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martes, 1 de agosto de 2017

DOCTRINA Y USO DE LAS INDULGENCIAS



 
 
 
 
 
 
 
El Papa Honorio III reconoció oficialmente la Orden de los carmelitas a principios del siglos XIII y se cuenta que habiendo solicitado a la Virgen un signo de protección, por mediación del sexto general de la Orden,san Simón Stock, Ella se le apareció un 16 de julio de 1251, entregándole el <Santo Escapulario>, como símbolo material de su amor de madre.


El escapulario se puede considerar como el vestido que los carmelitas y otros religiosos han llevado sobre sus hombros desde tiempos lejanos, del cual no es más que una reducción el que se da a los seglares.
Cuantos reciben el escapulario participan de los méritos y oraciones de la Orden, y pueden esperar verse pronto libres del Purgatorio si cumplen las obligaciones señaladas por el Papa Juan XXII, en la Bula del 3 de mayo de 1322, llamada Sabatina (Indulgencia)  

Recordemos que el Papa Francisco en la Bula de convocatoria del Jubileo extraordinario de la Misericordia: <Misericordiae Vultus> (dada en Roma el 11 de abril del 2015), nos enseñaba que:

 
 
 
 
“El perdón de Dios por nuestros pecados no conoce límites. En la Muerte y Resurrección de Jesucristo, Dios hace evidente este amor que es capaz  incluso de destruir el pecado del hombre. Dejarse reconciliar con Dios es posible por medio del misterio pascual y la mediación  de la Iglesia. Todos nosotros, sin embargo, vivimos la experiencia del pecado.


Sabemos que estamos llamados a la perfección  (Mt 5, 48), pero sentimos fuerte el peso del pecado. Mientras percibimos la potencia de la gracia que nos transforma, experimentamos también la fuerza del pecado que nos condiciona. No obstante el perdón, llevamos en nuestra vida las contradicciones que son consecuencias de nuestros pecados.


 
 
En el Sacramento de la Reconciliación, Dios perdona los pecados, que realmente quedan cancelados; y sin embargo, la huella negativa que los pecados dejan en nuestro comportamiento y en nuestros pensamientos permanece. La misericordia de Dios es incluso más fuerte que esto.


Ella se transforma en <Indulgencia> del Padre, que a través de la Esposa de Cristo (la Iglesia), alcanza al pecador perdonado y lo libera de todo residuo consecuencia del pecado, habilitándolo a obrar con caridad, a crecer en el amor más bien que a recaer en el pecado”

 
Por otra parte,  la Constitución Apostólica del Papa Pablo VI: <Indulgentiarum Doctrina> (1 de enero de 1967)  nos informa ampliamente sobre  la doctrina de la Iglesia  respecto a las indulgencias y el uso de las mismas, cuestión importante de la que muchos fieles cristianos  desconocen incluso su valor y su eficacia, y de la que algunos en la actualidad,  han llegado a pesar  que se trata sólo de costumbres litúrgicas del pasado.

Los que piensan así se equivocan pues son importantes para la salvación del hombre, como nos ha recordado recientemente  el Papa Francisco, y además están  sólidamente basadas, en la <Revelación divina> (Papa Pablo VI; Ibid):

 
 
 
“La doctrina y uso de las indulgencias, vigente en la Iglesia Católica desde hace muchos siglos están fundamentadas sólidamente en su <Revelación divina> que, legada por los apóstoles, <progresa en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo>, mientras que <la Iglesia en el decurso de los siglos, tiende constantemente a la plenitud de la verdad divina, hasta que en ella se cumplan las palabras de Dios”

Antes de continuar hablando sobre este tema tan  relevante, deberíamos tener muy claro que concepto tenemos sobre el mismo y para ello nada mejor que recurrir, como en otras ocasiones, al Catecismo de la Iglesia católica, escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II. Más concretamente, en el nº 1471 podemos leer:

 
 
“La doctrina y la práctica de las indulgencias en la Iglesia están estrechamente ligadas a los efectos del Sacramento de la Penitencia. <La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos>.

<La indulgencia es parcial o plenaria según libre de la pena temporal debida a los pecados en parte o totalmente>.
<Todo fiel puede lucrar para sí mismo o aplicar por los difuntos, a manera de sufragio, las indulgencias tanto parciales como plenarias> (CIC, can. 992-994)

 
 
 
Resumiendo: <las indulgencias son las remisiones ante Dios de las penas temporales por los pecados> y esto es así porque cuando pecamos nos hacemos culpable de dos cosas: la primera es la ofensa o injuria que hacemos a Dios; la segunda es la pena o castigo que merecemos. Mientras que el pecado mortal provoca una ofensa <injuria grave a Dios>, el pecado venial hace a Dios una ofensa o injuria leve y merece una pena o castigo del purgatorio, la cual, como tiene que acabar algún día, se llama temporal.


Por otra parte, según la doctrina de la Iglesia, cuando Dios nos borra una ofensa o una injuria grave <pecado mortal>, nos perdona el castigo del infierno, pero exige que le recompensemos por una parte de esta pena, como pena temporal, que debemos satisfacer en este mundo o en el purgatorio.

Tristemente esta forma de entender el pecado y sus consecuencias ha perdido vigencia  para una gran parte del pueblo de Dios. Los hombres y mujeres de este siglo se sienten fuera del tema cuando dicen: Dios es infinitamente misericordioso y perdona siempre independientemente del tipo de pecado (mortal o venial), que haya cometido la persona; y esto es cierto, pero olvidando el hecho de que también será nuestro Juez al final de los siglos, y como tal deberá imponer algunas sanciones por los pecados cometidos, sanciones que por su bondad infinita pueden quedar reducidas a una pena temporal y allí es donde las indulgencias son tan útiles y necesarias.

 
 
Como aseguraba el Papa Pablo VI, para el correcto entendimiento de esta doctrina y de su saludable uso, es conveniente recordar algunas cosas en las que siempre ha creído la Iglesia Católica, entre las que se encuentran las comentadas anteriormente y que este Pontífice nos recuerda en su <Constitución Apostólica>: <Indulgentiarum Doctrina>. Entre las muchas cuestiones tratadas por este santo varón debemos destacar también, aunque sean lacerantes, las que se refieren a las penas que pueden sufrir los hombres por los graves pecados cometidos:

“Según nos enseña la divina revelación, las penas son consecuencias de los pecados, infringidos por la santidad y justicia divina, y han de ser purgadas bien en este mundo… o bien por medio las penas <Catharterias> en la vida futura… Por ello los fieles, siempre estuvieron persuadidos de que el mal camino tenía muchas dificultades y que es  áspero, espinoso y nocivo para los que andaban por él.

Estas penas se imponen por justo y misericordioso juicio de Dios para purificar las almas y defender la santidad del orden moral, y restituir la gloria de Dios en su plena majestad. Pues todo pecado lleva consigo la perturbación del orden universal, que Dios ha dispuesto con inefable sabiduría e infinita caridad, y la destrucción de ingentes bienes tanto en relación con el pecador como de toda la comunidad humana.

