El emperador romano Diocleciano
(245-311 d. C.) odiaba la luz, por eso obró el mal en
contra de la Iglesia primitiva de Cristo. A este emperador se debe la última,
y más terrible de todas las persecuciones del imperio romano contra los
cristianos (303-304 d. C.) Fueron muchos los hombres, mujeres y niños muertos
por martirio, bajo su mandato, además de la destrucción de templos cristianos y
la aplicación de toda clase de vejaciones y sufrimientos, hacia los seguidores de Jesús. Entre
estos se encontraba una niña de corta edad (12 o 13 años), que tuvo el valor de enfrentarse a sus
malvados deseos, Santa Filomena, cuyo nombre en latín significa precisamente
<Filia Luminis>, esto es, <Hija de la Luz>.
Ella ha iluminado el mundo a comienzos del siglo XIX, cuando tanta falta hacía, desde que sus restos aparecieron en unas catacumbas, olvidados; tras pasados tantos siglos, sigue iluminando a los hombres que se encomiendan a ella, y haciendo grandes milagros, por lo que con razón se la conoce como la <Nueva Luz de la Iglesia Militante>, como San Juan María Vianney la llamaba.
Con la expresión: < Luz de la
fe>, la Iglesia ha querido indicar el gran don promovido por Jesús que según
el Evangelio de San Juan queda reflejado en estas palabras del Señor (Jn 12, 46): “Yo he
venido al mundo como luz, y así, el que crea en mí no quedará en tinieblas”
Sin duda, esta santa niña, poseía a raudales este don maravilloso de la fe y por él fue capaz de soportar todos los martirios a que fue sometida, con la ayuda de los ángeles que el Señor le enviaba para que la aliviaran de sus tremendos sufrimientos.
Hablar de estas cosas, en un mundo como el actual, inmerso en el tercer milenio, desde la venida de nuestro Salvador, carece de significado para muchísimas personas, en cuyos oídos no resuenan ya las palabras de Jesús, y si lo hacen, las consideran poco o nada significativas.
Por eso es necesario que en aras a una nueva evangelización, los creyentes recuerden así mismo, que Jesús también dijo (Jn 3, 20):
“Quién obra el mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reveladas”
Esta sentencia la pronunció Jesús
casi al principio de su vida pública, según el Apóstol San Juan, cuando el
Señor se entrevistó con Nicodemo, un escriba y miembro del Sanedrín, que habiendo conocido a Jesús, se sintió impresionado por
sus enseñanzas y deseaba hacerle algunas preguntas al respecto, de forma
confidencial, para no levantar suspicacias entre sus compañeros.
El Señor se encontró, con un docto de la Escritura, y por tanto trató de encaminar la conversación hacia el misterio de la Cruz (Jn 3, 19-21): “Este es el juicio: ha venido la luz al mundo y los hombres han preferido las tinieblas a la luz, porque sus obras eran malas/Pues quien obra el mal odia la luz y no viene a la luz, para que sus obras no sean reveladas/ más el que obra según la verdad viene a la luz para que conste que sus obras están hechas en unión con Dios”
Jesús explicó con anterioridad a
su interlocutor, quizás estupefacto, pero al mismo tiempo dispuesto a escuchar y a
continuar el coloquio, el significado de la Cruz con estas palabras (Jn 3, 16): "Tanto amó Dios al mundo
que dio a su Hijo único, para que todo el que crea en él no perezca, sino que tenga
vida eterna” (La Biblia de Juan Pablo II. La esfera de los libros, S.L
2008).
Por otra parte, por dos veces
aparece, durante el coloquio con Nicodemo, la
expresión <Hijo del hombre>, que en los Evangelios siempre se pone en
boca del Señor, y que no empleaban los evangelistas al hablar por su cuenta.
