El Papa Francisco en su
Exhortación Apostólica <Amoris laetitia> nos recuerda el
valor de la sanción como estímulo, refiriéndose concretamente a la educación de
los niños y de los adolescentes, para que adviertan que las malas acciones
tienen consecuencias:
“Hay que despertar la capacidad
de ponerse en el lugar del otro y de dolerse por su sufrimiento cuando se le ha
hecho daño. Algunas sanciones –a las conductas antisociales agresivas- pueden
cumplir en parte esta finalidad. Es importante orientar al niño con firmeza a
que pida perdón y repare el daño realizado a los demás…”
Este es el espíritu que movía
desde antiguo al Sacramento de la confesión, de la reconciliación o de la penitencia, tanto aplicado a los niños y los jóvenes, como al hombre en general, cualquiera
que fuera su edad. En concreto el tema de la
reconciliación debería estar estrechamente relacionado con el de la penitencia,
así fue sugerido durante el Sínodo que tuvo lugar en el año 1984, el cual dio
lugar a una Exhortación Apostólica del entonces Papa San Juan Pablo II
(Reconciliatio et Paenitentia).
El Papa refiriéndose al concepto de la
penitencia llegaba a decir que era cuestión muy difícil de definir; más concretamente el aseguraba que:
“Si lo relacionamos con
<metánoia>, al que se refieren los sinópticos, entonces penitencia
significa el <cambio profundo> del corazón bajo el influjo de la Palabra
de Dios y en la perspectiva del Reino. Pero penitencia quiere decir también
cambiar la vida en coherencia con el cambio de corazón, y en este sentido el
hacer penitencia se completa con el de dar frutos dignos de penitencia; toda la
existencia se hace penitencia orientándose a un camino, a un continuo caminar
hacia lo mejor.
Sin embargo, hacer penitencia es algo autentico y eficaz sólo si se traduce en actos y gestos de penitencia. En este sentido, penitencia significa, en el vocabulario cristiano teológico y espiritual, la ascesis, el esfuerzo concreto y cotidiano del hombre, sostenido por la gracia de Dios, para perder la propia vida por Cristo como único modo de ganarla; para despojarse del hombre viejo y revestirse del nuevo; para superarse en sí mismo lo que es carnal, a fin de prevalezca lo que es espiritual; para elevarse continuamente de las cosas de abajo a las de arriba donde está Cristo. La penitencia es, por tanto, la conversión que pasa del corazón a las obras y, consiguientemente, a la vida entera del cristiano”
Es conveniente quizás recordar, en este sentido, que:
La celebración del Sacramento de la Penitencia ha tenido en el curso de los
siglos un desarrollo que ha asumido diversas formas expresivas, conservando
siempre, sin embargo, la misma estructura fundamental, que comprende
necesariamente, además de la intervención del ministro, solamente un Obispo o
un presbítero que juzga y absuelve, atiende y cura en nombre de Cristo, los
actos del penitente: la contrición, la confesión y la satisfacción…
El sujeto capaz del Sacramento de la Penitencia es todo hombre que cometa después del Bautismo un pecado mortal o venial. Para que el sujeto pueda hacer una buena confesión, es preciso que la haga con <dolor y detestación> de los pecados cometidos y con <propósito> de no volver, a cometerlos de nuevo. Es necesario, además, que la confesión sea <fiel, vocal e integra> en cuanto sea posible.
Después de la confesión, el penitente está obligado a cumplir la <satisfacción> o <penitencia> que le hubiere impuesto el confesor. Esta obligación es de suyo grave” (Misal y Devocionario del hombre católico. Rmo. P. Fr. Justo Pérez de Urbel).
A lo largo de la historia, la
forma concreta, según la cual la Iglesia ha ejercido este poder recibido del
Señor ha ido variando algo. Así, durante los primeros siglos, la reconciliación
de los cristianos que habían cometido pecados graves, después del Bautismo,
como por ejemplo: idolatría, homicidio, adulterio, etc., estaba vinculada a una
disciplina muy rigurosa, según la cual los penitentes debían hacer “penitencia
pública”, por sus pecados, a menudo durante largos años, antes de recibir el
Sacramento.
