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viernes, 1 de enero de 2016

LA ASCENSIÓN DE JESÚS: JESÚS FUE ELEVADO


 
 
 
 



Sí, Jesús fue elevado, pero  ¿Qué nos quieren comunicar la Santa Biblia y la Liturgia diciendo que Jesús <fue elevado>? La respuesta a esta pregunta que el Papa Benedicto XVI realizaba en su Homilía Eucarística, durante la visita pastoral a Cassino y Montecassino, el domingo 24 de mayo del año 2009, según él era que:

“El sentido de esta expresión no se comprende a partir de un solo texto, ni siquiera de un solo libro del Nuevo Testamento, sino en la escucha atenta de toda la Sagrada Escritura. En efecto, el uso del verbo <elevar> tiene su origen en el Antiguo Testamento, y se refiere a la toma de posesión de la realeza. Por tanto, la Ascensión de Cristo significa, en primer lugar, la toma de posesión del Hijo del hombre, crucificado y resucitado, de la realeza de Dios sobre el mundo.

Pero hay un sentido más profundo, que no se percibe en un primer momento. En la página de los Hechos de los Apóstoles se dice ante todo que Jesús “fue elevado” (Hch 1, 9), y luego se añade que “ha sido llevado” (Hch 1, 11). El acontecimiento no se describe como un viaje hacia lo alto, sino como una acción del poder de Dios, que introduce a Jesús en el espacio de la proximidad divina. La presencia de la nube que “lo ocultó a sus ojos”, hace referencia a una antiquísima imagen de la teología del Antiguo Testamento, e inserta el relato de la Ascensión en la historia de Dios con Israel, desde la nube del Sinaí y sobre la tienda de la Alianza en el desierto, hasta la nube luminosa sobre el monte de la Transfiguración. Presentar al Señor, envuelto en la nube evoca, en definitiva, el mismo misterio expresado por el simbolismo de <sentarse a la derecha del Padre>”.

 
 



San Lucas inicia su libro de los <Hechos de los Apóstoles> dirigiéndose a su discípulo Teófilo, del cual no se tiene información alguna, por lo que se ha llegado a sospechar que pudiera ser un personaje ficticio, utilizado por el evangelista como un medio literario, sin embargo es hermoso pensar que realmente hubiera existido ese personaje seguidor de Cristo cuyo nombre, Teófilo, es muy significativo: Amigo de Dios (Hch. 1, 1-3):

-Mi primer tratado lo hice, ¡Oh Teófilo!, acerca de todas las cosas que Jesús desde un principio hizo y enseñó,

-hasta el día en que, después de dar sus instrucciones por el Espíritu Santo, a los apóstoles que Él se había elegido, fue llevado a lo alto;

-a los cuales también, después de su Pasión, se había presentado vivo, con muchas pruebas evidentes, dejándose ver de ellos dentro del espacio de cuarenta días y hablándoles de las cosas referentes al Reino de Dios.

El Señor, en efecto, se dejó ver por sus seguidores, entre los que se encontraban los apóstoles y con entera seguridad su misma Madre, la Virgen María, después de su Pasión, Muerte y Resurrección, incluso Jesús se sentaba a la mesa con todos ellos para compartir sus alimentos y mientras lo hacía les daba las últimas instrucciones y consejos con el  objetivo  de que la tarea que les encomendaba, de evangelización de los pueblos, tuviera como resultado  los mejores frutos.
 
 
 


Sin embargo, ni aún después de haber visto morir a Jesús en la Cruz y tenerlo entre ellos resucitado, habían comprendido, algunos de sus seguidores, que el Reino de Dios, no era el reino de los hombres. Ellos seguían imbuidos de las ideas del pasado sobre el Mesías, el cual según el Antiguo Testamento, debería venir para restablecer el poderío del pueblo judío, por eso le preguntaron: <Señor, ¿Es ahora cuando vas a restaurar el reino de Israel?> (Hch. 1,6), pero Él les respondió: <No es cosa vuestra conocer los tiempos o momentos que el Padre ha fijado con su poder>, y  les anunció la venida del Espíritu Santo sobre ellos, para ayudarles a ser sus testigos no sólo en Jerusalén, sino en toda Judea, en Samaría, y hasta los confines del mundo.

Dice también San Lucas en su libro que después de estas últimas advertencias, el Señor se elevó sobre sus cabezas y una nube lo cubrió, desapareciendo de inmediato de su vista. Ellos sorprendidos se quedaron un rato mirando hacia el cielo, por si volvería a bajar, pero no, el Señor había subido a los cielos y se encontraba ya a la derecha del Padre en su Reino.

Es emocionante pensar así mismo, que la Elevación de Cristo al cielo, ha permitido, en palabras del Papa Benedicto XVI que <el ser humano haya entrado de modo inaudito y nuevo en la intimidad de Dios> (Ibid):

“El hombre encuentra, ya para siempre, espacio en Dios. <El cielo>, la palabra cielo no indica un lugar sobre las estrellas, sino algo más osado y sublime: indica a Cristo mismo, la Persona divina que acoge plenamente y para siempre a la humanidad, Aquel  en quien Dios y el hombre están inseparablemente unidos para siempre. El estar el hombre en Dios es el cielo. Y nosotros nos acercamos al cielo, más aún, entramos en el cielo en la medida en que nos acercamos a Jesús y entramos en comunión con Él”
 
 
 



Con anterioridad a estos hechos, Jesús se había aparecido a las dos Marías después de su Resurrección, ellas fueron  las primeras personas  a las que se presentó (Mt.28, 1-10):
-Pasado el sábado, al rallar el alba el primer día de la semana, fueron María Magdalena y la otra María a ver el sepulcro

-De pronto hubo un gran terremoto, pues un ángel del Señor bajó del cielo, se acercó, hizo rodar la losa del sepulcro y se sentó en ella.

-Su aspecto era como un rayo, y su vestido blanco como la nieve.

-Los guardias temblaron de miedo y se quedaron como muertos.

-Pero el ángel dirigiéndose a las mujeres les dijo: <No temáis, sé que buscáis a Jesús, el crucificado.

-No está aquí. Ha resucitado, como dijo. Venid, ved el sitio donde estaba.

-Id en seguida a decir a sus discípulos: Ha resucitado de entre los muertos y va delante de vosotros a Galilea. Allí le veréis. Ya os lo he dicho.