Para toda mente cristiana de cualquier tiempo, siempre fue evidente que el pecado era no sólo una trasgresión de la ley divina, sino además, aunque no siempre directa y abiertamente, el desprecio u olvido de la amistad personal entre Dios y el hombre, y una verdadera ofensa de Dios, cuyo alcance escapa a la mente humana;  más aún, un ingrato desprecio del amor de Dios que se nos ofrece en Cristo, ya que Cristo llamó a sus discípulos amigos y no siervos”

 

 
 
Ante estas severas, pero oportunas, palabras del Papa Pablo VI, en las que hemos omitido algunos conceptos que pudieran escandalizar a mentes estrechas, como por ejemplo el fuego del infierno, debemos reconocer la necesidad de restaurar la amistad con nuestro Creador por medio de un arrepentimiento sincero de nuestras faltas y expiar las ofensas que le hemos infringido, restaurando así mismo todos los bienes personales y sociales destruidos por nuestros pecados para que de esta forma resplandezca la bondad y gloria de nuestro Señor:

“La doctrina del purgatorio sobradamente demuestra que las penas que hay que pagar o las reliquias del pecado que hay que purificar pueden permanecer, y de hecho frecuentemente permanecen, después de la remisión de la culpa (Nm 20,12; 27, 13-14); pues en el purgatorio se purifican, después de la muerte, las almas de los difuntos que <hayan muerto verdaderamente arrepentidos en la caridad de Dios; sin haber satisfecho con dignos frutos de penitencia por las faltas cometidas o por las faltas de omisión> (Concilio de Lyón II; sección IV: DS 856).

Las mismas preces litúrgicas, empleadas desde tiempos remotos por la comunidad cristiana reunida en la sagrada misa, lo indican suficientemente diciendo: <pues estamos afligidos por nuestros pecados: líbranos con amor, para gloria de tu nombre> (oración del domingo septuagésimo y tras  la comunión después del tercer domingo de cuaresma).

Todos los hombres que peregrinan por este mundo cometen por lo menos las llamadas faltas leves y diarias (Concilio Vaticano II, Constitución Dogmática <Lumen Gentium> sobre la Iglesia, nº. 40), y, por ello están necesitadas de la misericordia de Dios para verse libres de las penas debidas por los pecados”

Esta catequesis del Papa Pablo VI sobre las indulgencias, dada en la  Constitución Apostólica <Indulgentiarum Doctrina>, se apoya en las enseñanzas del Antiguo Testamento que tratan sobre este delicado y controvertido tema de la Iglesia. Así, por ejemplo, en el libro histórico <Números> se pone de manifiesto la justicia de Dios en el episodio de la vida de Moisés y sus compatriotas en el desierto cuando ya estaban próximos a entrar en la tierra prometida.


 
 
Sucedió que al llegar a la montaña de los Abarím, cadena de montañas situadas al este del mar Muerto, desde donde se contempla muy bien la tierra prometida, Yahveh dijo a Moisés (Nm 27, 12-14): “Sube a esta montaña de los Abarím y otea la tierra que he dado a los hijos de Israel / Después que la hayas contemplado te reunirás también a tu pueblo, como se reunió  Aharóm tu hermano, /por cuanto en el desierto de Sin, cuando la rebelión de la comunidad, contravinisteis mi orden de glorificar a sus ojos mi santidad en el episodio del agua (se refiere a las aguas de Meribá de Cadês, en el desierto de Sin)”

De la lectura de estos versículos del libro Números,  se desprende que Dios le anuncia a Moisés su próxima reunión  con su pueblo, como le sucedió con anterioridad a su hermano Aharóm, es decir, le advierte de su próxima muerte para que ponga en orden sus negocios sobre la tierra, porque le ha servido bien, sin embargo sólo le deja <otear> la tierra prometida, no le dejará entrar en ella en recuerdo de su falta de confianza en Él, en un episodio anterior durante su errar por el desierto.

 
 
 
 
El Señor ha perdonado a Moisés por su falta gravísima, porque ha dudado de las Palabras divinas, y no lo glorificó frente a la comunidad en rebeldía; le deja ver la tierra prometida, pero sin embargo, no le permite entrar en ella, de donde se deduce, como recuerda el Papa Pablo VI, que las reliquias del pecado cometido permanecen aún después de su remisión y de ahí, el comportamiento lógico de Dios al negar la entrada a ambos hermanos en la tierra prometida al pueblo de Israel.

El incidente en el que tuvo lugar el pecado de Moisés y de su hermano Aharóm, que Dios menciona al negar la entrada en la tierra prometida, aparece relatado, también, en el libro <Números> del Antiguo Testamento (Nm 20, 7-13):

-Yahveh habló a Moisés diciendo:

-<Toma la vara y reúne a la comunidad, junto con Aharóm, tu hermano. Hablaréis a la roca a la vista de ellos, y darás su agua. Harás manar para ellos agua de la roca y darás de beber a la comunidad y a su ganado.

-Y sacó Moisés la vara de delante del Señor, como Él lo había mandado.

-Moisés y Aharóm reunieron a la asamblea delante de la roca, y les dijeron: escuchad, rebeldes: ¿Acaso podemos hacer manar agua de esta roca para vosotros?

-Moisés levantó su mano y golpeó la roca con la vara dos veces, y manó agua en abundancia; y bebió la comunidad y su ganado.

-El Señor dijo a Moisés y a Aharóm: <puesto que no habéis creído en mí y no me habéis santificado a los ojos de los hijos de Israel, por eso no haréis entrar a esta asamblea en la tierra que les he dado.

-Estas son las aguas de Meribá donde los hijos de Israel se rebelaron contra el Señor, y el mostró su santidad ante ellos>

 
 
 
San  Agustín y otros Padres de la Iglesia ven en la pregunta de Moisés: ¿Acaso podemos hacer  manar agua de esta roca para vosotros? cierta desconfianza en las palabras de Dios por parte de ambos hermanos, ello sería tanto como decir que Dios podría estar engañándolos, pecado gravísimo en contra del Creador. Por eso Dios no les permite entrar en la tierra prometida. Primero es Aharóm el que recibe el castigo, pues va a morir poco después de estos acontecimientos tal como dictaminó Yahveh (Nm 20, 22-26):

-Los hijos de Israel, toda la comunidad, partieron de Cadês y llegaron al monte Hor.

-Y en el monte Hor, en la frontera de la tierra de Edóm, el Señor habló a Moisés y a Aharóm:

-que se reúna Aharóm con los suyos, pues no entrará en la tierra que daré a los hijos de Israel, puesto que despreciasteis mi orden en las aguas de Meribá.

-Toma a Aharóm y a Eleazar, su hijo, y hazlos subir al monte Hor.

-Despoja a Aharóm de sus vestidos y viste con ellos a su hijo Eleazar, pues Aharóm se reunirá con los suyos y morirá allí.

El  mensaje divino es claro, el pecado puede ser perdonado pero quedan reliquias del mismo que hay que purificar mediante la pena del purgatorio, son las llamadas penas temporales por los pecados ya perdonados y que pueden ser reducidos mediante la concesión de indulgencias por la Iglesia;  como administradora de la redención,  la Iglesia aplica y distribuye estas indulgencias con autoridad.