Además, Jesús mismo, estaba dispuesto a revelar cosas celestiales y éstas que manifiesta a Nicodemo lo eran
Ahora bien, también es cierto que Jesús se quejaba durante este coloquio con Nicodemo de la increencia humana (Jn 3, 12):
"Si cuando os he dicho cosas terrenas no me creéis: ¿Cómo me vais a creer si os digo cosas celestiales?"
Poco hay que añadir a un razonamiento
tan claro e importante de Jesús, que compara la luz con la Verdad absoluta que
él mismo, ha traído al mundo, y las tinieblas con los pecados cometidos por los hombres.
Además, Jesús mismo, estaba dispuesto a revelar cosas celestiales y éstas que manifiesta a Nicodemo lo eran
Ahora bien, también es cierto que Jesús se quejaba durante este coloquio con Nicodemo de la increencia humana (Jn 3, 12):
"Si cuando os he dicho cosas terrenas no me creéis: ¿Cómo me vais a creer si os digo cosas celestiales?"
Sin embargo, algunos hombres optimistas han pensado, que en los tiempos que corren esa luz de la que el Señor nos habla durante el coloquio con Nicodemo, que no es otra cosa que el don de la fe, ya no es necesaria para el hombre de hoy, dueños de sus vidas, y que pueden obrar el mal sin tener que darle cuentas a su Creador, al final de los tiempos, al llegar la Parusía...
Nuestro Papa actual, Francisco,
se ha manifestado en este sentido en su primera Carta Encíclica <Lumen
Fidei>, dada en Roma el 29 de junio del 2013, con estas palabras: “Al hablar de la fe como luz,
podemos oír la objeción de muchos contemporáneos nuestros. En la época moderna
se ha pensado que esa luz podía bastar para sociedades antiguas, pero que ya no
es válida para los tiempos modernos, los tiempos nuevos, para el hombre adulto,
ufano de su razón, ávido de explorar el
futuro de una forma nueva.
En este sentido, la fe se veía como una luz ilusoria, que impide al hombre seguir la audacia del saber...Pero no, cuando falta la luz, todo se vuelve confuso, se hace imposible distinguir el bien del mal, esto conduce a la senda que lleva a la meta de aquellas obras que nos hacen dar vueltas y vueltas, sin dirección fija"
Es por desgracia la aptitud que observamos en muchas personas que piensan que todo es asequible para el hombre de este siglo, que puede prescindir de su Creador, olvidándose de que hay algo que no puede en manera alguna obviar:
Al final, todos los hombres tendremos que rendir cuentas a nuestro Creador de aquellos actos, buenos o malos, que hayamos llevado a cabo a lo largo de nuestra cortísima existencia…
Ante esta realidad, muchas personas reaccionan como el
caracol, escondiéndose bajo una concha de incredulidad y de prejuicios (Papa Juan Pablo II; Cruzando el umbral de la esperanza; Editado por Vittorio Messori.
Círculo de lectores 1994): “El interrogante sobre la
existencia de Dios está íntimamente unido a la <finalidad de la existencia
humana>. No es solamente una cuestión de intelecto, sino también una
cuestión de la voluntad del hombre, más aún, es una cuestión del corazón del hombre…”
Igualmente y con anterioridad, este Pontífice aseguraba en su Carta Encíclica <Dives in Misericordia>, dada en Roma el primer domingo de Adviento de 1980,que:
Por su parte el Papa Francisco nos
ha hecho saber a través de su primera Carta Encíclica (Ibid) que: “Es urgente recuperar el carácter
luminoso propio de la fe, pues cuando su llama se apaga, todas las otras luces
acaban languideciendo. Y es que la característica propia de la <luz de la
fe> es la capacidad de iluminar toda la existencia del hombre. Porque una
luz tan importante no puede provenir de nosotros mismos; ha de venir de una
fuente más primordial, tiene que venir, en definitiva, de Dios.
