En
pleno siglo XXI, hombres con conciencia erronea, siguen insistiendo, sobre el hecho de que Jesús no muriera en la Cruz, y solo sufriera
un desmayo, o algo parecido, y que por tanto no hubiera lugar para hablar de su posterior Resurrección.
Esta nefasta pretensión, de aquellos que probablemente ya han caído en brazos del maligno, llevaría sin duda al derrumbamiento de la Iglesia Católica; precisamente en el siglo I, el Apóstol San Pablo ponía en guardia a sus seguidores, sobre este asunto, asegurándoles que negar este acontecimiento transcendental de la historia de Jesús, conduciría a la falta de fe, y por consiguiente a la perdición de la humanidad (I Co 15, 17-20):
Por eso, el Papa Benedicto XVI, sobre este dogma tan
importante de la fe cristiana aseguraba que (Jesús de Nazaret 2ª Parte. Editorial Encuentros S.L. 2011): “La resurrección de Cristo es un
acontecimiento universal o no es nada, como viene a decir San Pablo. Y sólo si lo entendemos como un
acontecimiento universal, como inauguración de una nueva dimensión de la
existencia humana, estamos en el camino justo para interpretar el testimonio de
la resurrección en el Nuevo Testamento”
Estas palabras del Papa vienen a corroborar que , después de la muerte, existe
vida, y vida eterna; la <resurrección de la carne> significa que
<después de ésta, no habrá vida solamente
del alma inmortal, sino que también nuestros cuerpos mortales volverán a
tener vida>, como, leemos en el Catecismo de la Iglesia Católica (nº 989):
“Creemos firmemente, y así lo
esperamos, que del mismo modo que Cristo ha Resucitado verdaderamente de entre
los muertos, y que vive para siempre, igualmente los justos después de su
muerte vivirán para siempre con Cristo
Resucitado y que Él les resucitará en el último día (Jn 6, 39-40). Como la
suya, nuestra resurrección será obra de la Santísima Trinidad”
San Pablo es el Apóstol que más
ha recordado, esta doctrina de la Iglesia, para que los hombres,
de todos los tiempos, tuviéramos esperanza plena en la misma, y así, en su Carta
dirigida a los romanos, cuando les
enseñaba que toda la existencia cristiana debe estar orientada al encuentro
definitivo con el Señor, y que ello supondría la participación plena en el gran
misterio de la Muerte y Resurrección de
Cristo, se expresaba en los siguientes términos (Rm 8, 11-14):
"Y si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó a Cristo Jesús de entre los muertos vivificará también vuestros cuerpos mortales por obra de su Espíritu, que habita en vosotros / Así pues, hermanos, no somos deudores de los bajos instintos para tener que vivir de acuerdo con ellos / Porque si vivís según los bajos instintos, moriréis; pero si, conforme al Espíritu, y dais muerte a las acciones carnales, viviréis / Los que se dejan guiar por el Espíritu de Dios son hijos de Dios"
Desde el punto de vista histórico,
la primera Carta de san Pablo a los moradores de Corinto, es probablemente una de las más
interesantes del apóstol, en el sentido de que en ella, mejor que en otras, se transluce el
estado de las Iglesias primitivas, con sus problemas, pero también con sus
virtudes, y por ello ha servido de ejemplo a seguir a los cristianos, a lo largo de
todos estos siglos.
Casi dos años tuvo que emplear el Apóstol para evangelizar a sus gentes, pero no fue tiempo en balde, porque logró fundar una Iglesia pujante que dio grandes frutos, a pesar de la corrupción de las costumbres de algunos sectores de la población, y la oposición de ciertos grupos de hombres no creyentes presentes entre ellos en aquellos tiempos.
Los primeros años de esta Iglesia
fueron extraordinarios, pero más tarde, surgieron dificultades a causa de los
lamentables abusos de algunos de sus feligreses. Enterado el Apóstol de la
situación, les escribió una primera carta que no se ha conservado, y por lo
tanto la primera que ha llegado hasta nuestros días se ha tomado desde siempre como la primera, y en ella trata de animar a
la comunidad para que remedien los graves
problemas surgidos entre sus componentes, como
el detestable pecado de la fornicación (I Co 6, 12-20):
"Todo me es lícito, pero no todo
me aprovecha. Todo me es lícito, pero no me dejaré dominar por nada / El cuerpo no es para la
fornicación, sino para el Señor; y el Señor para el cuerpo / Y Dios Resucitó al Señor y nos
resucitará también a nosotros con su poder / Huid de la inmoralidad. Cualquier pecado que cometa el hombre queda fuera de su cuerpo. Pero el que
fornica peca contra su propio cuerpo / ¿Acaso no sabéis que vuestro
cuerpo es el templo del Espíritu Santo, que habita en vosotros y habéis
recibido de Dios? Y no os pertenecéis / pues habéis sido comprados a
buen precio. Por tanto ¡glorificad a Dios con vuestros cuerpos!"