 
 
Es un tema importante para la salvación de los hombres aunque ciertamente como aseguraba el Papa San Juan Pablo II, el hombre de los últimos siglos se ha hecho poco sensible a las cosas últimas. Más concretamente, ya no desea recordar el tema  de los “Novísimos” (muerte, juicio, infierno, gloria y purgatorio) (Papa San Juan Pablo II <Cruzando el umbral de la esperanza>; Editado por Vittorio Messori; licencia editorial para el Círculo de Lectores por cortesía de Plaza & Janés Editores; 1995):

“Por un lado, a favor de tal insensibilidad actúan la secularización y el secularismo, con la consiguiente actitud consumista, orientada hacia el disfrute de los bienes terrenos. Por otro lado, han contribuido a ella en cierta medida los <infiernos temporales>, ocasionados en estos últimos siglos. Después de las experiencias de los campos de concentración y los bombardeos, sin hablar de las catástrofes naturales: ¿Puede el hombre esperar algo peor que en el mundo? ¿Un cúmulo aún mayor de humillaciones y de desprecios?, en una palabra ¿Puede esperar un infierno?”

Estas preguntas, son algunas de las  que muchas personas se formulan a la vista de tanto horror sobre la tierra, y la respuesta a ellas   la ha dado  Dios; a través de su  Hijo Unigénito lo ha revelado a los hombres, por eso el Papa San Juan Pablo II asegura (Ibid):

“En Cristo, Dios ha revelado al mundo que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tm 2,4), esta frase de la primera Carta a Timoteo tiene una importancia fundamental para la visión y el anuncio de los <Novísimos>.

Si Dios desea esto, si Dios por esta causa entrega a su Hijo, el cual a su vez obra en la Iglesia mediante el Espíritu Santo ¿Puede ser el hombre condenado?, ¿Puede ser rechazado por Dios?” (Papa San Juan Pablo II. Ibid)
Son las preguntas que el hombre se hace ante las cosas últimas, el hombre que aún tiene en cuenta la existencia real de estas cosas…Y el razonamiento, al respecto,  del Papa San Juan Pablo II es (Ibid):


 
 
 
“Desde siempre el problema del infierno ha turbado a los grandes pensadores de la Iglesia, desde los comienzos, desde Orígenes, hasta nuestros días, Michail Bulgakov (1891-1940) y Hans Urs von Balthasar (1905-1988). En verdad que los antiguos Concilios rechazaron la teoría de la llamada apocatástasis final, según la cual el mundo sería regenerado después de la destrucción, y toda criatura se salvaría; una teoría que indirectamente abolía el infierno.


Pero el problema permanece ¿Puede Dios, que ha amado tanto al hombre, permitir que éste lo rechace hasta el punto de querer ser condenado a perennes tormentos? Y, sin embargo, las palabras de Cristo son unívocas. En Mateo habla claramente de los que irán al suplicio eterno (Mt 29,46) ¿Quiénes serán estos? La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto. Es un misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, pues, la única posición oportuna del cristiano…”

 
 
 
De cualquier forma lo que sí  sabemos, porque lo ha dicho Cristo, es que aquellos que no se arrepientan de sus pecados y hagan penitencia por estos, pueden ir al infierno, un lugar terrible que en la Santa Biblia se denomina <gehena>,  y que la mente humana no alcanza a saber cómo es; preferible es por lo tanto llevar una vida recta y cumplir los mandamientos de nuestro Creador, y si caemos en pecado mortal, bajo la acción del maligno, arrepentirnos  con dolor de corazón, propósito de enmienda, y confesarnos de ellos en cuanto ello sea posible y recordar que para acortar la pena temporal que aún permanece después de la remisión del pecado, tenemos la inestimable ayuda de las indulgencias de la Iglesia.


En este sentido, según la <Audiencia> del Papa San Juan Pablo II del miércoles 29 de septiembre de 1999: “El punto de partida para comprender las indulgencias es la abundancia de la misericordia de Dios, manifestada en la Cruz de Cristo. Jesús crucificado es la <gran indulgencia>, que el Padre ha ofrecido a la humanidad, mediante el perdón de las culpas y la posibilidad de la vida filial (Jn 1, 12-13), en el Espíritu Santo (Ga 4,6; Rm 5,5; 8, 15,16).

Ahora bien, este don en la lógica de la Alianza, que es el núcleo de toda la economía de la salvación, no nos llega sin nuestra aceptación y nuestra correspondencia.

A la luz de este principio no es difícil comprender que la reconciliación con Dios, aunque está fundada en un ofrecimiento gratuito y abundante de misericordia, implica al mismo tiempo un proceso laborioso, en el que participan el hombre, con su compromiso personal, y la Iglesia, con su ministerio sacramental. Para el perdón de los pecados cometidos después del bautismo, ese camino tiene su centro en el Sacramento de la Penitencia, pero se desarrolla también después de su celebración.

 
 
En efecto, el hombre debe ser progresivamente sanado con respecto a las consecuencias negativas que el pecado ha producido en él, y que la tradición teológica llama penas y restos del pecado. A primera vista, hablar de penas después del perdón sacramental podría parecer poco coherente. Con todo, el Antiguo Testamento nos muestra que es normal sufrir penas reparadoras después del perdón.

En efecto, Dios, después de definirse <Dios misericordioso y clemente,  que perdona la iniquidad, la rebeldía y el pecado> añade: <pero no les deja impunes> (Ex 34, 6-7),  en el segundo libro de Samuel, la humilde confesión de David después de su grave pecado,  le alcanza el perdón de Dios, pero no elimina el castigo anunciado (2 Sm 12, 11-12). El amor paterno de Dios no excluye el castigo, aunque éste se ha de entender dentro de una justicia misericordiosa que restablece el orden violado en función del bien mismo del hombre (Hb 12, 14-11)”

Por otra parte, las indulgencias nos perdonan algún tiempo de las penas del purgatorio pero no sabemos cuánto tiempo, porque no sabemos cuanta pena hemos de satisfacer a Dios. Sólo en la eternidad lo sabremos, y sólo allí nos daremos perfecta cuenta del valor que tienen las indulgencias a las cuales tan poco caso solemos hacer en este mundo.

Las indulgencias plenarias son concedidas por los Sumos Pontífices y pueden ganarlas todos los católicos de todo el mundo, a no ser que las concedan para algunas personas o lugares determinados. Recordaremos ahora la <indulgencia plenaria> dada por el Papa Pío XII para la <consagración del mundo al Inmaculado Corazón de María>, porque nos parece muy útil y apropiada en estos momentos, dada la situación  tan dolosa por la que camina  la sociedad en general, en tantos lugares de nuestro planeta:

“¡Oh Reina del Santísimo Rosario, auxilio de los cristianos, refugio del género humano, vencedora de todas las batallas de Dios! Ante vuestro trono nos postramos suplicantes, seguros de impetrar misericordia y de alcanzar gracia y oportuno auxilio en las presentes calamidades, no por nuestros méritos, de los que no presumimos, sino por la inmensa bondad de vuestro materno corazón.

