Sucedió que Jesús tras la resurrección de su querido amigo Lázaro dejo de presentarse en público entre los judíos; se retiró a una región próxima a un desierto, concretamente a una ciudad llamada Efrén, en compañía de sus discípulos. La causa de este alejamiento momentáneo de las gentes que le seguían impresionadas por el milagro portentoso que había realizado hay que buscarla sin duda en el hecho de que tanto los componentes de la secta de los fariseos, como los sumos sacerdotes convocaron de inmediato un consejo, pues se encontraban asustados ante el poder de Jesús.
Ellos se preguntaban: ¿Qué hacemos? Este hombre hace muchos milagros. Si los dejamos, todos creerán en él, vendrán los romanos y destruirán nuestro lugar santo y nuestra nación (Jn 11, 47-48).
Pero uno de ellos llamado Caifás, sumo sacerdote en aquellos momentos, tenía las cosas muy claras, no estaba confundido, según él, ante los hechos por todos presenciados, convenció a sus compañeros de que lo mejor para todos ellos era buscar a Jesús, prenderlo y matarlo…
Seguramente no todos estarían tan
seguros de que aquel comportamiento fuera el más correcto, pero la mayoría, ya
se sabe que arrastra a la minoría, y la lucha entre el bien y el mal siempre ha
estado presente en la historia de la humanidad. Actualmente se siguen
repitiendo situaciones de injusticia, aunque claro está, que no comparables a
aquella que pretendía atentar contra la vida del Mesías, que aquellos hombres
se negaban a reconocer por miedo a perder sus humanos privilegios y, que final
se perpetró.
Se acercaba ya la Pascua y
algunos de aquellos judíos que buscaban a Jesús para prenderlo, por orden de
sus autoridades, estaban expectantes y se preguntaban: ¿Qué creéis? ¿Vendrá o
no a la fiesta? (Jn 11, 56). Jesús esperó, y seis días antes de la Pascua se presentó en Betania, aquella ciudad tan
quería por él, donde vivían sus amigos: Lázaro, Marta y María. Se celebró
una cena en honor de Jesús en la que participaron también sus discípulos,
durante la cual ocurrió un hecho sorprendente a los ojos de algunos y
especialmente reprobable a los del Apóstol traidor, Judas Iscariote. El Apóstol
San Juan guardó aquel momento en su corazón y años después cuando ya era viejo
lo relató así en su Evangelio (Jn 12, 2-11):
“Marta servía. Lázaro, al que resucitó de entre los muertos era uno de los comensales/ María, tomando una libra de perfume de nardo puro, de mucho valor, ungió los pies de Jesús y los enjugó con sus cabellos; y la casa se llenó de olor del perfume/ Judas Iscariote, uno de sus discípulos, el que lo había de entregar, dijo/ ¿Por qué no se vendió ese perfume por trescientos denarios para darlo a los pobres?/ No decía esto porque le preocupasen los pobres, sino porque era un ladrón, y como encargado del cuidado de la bolsa, robaba de lo que en ella echaban/ Jesús dijo: Déjala, que para el día de mi sepultura tenía guardado este perfume/ Pues a los pobres siempre los tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis”
Esta unción de los pies del Señor, por parte de María, la hermana de Lázaro, viene a ser como un presentimiento de la muerte del Señor, pero al mismo tiempo un anuncio de la Resurrección de Éste tal como nos aclaró el Papa Benedicto XVI en su Homilía durante la celebración en sufragio del Papa Juan Pablo II:
“Este relato evangélico confiere
un intenso clima pascual a nuestra meditación: La cena de Betania es preludio
de la muerte de Jesús, bajo el signo de la unción que María hizo en honor del
maestro y que él aceptó en previsión de su sepultura. Pero también es anuncio
de Resurrección, mediante la presencia misma del resucitado Lázaro, testimonio elocuente del
poder de Cristo sobre la muerte”
Efectivamente, el Señor, de una
forma encubierta y delicada toma esta unción con un caro perfume, por parte de
María, no como un lujoso regalo, sino como un obsequio funerario. Estaba ya muy
próxima su entrada triunfal en Jerusalén, y la gran muchedumbre que había
venido a la fiesta de la celebración de la Pascua, habiendo oído que Jesús se
presentaría también en ella se prepararon con palmas para salir a su encuentro.
Sigue Benedito XVI diciendo en su
Homilía (Ibid):
“Además de su profundo sentido pascual,
la narración de la cena de Betania encierra una emotiva resonancia, llena de
afecto y devoción, de alegría y de dolor: alegría por la visita de Jesús y de
sus discípulos, por la resurrección de Lázaro, por la Pascua ya tan cercana; y
amargura profunda porque esa Pascua podía ser la última, como hacían temer las
tramas de aquellos judíos, que aguardaban la muerte de Jesús, y las amenazas
contra Lázaro, cuya muerte se proyectaba”
Sí, porque muchos judíos
habiéndose enterado que Jesús se encontraba en Betania, en casa de Lázaro y sus
hermanas se apresuraron a marchar hasta allí, no solo por volver a ver a Aquel
que había realizado un milagro tan portentoso, sino por comprobar que
efectivamente Lázaro estaba vivo y ofrecía una cena a su salvador y amigo. Pero
entonces cuenta también San Juan que (Jn 12, 10): “Los sumos sacerdotes se
propusieron matar también a Lázaro”
Como advierte Benedicto XVI
(Ibid):
“En este pasaje evangélico hay un
gesto sobre el que se debe central nuestra atención, y que también habla de
modo singular a nuestro corazón: en un momento determinado María de Betania,
<toma una libra de perfume de nardo puro, muy caro, ungió los pies de Jesús
y los secó con sus cabellos>. Es uno de los detalles de la vida de Jesús que
San Juan recogió en la memoria de su corazón y que contiene una inagotable
fuerza expresiva.