Desde luego el Apóstol se pronuncia con claridad en su Carta, nuestros cuerpos son templos del Espíritu Santo, no nos pertenecen, pertenecen a nuestro Creador, tal como les recordaba a los corintios, y la fornicación es una grave ofensa a la castidad. Ya el judaísmo tradicional prohibía las relaciones sexuales fuera del matrimonio, y para los cristianos bautizados la castidad es un tema esencial.
Como decía San Pablo <el
cristiano se ha revestido de Dios> (Ga 3, 27), modelo de toda castidad. Por
eso, tras la recepción del Sacramento del Bautismo, el cristiano se compromete,
por sí mismo, o por sus representantes en el caso de los niños, a dirigir su
afectividad en castidad.
Sí, recordemos que:
“La perfecta victoria es vencerse
a sí mismo. El que tiene obediente la sensualidad a la razón, y la razón a
todas las cosas, dice el Señor, aquel es verdadero vencedor de sí mismo…
Del amor desordenado del hombre
por sí mismo, depende casi todo lo que se ha de vencer; lo cual vencido y
señoreado, suministra gran paz y sosiego…” (Beato Tomás de Kempis) Estas cosas las sabían los antiguos estupendamente, cuando todavía recordaban las enseñanzas de Cristo y la evangelización de sus Apóstoles, aunque también éstos, como le ocurrió a San Pablo tuvieron graves problemas al realizar la misión que el Señor les había encomendado.
Así por ejemplo, tras una serie de graves incidentes dentro de la comunidad cristiana de Corinto, que pusieron incluso en <tela de juicio>, la autoridad del Apóstol para proclamar la Palabra de Dios, éste justamente ofendido y sobre todo muy preocupado por aquellas gentes tan queridas, y evangelizadas por él en tiempos no tan lejanos, les escribió una nueva Carta, tratando de poner <orden y concierto>, en la que destaca su clásico estilo apocalíptico, finalizando su misiva con una serie de amonestaciones, recordándoles: que él es ministro de Cristo, y que como Cristo fue Resucitado, así también su ministro vive por la fuerza de Dios y posee la fuerza del Señor (II Co 13, 2-4):
"Repito ahora, ausente, lo que
dije en mi segunda visita a los que pecaron antes y a todos en general: que
cuando vuelva no tendré miramientos / tendréis la prueba que buscáis
de que Cristo habla por mí; y él no es débil con vosotros, sino que muestra su
fuerza en vosotros / Pues es cierto que fue
crucificado por causa de su debilidad, pero ahora vive por la fuerza de Dios.
Lo mismo que nosotros: somos débiles por él, pero vivimos con él por la fuerza
de Dios para vosotros"
Son palabras del Apóstol dirigidas a una Iglesia, en cierta medida, muy parecida a la nuestra, ya en el tercer milenio de la venida del Señor. Sería bueno, por tanto, que como aquellos fieles, también nosotros, escucháramos su testimonio, sus consejos y su anuncio escatológico (II Co 4, 13-15):
Un cariz completamente distinto
tiene la Carta que San Pablo dirigió a los Filipenses, un pueblo que siempre
gozó de su afecto y reconocimiento. La Iglesia de Filipos (ciudad de
Macedonia), fue probablemente la primera que fundó el Apóstol, bajo la acción del Espíritu Santo, en el año 49 ó
50 d. C, y estaba habitada fundamentalmente por ciudadanos romanos que gozaban
de ciertos privilegios especiales otorgados por el Cesar Octavio Augusto.
Fue probablemente la primera Iglesia fundada por San Pablo en el Continente europeo, y quizás por eso, tuvo siempre gran predilección por la misma, lo que explica también el hecho de que, años después, esta comunidad contribuyera con sus donativos a paliar las necesidades del Apóstol retenido por entonces, en contra de su voluntad, en Roma.