-Ellas se alejaron a toda prisa del sepulcro y con miedo y gran alegría corrieron a llevar la noticia a los discípulos.

-De pronto Jesús salió a su encuentro y les dijo: <Dios os guarde>. Ellas se acercaron se agarraron a sus pies y lo adoraron.

-Jesús les dijo <No tengáis miedo y decid a mis hermanos que vayan a Galilea, que allí me verán>

 
 


Por otra parte, el Papa San Juan Pablo II nos recuerda en varios trabajos suyos, que el anuncio de la Ascensión al Padre fue  realizado por Jesús, en distintas ocasiones, a sus discípulos. Así por ejemplo:
“Lo hizo especialmente durante su Última Cena: <Sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre…, sabiendo que el Padre le había puesto todo en sus manos y que había salido de Dios y a Dios volvía (Jn, 13,1-3). Jesús tenía sin duda en la mente su muerte ya cercana, y sin embargo miraba más allá y pronunciaba aquellas palabras en la perspectiva de su próxima partida, de su regreso al Padre mediante la Ascensión al cielo: <Me voy a aquel que me ha enviado> (Jn, 16,5); <Me voy al Padre, y ya no me veréis> (Jn, 16,10).

Los discípulos no comprendieron bien entonces, qué tenía Jesús en mente, tanto menos cuanto hablaba de forma misteriosa: <Me voy y volveré a vosotros> e incluso añadía: <Si me amarais, os alegraríais de que me fuera al Padre, porque el Padre es más grande que yo> (Jn 14,18). Tras la Resurrección aquellas palabras se hicieron para los discípulos más comprensibles y transparentes, como anuncio de su Ascensión al cielo (Audiencia General del miércoles 5 de abril de 1989)”.

Los apóstoles: San Mateo y San Juan, así como los evangelistas San Marcos, y San Lucas, narraron las apariciones de Jesús después de su Resurrección. Pero es San Lucas el que nos expone de forma más clara y definitiva las últimas instrucciones del Señor a sus apóstoles antes de su Ascensión a los cielos, momentos después de haberles <abierto la inteligencia para que entendieran las Escrituras> (Lc, 24, 44-49):

-Luego les dijo: <De esto os hablé cuanto todavía estaba con vosotros: es necesario que se cumpla, todo lo que está escrito acerca de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos>.

-Entonces les abrió la inteligencia para que entendieran las Escrituras. Y les dijo:

-<Estaba escrito que el Mesías tenía que sufrir y resucitar de entre los muertos al tercer día,

-y que hay que predicar en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados a todas las naciones, comenzando por Jerusalén>.

-Vosotros sois testigos de estas cosas.

-Sabed que voy a enviar lo que os ha prometido mi Padre. Por vuestra parte quedaos en la ciudad hasta que seáis revestidos por la fuerza de lo alto.

 
 
 



Tras estas últimas instrucciones del Señor a sus apóstoles, San Lucas nos narra así mismo en su evangelio los pormenores de la Ascensión del Señor de una forma más bien breve aunque después en su libro de los Hechos los especifica mejor (Lc 24, 50-52):

-Los sacó hasta cerca de Betania.

-Levantó las manos y los bendijo. Y mientras los bendecía se separó de ellos y subió a los cielos.

-Ellos lo adoraron y se volvieron a Jerusalén llenos de alegría.

-Estaban continuamente en el Templo bendiciendo a Dios.

Por otra parte, cabe destacar dos aspectos esenciales del relato del evangelista según el Papa Francisco (Audiencia General. Plaza de San Pedro. Miércoles 17de abril de 2013):

“Ante todo, durante la Ascensión, Jesús realiza el gesto sacerdotal de la bendición y con seguridad los discípulos expresan su fe con la postración, se arrodillan inclinando la cabeza. Este es un primer punto importante: Jesús es el único y eterno Sacerdote que, con su Pasión, atravesó la muerte y el sepulcro y resucitó y ascendió al cielo; está junto a Dios Padre, donde intercede para siempre a nuestro favor (Hb 9, 24). Como afirma Juan en su Primera Carta, Él es nuestro abogado: ¡Qué bello es oír esto! Cuando uno es llamado por el juez o tiene un proceso, lo primero que hace es buscar un abogado para que le defienda. Nosotros tenemos uno, que nos defiende siempre, nos defiende de las acechanzas del diablo, nos defiende de nosotros mismos, de nuestros pecados. Queridísimos hermanos y hermanas, contamos con este abogado: No tengamos miedo de ir a Él a pedir perdón, bendición, misericordia. Él nos perdona siempre, Él es nuestro abogado: Nos defiende siempre. No olvidéis esto.
La Ascensión de Jesús al cielo, nos hace conocer esta realidad tan consoladora para nuestro camino. En Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nuestra humanidad ha sido llevada junto a Dios; Él nos abrió el camino; Él es como un jefe de cordada cuando se escala una montaña, que ha llegado a la cima y nos trae hacia sí, conduciéndonos a Dios; si confiamos a Él nuestra vida, si nos dejamos guiar por Él, estamos ciertos de hallarnos en manos seguras, en manos de nuestro salvador, de nuestro abogado.

Tenemos un segundo elemento, San Lucas refiere que los apóstoles después de haber visto a Jesús subir al cielo, regresaron a Jerusalén: <con gran alegría>. Esto nos parece un poco extraño. Generalmente cuando nos separamos de nuestros familiares, de nuestros amigos, por un viaje definitivo y sobre todo con motivo de la muerte, hay en nosotros una tristeza natural, porque no veremos más su rostro, no escucharemos más su voz, ya no podremos gozar de su afecto, ni de su presencia. En cambio, el evangelista subraya la profunda alegría de los apóstoles ¿Cómo es esto? Precisamente porque, con la mirada de la fe, ellos comprenden que, si bien substraídos de su mirada, Jesús permanece para siempre con ellos, no los abandona y, en la Gloria del Padre, los sostiene, los guía e intercede por ellos”.

En efecto, como se nos recuerda también en el Catecismo de la Iglesia Católica, escrito en orden a la publicación del Concilio Ecuménico Vaticano II (C.I.C. nº 668):

-La Ascensión de Cristo al cielo, significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: posee todo el poder en el cielo y en la tierra. Él está <por encima de todo Principado, Potestad, Virtud, Dominación> porque el Padre <bajo sus pies sometió todas las cosas> (Ef 1, 20-22) Cristo es el Señor del Cosmos (Ef 4, 10; I Co 15, 24. 27-28) y de la historia. En Él la historia de la humanidad e incluso toda la creación encuentran su recapitulación (Ef 1,10) su cumplimiento trascendente.

