El <Magníficat> de la Virgen María, fue puesto sin duda, por el Espíritu Santo en su corazón, cuando llevaba ya en su seno virginal al Niño Jesús, tras la Encarnación del Verbo divino en Ella, durante la visita a su prima Isabel que vivía en la montaña, en una ciudad de Judá, situada a pocos kilómetros, al oeste de Jerusalén (Lc 1, 39-45):
-Por aquellos días, María se
levantó y se marchó deprisa a la montaña, a una ciudad de Judá;
-y entró en casa de Zacarías y
saludó a Isabel.
-Y cuando oyó Isabel el saludo de
María, el niño saltó en su seno, e Isabel quedó llena del Espíritu Santo;
-y exclamando en voz alta, dijo:
<Bendita tú entre las mujeres y bendito es el fruto de tu vientre.
-¿De dónde a mí tanto bien, que
venga la madre de mi Señor a visitarme?
-Pues en cuanto llegó tu saludo a
mis oídos, el niño saltó de gozo en mi seno;
-y bienaventurada tú, que has
creído, porque se cumplirán las cosas que se han dicho de parte del Señor.
Así es, como diría el Papa San Juan Pablo II en su Carta Apostólica, <Operosam Diem> (Vaticano, 1 de diciembre de 1996), al recordar las enseñanzas de San Ambrosio:
“María, está completamente
implicada en la historia de la salvación, como Madre y Virgen. Si Cristo es el
perfume eterno del Padre, <con él fue rociada María y, permaneciendo virgen,
concibió; siendo virgen, engendró el buen olor: el Hijo de Dios>”
Es por eso que en la oración de la Virgen, el Magníficat, que Ella pronunciara en repuesta al saludo de su prima Isabel, se aprecia claramente el éxtasis que su corazón experimenta en aquello momentos transcendentales de su vida, al exclamar (Lc 1, 46-50):
-Proclama mí alma las grandezas
del Señor,
-y se alegra mi espíritu en Dios
mi Salvador:
-porque ha puesto los ojos en la
humildad de su esclava; por eso desde ahora me llamarán bienaventurada todas las
generaciones.
-Porque ha hecho en mí cosas
grandes el Todopoderoso, cuyo nombre es Santo;
-su misericordia se derrama de
generación en generación sobre los que le temen…
Esta oración es el canto
evangélico que se reza en las <vísperas> (Liturgia de las Horas), y en la
actualidad, y desde casi el principio ha
constituido uno de los pasajes más importantes de la vida del Señor relacionado
con su Santísima Madre. Por eso, como diría en su día, el Papa San Juan Pablo
II (Carta Encíclica, <Redemptoris Mater>, dada en Roma el 25 de marzo de
1987):
“La Iglesia, que aún <en medio de
tentaciones y tribulaciones> no cesa de repetir con María las palabras del
Magníficat, <se ve confortada> con la fuerza de la verdad sobre Dios,
proclamada entonces con tan extraordinaria sencillez y, al mismo tiempo, con
esta verdad sobre Dios, desea iluminar las difíciles y a veces intrincadas vías
de la existencia terrena de los hombres.
El camino de la Iglesia, ya al
final del segundo milenio del cristianismo, implica un renovado empeño de su
misión. La Iglesia, siguiendo a aquel que dijo de sí mismo: <Dios me ha
enviado para anunciar a los pobres la Buena Nueva> (Lc 4,18), a través de
las generaciones, ha tratado y trata hoy de cumplir la misma misión.
Su amor preferencial por los
pobres está inscrito admirablemente, en el Magnífica de María. El Dios de la
Alianza, cantado por la Virgen de Nazaret en la elevación de su espíritu, es a
la vez el que <derriba del trono a los poderosos, enaltece a los humildes, a
los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos,…dispersa
a los soberbios… y conserva su misericordia para los que le temen>.
María está profundamente
impregnada del espíritu de los <pobres de Yahvé>, que en la oración de
los Salmos, esperaban de Dios su salvación, poniendo en Él toda su confianza.