La fe nace del encuentro con el
Dios vivo, que nos llama y nos revela su amor, un amor que nos precede y en el
que nos podemos apoyar para estar seguros y construir la vida…
La fe que recibimos de Dios, como
don sobrenatural, se presenta como luz de una memoria fundante, la memoria de
la vida de Jesús, donde su amor se ha manifestado totalmente fiable, capaz de
vencer a la muerte…”
Sí, Cristo desde el comienzo,
está en el centro de la fe y de la vida
de la Iglesia, y por tanto también en el centro del Magisterio y de la Teología. Como aseguraba el Papa San Juan Pablo II
en su libro <Cruzando el Umbral de la Esperanza>: “En cuanto al Magisterio, hay que
referirse a todo el primer milenio, empezando por el primer Concilio de Nicea,
siguiendo con el de Éfeso y el de Calcedonia, y luego hasta el segundo Concilio
de Nicea, que es la consecuencia de los precedentes.
Todos los Concilios del primer milenio giran en torno al misterio de la Santísima Trinidad, comprendida la procesión del Espíritu Santo; pero todos en su raíz son cristológicos.
Desde que Pedro confesó: <Tú eres Cristo, el Hijo de Dios vivo> (Mt 16, 16), Cristo está en el centro de la fe y de la vida de los cristianos, en el centro del testimonio, que no pocas veces ha llegado hasta la efusión de sangre.
Sí, no hay que cansarse de
repetirlo. A pesar de algunos aspectos convergentes, Cristo no se parece a
Mahoma, ni a Sócrates, ni a Buda .Es del todo original e irrepetible.
La originalidad de Cristo,
señaladas en las palabras pronunciadas por Pedro junto a Cesárea de Filipo,
constituye el centro de la fe de la Iglesia expresada en el Símbolo: <Yo
creo en Dios, Padre Omnipotente, Creador del cielo y de la tierra; y de
Jesucristo, su único Hijo, nuestro Señor, el cual fue concebido del Espíritu
Santo, nació de María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue
crucificado, muerto y sepultado; descendió a los infiernos; al tercer día resucitó de la muerte; subió al
Cielo, se sentó a la derecha de Dios Padre Omnipotente>.
Este llamado Símbolo apostólico es la expresión de la fe de Pedro y de la Iglesia. Desde el siglo IV entrará en el uso catequético y litúrgico el Símbolo Niceno-Constantinopolitano, que amplía su enseñanza.
La amplia como consecuencia del creciente conocimiento que la Iglesia alcanza, al penetrar progresivamente en la cultura helénica y advertir, por tanto, con mayor claridad la necesidad de los planteamientos doctrinales adecuados y convenientes para aquel mundo”
También en este tercer milenio, la Iglesia se encuentra en la tesitura de hacer más adecuada la transmisión de los principios doctrinales de siempre, al mundo laical paganizado al que se ha llegado, tras una serie de ataques sistemáticos, por parte del maligno y sus acólitos, contra Cristo y su Mensaje a lo largo de la historia...
Los principios del Mensaje de Cristo son inalterables y se encuentran recogidos en el Nuevo Testamento. No obstante, con la vista puesta en el Concilio Vaticano II, quizás se podría llevar la luz de la fe a más personas en estos momento…Es la < Nueva Evangelización> que Pontífices como San Juan Pablo II y Benedicto XVI, han proclamado y aconsejado a todos los miembros de su Iglesia.
De igual forma, el Papa Francisco, ha recogida esta antorcha de la <Nueva Evangelización> como muestra su primera Carta Encíclica:
Consciente de la tarea encomendada al sucesor de Pedro, Benedicto XVI decidió convocar el <Año de la fe>, un tiempo de gracia que nos ha ayudado a sentir la gran alegría de crecer, a reavivar la percepción de la amplitud de horizontes que la fe nos desvela, para confesarla en su unidad e integridad, fieles a la memoria del Señor, sostenidos por su presencia y por la acción del Espíritu Santo”
Por otra parte, el Papa Francisco en
su segunda Carta Encíclica: <Laudato Sí> (Alabado seas mi Señor) dada en
Roma, el 24 de mayo, solemnidad de Pentecostés del año 2015, nos ha hablado, sobre el
hecho de que a los cristianos, este mundo, no nos resulta indiferente.
