Como recordaba el Papa San Juan
Pablo II (30 de octubre de 1988): “El orden entero del amor, basado en el
mandamiento, el asentamiento del amor, <la civilización del amor>, tienen
su raíz en el corazón del hombre. Mediante el amor, Dios habita en el corazón
humano. Dios tiene su morada en él y modela al hombre desde su interior.
Dios: el Padre, el Hijo y el
Espíritu Santo, se convierten desde ahí dentro, en la potencia, la fuerza del
hombre, la roca y la fortaleza de su humanidad. Sólo siguiendo este camino, el
hombre, transformado interiormente por el amor, puede hacer del mundo en el que
vive un lugar más humano, más digno de la humanidad. Puede contribuir a <la
civilización del amor>, que es su gran <proyecto evangélico> para organizar y regir el mundo según la plena
dignidad del hombre. Y, a través de dicha civilización, acercarse también al Reino
de Dios”.
Él nos dejaba el testimonio
siguiente de camino a la cautividad (“Cinco panes y dos peces” Car. F.X. Nguien
ban Thran. Ed. Ciudad Nueva. 2000):
“De camino a la cautividad he
orado: <Tú eres mi Dios y mi todo Jesús>, y ahora puedo decir como San
Pablo: <Yo, Francisco, prisionero de Cristo> en la oscuridad de la noche,
en medio de este océano de ansiedad, de pesadilla, poco a poco me despierto:
debo afrontar la realidad. Estoy en la cárcel. Si espero el momento oportuno de
hacerme verdaderamente grande ¿Cuántas veces en mi vida se me presentarían
ocasiones semejantes? Jesús no espera; vivo el momento presente colmándolo de
amor. La línea recta está formada por millones de puntitos unidos entre sí.
También mi vida está integrada por millones de segundos y minutos unidos entre
sí…
Por otra parte, respecto a la
actuación del hombre como lugar de aprendizaje de la esperanza, el Papa hace las siguientes reflexiones
(Ibid):
“Toda actuación recta y seria del
hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos
de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas… Pero el
esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos, nos
cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella
esperanza más grande, que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones en lo pequeño y por el fracaso en los
acontecimientos de importancia histórica…
Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar…”
“Esta cárcel es un verdadero
infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son, grillos, cadenas de
hierro, y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias,
palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones
y finalmente angustias y tristezas. Pero Dios, que en otros tiempos libró a los
tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de las
tribulaciones y las convierte en dulzuras, porque es eterna su misericordia. En
medio de estos tormentos, que aterrorizan a cualquiera, por la gracia de Dios
estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy sólo, sino que Cristo está
conmigo…”
No obstante, esta capacidad de
sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevemos dentro y
sobre la cual nos basemos. Los santos pudieron recorrer el gran camino de la
esperanza, porque estaban repletos de
esa gran esperanza…
Indudablemente, no todos estamos
capacitados para seguir hasta tales extremos el caminar de los santos mártires,
pero como el Papa sigue diciendo, podemos intentarlo y sobre todo podemos
volver a la antigua y sabia costumbre de ofrecer las pequeñas dificultades
cotidianas, que nos aquejan siempre, cada día, para contribuir de algún modo a
fomentar el bien y el amor entre los hombres; quizás de esta forma podamos preguntarnos si
ello no podría volver a ser una práctica inigualable para cada uno de nosotros.
Por último, el Papa Benedicto XVI, el tema del <El Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza>, lo trató en profundidad y con realismo en su Carta Encíclica (Ibid), a pesar de que como el mismo asegura:
“En la época moderna, la idea del
<Juicio final> se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y orienta
sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la historia
universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del progreso.
Pero el contenido fundamental de la esperanza del < Juicio> no es que
haya simplemente desaparecido, sino que ahora asume una forma totalmente diferente”
Sí, existe la resurrección de la carne. Existe
una justicia. Existe la reparación del sufrimiento pasado, la reparación que
restablece el derecho. Por eso la fe en el <Juicio final> es ante todo y
sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente en las
convulsiones de los últimos siglos. Estoy convencido de que la cuestión de la
justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en
favor de la fe en la vida eterna.
La necesidad meramente individual de una
satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor
que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre,
está hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de
que la injusticia de la historia no puede tener, en absoluto, la última palabra,
llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la
vida nueva”
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