En esta grave hora de la historia, a vos, a vuestro Corazón nos entregamos, y consagramos, no sólo en unión de la Santa Iglesia, Cuerpo místico de vuestro Hijo Jesús, que sufre en tantas partes y de tantos modos atribulada y perseguida, sino también de todo el mundo que sufre atroces discordias, abrasado en incendio de odios, víctimas de sus propias iniquidades.

Que os conmuevan tantas ruinas morales y materiales, tantos dolores, tantas angustias, tantas almas turbadas, tantas en peligro de perderse eternamente. Vos, Oh madre de misericordia, impetradnos de Dios la reconciliación cristiana de los pueblos, y ante todo las gracias que pueden convertir en un momento los corazones humanos, las gracias que prepare, consoliden y aseguren estas suspirada pacificación. Reina de la paz, rogad por nosotros, y dad al mundo la paz y la verdad, en la justicia, en la caridad de Cristo. Dadle sobre todo la paz de las almas, para que en la tranquilidad del orden se dilate el Reino de Dios.

 
 
 
Conceded vuestra protección a los infieles y a cuantos yacen aún en las tinieblas de la muerte; y haced que brille para ellos el sol de la verdad y puedan repetir con nosotros, ante el único Salvador del mundo: <Gloria a Dios en las alturas, y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad> A los pueblos separados por el error o por la discordia, especialmente a aquellos que os profesan singular devoción, dadles la paz y haced que retornen al único redil bajo el único y verdadero Pastor. Obtened completa libertad a la Santa Iglesia de Dios; defendedla de sus enemigos; detened la inundación por la lluvia de la inmoralidad; suscitad en los fieles el amor a la pureza, la práctica de la vida cristiana y el celo apostólico, afín de que aumente en número y en méritos el pueblo de los que sirven a Dios.

Finalmente, así como fueron consagrados al Corazón de Jesús la Iglesia y el género humano, para que, puestas en Él todas las esperanzas, fuera para ellos prenda y señal de victoria y de salvación, de igual modo, también nos consagramos para siempre a Vos, a vuestro Inmaculado Corazón, Oh madre nuestra, Reina del mundo, para que vuestro amor y patrocinio aceleren el triunfo del Reino de Dios, y todas las gentes, pacificadas entre sí y con Dios, os proclamen bienaventurada y proclamen de un polo al otro extremo de la tierra el eterno Magníficat de amor, de reconocimiento al corazón de Jesús, en sólo el cual pueden hallar la verdad, la vida y la paz”.

 
                                                  
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

miércoles, 26 de julio de 2017

SANTIAGO EL MAYOR, PATRÓN DE ESPAÑA



 
 
 


“Santiago el Mayor fue uno de los tres discípulos predilectos del Señor, el que asistió a la escena de la Transfiguración y fue admitido a presenciar la resurrección de la hija de Jairo, y recibió el encargo de velar cerca del Maestro en la noche de Getsemaní.

Natural de Betsaida, como Pedro y Andrés, se dedicaba como ellos, a la pesca en las aguas del lago de Genezaret, en compañía de su hermano Juan y de su padre Zebedeo.

Un día estaban los dos hermanos remendando redes, cuando acertó a pasar junto a ellos Jesús y les dijo: <Venid en pos de mí; yo os haré pescadores de hombres> Y ellos, dejando las redes y la familia, le siguieron.

Impetuosos y ardientes como el rayo, merecieron que el Maestro  los bautizase con el nombre de Boanerges, es decir: Hijos del Trueno. Cuando el Señor les preguntó si estaban dispuestos a beber su cáliz, contestaron a una: Podemos. Y jamás desmintieron su palabra.

Después de la Resurrección, Santiago predicó el Evangelio en Judea y Samaria y, según una tradición venerable, vino hasta España, donde la leyenda nos lo pinta desalentado por las dificultades de la predicación y confortado por la presencia milagrosa de la Santísima Virgen, en las orillas del Ebro” (Misal devocionario del hombre católico; Rmo. P. Fr. Justo Pérez de Urbel).

 


Según la santa Tradición el Apóstol Santiago fundó varias iglesias, antes de salir de España, consiguiendo así mismo bastantes discípulos entre los que destacarían “los siete Varones”, Obispos, probablemente consagrados por San Pedro y San Pablo para la evangelización de la Península Ibérica.

La arqueología no aporta testimonio claros, que puedan confirmar esta tradición, como sucede en muchos otros casos de la historia de la evangelización, en el siglo primero  después de Cristo, sin embargo en el siglo II, en las ciudades de la Bética y Tarraconense sí existen restos de poblaciones cristianizadas, y en el siglo III hay ya constancia clara de la existencia de estas comunidades en Galicia.

El desarrollo del cristianismo en la Península Ibérica se llevó a cabo de forma rápida, y por ello no es de extrañar que fuera precisamente en Hispania donde se celebrara el primer Concilio Apostólico conocido, tras el primer Concilio de Jerusalén, en el que estuvieron presentes los Apóstoles; este Concilio es el llamado de “Elvira” y tuvo lugar en el año 303 d.C., terminada la terrible persecución del emperador romano Diocleciano.

Cuando Santiago regresó a Jerusalén, reinaba en Judea el nieto de Herodes el Grande, llamado Herodes Agripa y este hombre de costumbres licenciosas, por conseguir los favores del emperador de Roma, mandó degollar al Apóstol, que apenas tuvo tiempo de seguir evangelizando a los judíos, y así mismo ordenó  prender a San Pedro, cabeza de la Iglesia, como primeros pasos para exterminarla.



San Lucas, en los Hechos de los Apóstoles, narra el terrible fin de éste malvado rey (H. Apóstoles 12, 20-25):

-Tenía por entonces violentas contiendas con los tirios y sidonios; los cuales de común acuerdo se presentaron a él y habiendo logrado ganarse a Blasto, el maestre de cámara del rey, solicitaban la paz, a causa de que su país era abastecido por el rey.

-Y en el día señalado, revestido de regia vestidura, tomando asiento en la tribuna les dirigía una arenga.

-Y el pueblo aclamaba: < ¡Voz de un dios y no de un hombre!>.

-Luego al punto le hirió un ángel del Señor, por cuanto no había dado gloria a Dios, y roído de gusanos, expiró.   

El Rmo. P. Fr. Justo Pérez de Urbel, refiriéndose a los hechos acontecidos al regreso de Santiago el Mayor a Jerusalén, dice lo siguiente (Ibid):

“…en los primeros meses del año 44 se encontraba de nuevo en Jerusalén. Una vez más los libros Sagrados recogen su nombre para contarnos su muerte, <en aquel tiempo- dicen las Actas- , Herodes Agripa hizo maltratar a algunos de la Iglesia, y mandó degollar a Santiago, hermano de Juan>. Y bebió sin temblar, antes que nadie entre los Apóstoles, el cáliz del Señor. Su cuerpo, trasladado a España, y descubierto cerca de Iria, en Compostela (Campo de la Estrella), a principios del siglo IX, es allí venerado por los pueblos. En la edad media, sobre todo, fue su sepulcro uno de los centros más concurridos de peregrinación”.