 
 



Santo Tomás de Aquino (Escritos catequísticos de Santo Tomás de Aquino Cp. 6 Artículo 6), aseguraba a este respecto que:

“La Ascensión del Señor a los cielos fue <sublime> porque: <subió por encima de los cielos> (Ef 4, 10) Esto fue Cristo quien primero lo hizo, pues anteriormente ningún cuerpo terreno había salido de la Tierra, hasta el punto de que incluso Adán vivió en un paraíso terrenal.
Subió por encima de todos los cielos espirituales, que son los seres espirituales. <colocando el Padre a Jesús a su derecha en el cielo, por encima de todo Principado, Potestad y Dominación, y sobre todo, cuanto tiene nombre no sólo en este mundo sino también en el venidero; todas las cosas la sometió bajo sus pies” 


Como diría en cierta ocasión  el Rmo. P. Fr. Justo Pérez de Urbel, con la Ascensión de Jesús a los cielos, ha llegado el día del completo triunfo del Señor (Ed. Aguilar. Madrid.  España 1964):
“La exaltación comenzada con la alegría de la Resurrección, se hace completa en este día. El Señor penetra con su naturaleza humana en la Gloria del Padre, para compartir con Él desde ahora el Imperio sobre los cielos, sobre la tierra, y sobre los infiernos; sobre los espíritus y sobre los corazones.
Le vemos partir y no nos entristecemos. Un gozo profundo penetra en la liturgia de éste día. <Si me amaseis “decía Cristo a los suyos”, estaríais contentos, porque me voy al Padre>. Era necesario que Cristo resucitado de entre los muertos, dejase la tierra y volviese al Padre, con el cual, como Dios, estaba necesaria y eternamente unido. Y nosotros nos alegramos por Él, en primer lugar. Después de su humillación terrena, de sus trabajos y sufrimientos, se sienta, por fin, “A la diestra de la Majestad, en las alturas” y toma posesión de la gloria que le corresponde a Él, Cristo Jesús, Hombre e Hijo de Dios y “Señor de la gloria”, siendo coronado como Rey de reyes, nombrado juez de vivos y muertos y reconocido como “Espíritu vivificante”, según la expresión de San Pablo, pues desde ahora, se sitúa en el centro del ecuménico reino de la Iglesia, “Para llenarlo todo”, para enviar su pulsación divina a todas las partes y a todos los miembros, inundándolo todo de su espíritu y su vida.

Nos alegramos también por nosotros, pues cuando Él se sienta a la diestra de Dios Padre, “los apóstoles se dispersan y empiezan a predicar”, y el Señor coopera a su misión y confirma con milagros sus palabras. Desde su trono Cristo piensa en nosotros; “penetró en los cielos, según frase de San Pablo, para presentarse constantemente por nosotros ante el rostro de Dios y vive, para interceder por nosotros sin descanso. Nuestra causa es su causa; nuestra súplicas, la suya. Si pecamos, dice el discípulo amado: Tenemos ante el Padre un abogado, Jesucristo, el Justo”

Bellas palabras de este hombre santo, Fr. Justo Pérez de Urbel, pronunciadas por él en el siglo XX, con las que no puede estar más de acuerdo nuestro actual Papa, tal como puso de manifiesto el domingo 1 de Junio de 2014 (Regina Coeli. Papa Francisco. Plaza de San Pedro):

“Jesús, cuando vuelve al cielo lleva al Padre un regalo. ¿Cuál es el regalo? Sus llagas. Su cuerpo es bellísimo, sin las señales de los golpes, sin las heridas de la flagelación, pero conserva las llagas. Cuando vuelve al Padre le muestra las llagas y le dice: <Mira Padre, éste es el precio del perdón que tú das>. Cuando el Padre contempla las llagas de Jesús, nos perdona siempre, y no porque seamos buenos, sino porque Jesús ha pagado por nosotros.
Contemplando las llagas de Jesús, el Padre se hace misericordioso. Éste es el gran trabajo de Jesús hoy en el cielo: Mostrar al Padre el precio del perdón, las llagas. Esto es algo hermoso que nos impulsa  a no tener miedo de pedir perdón; el Padre siempre perdona, porque mira las llagas de Jesús, mira nuestro pecado y nos perdona”

 
 



Es cierto, el cuerpo de Jesús cuando vuelve al Padre es bellísimo, como apunta el Papa Francisco, y lleva un regalo para el Padre, sus llagas, y este regalo es sin duda un enorme presente para el hombre como sugieren las palabras del Apóstol Santo Tomás, el único ausente durante la primera aparición del Señor después de muerto y resucitado (Jn 20, 24-29):

“Tomás, uno de los Doce, el llamado Dídimo (Mellizo), no estaba con ellos cuando vino Jesús / Digéronle, pues, los otros discípulos, hemos visto al Señor. Él les dijo <Si no veo en sus manos la señal de los clavos y no meto mi dedo en el lugar de los clavos y la mano en su costado, no lo creo> / Y ocho días después estaban allí dentro sus discípulos, y Tomás entre ellos. Viene Jesús, cerradas las puertas, y puesto en medio de ellos les dijo, paz con vosotros / luego dice a Tomás: Trae acá tu dedo, mira mis manos; trae tu mano y métela en mi costado y no seas incrédulo sino creyente / respondió Tomás: ¡Señor mío y Dios mío! / Dice Jesús: ¡Porque me has visto, has creído! Bienaventurados los que no vieron y creyeron”.

Hermosísimo este relato de San Juan, el único apóstol que incluye en su evangelio la aparición de Jesús a sus discípulos en presencia de Tomás, que había estado ausente en la aparición anterior. Nos preguntamos a este respecto ¿Tiene algún significado especial esta ausencia de Tomás en la primera aparición de Jesús? La respuesta no puede ser otra, que sí, que tiene un gran significado y que seguramente el Señor lo había previsto así al objeto de mover la fe, no sólo del apóstol Tomás, sino de los creyentes de todos los tiempos. Incluso el Señor nos exhorta a ello con sus palabras: <Bienaventurado los que no vieron y creyeron>.