En tales circunstancias les envió
una Carta de agradecimiento, mencionándoles cariñosamente algunas de las
prácticas religiosas necesarias para
alcanzar la concordia y la caridad con
los semejantes. Para ello, empieza su misiva con una serie de exhortaciones
previniéndoles contra las herejías de la época, recordándoles que la lucha
contra el pecado nunca es en vano y que
la esperanza de <resucitar de entre los muertos> siempre debe estar
presente en el hombre creyente, en aquel que como él mismo, renunció a todo por
Cristo (Fil. 3, 8-11):
"Todo lo considero pérdida comparado con la excelencia del conocimiento de Cristo Jesús. Por Él lo perdí todo, y todo lo considero basura con tal de ganar a Cristo / y ser hallado en Él, no con una justicia mía, la de la ley, sino con la que viene de la fe de Cristo, la justicia que viene de Dios y se apoya en la fe / Todo para conocerlo a Él, y la fuerza de su Resurrección, y la comunión con sus padecimientos, muriendo su misma muerte / con la esperanza de llegar a la resurrección de entre los muertos"
La resurrección de la carne es un
misterio revelado, a través de los
siglos, por Dios a su pueblo; concretamente en la época en que vivió
Jesús algunas sectas como la de los fariseos se encontraban ya esperanzadas en
la resurrección de la carne, y sabemos también, que Jesús habló en numerosas
ocasiones sobre este misterio, como pone de relieve el Apóstol San Marcos en su
Evangelio, cuando el Señor respondía a una pregunta insidiosa de los saduceos (no creían en la
resurrección), sobre la pertenencia de una mujer que hubiera estado casada
sucesivamente con siete hermanos tras la muerte de cada uno de ellos.
"Estáis en un error, porque no
entendéis la Escrituras ni el poder de Dios / Porque, en la resurrección, ni
los hombres ni las mujeres se casarán, sino que serán como ángeles en los
cielos / Y acerca de la resurrección de
los muertos ¿no habéis leído en el libro de Moisés, en lo de la zarza, cómo le
dijo Dios: Yo soy el Dios de Abrahán, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob? / No es un Dios de muertos, sino
de vivos. ¡Estáis en un grande error!"
En
realidad la pregunta de estos saduceos, teóricamente posible desde el punto de
vista de la ley del levítico, trataba de ridiculizar las enseñanzas de Jesús sobre
la resurrección de los muertos, y por eso, el Señor dándose cuenta enseguida de
sus perversas intenciones les respondía así (Mc 12, 24-27):
Igual de grave es el error de
aquellos, que a estas alturas de la historia de la humanidad, siguen
aferrándose a la idea de que después de la muerte ya no hay nada…Para ellos el
alma del hombre no tiene significación alguna, sólo el cuerpo tiene valor y
éste desaparece porque suelen recordar
estas palabras: <polvo eres y en polvo te convertirás>.
Pero no, porque la Resurrección de Cristo es la prenda cierta de la resurrección de los muertos y la <clave de bóveda> del cristianismo, tal como han manifestado en los últimos tiempos los Papas San Juan Pablo II y Benedicto XVI.
“La muerte del Señor demuestra el
inmenso amor con que Él nos ha amado, hasta el sacrificio por nosotros; pero solo
su Resurrección es <prueba segura>, es certeza, de que lo que afirma (Mc
12, 24-27), es verdad, que vale también para nosotros, para todos los tiempos. Al Resucitar, el Padre lo
glorificó. San Pablo escribe en su carta a los Romanos: <Si confiesas con tu
boca que Jesús es Señor y crees en tu corazón que Dios lo resucitó de entre los
muertos serás salvo> (Rm 10,9).
Es importante reafirmar esta
verdad fundamental de nuestra fe, cuya verdad histórica está ampliamente
documentada, aunque hoy, como en el pasado, no faltan quienes de formas
diversas la ponen en duda o incluso la niegan.
El debilitamiento de la fe en la
Resurrección de Jesús debilita, como consecuencia, el testimonio de los
creyentes. En efecto, si falla en la Iglesia la fe en la Resurrección, todo se
paraliza, todo se derrumba. Por el contrario, la adhesión de corazón y de mente
a Cristo Muerto y Resucitado, cambia la vida, e ilumina la existencia de las
personas y de los pueblos”
Hermosas enseñanzas las expresadas por Papa Benedicto XVI, el gran teólogo de la Iglesia, que tanto nos ha ayudado a superar dudas y controversias en los tiempos que corren, pero es verdaderamente doloroso comprobar la certeza de las mismas, porque aún entre los mismos miembros de la Iglesia han surgido dudas y hasta extrañas teorías que tratan de minimizar la importancia de la Resurrección de Cristo y aún la niegan.
Muchas veces da la sensación de
que ciertos estudiosos de las Sagradas Escrituras nunca hubieran leído los
Evangelios, ni supieran nada de los testimonios dados por sus Apóstoles y
posteriormente por los Padres de la Iglesia, respecto a este maravilloso suceso
de la historia de la humanidad. Realmente deberíamos dar gracias a Dios que nos
dio la victoria sobre la muerte por nuestro Señor Jesucristo.