A comienzos del siglo III, esta penitencia eclesiástica, años después del bautismo, ya estaba perfectamente organizada y se practicaba con regularidad tanto en la Iglesia de lengua griega, cómo en la de lengua latina. A pesar de todo, hubo hombres, como Montano, propagadores de ideas de tendencia apocalíptica y gnóstica, que condujeron a herejía a muchos fieles.
La Iglesia luchó desde el primer momento contra el montanismo que tardó algún tiempo en desaparecer y que tristemente, ha resurgido como desviación de la verdadera fe, en algunas sectas actuales, y que entre otras cosas manifiestan la proximidad del fin del mundo, al estilo gnóstico, y se oponen a las disposiciones penitenciales de la Iglesia Católica sobre el Sacramento de la Confesión.
Tanto la Iglesia oriental, como la occidental,
hasta finales del siglo VI, solo reconocían la “penitencia publica” la cual fue
denominada por Tertuliano, Padre de la Iglesia, por desgracia convertido al
montanismo durante algún tiempo (se cree que finalmente se retractó), la “Segunda
tabla de salvación”.
La festividad del <miércoles de Ceniza> es un recuerdo de la Iglesia de Cristo a esta forma de <penitencia pública> a la que se sometían los pecadores en los primeros siglos. Según cuentan los historiadores de la Iglesia, antes de ser apartado de los fieles, el pecador era salpicado con cenizas, símbolo de penitencia, y vestido con el humilde hábito penitencial. Cuestiones ambas que en nuestros días parecerían impropias y exageradas.
Por su parte, San Agustín Obispo
de Hipona (396/430), ofreció la primera teoría acerca de la eficacia de la reconciliación
penitencial, según él fruto, de la <conversión>, la cual a la vez obra la <gracia divina>, que actúa en el
interior del hombre, pero es la <caridad> difundida por el Espíritu Santo
en la Iglesia, la que perdona los pecados a sus miembros.
Durante los siglos VI y VII, bajo la influencia de las comunidades monásticas, acaban por implantarse nuevas normas penitenciales, que se han dado en llamar “penitencias privadas”. Estas no exigían la realización pública y prolongada de obras de penitencia, antes de recibir la reconciliación, que le permitiría a los apartados por un tiempo de la Iglesia, volver a recibir el Sacramento de la Eucaristía. Desde entonces, el Sacramento de la Penitencia se ha tendido a realizar de una manera más <secreta>, entre el penitente y el sacerdote, con lo cual se ha evitado, entre otras cosas, la tardanza en recibir este Sacramento, que algunos hombres, por miedo al <qué dirán>, posponían antiguamente, hasta casi el momento de su muerte.
Por otra parte, los libros
penitenciales, escritos por algunos Padres de la Iglesia, como San Agustín,
fueron muy adecuados para entender y
practicar este Sacramento, ya que evitaron, en su tiempo, la relajación sobre
el concepto de pecado, y por tanto el olvido del compromiso adquirido con
Cristo por parte de los miembros de su Iglesia; olvido que en los últimos siglos ha vuelto a cernirse sobre
los hombres, debido principalmente a la teoría del relativismo, como se ha
demostrado con la situación actual de la Confesión, Sacramento indispensable de <salvación>.
En este sentido, el Papa Benedicto XVI en su libro “Luz del
mundo” asegura que: “Hoy tenemos que aprender de
nuevo que el amor al pecador y al damnificado están en un recto equilibrio
mediante un castigo al pecado, aplicado de forma posible y adecuada. En tal
sentido ha habido en el pasado una transformación de la conciencia a través de
la cual se ha producido un oscurecimiento del derecho y de la necesidad de
castigo, en última instancia; también en un estrechamiento del concepto de
amor, que no es, precisamente, solo simpatía y amabilidad, sino que se
encuentra en la verdad. Y de la verdad forma parte también el tener que
castigar a aquel que ha pecado contra el verdadero amor”
Porque como nos sigue enseñando el Papa Benedicto en su Carta Encíclica <Caritas in Veritate> (Dada en Roma el 29 de 2009):
No existe la inteligencia y después el amor: <existe el amor rico en inteligencia y la inteligencia llena de amor>”
No debemos nunca olvidar que nuestro Señor
Jesucristo instituyó los Sacramentos, y en particular el de la Penitencia,
precisamente con el objetivo de ayudarnos a entender y practicar estas ideas
desarrolladas tan magníficamente por el Papa Benedicto XVI en su Encíclica;
para conseguir la <salvación del alma> que es el bien mayor del hombre,
aunque actualmente esta idea se encuentre en <tela de juicio>, o pasada
de moda, por parte de muchas almas perdidas en busca de, los aportes de
la <ciencia>, y no del
verdadero <amor>.