 



La actitud de los hombres ante esta advertencia del Señor, no puede ser otra que la dada por Santo Tomás: La fe absoluta y certera que le llevó a aquella confesión de fe: ¡Señor mío y Dios mío! Magnífica confesión de la divinidad de Cristo. Una explosión de fe que llena el corazón de los creyentes cuando se acercan al Sacramento de la Eucaristía.

Y es que como aseguraba también otro santo, siglos después, concretamente Santo Tomás de Aquino (1224-1274), el gran teólogo y doctor de la Iglesia, la Ascensión del Señor fue <razonable>, porque fue al cielo por tres motivos:
“Primero porque el cielo era debido a Cristo por su misma naturaleza. Es natural que cada cosa vuelva a su origen, y el principio originario de Cristo está en Dios, que está por encima de todo…

En segundo lugar  correspondía a Cristo el cielo por su victoria. Cristo fue enviado al mundo para luchar con el diablo, y lo venció; por ello merece ser encumbrado por encima de todas las cosas…

En tercer lugar le correspondía por la humildad. No hay humildad tan grande como la de Cristo, quien siendo Dios, quiso hacerse hombre, siendo Señor, quiso tomar condición de esclavo sometiéndose incluso a la muerte…

Por eso, mereció ser ensalzado hasta el cielo, hasta el solio (trono) de Dios,  porque el camino al encumbramiento es la humildad: <el que se humilla será enaltecido> (Lc 14,11); <el que descendió, ese mismo es el que subió por encima de todos los cielos> (Ef. 4,10)”

Dos citas, el evangelio de San Lucas y la  Carta a los Efesios de San Pablo, son los apoyos que le permiten a Santo Tomás de Aquino afirmar que la Ascensión del Señor fue razonable por su humildad. La primera, la del evangelista San Lucas corresponde a aquel pasaje de la vida del Señor en el que sanó a un hidrópico en casa de un jefe de los fariseos. Sucedió que habiendo sido invitado a comer en casa de uno de los jefes de los fariseos, en Jerusalén, y tras haber hecho el milagro de sanar a un hombre hidrópico, que con mal sana intención colocaron frente a Él, pues era sábado, y para los escribas y fariseos curar en dicho día estaba prohibido, Jesús observando cómo los convidados escogían sin reparo los mejores lugares les dio una lección de humildad diciéndoles (Lc 14, 7-11):
-Cuando alguien te invite a una boda,

-no te pongas en el primer asiento, no sea que haya otro invitado más honorable que tú, y

-venga el que te invitó y te diga: cede el sitio a éste, y entonces tengas que ir avergonzado a ocupar el último puesto.

-Por el contrario, cuando seas invitado, ponte en el último puesto y así, cuando venga el que te invitó, te dirá: amigo sube más arriba. Entonces te verás honrado ante todos los comensales.

-Porque quien se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado

 Así es, el Señor con sus palabras, mediante una parábola, nos muestra la moralidad y el buen comportamiento del cristiano, donde siempre debe imperar la humildad, frente a la soberbia y la prepotencia. Él mismo, como aseguraba Santo Tomás de Aquino, nos dio el mayor ejemplo de humildad, pues siendo Hijo de Dios, se hizo esclavo y murió por la salvación de los hombres por lo que era justo y merecido que fuera ensalzado hasta el cielo (Ascensión).

Por último asegura también Santo Tomás que la Ascensión del Señor fue (útil) apoyándose  en otras tres cuestiones. En primer lugar, como <guía>, pues <Ascendió para guiarnos>. Según este doctor de la Iglesia <nosotros ignorábamos el camino> y por eso Él tuvo que enseñarnos, Él tuvo <que subir delante de nosotros para abrirnos el camino> y de esta forma, tenemos la seguridad los hombres de poder llegar así mismo al reino celestial; así lo manifestó Jesús en aquel pasaje de su vida reflejado por San Juan en su evangelio (Jn 14, 1-3).
En segundo lugar, dice Santo Tomás de Aquino, que la Ascensión del Señor fue útil porque tenía que asegurarnos la posesión de una morada en el reino de Dios, subió en definitiva, para interceder por nosotros; por eso, en Jesucristo tenemos siempre ante el Padre el mejor abogado (1 Jn 2,1), como aseguraba Juan en su primera carta a las comunidades cristianas de ciertas regiones en las que él evangelizó, con objeto de desenmascarar a algunos falsos profetas que ya pululaban, con sus falsas doctrinas, por aquellas tierras tratando de impurificar la fe y las costumbres de los seguidores de Cristo. Finalmente y en tercer lugar, dice el gran teólogo Santo Tomás, que la Ascensión del Señor fue <útil> porque <tenía que atraer hacia sí nuestros corazones>


 
 



Tal como podemos leer en el evangelio de San Mateo, el Señor desea que los hombres tengamos confianza en la providencia paternal de Dios (Mt 6,19-21):

-No amontonéis tesoros en la tierra, donde la polilla y la herrumbre los corroe y donde los ladrones socaban y los roban.

-Amontonad en cambio tesoros en el cielo, donde la polilla y la herrumbre no corroen, y donde los ladrones no socaban y roban.

-Porque donde está tu tesoro allí está tu corazón

 
Finalmente, como aseguraba el Papa Benedicto XVI (Ibid):

“El carácter histórico del misterio de la Resurrección y de la Ascensión de Cristo nos ayuda a reconocer y a comprender la condición transcendente de la Iglesia, la cual no ha nacido ni vive para suplir la ausencia de su Señor, sino que, por el contrario, encuentra la razón de su ser y de su misión en la presencia permanente, aunque invisible, de Jesús, una presencia que actúa con la fuerza de su espíritu.
En otras palabras podríamos decir que la Iglesia no desempeña la función de preparar la vuelta de un Jesús <ausente>, sino que, por el contrario, vive actúa para proclamar su <presencia gloriosa> de manera histórica y existencial.
Desde el día de la Ascensión, toda comunidad cristiana avanza en su camino terreno hacia el cumplimiento de las promesas mesiánicas, alimentándose con la Palabra de Dios y con el Cuerpo y la Sangre de su Señor.
Ésta es la condición de la Iglesia –nos lo recuerda el Concilio Vaticano II-, mientras <prosigue su peregrinación en medio de las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios, anunciando la Cruz y la Muerte del Señor hasta que vuelva> (L G, 8)”.