En cambio, ella proclama la venida del misterio de la salvación, la venida del
<Mesías de los pobres>. La Iglesia, acudiendo al corazón de María, a la profundidad
de su fe, expresada en las palabras del Magníficat, renueva cada vez mejor en
sí la conciencia de que no se puede separar la verdad sobre Dios que salva,
sobre Dios que es fuente de todo don, de la manifestación de su amor
preferencial por los pobres y los humildes, que, cantado en el Magníficat, se
encuentra luego expresado en las palabras y obras de Jesús”
Como nos recordaba este santo
Pontífice a finales del siglo pasado, María proclama en su oración el misterio
de la salvación, la venida del <Mesías de los pobres>, ya anunciada en la
antigüedad por los profetas (Is 11, 1-5):
-Saldrá un brote del tocón de
Jesé y un vástago de sus raíces brotará,
-y reposará sobre el espíritu de
Yahvé, espíritu de sabiduría e inteligencia, espíritu de consejo y de fuerza,
espíritu de conocimiento y temor de Yahvé.
-Y hará reposar en él el temor de
Yahvé; no juzgará por lo que vean sus ojos, ni fallará según lo que oigan sus
oídos;
-sino que juzgará con justicia a
los pobres y fallará con rectitud para los humildes de la tierra; ahora bien,
golpeará al tirano con la vara de su boca y con el soplo de sus labios matará
al impío.
-Y será la justicia ceñidor de
sus lomos y la verdad cintura de sus caderas
En el Antiguo Testamento, el
libro de Isaías es el primero que aparece de los profetas mayores. Este profeta
inició su misión, entre los hombres, en Jerusalén el año de la muerte del rey
Ozías, hacia el 738 a. C, después de una visión en la que Yahvé le confiaría la
grave misión de reducir al pueblo de Judá a la obediencia y anunciarle
terribles castigos, en caso contrario.
La autenticidad y unidad de los
discursos de Isaías está garantizada por el testimonio de otro libro del Antiguo Testamento, Eclesiástico,
que refiriéndose precisamente a sus consoladoras palabras, suscribe: “Bajo una
potente inspiración vio lo porvenir y consoló a los afligidos de Sion”
En los versículos, a los que
anteriormente nos hemos referido, el profeta asegura que <saldrá un brote de
Jesé>, esto es, de la familia de David, de quien era Jesé padre, y que
<hará reposar en él, el temor de Yahvé>, es decir, recibirá la plenitud
del espíritu de Dios, con todos sus dones, de un modo permanente.
Por último, asegura también, que
<juzgará con justicia a los pobres y fallará con rectitud para los humildes
de la tierra>, porque <será la justicia ceñidor de sus lomos>, lo que
viene a significar que igual que el ceñidor ayuda a andar con soltura y
elegancia, eso mismo harán en el orden moral la justicia y la fidelidad en el
Mesías (comentarios sacados de una antigua Biblia). Es así, que:
“La Iglesia, es consciente, y en
nuestra época tal conciencia se refuerza de manera particular, de que no se
pueden separar los dos elementos que aparecen contenidos en el
<Magníficat>, sino que se debe salvaguardar cuidadosamente la importancia
que <los pobres> y la <acción en favor de los pobres> tienen en la
palabra del Dios vivo.
Se trata de temas y problemas
orgánicamente relacionados con el
sentido cristiano de la libertad y de la liberación. Dependiendo
totalmente de Dios y plenamente orientada hacia Él por el empuje de su fe,
María, al lado de su Hijo, es la imagen más perfecta de la libertad y de la
liberación de la humanidad y del Cosmos.
La Iglesia debe mirar hacia ella,
Madre y Modelo, para comprender en su integridad el sentido de su misión” (Papa
san Juan Pablo II. Carta Encíclica <Redemptoris Mater>).