Como nos advierte San José María en su libro <Es Cristo que pasa>, en el apartado dedicado a <La lucha interior>:
“Si se abandonan los Sacramentos,
desaparece la verdadera vida cristiana. Sin embargo, no se nos oculta que
particularmente en esta época nuestra no faltan quienes parece que olvidan, y
que llegan a despreciar, esta corriente redentora de la gracia de Cristo”
No es de extrañar, por tanto, que
el Sacramento de la Reconciliación o de la Penitencia se encuentre en una
situación tan precaria. Los confesionarios están casi siempre vacíos de
feligreses arrepentidos, y otras veces
de sacerdotes para escucharles. El Papa Benedicto XVI conocedor, sin
duda de esta situación, pidió, en su día, a los feligreses y sacerdotes que
trataran de restablecer la situación lo antes posible, para alivio de tantas
almas perdidas, necesitadas del consuelo de este Sacramento salvador.
Nuestro
Papa actual, Francisco, en esta misma línea, no duda en dispensar, incluso
públicamente, este Sacramento de la Penitencia, para que sirva de ejemplo a los
feligreses y a los sacerdotes en momentos tan difíciles para el cristianismo.
Recordaremos ahora que, durante el siglo VII, los misioneros irlandeses inspirados en la tradición monástica de Oriente, trajeron a Europa continental la práctica privada de la Penitencia. Esta nueva práctica preveía la posibilidad de la reiteración de este Sacramento, lo cual anteriormente raramente era posible, y abría así el camino a una recepción regular del mismo. En general, ésta es la forma de penitencia, que la Iglesia ha practicado desde entonces hasta nuestros días.
El Papa San Juan Pablo II en su
“Exhortación Apostólica”, Post-sinodal, titulada <Reconciliatio et Paenitentia>
(Dada en Roma 2 de diciembre de 1984) aseguraba que:
“La reconciliación, para que sea
plena, exige necesariamente la liberación del pecado, que ha de ser rechazado
en sus raíces más profundas. Por lo cual una estrecha conexión interna viene a
reunir <conversión y reconciliación>; es impensable disociar las dos
realidades o hablar de una, silenciando la otra…
El Sínodo ha hablado, al mismo
tiempo de la reconciliación de toda la familia humana y de la conversión del
corazón de cada persona, de su retorno a Dios, queriendo con ello reconocer y
proclamar que la unión de los hombres no puede darse sin un cambio interno de
cada uno. La <conversión personal>
es la vía necesaria para la <concordia entre las personas>”
Es lógico por tanto, que este Sacramento haya recibido también el apelativo de <Sacramento de la Reconciliación>, porque como nos dice el Catecismo de la Iglesia Católica, otorga al pecador el amor de Dios que reconcilia.
Las palabras de San Pablo dirigidas a los corintios con objeto de contrarrestar
la labor de un grupo de judaizantes que
trataba de minar la labor evangelizadora que él había realizado con esta
comunidad, no dejan lugar a dudas, a este respecto (Co II, 5,18-21):
-Y todo procede de Dios, quién
nos reconcilió consigo por mediación de Cristo, y a nosotros nos dio el
ministerio de la reconciliación; como que Dios en Cristo estaba reconciliando
al mundo consigo, no tomándoles en cuenta sus delitos, y puso en nosotros el
mensaje de la reconciliación
-En nombre, pues, de Cristo somos
embajadores, como que os exhorta Dios por medio de nosotros. Os rogamos en nombre
de Cristo: Reconciliaos con Dios. Al que no conoció pecado, por nosotros lo
hizo pecado, a fin de que nosotros viniésemos a ser justicia de Dios.