 



La tradición de la iglesia narra que el cuerpo del Apóstol Santiago el Mayor fue trasladado a la Península Hispánica, llevado en un bajel hasta Iria Flavia y después, durante unos ocho siglos se perdió la memoria de su sepulcro. Ya a comienzos del reinado de Alfonso II el Casto, la tradición asegura que un monje llamado Pelagio vio una luz brillante sobre el lugar donde estaba enterrado el cuerpo del Apóstol, se lo comunicó a su Obispo y de esta forma fue encontrado de nuevo el sepulcro. El lugar de su enterramiento fue llamado <Campo de la Estrella>, origen de la palabra <Compostela> con que se nombra la ciudad del Apóstol y a lo largo de los siglos, las peregrinaciones para visitar el sepulcro del Apóstol y obtener su ayuda no cesaron.

En el siglo XIX se confirmó definitivamente la identidad de los cuerpos del Apóstol Santiago el Mayor y de sus discípulos San Atanasio y San Teodoro, enterrados en la ciudad de Compostela, y con tal motivo el Papa León XIII escribió una Carta Apostólica (noviembre de 1884), en la que entre otras cosas destacaba los siguientes hechos:

“Dios Omnipotente, admirable en sus Santos, ha querido en su providente sabiduría, que, mientras que sus almas gozan en el cielo eterna ventura, sus cuerpos confiados a la tierra reciban por parte de los hombres singulares y religiosos honores…

Así, en el transcurso de este siglo, en que el poder de las tinieblas ha declarado encarnizada guerra al Señor y a su Cristo, se ha descubierto felizmente, por permisión divina, los sagrados restos de San Francisco de Asís, de Santa Clara (la Virgen Legisladora), de San Ambrosio (Pontífice y Doctor), de los mártires Gervasio Y Protasio, y de los Apóstoles Felipe y  Santiago. Y a este número deben añadirse el del Apóstol Santiago el Mayor y sus discípulos Atanasio y Teodoro, cuyos cuerpos se han vuelto a encontrar en la Catedral de la ciudad de Compostela.

Constante y universal tradición que data de los tiempos apostólicos, confirmada por cartas públicas de nuestros predecesores, refieren que el cuerpo de Santiago, después de que el Apóstol hubo sufrido el martirio por orden del rey Herodes, fue clandestinamente arrebatado por sus dos discípulos Atanasio y Teodoro. Los cuales, por el vivo temor de que las reliquias del Santo Apóstol fueran destruidas en el caso de que los judíos se apoderaran de su cuerpo, embarcándole en un buque, le sacaron de Judea y alcanzaron tras feliz travesía las costas de España, y la bordearon hasta llegar a las de Galicia, donde Santiago, después de la Ascensión de Jesucristo a los cielos, según también antigua y piadosa tradición, estuvo desempeñando por disposición divina el ministerio del apostolado…

Y cuando Atanasio y Teodoro hubieron terminado el curso de su existencia pagando el tributo a la naturaleza, los cristianos de la comarca, movidos por la veneración que hacia ellos sentían y por el deseo de no separarles, después de su muerte, del cuerpo que santamente habían conservado durante su vida, depositaron a los dos en la misma tumba a la derecha el uno y a la izquierda el otro del Apóstol. Más como poco después fueran los cristianos perseguidos y martirizados por donde quiera, que se extendía la dominación de los emperadores romanos, el hipogeo sagrado quedó oculto por algún tiempo…”

 


El Papa León XIII, sigue en su carta enumerando y narrando con todo lujo de detalle los avatares por los que pasó el sepulcro del Apóstol, a lo largo de los años, hasta llegar al siglo XIX y entonces ocurrió, que el cardenal Payá y Rico, Arzobispo por entonces de Compostela, emprendió la restauración de la Basílica allí construida en honor del Apóstol, muy deteriorada por el paso de los años y los terribles acontecimientos históricos que siempre la acompañaron. Pero además decidió encontrar, a toda costa, el punto en el que se deberían ocultar las reliquias de Santiago y de sus discípulos Atanasio y Teodoro.

La empresa fue ardua, aunque finalmente alcanzó el éxito merecido, pues por fin, justamente en el  punto en el que el clero y los feligreses acostumbraban a hacer sus oraciones, se descubrió una tumba, cuya cubierta se encontraba adornada con una cruz. Al levantar la cubierta, por supuesto, en presencia de testigos, aparecieron tres esqueletos del sexo masculino y a partir de ese momento el venerable Cardenal pudo iniciar las tramitaciones pertinentes, según el Concilio de Trento, para decidir si deberían tenerse por ciertas las reliquias encontradas. A este respecto sigue el Papa León XIII diciendo lo siguiente, en la Carta Apostólica anteriormente mencionada:

“Por fin, el mismo Arzobispo nos envió todos los documentos del expediente y la sentencia que había dictado, y nos pidió con instancia que confirmáramos aquella sentencia con la suprema Nuestra autoridad Apostólica.

Nos, acogimos la súplica con benevolencia; y bien persuadidos de que la tumba venerable de Santiago el Mayor, puede muy justamente ser colocada en el número de los santuarios y puntos de peregrinación, más celebres del mundo entero…

Nos, hemos querido que asunto de tal magnitud se examinara con el cuidado que la Santa Sede pone en ocasiones análogas…



Así, desvanecidas las dudas que habían existido, y como apareciera la luz de la verdad claramente, se reunió de nuevo la Comisión en el Vaticano, el 17 de julio de este año, para resolver la cuestión propuesta, a saber: <la sentencia dictada por el cardenal Arzobispo de Compostela sobre la identidad de las reliquias encontradas en el centro del ábside de la capilla principal de su Basílica metropolitana y que se ha atribuido al Apóstol Santiago el Mayor y a sus discípulos Atanasio y Teodoro>…Y nuestros queridos hijos los Cardenales y los demás miembros de la Comisión, consideraron que todos los hechos eran tan exactos y estaban tan bien demostrados que nadie podía  ponerlos en duda, y por tanto, existía sobre este asunto la certidumbre plena que los sagrados Cánones y las Constituciones de los Soberanos Pontífices nuestros predecesores exigen en  asuntos de esta índole, formularon la siguiente respuesta:

<Affirmative, seu sententiam esse confirmandam>…

Nos, queremos que esta carta y cuanto en ella se dice, no pueda en tiempo alguno ser atacado ó tachado por vicio…, sino que para siempre y perpetuamente tenga y conserve validez y eficacia, obteniendo pleno efecto y siendo considerada de ese modo por todos, de cualesquiera grado, orden, preeminencia, y dignidad que sean”.

Han sido muchos los milagros que el Apóstol ha realizado, en todos los tiempos sobre el pueblo español, pero quizás uno de los más bonitos, es aquel que narra la tradición, cuando Santiago el Mayor se dejó ver en el aire montado en un caballo blanco, con un estandarte en la mano y una espada en la otra y rodeado de una luz resplandeciente y se puso al frente de las tropas del rey Ramiro, en la célebre batalla de “Clavijo” en el año 844. De entonces data el llamado < Boto de Santiago>, que obligaba a todas las provincias a pagar mensualmente una determinada cantidad de trigo a la  capital de Compostela.