 

  
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

lunes, 21 de diciembre de 2015

JESÚS DIJO: CONSUMADO ESTÁ


 
 
 

 
 Como aseguraba el Papa Benedicto XVI, en su Carta Encíclica <Spe Salvis>: La verdadera la gran esperanza del hombre que resiste a pesar de todas las desilusiones, sólo puede ser Dios, el Dios que ha amado y que nos sigue amando hasta el extremo, hasta el total cumplimiento. Y el Dios que nos ha amado hasta el extremo, es Cristo, es Jesús, el Hijo Unigénito del Padre.

La muerte de Jesús, del Redentor de los hombres, es el hecho más transcendental de la historia de la humanidad. Él consumó la obra que el Padre le había encomendado, y con la mayor sencillez, de su boca salieron sólo éstas palabras: <Consumado está>. Así narró San Juan los últimos momentos de la vida del Señor (Jn 19, 28-30):
"Sabiendo Jesús que ya todas las cosas estaban cumplidas, para que se cumpliese la Escritura, dijo: <Tengo sed> / había allí un vaso lleno de vinagre; tomando, pues, una esponja empapada en vinagre, y clavándola en una caña de hisopo, se la acercaban a la boca / Cuando, pues, hubo tomado el vinagre, Jesús dijo: < Consumado está>.  E inclinando la cabeza entregó el espíritu"

 
 
 
Desde siempre la Iglesia ha identificado esta sed  real, abrasadora, uno de los tormentos más terribles de la muerte por crucifixión, debido a la gran pérdida de sangre y la fiebre que le acompaña, con aquella sed mayor, que asocia el evangelista con las palabras: <Para que se cumpliesen las Escrituras>,  que el Redentor moribundo experimentó, por llevar hasta el último término, hasta las últimas consecuencias, la obra salvadora de los hombres, que el Padre le había confiado.

Por eso hay que repetirlo una y mil veces: <La verdadera, la gran esperanza del hombre no puede ser otra que Jesús, el Cristo, el Hijo único del Padre>. Con razón el Papa Benedicto XVI aseguraba en su Carta Encíclica, anteriormente mencionada, que <quien no conoce a Dios, aunque tenga múltiples esperanzas, en el fondo está sin esperanza>. Porque sólo Jesús es la gran esperanza que sostiene la vida de los seres humanos. Sólo, como sigue diciendo el Papa en su Carta, <quien ha sido tocado por el amor, empieza a intuir, que quiere decir la palabra esperanza, que hemos encontrado en el rito del Bautismo>.
Jesús vino a este mundo para que el hombre tuviera <vida y la tuviera en plenitud, en abundancia>, esa vida, es la vida eterna, la gran esperanza que ha de superar todas las demás.  Pero, ¿ cómo lograremos alcanzar ésta esperanza salvadora? La respuesta a esta comprometedora pregunta la podemos encontrar en la Constitución Dogmática sobre la Iglesia del Concilio Vaticano II (Lumen Gentium Cap. 5º. Universal Vocación a la Santidad en la Iglesia nº 42):

“Dios es caridad, y el que permanece en la caridad permanece en Dios y Dios en él (I Jn 4,16). Por consiguiente, el primero y más imprescindible don es la caridad, con la que amamos a Dios sobre todas las cosas y al prójimo por Él.  Pero, a fin de que la caridad crezca en el alma como una buena semilla y fructifique, todo fiel debe escuchar de buena gana la palabra de Dios y poner por obra su voluntad con la ayuda de la gracia.

 
 
 
Participar frecuentemente de los Sacramentos, sobre todo en la Eucaristía, y en las funciones sagradas. Aplicarse asiduamente a la oración, a la abnegación de sí mismo, al solícito servicio de los hermanos y al ejercicio de todas las virtudes. Pues la caridad, como vínculo de perfección y plenitud de la ley (cf Col. 3, 14; Rm 3, 10), rige todos los medios de santificación, los informa y los conduce a su fin. De ahí que la caridad para con Dios y para con el prójimo sea el signo distintivo del verdadero discípulo de Cristo”

 
 
 
 
Se menciona en este artículo de la Constitución <Lumen Gentium>, a propósito del don de la caridad, y de todas las virtudes que el hombre debe practicar, con objeto de alcanzar el Reino de Dios, la Carta que San Pablo envió al pueblo de Colosas (antigua ciudad de Frigia).

La Iglesia de Colosas no parece, según todos los indicios, que fuera fundada por el apóstol San Pablo, sino que pudiera deberse a  un discípulo de éste, llamado Epafrás. El detonante que llevó al apóstol a escribir esta carta, tan significativa, fue la propagación malsana de ideas defendidas por ciertos habitantes de dicha ciudad que habían sido captados por los herejes, con objeto de engrosar las filas de los primeros representantes o precursores del gnosticismo.

El peligro mayor de estos grupos que practicaban una doctrina herética era que se camuflaban entre los cristianos, asegurando que ellos habían recibido la auténtica doctrina de Cristo, pues eran seres privilegiados, los únicos conocedores de los secretos divinos, y de esta forma arrastraban tras de sí a muchas personas con sus engaños.

San Pablo percibió enseguida el gran peligro de estas farsantes doctrinas, y se apresuró a reprimirlas con energía, para que quedara completamente claro cuál era la verdadera doctrina de Cristo, especialmente en los temas referentes a la caridad con Dios, y por Él hacia todos los hombres (Col 3, 12-14):
"Revestíos, pues, como elegidos de Dios, santos,  y amados, de entrañas de misericordia, de benignidad, humildad, mansedumbre, longanimidad, / sobrellevándoos los unos a los otros y perdonándoos recíprocamente siempre que alguno tuviera alguna querella contra el otro. Como por su parte Cristo os perdonó a vosotros, así también vosotros / Y sobre todas estas cosas revestíos de la caridad, que es el vínculo de la perfección"

 
 
 
 
También el apóstol San Juan participaba de estas mismas ideas y así en su primera Carta aseguraba (I Jn 4, 7-10): "Carísimos, amémonos  los unos a los otros, porque el amor procede de Dios, y todo el que ama, de Dios ha nacido, y conoce a Dios / Quién no ama no conoció a Dios, porque Dios es amor / En esto se manifestó el amor de Dios en nosotros, en que a su Hijo  Unigénito, le envió  Dios al mundo, para que vivamos por Él / en esto está el amor: no que nosotros hubiéramos amado a Dios sino que Él nos amó a nosotros y envió al Hijo suyo, propiciación por nuestros pecados"


Esta Carta la escribió el apóstol San Juan a los fieles de Asia Menor, algunos años después de que San Pablo escribiera a los feligreses de la Iglesia de Colosas, por idénticos motivos: los seguidores del gnosticismo, a la cabeza de los cuales se encontraba Cerinto. Estos, habiendo blasfemado contra Cristo y su Iglesia, propagaban doctrinas completamente infectas y contrarias a la palabra divina, que por desgracia, de una u otra forma, han persistido en el tiempo hasta nuestros días, tal como han denunciado algunos de los últimos Pontífices de la Iglesia.

