se somete a
este rito penitencial (Mt 3, 13-17), no porque haya pecado, sino porque <se
deja contar entre los pecadores>; es ya el <cordero de Dios que quita el
pecado del mundo>; anticipa ya el <bautismo de su muerte sangrienta>. La salvación es pues, y ante
todo, redención del pecado como impedimento para la amistad con Dios, y
liberación del estado de esclavitud en la que se encuentra el hombre que ha
cedido a la tentación del Maligno y ha
perdido la libertad de los hijos de Dios”
Ciertamente las palabras del Papa san Juan Pablo II, nos muestran toda la
grandeza y misericordia de Dios hacia los hombres, y todo el despropósito de estos hacia su Creador. En este sentido, el
apóstol san Pablo, convencido como estaba del mensaje de Cristo escribía una
carta a los habitantes de Roma para estimularles a salir del pecado en el que
algunos se encontraban, y alcanzar así
una <nueva vida> (Rm 6, 1-4):
¿Acaso no nos recuerdan estas palabras de san Pablo muchas de las situaciones que hoy en día se presentan en nuestras sociedades? Los Papas de los últimos cien años han venido denunciando cada vez con mayor urgencia, la paganización, el retroceso en la moralidad y el abandono de la fe en Cristo y su Mensaje.
Sucedió, en efecto, como señala san
Pablo en su carta, que Dios que ha hecho a los hombres libres, <permitió que
cayeran en manos de las concupiscencias
de sus corazones>, dejándoles ir tras la torpeza hasta <afrentar entre sí
sus propios cuerpos>, y así mismo permitió que éstos se entregaran a
<pasiones afrentosas>. Pues por una parte, <hombres trocaron el uso
natural por otro contra naturaleza>… En definitiva, cayeron en una
perversión total del sentido moral, algo que en nuestros días no está muy alejado de la realidad presente en
nuestras sociedades.
Sí, encontramos grandes similitudes entre los paganos y los hombres del nuevo milenio, era algo que preocupaba enormemente al Papa san Juan Pablo II el cual escribió, ya a las puertas del nuevo siglo (1994), su interesante Carta Encíclica <Tertio millennio adveniente>, destacable por el siguiente razonamiento:
“Un serio examen de conciencia ha
sido auspiciado por numerosos Cardenales y Obispos sobre todo para la Iglesia
presente. A las puertas del nuevo milenio los cristianos deben ponerse
humildemente ante el Señor para interrogarse sobre las responsabilidades que
ellos tienen también en relación a los males de nuestros tiempos. La época
actual junto a muchas luces presenta igualmente no pocas sombras.
¿Cómo callar por ejemplo, ante la
indiferencia religiosa que lleva a muchos hombres de hoy a vivir como si Dios
no existiera o a conformarse con una religión vaga, incapaz de enfrentarse con
el problema de la verdad y con el deber de
la coherencia?”
Reflexionando sobre esta denuncia
del Papa san Juan Pablo II comprobamos
la certeza de la misma, donde una especie desamor a Dios ha embotado los
sentidos de algunas personas y está haciendo mucho daño, incluso en el seno de
la Iglesia católica. Como también denunciaba este Papa
(Ibid): “A esto hay que añadir, aún, la
extendida pérdida del sentido transcendente de la existencia humana y el
extravío en el campo ético, incluso en los valores fundamentales del respeto a
la vida y a la familia. Se impone además a los hijos de la Iglesia una
verificación: ¿En qué medida están también ellos afectados por la atmósfera de
secularismo y relativismo ético? ¿Y qué parte de responsabilidad deben
reconocer también ellos, frente a la desbordante irreligiosidad, por no haber
manifestado el genuino rostro de Dios, <a causa de los defectos en la vida
religiosa, moral y social?”
De estas palabras se desprende, sin duda, la enorme intranquilidad del Papa san Juan Pablo II por el futuro de los hombres en el nuevo milenio. Y tenía razones para estar inquieto, tal como día a día se ha comprobando después de sólo unos pocos años de su advenimiento. Sería muy conveniente que nos interrogáramos todos sobre estos temas, como pedía este Papa santo, en aras de comprobar hasta qué punto los defectos de nuestra vida religiosa, moral y social nos permiten aún, ver el genuino rostro de nuestro Creador (Ibid):
Por suerte, en esta hermosa Carta
Encíclica, Juan Pablo II, nos hablaba
también del ejemplo extraordinario dado por los santos y santas, conocidos o
no, de todos los tiempos, cuyas vidas son testimonios que nunca deberíamos olvidar
los cristianos. En particular nos habló en su día de la santa, madre Teresa de
Calcuta, por la que sentía gran aprecio y admiración y así en la misa de
Beatificación de la misma, celebrada el 19 de octubre de 2003 llegaba a decir:
“<El que quiera ser grande,
sea vuestro servidor> (Mc 10, 43). Con particular emoción recordamos hoy a
madre Teresa, una gran servidora de los pobres, de la Iglesia y de todo el
mundo. Su vida es un testimonio de la dignidad y del privilegio de servir al
humilde. No sólo eligió ser la última, sino también la servidora de los
últimos. Como verdadera madre de los pobres, se inclinó hacia todos los que
sufrían diversas formas de pobreza. Su grandeza reside en su habilidad para dar
sin tener en cuenta el costo, dar <hasta que duela>. Su vida fue un amor
radical y una proclamación audad del Evangelio”
En estos días terribles en los que una pandemia asola a la humanidad el
ejemplo de esta santa se ha visto repetido por el gesto de entrega de muchas
personas a lo largo de todo el globo terráqueo; esto es una gran alegría y una
gran esperanza para la humanidad. Para la madre Teresa el grito de Jesús
muriendo en la cruz, <tengo sed> (Jn 19, 28), fue la clave de su deseo de
amar a los hermanos hasta las últimas consecuencias, y en especial a los más
desfavorecidos y maltratados, al igual que ahora ha sucedido. ¡No está todo
perdido! Dios sigue presente entre los hombres. En el interior de todo hombre.
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