Después de tantos siglos continua la concurrencia de innumerables peregrinos para visitar su sepulcro y obtener sus mercedes. En España, la Iglesia celebra su día el 25 de julio, y así debe de ser, por siempre, para que haga fructificar la semilla por él plantada en nuestro suelo.

Como dijo el Señor (Jn 14, 18-20):

“No os dejaré abandonados; volveré a estar con  vosotros/ dentro de poco el mundo no me verá más; pero vosotros me veréis, porque yo vivo en vosotros y también viviréis/ Aquel día vosotros conoceréis que yo estoy en mi Padre, vosotros en mí y yo en vosotros” 

 

 

sábado, 15 de julio de 2017

EL SANTO ROSARIO: BREVIARIO DEL EVANGELIO Y DE LA VIDA CRISTIANA


 
 
 
 
 
 
Entre las muchas oraciones existentes que los cristianos utilizamos para dirigirnos a la Virgen María, el <Santo Rosario>, también denominado <Breviario del Evangelio y de la vida cristiana>, ocupa sin duda un lugar especial en el corazón de los creyentes.

Esta hermosa plegaria ha sido descrita y recomendada por los Pontífices y Padres de la Iglesia católica desde sus remotos comienzos, y posteriormente, cuando fue difundida por Santo Domingo de Guzmán por encargo expreso de la Santísima Virgen.

Este santo varón había nacido en el año 1170, en la villa de Caleruega; fue educado por su tío, el arcipreste de Gumiel de Izan. A su debido tiempo fue enviado a la Universidad de Palencia, donde llegó a adquirir grandes conocimientos teológicos. Su vida se caracterizó por su amor al prójimo, dedicando gran tiempo de la misma a hacer penitencia.

El Espíritu Santo estaba con él y por tanto su obra evangelizadora fue extraordinaria. Trasladado a Francia, tuvo ocasión de predicar a los albigenses del Languedor, que se encontraban por entonces divididos por una serie de herejías que se conocían bajo los nombres de enriquianos, petrobusianos, arnolditas, cátaros, pifros, patarines, posagianos o waldenses. Los razonamientos del santo contra esto herejes eran tan buenos que no podían contrarrestarle con sus falsos postulados sobre Jesús y su Mensaje, y los confundía de tal forma que cada vez se les hacía más insoportable su sapiencia y santidad.

Fundó la Orden de Predicadores, cuyos hijos llevan el nombre de dominicos en recuerdo suyo. El Papa Honorio III aprobó en 1216 esta orden, que ha hecho grandes servicios a la Iglesia y le ha dado siete Papas, y muchos cardenales, patriarcas, obispos, arzobispos, así como una multitud de Doctores y Santos.

A este santo varón, se le conoce por el sobrenombre de <taumaturgo>, por el gran número de curaciones milagrosas que se le adjudican. Poseía además el don de las lenguas y el don de la profecía y murió en olor de santidad muy joven, a los cincuenta y un años, en Bolonia (Italia), dejando tras de sí una obra extraordinaria en favor de la Iglesia de Cristo. Fue canonizado por el Papa Gregorio IX en el año 1234.

 
 
Además de todo esto, la leyenda asegura que la Santísima Virgen fue la que enseñó a Santo Domingo la forma de rezar el Santo Rosario, a fin de que los creyentes  encontraran con ello, un medio de protección y defensa en su lucha contra los albigenses.

La Virgen bajo la advocación del Rosario ha protegido a la Iglesia en muchas ocasiones por medio de esta plegaria y por esto se celebra una fiesta en su honor el 7 de octubre, en recuerdo de la gran victoria que la armada cristiana bajo el mando de D. Juan de Austria, consiguió en la famosa batalla de Lepanto, en el año 1571.

Como aseguraba el Papa Pío XI refiriéndose a esta hermosa oración (Carta Encíclica <Ingravescetibus malis>, dada en Roma el 29 de septiembre, en la fiesta de la dedicación a san Miguel Arcángel, en el año 1937, decimosexto de su Pontificado):

“Una innumerable muchedumbre de hombres santos de toda edad y toda condición, lo han estimado siempre, lo han rezado con gran devoción, y en todo momento lo han usado como arma poderosísima para ahuyentar a los demonios, para conservar íntegra la vida, para adquirir más fácilmente la virtud, en una palabra, para la consecución de la verdadera paz entre los hombres.

No faltaron hombres insignes por su doctrina y sabiduría que, aunque intensamente ocupados en el estudio y las investigaciones científicas, dejaran sin embargo, un día de rezar de rodillas y fervorosamente, delante der la imagen de la Virgen, esta poderosísima plegaria.

Así también lo tuvieron por deber suyo los reyes y príncipes, a pesar de estar apremiados, por  ocupaciones y  negocios  urgentes.

Esta mística corona se la encuentra y corre no solamente entre las manos de la gente pobre, sino que también es apreciada por ciudadanos de toda categoría social.

No queremos pasar en silencio que la misma Virgen Santísima también en nuestro tiempo ha recomendado con reiteración esta manera de orar, cuando apareció y enseñó con su ejemplo esa recitación a la inocente niña en la gruta de Lourdes”

 
 
 
Son palabras de un Papa verdaderamente santo, el cual reunía todos los pecados del mundo contemporáneo en un solo concepto: <laicismo>, que él consideraba como una enfermedad infecciosa, sumamente peligrosa, que provocaba grandes daños a la sociedad.

Él aseguraba que el laicismo era el resultado de un largo proceso histórico de secularización que había comenzado negándole a la Iglesia de Cristo una serie de derechos divinos, como era el de evangelizar a las gentes para conducirlos por el camino de la salvación.
Más tarde se siguió atacando a la Iglesia, equiparándola a otras falsas religiones y por último algunos quisieron incluso sustituir el Mensaje de Jesucristo por una mezcolanza de ideas y sentimientos religiosos que condujeron al hombre hacia la idea de que podía prescindir de la existencia de Dios.

Este Papa luchó con todas sus fuerzas contra las consecuencias de la secularización, mediante una serie mensajes hablados o escritos, y por supuesto recogiendo con gran visión de futuro, la costumbre que ya parecía antigua, a mediados del siglo pasado, de seguir rezando el Santo Rosario, especialmente en familia y, así, en su Carta Encíclica anteriormente mencionada, también pedía a los creyentes que siguieran con esta práctica, tan fructífera para el hombre:

“Predíquese y repítanse a los fieles de toda clase social sus loas y sus ventajas por obra vuestra y por la de los sacerdotes que os ayudan en la cura de almas.

Los jóvenes obtengan de ella nuevas energías con que domar los rebeldes estímulos del mal y conservar intacto y sin mancilla el candor del alma; que en ella encuentren los ancianos en sus tristezas ansias, reposo, alivio y paz. Para los que se dedican a la Acción Católica sea acicate que los impulse a una más fervorosa y diferente obra de apostolado; y a todos los que de alguna forma sufren, particularmente a los moribundos, dé aliento y aumente la esperanza de la felicidad eterna.