Así mismo, nos ha manifestado la preocupación de todos por lo que está pasando en nuestra propia casa (crisis ecológica), y nos ha dado algunas líneas de orientación y de acción para remediar los graves problemas presentes y los de un futuro no tan lejano...
Pero al final el Santo Padre se remonta en su Carta, de nuevo, al Mensaje de Cristo y en particular nos impulsa hacia el Verbo Encarnado, él dice recordando a su predecesor en la silla de Pedro :
Así mismo, nos ha manifestado la preocupación de todos por lo que está pasando en nuestra propia casa (crisis ecológica), y nos ha dado algunas líneas de orientación y de acción para remediar los graves problemas presentes y los de un futuro no tan lejano...
Pero al final el Santo Padre se remonta en su Carta, de nuevo, al Mensaje de Cristo y en particular nos impulsa hacia el Verbo Encarnado, él dice recordando a su predecesor en la silla de Pedro :
“Para la experiencia cristiana,
todas las criaturas del universo material encuentra su verdadero sentido en el
Verbo Encarnado, porque el Hijo de Dios ha incorporado en su persona parte del
universo material, donde ha introducido un germen de transformación definitiva:
<el cristianismo no rechaza la materia, la corporeidad; al contrario la
valoriza plenamente en el acto litúrgico, en el que el cuerpo humano muestra su
naturaleza íntima de templo del Espíritu y llega a unirse al Señor Jesús, hecho
también Él cuerpo para la salvación del mundo>”
Estas preguntas, u otras
semejantes fueron realizadas por el conocido periodista Vittorio Messori, al Papa Juan Pablo II; a ellas el Pontífice respondió, con sinceridad y
largueza y sus palabras fueron recogidas en el libro editado por dicho periodista
<Cruzando el umbral de la esperanza>, al que ya nos hemos referido en otras
ocasiones:
“Un Dios presente en el mundo
aparecía como inútil a una mentalidad formada sobre el conocimiento naturalista
del mundo; igualmente, un Dios operante en el hombre resultaba inútil para el
conocimiento moderno, para la moderna ciencia del hombre, de aquel que examina
sus mecanismos conscientes y subconscientes. El racionalismo iluminista puso
entre paréntesis al verdadero Dios y en particular al Dios Redentor...
Dios amó tanto al mundo que le
entregó a su Hijo Unigénito, para que todo el que cree en Él no muera,
sino que tenga vida eterna (Jn 3, 16). Cada palabra de esta respuesta de Cristo
en la conversación con Nicodemo, supone
una especie de manzana de la discordia para una < forma mentis> surgida
de las premisas del iluminismo, no solo
del francés, sino también del inglés y del alemán”
Sin embargo este bello y sincero razonamiento no es válido para aquellos que siguen preguntándose, con inquietud: ¿Por qué la historia de la salvación es tan complicada?
Para el Papa San Juan Pablo II,
la cuestión no era tan difícil de entender,
de hecho años antes ya había contestado a dicha pregunta a propuesta de un periodista
(Ibid): “Para la mentalidad iluminista,
el mundo no necesita del amor de Dios. El mundo es <autosuficiente> y
Dios, a su vez, no es en primer lugar amor; en todo caso intelecto, intelecto
que eternamente conoce.
Nadie tiene necesidad de su intervención en este mundo, que existe, es autosuficiente, transparente al conocimiento humano, que gracias a la investigación científica está cada vez más libre de misterios, cada vez más sometida por el hombre como recurso inagotable de materias primas, a este <hombre demiurgo> de la técnica moderna.