Los Patriarcas de la Iglesia tradicionalmente
han considerado que la imagen de la Mujer
vestida de sol que aparece en el Apocalipsis del apóstol San Juan es la
representación de la colectividad patriarcal convergiendo y concentrándose en
María, o bien María en cuanto recoge y sintetiza en sí la colectividad
patriarcal, es decir, al Israel de la promesa (Jn 12, 1-2):
-Y una gran señal fue vista en el
cielo: una Mujer vestida de sol, y la luna debajo de sus pies, y sobre su
cabeza una corona de doce estrellas,
-la cual llevaba un Hijo en su
seno, y clamaba con dolores de parto y con la tortura de dar a luz.
Con razón el Papa Francisco recientemente, con ocasión del centenario de las apariciones de la Virgen María en la Cova de Iria se expresaba en los siguientes términos, refiriéndose a la <Mujer vestida de sol>:
“Un gran signo apareció en el
cielo, dice el vidente de Patmos en el Apocalipsis (12, 1), señalando además
que ella estaba a punto de dar a luz a un Hijo.
Después, en el evangelio de san
Juan, Jesús le dice al discípulo: <Ahí tienes a tu madre> (19,27).
Tenemos una Madre, una <Señora muy bella>, comentaban entre ellos los
videntes de Fátima mientras regresaban a casa, en aquel bendito 13 de mayo de
hace cien años. Y, por la noche, Jacinta
no pudo contenerse y reveló el secreto a su madre: <Hoy he visto a la Virgen
>.
Habían visto a la Madre del
cielo. En la estela de la luz que seguían con sus ojos, se posaron los ojos de
muchos, pero…estos no la vieron. La Virgen Madre no vino aquí para que nosotros
la viéramos: para esto tendremos toda la eternidad, a condición de que vayamos
al cielo, por supuesto…
Pero ella, previendo y
advirtiéndonos sobre el peligro del infierno que lleva a una vida, a menudo propuesta
e impuesta sin Dios, y que profana a Dios en sus criaturas, vino a recordarnos
la <Luz de Dios>, que mora en nosotros y nos cubre...
Y según las palabras de Lucia,
los tres privilegiados se encontraban dentro de la <Luz de Dios> que la
Virgen irradiaba. Ella los rodeaba con el
manto de luz que Dios les había dado. Según el creer y el sentir de muchos peregrinos, por no
decir de todos, Fátima es sobre todo este manto de Luz que nos cubre, tanto
aquí como en cualquier otra parte de la tierra, cuando nos refugiamos bajo la
protección de la Virgen para pedirle, como enseña la Salve Regina,
<muéstranos a Jesús>”
El Papa Francisco parece recordarnos
de forma implícita, en esta oportuna ocasión, la existencia del
<infierno>, algo que en una sociedad como la nuestra es prohibitivo, no
se quiere hablar de ello, no se quiere reconocer la mas de la veces que el castigo
por nuestros pecados aquí en la tierra, existe allá en el cielo, en la otra
vida.
Algunos prefieren pensar que ni
siquiera hay otra vida…Pero los católicos no podemos pensar así, porque en el
Mensaje de Cristo está constantemente presente esta verdad absoluta, el Señor
quiso advertirnos durante su estancia entre nosotros y después ha seguido
haciéndolo a través de personas muy especiales como los videntes de Fátima, por
supuesto, con la ayuda de su Madre, la Virgen María. Ella les habló a estos
inocentes niños sobre los peligros que sobrevendrían sobre la humanidad, si
seguía empecinada en sus desatinos, les habló concretamente de los terribles
castigos del infierno…al igual que lo hiciera Jesús en su día, durante su
Ministerio en Jerusalén, respondiendo a las preguntas de los justos:
¿Señor, cuando te vimos
hambriento, y te dimos de comer, o
sediento y te dimos de beber? ¿Cuándo te vimos peregrino y te acogimos, o
desnudo y te vestimos? o ¿Cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y vinimos a
verte?...
Entonces dijo el Señor (Mt 25,
40-41):
- <En verdad os digo que
cuanto hicisteis a uno de estos mis hermanos más pequeños, a mí me lo hicisteis>.