 
 
 
Y los padres y las madres de familia en particular sean en esto también un dechado por sus hijos, especialmente cuando, a la caída del día, se recogen después de las labores de la jornada en el hogar doméstico, recitando, ellos los primeros, arrodillados ante la imagen de la Virgen del Rosario, fundiendo en uno la voz, la fe y el sentimiento; costumbre ésta tiernísima y saludable, de la que ciertamente no pude menos de derivar a la sociedad doméstica serena tranquilidad y abundancia de dones celestiales”.

Hermosos mandatos y deseos de un Papa que siempre estuvo muy preocupado por la familia, <célula primordial> de la sociedad. Ahora, pasado tantos años, a algunos, incluso católicos, les puede sonar antiguas y hasta aburridas las palabras de este Papa al que tanto debe la Iglesia de Cristo. Como él, hubo otros antes y ha habido otros después que también han aconsejado rezar el Santo Rosario sólo o mejor acompañado por amigos afines y sobre todo por la familia, pues son muchos los beneficios que esta práctica, aporta a las almas de los hombres.

Uno de los Pontífices que más  han defendido la oración del Santo Rosario y han aconsejado a su grey, rezarla con frecuencia, ha sido el Papa León XIII, predecesor en la silla de Pedro, de Pío XI, el cual  llevado de la gran admiración que sentía por esta plegaria, de ella decía:

“Grandemente admirable es esta corona tejida con la salutación angélica, en la que se intercala la oración dominical, y se une la obligación de la meditación interior; es una manera excelente de orar… y utilísima para la consecución de la vida inmortal” (Carta Encíclica de León XIII <Dioturni Temporis> dada en Roma el 5 de septiembre del año 1898).

Además de esta Carta Encíclica sobre la devoción del Santísimo Rosario, este Pontífice escribió otras muchas sobre este tema, tan importante como beneficioso, para alma humana, citaremos por ejemplo: <Supremi Apostolatus> del 1 de septiembre de 1883; <Solataris ille spiritus> del 25 de diciembre de 1883; <Octobri mense> del 22 de septiembre de 1891; <Laetitiae Sanatae> del 8 de septiembre de 1893; <Lucunda Semper> del 8 de septiembre de 1894; <Auditricem populi> del 5 de octubre de 1895>; <Fidentem Piumque> del 20 de septiembre de 1896; <Angustissima Virginis> del 2 de septiembre de 1897. Así mismo escribió una Carta Apostólica sobre el Santo Rosario, el 8 de septiembre de 1901.

 
 
El Papa León XIII (Joaquin Pecci) (1878-1903), había nacido el 2 de marzo de 1810, en el seno de una familia noble. Desde el principio demostró su inteligencia y grandes dotes morales, por lo que muy joven fue ordenado sacerdote y la Iglesia se fijó en él, encomendándole tareas difíciles de resolver. Así, fue delegado pontificio, en distintos territorios de los Estados Pontificios, realizando su labor con gran capacidad y prudencia.

En 1846 Vicenzo Gisachino Pecci fue nombrado arzobispo de Perusa y unos años más tarde, en 1853 se le otorgó la púrpura cardenalicia.

Durante bastantes años, siendo Papa Pío IX (1846-1878), realizó su labor de forma tan prestigiosa y fiel que éste le llamó finalmente a Roma eligiéndole camarlengo en 1877. Un año después, moría este Pontífice y en un cónclave muy rápido, apenas duró algo más de un día, fue proclamado su sucesor el nuevo camarlengo del Papa, con el nombre de León XIII.

La situación mundial era compleja en aquellos momentos, incluso dentro de la misma curia romana. No hacía tanto, que el llamado <modernismo> llevaba a gala sus ideas progresistas, contrarias incluso a la infalibilidad del Papa, aunque aún no se atrevía a tocar la doctrina de la Iglesia. Por otra parte, el Concilio Vaticano I, tuvo que ser interrumpido. Se había iniciado entre 1868 y 1870, pero tuvo que suspenderse a causa de la guerra de Prusia encabezada por Bismarck, que se había mostrado desde el principio contrario a la Iglesia; más de un millón de católicos se vieron, por entonces, privados de su liturgia y especialmente de sus Sacramentos. Además Bismarck expulsó a la mayoría de obispos y cerró multitud  de conventos.

Al mismo tiempo, la II República francesa se declaró laica y expulsó a jesuitas y benedictinos, de esta forma el anticlericalismo tomaba  unos derroteros altamente peligrosos para la Iglesia de Cristo.

Se puede decir que el ambiente social no era propiciatorio a la Iglesia debido a los cambios profundos experimentados, tanto en el campo de la política, como en el económico e incluso científico y técnico de finales del siglo XIX.

El cristianismo que durante siglos había constituido la base de la civilización en el viejo Continente, estaba siendo barrido por unas doctrinas que parecían que iban a proporcionar nuevas libertades y riquezas al pueblo, aunque muy pronto se demostró que esto no sería del todo cierto y que el fantasma de las injusticias y nuevas formas de esclavitud volvían a hacer acto de presencia.

 
 
El nuevo Pontífice, León XIII, tomó pronto las riendas de la defensa de los trabajadores mediante su Carta Encíclica <Rerum novarum> (promulgada el 25 de mayo de 1981), que contiene las bases de lo que debería ser una justa organización de la vida social, y en particular de la actividad económica de la misma y representa de forma preclara la doctrina social de la Iglesia.

Aunque ésta es su carta  más conocida, se puede asegurar que fue uno de los Papas, que más Encíclicas escribió y en particular, como hemos comentado ya, al ser un gran devoto del Santo Rosario, y de su proclamación como medio infalible para ayudar a las familias, lo puso de manifiesto a través de sus escritos, además de su predicación oral, en muchísimas ocasiones, a lo largo de todo su Pontificado y desde el principio del mismo.

Así, ya en el año 1883 escribió su primera Carta Encíclica dedicada a la oración del Santo Rosario en la cual aseguraba que el supremo deber que le había correspondido al aceptar la Silla de Pedro le llevaba a la imperiosa necesidad de velar  con todas sus fuerzas por la conservación y la integridad de la Iglesia, especialmente allí donde las calamidades por ella sufrida eran más injustas y destructoras.

En su Carta Encíclica <Supremi Apostolactus Officio>, refiriéndose a la Virgen María y a la devoción del Santo Rosario aseguraba que era necesario volver a las antiguas costumbres de rezar a la Madre de Dios y en particular utilizar para ello la bella plegaria del Santo Rosario, concretamente se expresaba en los siguientes términos:

“Por esto, aproximándose el solemne aniversario que recuerda los numerosos y considerables bienes que ha procurado al pueblo creyente la devoción del Santo Rosario, queremos que en este año, esta devoción sea objeto de una atención particular en el mundo católico en honor de la Virgen Soberana, a fin de que por su intersección, podamos obtener de su Divino Hijo, un feliz consuelo y el fin de nuestros males…

 
 
Este fue siempre el principal y solemne deseo de los católicos, al refugiarse bajo la protección de María y acogerse a su bondad maternal en los tiempos difíciles y en las circunstancias peligrosas. Está probado que la Iglesia Católica siempre pone, con razón, en la Madre de Dios, toda su confianza y toda su esperanza.