Es este mundo el que tiene que dar la felicidad al hombre>…
Enormes verdades las manifestadas
por este Papa santo, que
comprendió en su totalidad, el gran peligro que supone para el ser humano
este querer ocupar el lugar de su Creador… Pero no, los que se dejan engañar
por estas teorías del <hombre demiurgo>, no tienen ni idea de lo que es
un verdadero científico…
El verdadero científico es un ser humilde que se enfrenta ante el misterio de la creación y que aunque llegue a comprender algo de ésta, después de muchos esfuerzos y sacrificios, finalmente siempre obtiene la misma conclusión: Dios existe y está por encima de todo lo por Él creado, incluso del hombre.
Ahí están, para probarlo, las declaraciones de tantos científicos que muchas veces han sido galardonados con el <Premio Nobel>, y otros que sin obtener este preciado galardón han demostrado ser grandes personalidades del mundo de las ciencias y del arte, todos ellos han declarado que al final de sus trabajos e investigaciones se han topado con al Ser Superior, con el Creador del Universo, con Aquél, al que el hombre ha llamado Dios…
No es necesario recordar ahora los nombres de estos hombres y mujeres ilustres porque cualquiera los puede encontrar sin grandes esfuerzos en las bibliografías científicas y también en las modernas redes sociales…
Sí, como también advertía el Papa
San Juan Pablo II (Ibid): “El mundo no es capaz de librar
al hombre del sufrimiento (enfermedades, epidemias, cataclismos, catástrofes…)
y en concreto, no es capaz de liberarlo de la muerte… La inmortalidad no
pertenece a este mundo; exclusivamente puede venirle de Dios.
Por eso, Cristo habla del amor de Dios, que se expresa en esa invitación del Hijo Unigénito, para que el hombre <no muera, sino que tenga vida eterna> (Jn 3, 16).
La vida eterna puede ser dada al hombre solamente por Dios, sólo puede ser don Suyo. No puede ser dado al hombre por el mundo creado”
Precisamente el Apóstol San Pablo en su Carta a los Romanos, les advertía de que la vida eterna sólo puede alcanzarla el hombre por
un don especial de su Creador. El Apóstol con esta misiva pretendía preparar su inminente
visita a esta comunidad cristiana, surgida a partir de un pueblo totalmente
paganizado, pero convertido en parte, bajo la acción de los judíos creyentes
que habían llevado la fe de Cristo hasta allí.
Desde antiguo se considera que
San Pedro llegó a Roma hacia el año 42 ó 43 d. C y San Pablo unos años después,
hacia el 57 ó 58 d. C.; la tradición sostiene que a ambos Apóstoles se debe la implantación de
la Iglesia de Cristo en la capital del
Imperio, debido a la enorme influencia que ambos ejercieron sobre sus habitantes.
Sin embargo fue específicamente San Pablo el que a través de su Carta les habló sobre la esperanza de los hijos de Dios, así como de toda la creación (Rm 8,
16-21):"El Espíritu mismo testifica a
una con nuestro espíritu que somos hijos de Dios / Y si hijos, también herederos:
herederos de Dios, coherederos de Cristo; si es que juntamente padecemos, para
ser juntamente glorificados / Porque entiendo que los
padecimientos del tiempo presente no guardan proporción con la gloria que se ha
de manifestar en orden a nosotros / Pues la expectación ansiosa de
la creación está aguardando la revelación de los hijos de Dios / porque la creación fue sometida
al fracaso no de grado, sino en atención al que la sometió, con la esperanza / de que también la creación misma
será liberada de la servidumbre de la corrupción, pasando a la libertad de la
gloria de los hijos de Dios"
En definitiva, como aseguraba el Papa San Juan Pablo II: <Este mundo con sus riquezas, y sus carencias, necesita ser salvado, ser redimido>. Más aún, dice el Papa, refiriéndose a la conversación de Jesús con Nicodemo, cuando le hablaba del papel que debería realizar el Mesías, en el mundo:
“El Hijo del hombre no ha venido al mundo para juzgarlo, sino para salvarlo (Jn 3, 17). El mundo que el Hijo del hombre encontró cuando se hizo hombre, merecía condenación, y ello era debido al pecado que había dominado toda la historia, comenzando por la caída de nuestros progenitores… Pero éste es otro de los puntos que el pensamiento iluminista rechaza absolutamente. No acepta el pecado original…
La primera consideración de la
salvación es el conocimiento de la propia pecaminosidad, también de la
hereditaria; es luego la confesión ante Dios, que no espera más que recibir esa
confesión, para salvar al hombre. Salvar, abrazar y consolar con amor redentor,
con amor que siempre es más grande que cualquier pecado. La parábola del hijo
pródigo sigue siendo a este propósito un paradigma insuperable”
Sí, la luz del amor,
característica fundamental del don de la fe, puede servir, al igual que al hijo prodigo de la parábola, también al hombre de
hoy, para encontrar esa seguridad y esa felicidad que encontró él,
al ser de nuevo recibido y agasajado por su padre.