Habla del amor a Cristo, un amor sobrenatural, prodigo, como el ungüento <muy caro> derramado sobre sus pies. Un hecho, que sistemáticamente, escandalizó a Judas Iscariote: la lógica del amor contrasta con la del interés económico.
Habla del amor a Cristo, un amor sobrenatural, prodigo, como el ungüento <muy caro> derramado sobre sus pies. Un hecho, que sistemáticamente, escandalizó a Judas Iscariote: la lógica del amor contrasta con la del interés económico.
San Agustín comentando este pasaje del Evangelio de San Juan escribe: “La casa se llenó de perfume, es decir el mundo se llenó de la buena fama. El buen olor es la buena fama…Por merito de los buenos cristianos, el nombre del Señor es elevado (In Io.evang.tr., 50, 7)”
Así es, como proclamaba otro
santo de nuestro tiempo, el Papa San Juan Pablo II (Ibid):
“naturalmente, la fuerza de la
Iglesia de Cristo, en Oriente y en Occidente, a través de los siglos, está en
el testimonio de los santos, de los que la verdad de Cristo han hecho su propia
verdad, de los que han seguido el camino que es Él mismo, que han vivido la
vida que brota de Él en el Espíritu Santo. Y nunca han faltado esto santos en
la Iglesia, en Oriente y en Occidente”
También los santos de nuestro
tiempo han sido en gran parte mártires, como en siglos pasados, como lo fueron
Lázaro y sus hermanas por amor a Jesucristo. La historia de estos amigos de
Jesús se pierde en el transcurrir de los tiempos, pero sin embargo la Iglesia
los considera santos porque han quedado vestigios de dicha santidad,
especialmente por los milagros que a ellos se deben.
Existen bellas leyendas sobre los
avatares por los que tuvieron que pasar estos hermanos, aunque no cabe duda que
habiendo sido crucificado Jesús, y estando Lázaro señalado como reo de muerte por
los sumos sacerdotes, tendrían que salir de Israel y alejarse lo más posible de
aquellas personas que les perseguían. Se cuenta que estos santos palestinos,
después de la Ascensión del Señor, fueron lanzados al mar en una nave sin
timón, sin mástiles y sin pertrechos, para exponerles a un naufragio seguro.
Fuera así o no, seguro que la divina Providencia actuaria a su favor,
permitiendo que llegaran a tierra firme y así pudieran rehacer sus maltrechas
vidas.
Los lugares donde pudieran haber
recalado son objeto de diversas historias, que en su mayor parte no tienen
fundamento sólido y que sin embargo permanecen en la tradición de la Iglesia. Y
esto es así porque el ejemplo de los primeros hombres y mujeres que siguieron a
Jesús, que fueron sus amigos, que escucharon y creyeron en sus palabras y
después las transmitieron a otras gentes, son el mejor ejemplo a seguir y dan
fuerza ahora y siempre a los evangelizadores para seguir con la misión que el
Señor encomendó.
Precisamente en estos tiempos,
son más necesarias que nunca actitudes de amor y misericordia como las dadas
por estos hermanos que siendo amigos de Jesús, no tuvieron miedo del peligro a
que se exponían por el hecho de serlo. Ellos lo perdieron todo, todo lo
material que poseían, y según parece no era poco, pero ganaron todo, ganaron
mucho más, la gloria de haber compartido con Dios sus vidas en este mundo, y el estar a su lado para siempre
en el otro…Por eso la Iglesia los recuerda y los toma como ejemplo a seguir en
el camino de la evangelización.
“la Iglesia renueva cada día,
contra el espíritu de este mundo, una lucha que no es otra cosa que la lucha
por el alma de este mundo. Si de hecho, por un lado, en él están presentes el
Evangelio y la evangelización, por otra hay una poderosa anti-evangelización,
que dispone de medio y de programas, y se opone con gran fuerza al Evangelio y
a la evangelización. La lucha por el alma del mundo contemporáneo es enorme
allí donde el espíritu de este mundo parece más poderoso. En este sentido, la
Encíclica <Redemptoris missio>, habla de los modernos areópagos, es
decir, de los nuevos púlpitos. Estos areópagos son hoy el mundo de la ciencia,
de la cultura, de los medios de comunicación; son los ambientes en que se crean
las elites intelectuales, los ambientes de los escritores y de los artistas.
La evangelización renueva su
encuentro con el hombre, está unida al cambio generacional. Mientras pasan las
generaciones que se han alejado de Cristo y de su Iglesia, que han aceptado el
modelo laicista de pensar y de vivir, o a las que ese modelo les ha sido
impuesto, la Iglesia mira siempre hacia el futuro; sale, sin detenerse nunca,
al encuentro de las nuevas generaciones”
Y las nuevas generaciones
responden porque el Espíritu Santo está presente en la Iglesia y obra
constantemente; porque Cristo es siempre joven y nos recuerda ¡Mi Padre obra siempre
y yo también obro! (Jn 5, 17)
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