En efecto, la Virgen exenta  del pecado original, elegida para ser la madre de Dios y así mismo asociada a Él en la obra salvadora del género humano, juega al lado de su Hijo tal fervor y tal potencia que jamás la naturaleza humana y la naturaleza angélica, han podido, ni podrán obtener jamás”

Estos son algunos pensamientos y deseos,  del Papa León XIII, expresados en su primera Encíclica sobre la oración del Santo Rosario y que a lo largo de su Pontificado repitió en innumerables ocasiones; con razón  le apodaron el  <Papa del Rosario>.

Por otra parte, todos los Papas del siglo XX han demostrado su devoción por esta hermosa y saludable plegaria de la que el Pontífice, anteriormente mencionado, Papa Pío XI, diría (Ibid):

“¿Qué oraciones pueden hallarse más apropiadas y más santas? Esto se deduce de las mismas flores con que está formada esta corona…

La primera es la que el mismo Nuestro Divino Redentor pronunció cuando los discípulos le pidieron <enséñanos a orar> (Lc 11,1), santísima súplica que así como nos ofrece el modo de dar gloria a Dios, en cuanto nos es dado, así también considera todas las necesidades de nuestro cuerpo y de nuestra alma. ¿Cómo puede el Padre Eterno, convocado con las palabras de su mismo Hijo, no acudir en nuestra ayuda?

 
 
La otra es la salutación angélica, que se inicia con el elogio del Arcángel Gabriel y de Santa Isabel, y termina con la piadosísima imploración con que pedimos el auxilio de la Beatísima Virgen ahora y en la hora de nuestra muerte.

A estas invocaciones hechas de viva voz se agrupa la contemplación de los sagrados misterios, que ponen ante nuestros ojos, los gozos, los dolores y los triunfos de Jesucristo, y de su Madre, con los que recibimos el alivio  y confortación en nuestros dolores, y para que, siguiendo esos santísimos ejemplos, por grados de virtud más altos, ascendamos a la felicidad de la patria celestial.

Esta práctica de piedad, venerables hermanos, difundida admirablemente por Santo Domingo no sin superior insinuación e inspiración de la Virgen Madre de Dios, es sin duda fácil a todos...

¡Y cuanto se apartan del camino de la verdad los que son contrarios a esta devoción, tomándola como una fastidiosa fórmula repetida con monótona cantinela! y la rechazan, como buena, para niños y mujeres.

A este propósito es de observar que tanto la piedad como el amor, aun repitiendo muchas veces las mismas palabras, no por eso repiten siempre la misma cosa, sino que siempre expresan algo nuevo, que brota del íntimo sentimiento de caridad.

Además, este modo de orar tiene el perfume de la sencillez evangélica y requiere la humildad del espíritu, sin el cual, como enseñaba el Divino Redentor, nos es imposible la adquisición del Reino celestial: <en verdad os digo que si no os hicierais como niños, no entrareis en el Reino de los cielos (Mt 18,3)>”

 
 
 
Por su parte el Papa Pablo VI (1963-1978) se preocupó también por aumentar y mejorar el culto a la Madre de Dios, en particular se interesó por la práctica del Santo Rosario y así desde el inicio de su Pontificado, manifestó su deseo de que esta piadosa costumbre siguiera teniendo una excelente acogida entre los cristianos (Exhortación Apostólica <Marialis Cultus> del 2 de febrero de 1974):

“Nuestro asiduo interés por el Rosario nos ha movido a seguir con atención los numerosos congresos dedicados en estos últimos años a la pastoral del Rosario en el mundo contemporáneo: congresos promovidos por asociaciones y por hombres que sienten entrañablemente tal devoción y en los que han tomado parte obispos, presbíteros, religiosos y seglares de probada experiencia y de acreditado sentido eclesial. Entre ellos es justo recordar a los hijos de Santo Domingo, por tradición, custodios y propagadores de tan saludable devoción.

A los trabajos de los congresos se han unido las investigaciones de los historiadores, llevados a cabo no para definir con intenciones casi arqueológicas la forma primitiva del Rosario, sino por captar su intuición originaria, su energía primera, su estructura esencial. De tales congresos e investigaciones han aparecido más nítidamente las características primarias del Rosario, sus elementos esenciales y su mutua relación.

Así, por ejemplo, se ha puesto en más clara luz la índole evangélica del Rosario, en cuanto saca del evangelio el anuncio de los misterios y las fórmulas principales se inspira en el evangelio para sugerir, partiendo del gozoso saludo del Ángel y del religioso consentimiento de la Virgen, la actitud con que debe recitarlo el fiel; y continua proponiendo, en la sucesión armoniosa de las Aves Marías, un misterio fundamental del evangelio – la Encarnación del Verbo – en el momento decisivo de la Anunciación hecha a María. Oración evangélica, por tanto, como hoy día, quizá más que en el pasado, gustan definir los pastores y los estudiosos, al Santo Rosario”

 
 
 
Sin duda, el Santo Rosario se puede considerar como un <Breviario del Evangelio>, tal como se deduce de los trabajos realizados en los congresos promovidos a este respecto. Pero además es un exponente claro de la vida cristiana, de la buena vida cristiana…

Por eso nos entristece pensar que en este siglo XXI, el Santo Rosario, pueda perder interés entre los católicos, en favor de otras prácticas marianas menos <monótonas> como algunos la califican, y más cortas, como otros desearían… En una época en que la vida transcurre de forma tan rápida y alocada, no es de extrañar estos pensamientos en algunos jóvenes y otros no tan jóvenes, que no tienen en cuenta, que esta plegaria ha unido a los distintos miembros de la familia durante siglos, y ello, ha ayudado enormemente a una mejor convivencia entre estos.

 
 
El Papa San Juan Pablo II, como es natural, también era muy devoto del Santo Rosario y en muchísimas ocasiones hablaba a su grey sobre los beneficios numerosísimos de esta hermosa plegaria.


El Papa resaltaba en esta oración, especialmente, su carácter eminentemente cristológico y mariano, que nos lleva a contemplar y profundizar el misterio de la historia de la salvación, en el que la Virgen María está íntimamente unida a su Hijo Jesús.
Él decía también que <al rezar al Santo Rosario, penetramos en los misterios de la vida de Jesús que son, a la vez, los misterios de su Madre (Audiencia General  del 28 de octubre de 1981)

Con todo, este Santo Pontífice nos recordaba, así mismo, a todos los creyentes, que <el Rosario es, al mismo tiempo, que una oración sencilla, teológicamente rica en  contenidos salvíficos que se han cumplido en Cristo>

Recordaremos finalmente que este Papa nos pidió con todo su corazón a los creyentes que no abandonáramos el rezo del Santo Rosario y lo hacía con estas sencillas palabras:

“Continuad amando al Santo Rosario y difundid su práctica en todos los ambientes en que os encontréis. Es una oración que os forma en la escuela del evangelio vivido; educa vuestra alma a la piedad; os hace perseverantes en el bien; os prepara para la vida y, sobre todo, os hace queridos a María Santísima que os custodiará y os defenderá de las insidias del mal” (Audiencia  a Grupos de Peregrinos, el 3 de marzo de 1984)