 
 
 
 
Pues bien, durante su ministerio en Jerusalén, próxima a su Pasión, Muerte y Resurrección, Jesús nos habló una vez más del primer mandamiento de la ley de Dios. Fue con motivo de la pregunta que un escriba bien intencionado le había hecho: ¿Cuál es el primero de todos los mandamientos? Jesús de inmediato respondió (Mc 12, 29-34):


"El primero es: Escucha, Israel, el Señor Dios nuestro es el único Señor / y amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón y con toda tu alma y con toda tu mente y con todas tus fuerzas / el segundo es éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay otro mandamiento mayor que éstos / Y le dijo el escriba: ¡Bien, Maestro! Con verdad has dicho que Dios es uno sólo  y no hay otro fuera de Él / Y amarle con todo el corazón y con toda la inteligencia y con toda la fuerza, y amar al prójimo como así mismo, vale más que todos los holocaustos y sacrificios / Viendo Jesús que le había respondido con sensatez, le dijo: No estás lejos del Reino de Dios. Y ninguno se atrevía ya a hacerle preguntas"

 
 
 
Como recordaba el Papa San Juan Pablo II (30 de octubre de 1988): “Al escriba, tras contestar a sus preguntas, recordando la primacía a Dios…, Jesús le dirá: <No estás lejos del Reino de Dios>. Efectivamente: el Reino de Dios es la realización del entero <orden del amor>. Se podría decir, empleando las palabras pronunciadas en nuestros tiempos por Pablo VI, de toda la <civilización del amor>.
<Si alguno me ama… mi Padre le amará y vendremos a Él> (Jn 14, 23). El orden entero del amor, basado en el mandamiento, el asentamiento del amor, <la civilización del amor>, tienen su raíz en el corazón del hombre. Mediante el amor, Dios habita en el corazón humano. Dios tiene su morada en él y modela al hombre desde su interior.

Dios: el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo, se convierten desde ahí dentro, en la potencia, la fuerza del hombre, la roca y la fortaleza de su humanidad. Sólo siguiendo este camino, el hombre, transformado interiormente por el amor, puede hacer del mundo en el que vive un lugar más humano, más digno de la humanidad. Puede contribuir a <la civilización del amor>, que es su gran <proyecto evangélico>  para organizar y regir el mundo según la plena dignidad del hombre. Y, a través de dicha civilización, acercarse también al Reino de Dios”.

 
 
 
 
Cabría preguntarse tras estas sentidas palabras del Papa San Juan Pablo II ¿Cuáles son los <lugares> de aprendizaje y ejercicio de esta esperanza? Es la pregunta que también se han planteado tantos Padres y doctores de la Iglesia, y la respuesta a la que ellos han llegado, siempre ha sido la misma, a lo largo de todos estos siglos: Sin la esperanza que ha de superar todas las demás, esto es, sin el Dios Trino, que <abraza el universo y nos puede proponer y dar lo que nosotros por sí solos no podemos alcanzar> nada podríamos hacer (Spe Salvi. Benedicto XVI).

Para el Papa Benedicto XVI, son tres éstos <lugares de aprendizaje y ejercicio de la esperanza> que él describe y analiza en profundidad en su Carta Encíclica anteriormente mencionada, y lo hace bajo los epígrafes siguientes: 1) La oración como escuela de esperanza 2) El actuar y el sufrir como lugares de aprendizaje de la esperanza y 3) El juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza.
Son muchos los estudios y análisis realizados, desde la presentación en Roma el 30 de noviembre, fiesta de San Andrés del año 2007, de esta excepcional Carta Encíclica del Papa Benedicto XVI, que todos los creyentes y aún los no creyentes deberían leer en algún momento de su vida, porque contiene las bases sobre las que se afinca la esperanza del género humano.
Recordaremos algunos de los párrafos que nos han parecido más importantes dentro de cada uno de los tres epígrafes anteriormente recordados, contenidos en dicha Carta.

 
 
 
 
 
Refiriéndose al primero: <La oración como escuela de esperanza>, el Papa Benedicto XVI nos advierte de que: “Cuando ya nadie me escucha, Dios todavía me escucha. Cuando ya no puedo hablar con ninguno, ni invocar a nadie, siempre puedo hablar con Dios. Si ya no hay nadie que pueda ayudarme, cuando se trata de una necesidad o expectativa que supera la capacidad humana de esperar, Él puede ayudarme (C.I.C. nº 2657). Si me veo relegado a la extrema soledad… el que reza nunca está totalmente solo”.


Como ejemplo extraordinario de estas palabras, nos presenta el Santo Padre la figura del Obispo vietnamita Françoise-Xavier Nguien ban Thran, el cual dio testimonio de fe desde las cárceles de su País (1975-1988) y que consiguió hacer de los hombres que le tenían constantemente vigilado e incomunicado, sus amigos, sólo con la ayuda de la oración y el testimonio de amor a Dios y por Él, a los que le odiaban por sus creencias. Él nos dejaba el testimonio siguiente de camino a la cautividad (“Cinco panes y dos peces” Car. F.X. Nguien ban Thran. Ed. Ciudad Nueva. 2000):
 
 
 
“De camino a la cautividad he orado: <Tú eres mi Dios y mi todo Jesús>, y ahora puedo decir como San Pablo: <Yo, Francisco, prisionero de Cristo> en la oscuridad de la noche, en medio de este océano de ansiedad, de pesadilla, poco a poco me despierto: debo afrontar la realidad. Estoy en la cárcel. Si espero el momento oportuno de hacerme verdaderamente grande ¿Cuántas veces en mi vida se me presentarían ocasiones semejantes? Jesús no espera; vivo el momento presente colmándolo de amor. La línea recta está formada por millones de puntitos unidos entre sí. También mi vida está integrada por millones de segundos y minutos unidos entre sí…


