Jesús está cerca del hombre de muchas maneras, cada día, ayudándole en su caminar por la vida, pero sobre todo está visible por la fe en el Sacramento de la Eucaristía, que Él instituyó para estar siempre junto a la humanidad.
Jesús está presente en la
Eucaristía:
“No lo vemos, pero hay muchas cosas que no vemos y que son esenciales. Por ejemplo no vemos nuestra razón, y sin embargo tenemos la razón. No vemos nuestra inteligencia, y la tenemos. En una palabra no vemos nuestra alma, y sin embargo existe y vemos sus efectos, porque podemos hablar, pensar, decidir, etc.
Precisamente las cosas más
profundas, que sostienen realmente la vida y el mundo no las vemos, pero
podemos ver, sentir sus efectos…
Tampoco vemos con nuestros ojos
al Señor Resucitado, pero vemos que donde está Jesús los hombres cambian, se
hacen mejores. Se crea más capacidad de paz y reconciliación, etc. Por
consiguiente, no vemos a Señor mismo, pero vemos sus efectos: así podemos comprender
que Jesús está presente”
(Insegnementi di Benedetto XVI.
Incluido en el libro <El amor se aprende>. Romana Editorial S.L. 2012).
Así es, como también manifestó el Papa
Benedicto XVI en su libro <los caminos de la vida interior> (Ed. Chronica
S.L. 2011):
“Si es cierto que los Sacramentos son una realidad propia de la Iglesia peregrina sobre la tierra (Lumen Gentium. Vaticano II), hacia la plena manifestación de la victoria de Cristo resucitado, también es igualmente cierto que, especialmente en la liturgia eucarística, se nos da a pregustar el cumplimiento escatológico hacia el cual se encamina todo hombre y toda creencia”
El Papa san Juan Pablo II nos
habló también con anterioridad, en muchas ocasiones, sobre este augusto
Sacramento, al que en cierta ocasión calificó de <realidad misteriosa pero
auténtica, realidad salvífica y realidad transformante>.
Concretamente refiriéndose al primer
calificativo nos recordaba que:
“Jesús, en la Sinagoga de
Cafarnaún, afirmaba claramente:
<Yo soy el pan del cielo…El
pan que yo daré es mi carne, vida del mundo…Mi carne es verdadera comida y mi
sangre es verdadera bebida…Este es el pan bajado del cielo…>
Jesús dice precisamente:
<carne> y <sangre>, <comer> y <beber>…Es decir , Jesús
habla de su Persona real, toda entera, no simbólica, y hace entender que la
suya es una ofrenda <sacrificial>, que se realizará por vez primera en la
<Ultima Cena>, anticipando místicamente el sacrificio de la cruz, y será
transmitido a todos los siglos mediante
la Santa Misa.
Es un misterio de fe, ante el cual no podemos más que arrodillarnos en adoración, en silencio, en admiración”
(Homilía de su santidad Juan
Pablo II en Castelgandolfo; domingo 19 de agosto de 1979)
Años después, otro mes de agosto,
el Papa Benedicto recordando este mismo pasaje de la vida de Jesús, narrado por
el apóstol san Juan, se expresaba en los términos siguientes:
“En la Eucaristía la adoración
debe ser unión. Con la celebración eucarística nos encontramos en aquella
<hora> de Jesús, de la cual habla el
evangelio de san Juan. Mediante la Eucaristía, esta <hora> suya se
convierte en nuestra hora, su presencia en medio de nosotros.
Junto con los discípulos, él
celebró la cena pascual de Israel, el memorial de la acción liberadora de Dios
que había guiado a Israel de la esclavitud a la libertad. Jesús sigue los ritos
de Israel. Pronuncia sobre el pan la oración de alabanza y bendición.
Sin embargo, sucede algo nuevo.
Da gracias a Dios no solamente por las grandes obras del pasado; le da gracias
por la propia exaltación que se realizará mediante la cruz y la Resurrección,
dirigiéndose a los discípulos también
con palabras que contienen el compendio de la Ley y de los Profetas:
<Esto es mi Cuerpo entregado en sacrificio por vosotros. Este cáliz es la nueva alianza sellada con mi sangre>
Y así distribuye el pan y el
cáliz, y, al mismo tiempo, les encarga la tarea de volver a decir y hacer
siempre en su memoria aquello que estaba diciendo y haciendo en aquel momento.
¿Qué está sucediendo? ¿Cómo Jesús
puede repartir su Cuerpo y su Sangre?
Haciendo del pan su Cuerpo y del
vino su Sangre, anticipa su muerte, la acepta en lo más íntimo y la transforma
en una acción de amor”
(Homilía de santo Padre Benedicto XVI en
Colonia (Explanada de Marienfeld); domingo 21 de agosto de 2005)
“Jesús habla de <vida
eterna>, de <resurrección gloriosa>, del <último día>.