Por su parte el Papa San Juan
Pablo II, demostró a lo largo de todo su Pontificado un enorme interés por el
sentido escatológico de la Iglesia y nos habló con gran acierto sobre el tema
primordial de la Resurrección de Cristo y su relación con el Sacramento de la
Eucaristía, por ejemplo, en la Audiencia general del 15 de marzo del año 1989:
“La Resurrección de Cristo y, más
aún, el <Cristo Resucitado>, es finalmente <principio y fuente de
nuestra futura resurrección>. El mismo Jesús habló de ello al anunciar la
institución de la Eucaristía como
Sacramento de la vida eterna, de la resurrección futura: <El que come mi
carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último
día> (Jn 6, 55). Y al murmurar los que le oían, Jesús les respondió: <
¿Esto os escandaliza? ¿Y cuando veáis al Hijo del hombre subir a donde estaba
antes…? (Jn 6, 61-62). De este modo indicaba indirectamente que bajo las
especies sacramentales de la Eucaristía se da a los que las reciben
<participación en el Cuerpo y Sangre de Cristo glorificado”
Es el mismo Jesús el que resucitará
en el último día a quienes hayan creído en Él (Jn 5, 24-25, 6, 40) y hayan
comido su cuerpo y bebido su sangre (Jn 6, 54). En su vida pública ofrece ya un
signo y una prenda de la resurrección devolviéndole la vida a algunos muertos,
anunciando así su propia Resurrección que, no obstante, será de otro orden. De
este acontecimiento único, Él habla como del “signo de Jonás” (Mt 12, 39), del
signo del Templo (Jn 2, 19-22). Anuncia su Resurrección al tercer día después
de su muerte (Mc 10, 34).
Con razón el Papa Benedicto XVI hace notar en su libro <Jesús de Nazaret. Segunda parte> que:
La Resurrección enseña una nueva
forma de ver; descubre la relación entre la palabra de los Profetas y el
destino de Jesús. Despierta el recuerdo, esto es, hace posible el acceso al
interior de los acontecimientos, a la relación entre el hablar y el obrar de
Dios”
Verdaderamente Jesús Resucitó de
entre los muertos, sus discípulos fueron testigos privilegiados de este
acontecimiento esencial para los hombres, ellos dieron testimonio desde el
principio del mismo, aunque con ello ponían en grave riesgo sus vidas ante sus
mismos conciudadanos, pero no tuvieron miedo, como les había pedido el Señor y
propagaron la <Buena Nueva >, en todo Israel y entre otros pueblos del
mundo entonces conocido.
Por su parte, San Pedro, nombrado
por Jesús Cabeza de la Iglesia, fue el primero en manifestar a la multitud
expectante, después de los acontecimientos de Pentecostés, el portentoso
milagro acaecido, y así, hablaba a las gentes, después de que él mismo en
compañía de San Juan hubieran curado a un cojo de nacimiento que pedía limosna
a las puertas del Templo de Jerusalén (Hechos 3, 13-15):
Un hombre santo, un hombre mártir, un hombre como el elegido por Cristo para dirigir su Iglesia, San Pedro, nos habla a través de los siglos de los hechos históricos acaecidos, de los que él mismo y los demás discípulos del Señor fueron testigos presenciales, y sin embargo algunos hombres siguen opinando que todo esto es una patraña inventada por los seguidores de Jesús y en cambio están dispuestos a creer en cualquier cosa inventada por sus congéneres, sin conocimiento de causa...
A estas personas sólo podemos responder con
las palabras de San Juan Pablo II: “La Iglesia, en Cristo Jesús a la
que todos estamos llamados, y en la cual por medio de la gracia de Dios conseguimos la santidad,
no tendrá su cumplimento sino en la gloria del cielo, cuando llegue el tiempo
de la Restauración de todas las cosa, y con el género humano también la
creación entera que está íntimamente unida con el hombre y por medio de Él
alcance su fin <será perfectamente renovada en Cristo>.
Porque Cristo, cuando
fue levantado sobre la tierra, atrajo hacia así a todos (Jn 2,32); Resucitando
de entre los muertos infundió en los Apóstoles su Espíritu vivificador; por
medio de Él constituyó su Cuerpo, que es la Iglesia, como universal Sacramento
de Salvación; estando sentado a la derecha del Padre, obra continuamente en el
mundo para llevar a los hombres a la Iglesia y por medio de ella unirlos más
estrechamente a sí mismo y con el alimento del propio Cuerpo y la propia
Sangre, hacerlos participes de su vida gloriosa” (Papa San Juan Pablo II.
Cruzando el umbral de la esperanza. Ed. Vittorio Messori. Círculo de lectores).
No hay comentarios:
Publicar un comentario