El camino de la esperanza está enlosado de pequeños pasos llenos de esperanza. La vida de la esperanza está hecha de breves minutos de la esperanza. Como tú, Jesús, que has hecho siempre lo que agrada al Padre. Cada minuto quiero decirte, Jesús te amo; mi vida es siempre una nueva y eterna alianza contigo.
Cada minuto quiero cantar con la Iglesia: Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo”

 
 
 
El Papa Benedicto XVI, dentro de su análisis sobre los <Lugares de aprendizaje y ejercicios de la esperanza>, concretamente refiriendose a <El actuar y el sufrir como lugares de aprendizaje de la esperanza> dice: “Toda actuación recta y seria del hombre es esperanza en acto. Lo es ante todo en el sentido de que así tratamos de llevar adelante nuestras esperanzas, más grandes o más pequeñas…
Pero el esfuerzo cotidiano por continuar nuestra vida y por el futuro de todos, nos cansa o se convierte en fanatismo, si no está iluminado por la luz de aquella esperanza más grande, que no puede ser destruida ni siquiera por frustraciones  en lo pequeño y por el fracaso en los acontecimientos de importancia histórica…
Sólo la gran esperanza-certeza de que, a pesar de todas las frustraciones, mi vida personal y la historia en su conjunto están custodiadas por el poder indestructible del Amor, gracias al cual, tienen para él sentido e importancia, sólo una esperanza así puede en ese caso dar todavía ánimo para actuar y continuar…”


Por otra parte, respecto al sufrimiento como lugar de aprendizaje de la esperanza, el Papa manifiesta sus sentimientos y enseñanzas ampliamente y con muy bellos ejemplos, como el dado por el mártir, Pablo Le-Bao-Thin (Sacerdote vietnamita de la primera mitad del siglo XIX, que murió decapitado por sus creencias), del que resalta algunos de sus pensamientos correspondientes a una carta que escribió desde la cárcel:
“Esta cárcel es un verdadero infierno: a los crueles suplicios de toda clase, como son, grillos, cadenas de hierro, y ataduras, hay que añadir el odio, las venganzas, las calumnias, palabras indecentes, peleas, actos perversos, juramentos injustos, maldiciones y finalmente angustias y tristezas.

 
 
Pero Dios, que en otros tiempos libró a los tres jóvenes del horno de fuego, está siempre conmigo y me libra de las tribulaciones y las convierte en dulzuras, porque es eterna su misericordia. En medio de estos tormentos, que aterrorizan a cualquiera, por la gracia de Dios estoy lleno de gozo y alegría, porque no estoy sólo, sino que Cristo está conmigo…”


Éste es un ejemplo estremecedor de como mediante la fuerza de la esperanza de esa esperanza-certeza, que proviene de la fe, el sufrimiento se transforma en gozo y alegría por la constatación cierta de la cercanía de Cristo, que comparte nuestras angustias y nos da valor para seguir adelante. Ciertamente como asegura el Papa Benedicto, la capacidad de aceptar el sufrimiento por amor al bien, de la verdad y de la justicia, es constitutiva de la grandeza de la humanidad…
No obstante, esta capacidad de sufrir depende del tipo y de la grandeza de la esperanza que llevemos dentro y sobre la cual nos basemos. Los santos pudieron recorrer el gran camino de la esperanza,  porque estaban repletos de esa gran esperanza…

Indudablemente, no todos estamos capacitados para seguir hasta tales extremos el caminar de los santos mártires, pero como el Papa sigue diciendo, podemos intentarlo y sobre todo podemos volver a la antigua y sabia costumbre de ofrecer las pequeñas dificultades cotidianas, que nos aquejan siempre, cada día, para contribuir de algún modo a fomentar el bien y el amor entre los hombres;  quizás de esta forma podamos preguntarnos si ello no podría volver a ser una práctica inigualable para cada uno de nosotros.

 
 
 
 
Por último, el tercer epígrafe, dentro del mismo apartado, dedicado a los <Lugares de aprendizaje y ejercicios de la esperanza>, lo reserva el Papa Benedicto al tema del <El Juicio como lugar de aprendizaje y ejercicio de la esperanza>. Este tema tan importante, pero a la vez tan delicado, es tratado en profundidad y con realismo en su Carta Encíclica (Ibid), a pesar de que como asegura el Pontífice:

“En la época moderna, la idea del <Juicio final> se ha desvaído: la fe cristiana se entiende y orienta sobre todo hacia la salvación personal del alma; la reflexión sobre la historia universal, en cambio, está dominada en gran parte por la idea del progreso. Pero el contenido fundamental de la esperanza del < Juicio> no es que haya simplemente desaparecido, sino que ahora asume una forma totalmente diferente”


No podemos resumir todas las cuestiones tan importantes que el Papa desarrolla en este apartado de su Carta, por eso el mejor consejo que podríamos dar, sería la necesidad de leer detenidamente toda la catequesis que sobre el tema del <Juicio final> se realiza en la misma.
Destacaremos sin embargo algunos de los párrafos que nos han parecido más concluyentes y reveladores:

 
 
“Dios mismo se ha dado una imagen: en el Cristo que se ha hecho hombre. En Él, el Crucificado,  lleva al extremo la negación de las falsas imágenes de Dios. Ahora Dios revela su rostro precisamente en la figura del que sufre y comparte la condición del hombre abandonado por Dios, tomándola consigo. Este inocente que sufre se ha convertido en esperanza-certeza: Dios existe, y Dios sabe crear la justicia de un modo que nosotros no somos capaces de concebir y que, sin embargo, podemos intuir en la fe.

Sí, existe la resurrección de la carne. Existe una justicia. Existe la reparación del sufrimiento pasado, la reparación que restablece el derecho. Por eso la fe en el <Juicio final> es ante todo y sobre todo esperanza, esa esperanza cuya necesidad se ha hecho evidente en las convulsiones de los últimos siglos.
Estoy convencido de que la cuestión de la justicia es el argumento esencial o, en todo caso, el argumento más fuerte en favor de la fe en la vida eterna. La necesidad meramente individual de una satisfacción plena que se nos niega en esta vida, de la inmortalidad del amor que esperamos, es ciertamente un motivo importante para creer que el hombre, está hecho para la eternidad; pero sólo en relación con el reconocimiento de que la injusticia de la historia no puede tener, en absoluto, la última palabra, llega a ser plenamente convincente la necesidad del retorno de Cristo y de la vida nueva”
 
 
También el Papa San Juan Pablo II, ante la pregunta de un periodista sobre la vida eterna, expresaba su opinión sobre la injusticia de la historia y se preguntaba: ¿El Dios que es Amor no es también justicia definitiva? ¿Puede Él admitir que terribles crímenes, puedan quedar impunes?... Se hacía así mismo la pregunta: ¿La pena definitiva no es en cierto modo necesaria para obtener el equilibrio moral en la tan intrincada historia de la humanidad? Y también esta otra: ¿La existencia del infierno, no es en cierto sentido la última tabla de salvación para la conciencia moral del hombre?...
 