-Entonces dirá a los que estén a
la izquierda: <Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el día
del diablo y sus ángeles
Y más delante, asegura el Señor,
según el evangelio de san Mateo (25, 46):
<Y estos irán al suplicio
eterno; los justos, en cambio a la vida eterna>.
El Papa san Juan Pablo II
recordando estas palabras del Señor se expresaba en los términos siguientes
ante la pregunta: ¿todavía existe la vida eterna?, formulada por el periodista
que le entrevistaba:
“Desde siempre el problema del
infierno ha turbado a los grandes pensadores de la Iglesia, desde los
comienzos, desde Orígenes, hasta nuestros días…
En verdad que los antiguos concilios
rechazaron la teoría de la llamada <apocatástasis final>, según la cual
el mundo sería regenerado después de la destrucción, y toda criatura se
salvaría; una teoría que indirectamente abolía el infierno. Pero el problema
permanece. ¿Puede Dios, que ha amado tanto al hombre, permitir que éste Lo
rechace hasta el punto de querer ser condenado a perennes tormentos?
Y, sin embargo, las palabras de
Cristo son unívocas. En Mateo habla claramente de los que irán al suplicio
eterno. ¿Quiénes serán estos? La Iglesia nunca se ha pronunciado al respecto.
Es un misterio verdaderamente inescrutable entre la santidad de Dios y la
conciencia del hombre. El silencio de la Iglesia es, la única posición oportuna
del cristiano”
(Papa san Juan Pablo II.
<Cruzando el umbral de la esperanza>; Editado por Vittorio Messori;
Licencia editorial para Círculo de Lectores por cortesía de Plaza & Janés
Editores, S.A.; 1995)
Sin duda, en Cristo, Dios ha
revelado a los hombres que desea que todos se salven, y mediante su Madre, la
Santísima Virgen, utilizando a videntes apropiados, como los niños de Fátima,
sigue revelándolo, con el objetivo de que todos lleguen al conocimiento de la
verdad de su Mensaje.
En la Primera Carta de San Pablo a Timoteo
encontramos reflejada esta idea que resulta fundamental para el hombre que
quiera tener una visión adecuada de las <cosas últimas> o
<Novísimos>, esto es: <muerte, juicio, infierno, gloria y
purgatorio>.
Concretamente en dicha carta el
apóstol san Pablo, hace una serie de recomendaciones a Timoteo, para defender la doctrina de Cristo,
frente a ciertas desviaciones que se venían produciendo en la Iglesia de Éfeso al
frente de la cual estaba su querido discípulo, y llega a nombrar a algunas de
las personas, que por haberla desechado naufragaron en la fe; no obstante
también desea hacerles ver la voluntad
salvífica de Dios, para que vuelvan al buen camino (1 Tim 2, 1-7):
-Por eso, te encarezco ante todo
que se hagan suplicas y acciones de gracias por todos los hombres,
-por los emperadores y todos los
que ocupan altos cargos, para que pasemos una vida tranquila y serena con toda
piedad y dignidad.
-Todo ello es bueno y agradable
ante Dios, nuestro Salvador,
-que quiere que todos los hombres
se salven y lleguen al conocimiento de la verdad.
-Porque uno es solo Dios y uno
solo también el mediador entre Dios y los hombres: Jesucristo hombre,
-que se entregó a sí mismo en
redención por todos. Este es el testimonio dado a su debido tiempo.
-Yo he sido constituido mensajero
y apóstol de ese testimonio -digo la verdad, no miento-, doctor de los gentiles
en la fe y la verdad.
Ciertamente, Dios ha amado al
mundo, y esta verdad absoluta queda perfectamente demostrada en su Hijo
unigénito, el cual permanece en la historia de la humanidad, como el único y
verdadero Redentor de la misma.