¡No es que Jesús olvide o
desprecie la vida terrena; todo lo contrario!
Jesús mismo habla de los talentos
que cada uno debe negociar y se complace en las obras de los hombres para la
liberación progresiva de las diversas esclavitudes y opresiones, y para el
mejoramiento de la existencia humana.
Pero no es necesario caer en el
equívoco de la inmanencia histórica y terrena; es necesario pasar a través de
la historia para alcanzar la vida eterna y gloriosa: paso fatigoso, difícil,
ambiguo, porque debe ser meritorio.
Jesús, pues, está vivo, presente
en nuestro camino cotidiano, para ayudarnos a realizar nuestro verdadero
destino, inmortal y feliz.
¡Sin Cristo es inevitable
extraviarse, confundirse, incluso desesperarse! Lo había intuido con claridad
lúcida Dante Alighieri, hombre de mundo y de fe, genio de la poesía y experto
en teología, cuando en la paráfrasis del <Padre nuestro>, rezado por las
almas del Purgatorio, enseñó que el áspero desierto de la vida, sin la unión
íntima con Jesús, <mana> del Nuevo Testamento, <pan bajado del
cielo>, el hombre que quiere seguir adelante sólo con sus fuerzas, en
realidad va hacia atrás:
<Danos hoy el maná de cada día/ sin el cual por este áspero desierto/ va hacia atrás quien más en caminar se afana> (Purgatorio XI, 13-15).
Sólo mediante la Eucaristía es
posible vivir las virtudes heroicas del cristianismo: la caridad hasta el
perdón de los enemigos, hasta el amor a
quien nos hace sufrir, hasta el don de la propia vida por el prójimo; la
castidad en cualquier edad y situación de la vida; la paciencia, especialmente
en el dolor y cuando se está desconcertado por el silencio de Dios en los
dramas de la historia, o de la misma existencia propia”
“La historia de la Iglesia está
constelada de santos y santas, cuya existencia es signo elocuente de cómo
precisamente desde la comunión con el Señor, desde la Eucaristía nace una nueva
e intensa asunción de responsabilidades a todos los niveles de la vida
comunitaria; nace, por tanto, un desarrollo social positivo, que sitúa en el
centro a la persona, especialmente a la persona pobre, enferma o necesitada.
Nutrirse de Cristo es el camino
para no permanecer ajenos o indiferentes ante la suerte de los hermanos, sino
entrar en la misma lógica del amor y de donación del sacrificio de la cruz.
Quien sabe arrodillarse ante la Eucaristía, quien recibe el cuerpo del Señor no
puede no estar atento, en el entramado ordinario de los días, a las situaciones
indignas del hombre, y sabe inclinarse en primera persona hacia el necesitado,
sabe partir el propio pan con el hambriento, compartir el agua con el sediento,
vestir al que está desnudo, visitar al enfermo y al preso…
Una espiritualidad eucarística,
entonces, es un auténtico antídoto ante el individualismo y el egoísmo que a
menudo caracterizan la vida cotidiana, lleva al redescubrimiento de la
gratitud, de la centralidad de las relaciones, a partir de la familia, con
particular atención en aliviar las heridas de aquellas desintegradas.
Una espiritualidad eucarística es
el alma de una comunidad eclesial que supera las divisiones y contraposiciones
y valora la diversidad de carismas y ministerios poniéndolos al servicio de la
unidad de la Iglesia, de su vitalidad de su misión”
Por último, recordaremos que muy
acertadamente el Papa san Juan Pablo II calificaba también, el Sacramento de la Eucaristía, de <realidad
transformadora> (Ibid), tal como lo hizo años después Benedicto XVI en la
homilía que acabamos de comentar, y lo hacía con estas palabras:
“Es la afirmación más
impresionante y comprometida:
<Mi carne es verdadera comida
y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él. Así
como me envió mi Padre vivo, y vivo yo por mi Padre, así también el que me come
vivirá por mí>
La Eucaristía es una
transformación, un compromiso de vida:
< ¡Ya no vivo yo – decía san
Pablo – es Cristo quien vive en mí! >
¡Es Cristo crucificado! (Gal 2 20; 1 Cor 2, 2)
¡Recibir la Eucaristía significa
transformarse en Cristo, permanecer en Él, vivir para Él!
El cristiano, en el fondo, debe
tener una sola preocupación y una sola
ambición: vivir para Cristo, tratando de imitarlo, en la obediencia suprema al
Padre, en la aceptación de la vida y de la historia, en total dedicación a la
caridad, en la bondad comprensiva y sin embargo austera.
Por eso la Eucaristía se
convierte en programa de vida”
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