En este sentido el Papa Francisco se expresaba en su Carta Encíclica <Lumem Fidei>:
En este sentido el Papa Francisco se expresaba en su Carta Encíclica <Lumem Fidei>:
“La luz del amor, propia de la fe,
puede iluminar los interrogantes de nuestro tiempo en cuanto a la verdad. A
menudo la verdad queda hoy reducida a la autenticidad subjetiva del individuo,
válida sólo para la vida de cada uno.
Una verdad común nos da miedo porque la identificamos con la imposición intransigente de los totalitarismos. Sin embargo, si es la verdad del amor, si es la verdad que se desvela en el encuentro personal con el Otro y con los otros, entonces se libera de su clausura en el ámbito privado para formar parte del bien común.
Una verdad común nos da miedo porque la identificamos con la imposición intransigente de los totalitarismos. Sin embargo, si es la verdad del amor, si es la verdad que se desvela en el encuentro personal con el Otro y con los otros, entonces se libera de su clausura en el ámbito privado para formar parte del bien común.
La verdad de un
amor no se impone con la violencia, no aplasta a la persona. Naciendo del amor
puede llegar al corazón, al centro personal de cada hombre. Se ve así que la fe
no es intransigente, sino que cree en la convivencia, que respeta al otro. El
creyente no debe de ser arrogante; al contrario, la verdad le hace humilde,
sabiendo que más que poseerla él, es ella la que le abraza y le posee. En lugar
de hacernos intolerantes la seguridad de la fe nos pone en camino y hace
posible el testimonio y el diálogo con todos”
Al tener su corazón
en actitud de esperanza, podían reconocer en Jesucristo a Aquel que Dios había
mandado, llegando a ser así el inicio de su familia universal…Necesitamos este corazón inquieto
y abierto. Es el núcleo de la peregrinación. Tampoco hoy basta ser y pensar, en
cierto modo cómo todos los demás.
El proyecto de nuestra vida va más allá. Tenemos necesidad de Dios, del Dios que nos ha mostrado su rostro y abierto su corazón, esto es, Jesucristo…
Ciertamente ha habido en la
historia grandes personalidades que han hecho bellas y conmovedoras
experiencias de Dios. Sin embargo, son sólo experiencias humanas, con su límite
humano. Sólo Él es Dios y por eso sólo Él es el puente que pone realmente en
contacto inmediato a Dios y al hombre.
Así pues, aunque nosotros lo consideremos el único Mediador de la salvación
válido para todos, que afecta a todos y del cual, en definitiva, todos tienen
necesidad, esto no significa de ninguna manera que despreciamos a las otras
religiones ni que radicalicemos con soberbia
nuestro pensamiento, sino únicamente que hemos sido conquistados por Aquel que
nos ha tocado interiormente y nos ha colmado de dones, para que podamos
compartirlo con los demás”
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