Como aseguraba el Papa san Juan
Pablo II (Ibid):
“La Redención impregna toda la
historia del hombre, también la anterior a Cristo, y prepara su futuro
escatológico. Es la luz que <esplende en las tinieblas y que la tinieblas no
han recibido> (Jn 1, 5) El poder de la Cruz de Cristo y su Resurrección es
más grande que todo el mal del que el hombre podría y debería tener miedo…
< ¡No tengáis miedo!>,
decía Cristo a los apóstoles (Lc 24, 36) y a las mujeres (Mt 28,10) después de
la Resurrección. En los textos evangélicos no consta que la Señora haya sido
destinataria de esta recomendación; fuerte en la fe, Ella <no tuvo
miedo>.
El mundo en que María participa en la victoria de Cristo yo lo he conocido sobre todo por la experiencia de mi nación. Por boca del cardenal Stefan Wyszyn’ski sabía también que su predecesor August Hlond, al morir, pronunció estas significativas palabras: <La victoria, si llega, llegará por medio de María>. Durante mi ministerio pastoral en Polonia, fui testigo del modo en que aquellas palabras se iban realizando”
Verdaderamente estas entrañables
palabras del Papa San Juan Pablo II nos llenan de emoción porque salieron de lo
más íntimo de su corazón y de las experiencias por él vividas en momentos muy
difíciles de su vida.
Estamos totalmente de acuerdo con
todo lo que él nos dice porque aunque sea a una escala ínfima respecto a lo que
él vivió no podemos negar la presencia de la Virgen María en tantos y tantos
momentos de nuestra propia existencia. Por eso, también con él, compartimos
este pensamiento esperanzador y certero:
“La victoria, si llega, será
alcanzada por María. Cristo vencerá por medio de Ella. Él quiere que las
victorias de la Iglesia en el mundo contemporáneo y en mundo del futuro estén
unidos a Ella”
La gran experiencia de este Papa
el 13 de mayo del año 1981 influyo sin duda para animarnos a todos los
cristianos, y no cristianos también, con estas palabras: < ¡No tengáis
miedo!> .
Así narraba san Juan Pablo II la
enseñanza que él había sacado de aquella terrible y extraordinaria experiencia
(Ibid):
“He aquí que llegó el 13 de mayo
de 1981. Cuando fui alcanzado por el proyectil en el atentado de la plaza de
San Pedro, no reparé al principio en el hecho de que aquél era precisamente el
aniversario del día en que María se había aparecido a los tres niños de Fátima,
en Portugal, dirigiéndoles aquellas palabras que, con el fin del siglo, parecen
acercarse a su cumplimiento.
¿Con este suceso acaso no ha
dicho Cristo, una vez más, Su < ¡No tengáis miedo!>? ¿No ha repetido al
Papa, a la Iglesia e, indirectamente, a toda familia humana estas palabras
pascuales?
Al finalizar este segundo milenio
tenemos quizás más que nunca necesidad de estas palabras de Cristo resucitado:
< ¡No tengáis miedo!>…
Tienen necesidad de estas
palabras los pueblos y las naciones del mundo entero. Es necesario que en su
conciencia resurja con fuerza la certeza de que existe Alguien que tiene en sus
manos el destino de este mundo que pasa: Alguien que tiene las llaves de la
muerte y del infierno (Ap 1, 18); Alguien que es el Alfa y el Omega de la
historia del hombre (Ap 22, 13), sea la individual o la colectiva.
Y este alguien es amor (Jn 4, 8-16): Amor hecho hombre, Amor
crucificado y resucitado, Amor continuamente presente entre los hombres. Es
Amor eucarístico. Es fuente incesante de comunión. Él es el único que puede dar
plena garantía de las palabras < ¡No tengáis miedo!>”
Entonces ¿la clave de todo se
encuentra en este deseo? Pero ¿Qué podemos hacer los hombres para conseguir no
tener miedo?, dirán algunos. La respuesta se encuentra, como siempre, en Dios tal como nos recordaba también el
Papa (Ibid):
“Para liberar al hombre
contemporáneo del miedo de sí mismo, del mundo, de los otros hombres, de los
poderes terrenos, de los sistemas opresivos, para liberarlo de todo síntoma de
miedo servil ante esa <fuerza predominante> que el creyente llama Dios,
es necesario desearle de todo corazón que lleve y cultive en su propio corazón
el verdadero temor de Dios, que es principio de sabiduría.