Jesucristo, murió por nosotros, más con su
muerte, salvó al hombre de la muerte
<eterna>, si cumplimos sus mandatos. Por eso San Mateo en su Evangelio,
cuando narra el Sermón de montaña de Jesús dice lo siguiente (Mt 5, 24),
refiriéndose al 5º Mandamiento de la ley de Dios:
-Sí, pues, estando tú presentando
tu ofrenda junto al altar, te acordares allí de que tu hermano tiene algo
contra ti, deja allí tu ofrenda delante del altar, y vete primero a
<reconciliar> con tu hermano, y vuelve luego a presentar tu ofrenda
La falta de una conciencia recta sobre el
significado del bien y el mal, reinante en la sociedad actual,
ha llevado a situaciones
muy peligrosas para la Iglesia de Cristo.
Una de ellas y no la menor, es la tendencia a olvidarse de la necesidad del Sacramento de la Penitencia, e incluso llegar a creer que no es necesario, pues basta reconocerse pecador, tan solo por confesión directa con Dios.
Esta idea puede conducir a una relajación de las costumbres tal, que como muchas veces se ha dicho, las personas que acostumbran a considerar un pecado venial como pecado mortal, en cambio suelen acabar pensando que uno mortal es venial, de ahí que ya no sea necesario considerar la necesidad de cumplir con una penitencia, mayor o menor en su caso…
Una de ellas y no la menor, es la tendencia a olvidarse de la necesidad del Sacramento de la Penitencia, e incluso llegar a creer que no es necesario, pues basta reconocerse pecador, tan solo por confesión directa con Dios.
Esta idea puede conducir a una relajación de las costumbres tal, que como muchas veces se ha dicho, las personas que acostumbran a considerar un pecado venial como pecado mortal, en cambio suelen acabar pensando que uno mortal es venial, de ahí que ya no sea necesario considerar la necesidad de cumplir con una penitencia, mayor o menor en su caso…
Sin duda, es necesario el auxilio
de Dios a través de sus sacerdotes, los cuales fueron investidos, al igual que
sus primeros discípulos, con el poder para realizar la curación de las almas. Ellos
se encuentran en una disposición mejor para conocer la <calidad> de los
pecados y para aconsejar, si son requeridos sus conocimientos por parte de los
fieles, respecto al comportamiento a seguir, según los mandatos de Cristo.
El Papa San Juan Pablo II en su <Reconciliatio et Paenitencia>, nos hablaba en estos términos, a este respecto:
“El <secularismo> que por
su misma naturaleza y definición, es un movimiento de ideas y costumbres,
defensor de un humanismo que hace total abstracción de Dios, y que se concreta
totalmente en el culto del hacer y del producir, a la vez que embriagado por el
consumo y el placer, sin preocuparse por el peligro de “perder la propia alma”,
no puede menos de minar el sentido del pecado.
Este último se reducirá a lo sumo a aquello que ofende al hombre. Pero precisamente aquí se impone la amarga experiencia de que el hombre puede construir un mundo sin Dios, pero este mundo acabará por volverse contra el hombre.
Por ello, es la realidad de Dios la que descubre e ilumina el misterio del hombre. Es vano, por tanto, esperar que tengan consistencia un sentido del pecado respecto al hombre y a los valores humanos, si falta el sentido de la ofensa cometida contra Dios, o sea, el verdadero sentido del pecado.
Disminuye fácilmente el sentido del pecado también a causa de una ética que deriva de un determinado relativismo historicista. Puede ser la ética que relativiza la norma moral, negando su valor absoluto e incondicionalmente, y negando, consiguientemente, que puedan existir actos intrínsecamente ilícitos, independientemente de las circunstancias en que son realizados por el sujeto”
El Sacramento de la Penitencia hace visible de forma inconfundible
los valores fundamentales anunciados por la Palabra de Dios. Por otra parte,
lleva al hombre a cumplir con <la Nueva Alianza> que Dios hizo con ellos,
encaminándoles, al misterio de la Santísima Trinidad, y a los dones del
Espíritu Santo.
Según el Papa San Juan Pablo II (Ibid): “El Sacramento de la Confesión,
de hecho, no se circunscribe al momento litúrgico-celebrativo, sino que lleva a
vivir la actitud de la <Penitencia>, en cuanto dimensión permanente de la
experiencia cristiana. Es un acercamiento a la santidad de Dios, un nuevo
encuentro con la propia verdad interior, turbada y trastornada por el pecado,
una liberación de lo más profundo de sí mismo y, con ello, una recuperación de
la alegría perdida, la alegría de ser salvado, que la mayoría de los hombres de
nuestro tiempo ha dejado de gustar”
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