 
 
 
Jesús es sus enseñanzas mencionó varias veces esta tabla de salvación (infierno) para la conciencia moral del hombre, tal como recogen las preguntas del Papa San Juan Pablo II. Uno de los ejemplos más significativos al respecto es aquel en el que Jesús narra la parábola del rico Epulón y del pobre Lázaro, ante unos hombres entre los que se encontraban precisamente bastantes ricos y poderosos.
 
En concreto, algunos fariseos habían sido reprendidos con anterioridad por Jesús, por su extremada avaricia y también su gran incredulidad, porque aunque eran ciertamente muy rigurosos en la interpretación de la ley, su autosuficiencia, consecuencia de una desmedida soberbia, les impedía reconocer en Jesús, al Hijo del hombre, al Mesías.

Jesús narró la parábola del hombre rico y del hombre pobre, para ponerles en guardia de lo que les esperaba a ellos, y por extensión a todos aquellos que siguieran su ejemplo, después de la muerte y el <Juicio final> (Lc 16, 19-31)

En este punto conviene recordar la catequesis de Benedicto XVI, para aclarar la situación que Jesús nos presenta en su parábola (Spe Salvi. Carta Encíclica de Benedicto XVI):

“En la parábola del rico Epulón y el pobre Lázaro, Jesús ha presentado como advertencia la imagen de un alma arruinada por la arrogancia y la opulencia, que ha causado ella misma un foso infranqueable entre sí y el pobre: el pozo de la cerrazón en los placeres materiales, el pozo del olvido del otro y la incapacidad de amar, que se transforma así ahora en una sed ardiente y ya irremediable"

 
 
Sigue diciendo el Papa Benedicto XVI en su Carta Encíclica (Ibid): “La opción de vida del hombre se hace definitiva con la muerte, esta vida suya  está ante el juez. Su opción que se ha fraguado durante el transcurso de toda la vida, puede tener distintas formas. Puede haber personas que han destruido totalmente en sí mismos el deseo de la verdad y la disponibilidad para el amor. Personas en las que todo se ha convertido en mentiras; personas que han vivido para el odio y que han pisoteado en ellos mismos el amor.

Esta es una perspectiva terrible, pero en algunos casos de nuestra propia historia podemos distinguir con horror figuras de este tipo. En semejantes individuos no habría nada remediable y su destrucción del bien sería irrevocable: esto es lo que se indica con la palabra infierno. Por otro lado, puede haber personas purísimas, que  se han dejado impregnar completamente de Dios y, por consiguiente, están totalmente abiertas al prójimo; personas cuya comunión con Dios orienta ya desde ahora su ser y cuyo caminar hacia Dios las lleva sólo a culminar lo que ya son”

 
 
 
 
Entre estos dos extremos nos movemos en realidad la mayoría de los seres mortales, pero la pregunta que surge es ¿Qué sucede con esta clase de personas cuando comparecen ante el juez supremo? San Pablo en su primera Carta a los Corintios, nos da una idea del efecto diverso del <Juicio de Dios> sobre el hombre, según su condición. El apóstol dice sobre la existencia cristiana:  <Que ante todo está construida sobre un fundamento en común, Jesucristo y que este fundamento resiste si hemos permanecido firmes sobre él y hemos construido sobre el mismo nuestra vida. Sabemos que este fundamento es imposible perderlo ni siquiera con la muerte>.

En efecto, San Pablo sobre la naturaleza del Ministerio Apostólico llega a expresarse en los términos siguientes (I Co 3, 10-17):

"Según la gracia de Dios que me ha sido dada, yo puse los cimientos como sólido arquitecto, y otro edifica sobre ellos. Cada uno mire como edifica / pues nadie puede tener otro cimiento distinto del que está puesto, que es Jesucristo / Sobre este fundamento uno puede construir con oro, plata, piedras preciosas, maderas, caña y paja / El trabajo de cada uno aparecerá claro el día del juicio, porque ese día se manifestará con fuego, y el fuego probará la obra de cada uno / Si la obra resiste la prueba de fuego, recibirá el premio; / Si se consume, lo perderá todo, aunque él se salvará, pero como el que escapa del fuego / ¿No sabéis que sois templos de Dios, y que el  Espíritu de Dios habita en vosotros? Si alguno destruye el templo de Dios, Dios lo destruirá a él / porque el templo de Dios, que sois vosotros, es santo"

 
 
 
 
 
Según el Papa Benedicto XVI  el < Juicio de Dios> es esperanza, tanto porque es justicia, como porque es gracia y por eso, todos debemos esperar con temor y temblor, pero llenos de confianza el encuentro con el <Juez supremo>, al que conocemos como nuestro Paracleto (Abogado, Defensor) (I Jn 2,1-2):
“Hijos míos, os escribo esto para que no pequéis. Pero si alguno peca, tenemos junto al Padre un Defensor, Jesucristo, el  Justo / Él se ofrece en expiación por nuestros pecados; y no sólo por los nuestros, sino por los de todo el mundo”

 Sí, Jesús es la verdadera, la gran esperanza del hombre; es necesario que en la conciencia de cada uno de los seres humanos,  resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus manos el destino de este mundo que pasa; Alguien que tiene las llaves de la muerte y de los infiernos; Alguien que es el alfa y el omega de la historia del hombre, sea la individual, como la colectiva. Y este Alguien es Amor  (cf.I Jn 4,8-16). Esto es:
“Amor hecho hombre, amor Crucificado y Resucitado, amor continuamente presente entre los hombres. Es amor Eucarístico. Es fuente incesante de comunión. Él es el único que puede dar plena garantía de estas palabras < ¡No tengáis miedo!>” (Papa San Juan Pablo II. Cruzando el umbral de la esperanza. Círculo de lectores S.A. 1994).