Ese temor de Dios es la fuerza
del Evangelio. Es temor creador, nunca destructivo. Genera hombre que se dejan
guiar por la responsabilidad, por el amor responsable. Genera hombres santos, es
decir, verdaderos cristianos, a quienes pertenece en definitiva el futuro del
mundo”
En este contexto la figura de la
Virgen María y la devoción hacia Ella, vivida en plenitud, es la tabla de
salvación para los hombres que quieren alcanzar ese temor de Dios, principio de
sabiduría. Ella que dijo <Sí> al ángel enviado por Dios es el ejemplo más
completo y perfecto del verdadero amor a Dios.
El Papa Francisco, consciente de
esto, animaba hace poco a los peregrinos llegados a Fátima con estas
entrañables palabras (Ibid):
“Queridos peregrinos, ¡tenemos
una Madre! Aferrémonos a Ella como hijos, vivamos la esperanza que se apoya en
Jesús, porque, <los que reciben a raudales el don gratuito de la
justificación reinarán en la vida gracias a uno solo, Jesucristo (Rm 5, 17).
Cuando Jesús subió al cielo, llevó junto al Padre celeste a la humanidad,
nuestra humanidad, que había asumido en el seno de la Virgen Madre, y que nunca
dejará. Con un ancla fijemos nuestra esperanza en esa humanidad colocada en el
cielo a la derecha del Padre (Ef 2, 6). Que esta esperanza sea el impulso de
nuestra vida. Una esperanza que nos sostenga siempre, hasta el último suspiro”
El Papa Francisco nos anima a
vivir la esperanza que se apoya en Jesús a través de su Madre porque como nos enseñaba
en su catequesis del 10 de mayo de este
mismo año (2017):
“Hay un rasgo bellísimo de la
psicología de María: no es una mujer que se deprime ante las incertidumbres de
la vida, especialmente cuando nada parece ir en la dirección correcta. No es
siquiera una mujer que protesta con violencia, que se queja contra el destino
de la vida a menudo un rostro hostil.
En cambio es una mujer que
escucha: no os olvidéis de que siempre hay una gran relación entre la esperanza
y la escucha, y María es una mujer que escucha. María acoge la existencia tal
como se nos entrega, con sus días felices, pero también con sus tragedias con
las que nunca querríamos habernos cruzado. Hasta la noche suprema de María,
cuando su Hijo está clavado en el madero de la cruz.
Hasta ese día, María casi había
desaparecido de la trama de los Evangelios: los escritores sagrados dan a
entender este lento eclipsarse de su presencia, su permanecer muda ante el
misterio de su Hijo que obedece al Padre.
Pero María reaparece precisamente
en el momento crucial: cuando buena parte de los amigos se han disipado por
motivo del miedo, las madres no traicionan, y en ese instante al pie de la
cruz, ninguno de nosotros puede decir cual haya sido la pasión más cruel: si la
de un hombre inocente que muere en el patíbulo de la cruz, o la agonía de una
madre que acompaña los últimos instantes de la vida de su hijo. Los evangelios
son lacónicos, y extremadamente discretos. Reflejan con un solo verbo la
presencia de la Madre: Ella <estaba> (Jn 19, 25).
Nada dicen de su reacción: si
llorase, si no llorase…nada; ni siquiera una pincelada para describir su dolor:
sobre estos detalles se habría aventurado la imaginación de poetas y pintores
regalándonos imágenes que han entrado en la historia del arte y de la literatura.
Pero los Evangelios solo dicen:
Ella <estaba>. Estaba allí, en el peor momento, en el momento más cruel,
y sufría con su hijo…
Por esto todos nosotros la amamos
como Madre. No somos huérfanos: tenemos una Madre en el cielo, que es la Santa
Madre de Dios. Porque nos enseñó la virtud de la esperanza, incluso cuando todo
parece sin sentido”
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