Todos los fieles participaban en ellos, suministrando los alimentos necesarios, y ayudando los más desahogados económicamente a aquellos que menos poseían. Pero las costumbres se fueron deteriorando y a oídos del Apóstol llegaron noticias verdaderamente alarmantes que indicaban cierta corrupción en algunos casos, por eso él se expresaba en los fuertes términos siguientes (I Cor 11-22):
“Al recomendaros esto, no os
alabo, porque no os reunís para vuestro bien espiritual, sino para vuestro daño
/ En primer lugar oigo que, cuando os reunís en asamblea litúrgica, hay
divisiones entre vosotros, y en parte lo creo / pues conviene que haya entre
vosotros disensiones, para que se descubra entre vosotros los de virtud probada
/ Pues, cuando os reunís, no es ya para tomar la cena del Señor / porque al
comer, cada uno se adelanta a tomar su propia cena, y mientras unos pasan
hambre, otros se embriagan / ¿Pues qué? ¿No tenéis casas para comer y beber? ¿O
es que menospreciáis a la Iglesia de Dios y avergonzáis a los que no tienen?
¿Qué os diré? ¿Os alabaré? En esto no os alabo”
Sí, Jesús en la Última Cena dio
un sentido nuevo a aquellas celebraciones, instituyendo el Sacramento de la
Eucaristía, y dando una nueva dimensión a la bendición del pan y del vino. Ya
no era aquel un ágape cualquiera, sino el recordatorio de lo que sería su
Pasión, y Muerte. No es de extrañar, por tanto, el disgusto del Apóstol San
Pablo cuando recriminaba a los corintios por haber olvidado los principios
fundamentales sobre los que la Iglesia
celebraba esta liturgia.
También ahora Jesús nos pide fe
en el Santísimo Sacramento del Altar; nos pide que al comulgar tengamos la
creencia absoluta de que es su Carne y su Sangre las que recibimos, porque como
se dice en la oración de Santo Tomás de Aquino, en el Sacramento de la
Eucaristía:
Se trata de una hermosa oración de aquel santo del siglo XIII, que fue proclamado por la Iglesia <Angelicus Doctor>. Era natural de una población de Nápoles e hijo de una familia noble, que por desgracia, se opuso desde un principio a su vocación religiosa.
Finalmente después de sufrir
cruel confinamiento, y habiendo pasado por duras pruebas contra su virtud
probada, pudo ingresar en la orden de los dominicos y dedicó toda su vida a
estudiar y a enseñar con sus libros y sus catequesis las verdades de la fe
cristiana, siempre inspirado por el Espíritu Santo.
Era un gran amante del Sacramento
de la Eucaristía y sus hagiógrafos cuentan que con frecuencia, sobre todo
cuando ya estaba próxima su muerte experimentaba el fenómeno de la levitación,
y sucedió que habiendo terminado su <Tratado sobre la Eucaristía> (en el
año 1273), durante una de ellas, algunos hermanos le escucharon hablar con el
crucifijo que había en el Altar.
El Señor le dijo estas palabras:
<Has escrito bien de mí, Tomás, que recompensa deseas>, a lo que el santo
se dice que respondió: <Nada más que a Ti, Señor>.
En aquel tiempo, el Papa Urbano
IV (1195-1264) instituyó la fiesta del Santísimo Corpus Christi, para rendir
homenaje al Sacramento y Sacrificio de la Sagrada Eucaristía y encargó la
liturgia de esta celebración precisamente a Santo Tomás de Aquino.
El amor y el respeto, al
Santísimo Sacramento del Altar, siempre
han estado presentes entre los miembros de la Iglesia católica, sin
embargo es conveniente que pongamos en
valor, en estos momentos cruciales de la historia, aquellas amonestaciones de
la carta de San Pablo a la comunidad de
Corinto, en la que también les explicaba, una vez más, las enseñanzas del Señor acerca del Sacramento de la Eucaristía (I Co 11, 23-32):
Estas cuestiones son las que deberían
examinar, por ejemplo, aquellas personas, que sin detenerse a reflexionar sobre
este tema fundamental, defienden el derecho de los divorciados que han vuelto a
unirse a otra persona, a recibir el Sacramento de la Eucaristía.
La Iglesia, con sus Papas a la
cabeza, después de tantos siglos de la institución de este Sacramento por Jesucristo, no ha
podido, ni podrá, cambiar las leyes que Él nos dio al respecto, porque el Señor
aseguró que aquellos que actúan dejando a su marido o a su mujer para juntarse
con otro o con otra, están cometiendo el grave pecado del adulterio y para
comer su carne y beber su cáliz es necesario que estén completamente
arrepentidos de este pecado, cosa que no parece posible si persisten en una
unión adultera.
Sin embargo la Iglesia acoge a
estas parejas con amor y reza por ellas para que lo antes posibles se
regularice su situación. Recordemos al respecto las palabras de Jesús en su
<Sermón de la montaña> (Mt 5, 27-32):
“Habéis oído que se dijo: “No
cometerás adulterio / Pero yo os digo: todo el que mira a una mujer deseándola,
ya ha cometido adulterio con ella en su corazón / Si tu ojo derecho te induce a
pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder un miembro que ser echado entero
en la gehena / Si tu mano derecha te induce a pecar, córtatela y tírala, porque
más te vale perder un miembro que ir a parar entero a la gehena / Se dijo: “El
que repudie a su mujer, que se le dé acta de repudio / Pero yo os digo que si
uno repudia a su mujer… y se casa con otra, comete adulterio”En estos versículos de la Santa Biblia se expone de manera programática la actitud de Jesús ante la Ley Mosaica. El no pretende abolir la Ley, sino darle amplitud y elevar sus exigencias, para un pueblo, el de entonces, y el de ahora, merecedor de sus reproches.
Por otra parte, desde siempre los Papas nos han hablado con amor y
respeto de la Eucaristía, de este Sacramento que implica el Sacrificio de la Cruz y la victoria
de la Resurrección de Jesús. Concretamente
Benedicto XVI nos recordaba que (Ibid): “La misión para la que Jesús ha
venido entre nosotros llega a su cumplimiento en el Misterio Pascual. Desde lo
alto de la Cruz, donde atrae todo hacia sí (Jn 12, 32), antes de entregar el
espíritu de su obediencia hasta la muerte, y una muerte en Cruz (Flp 2, 8), se
ha cumplido la nueva y eterna Alianza…
En la institución de la
Eucaristía, Jesús mismo habló de la <nueva y eterna Alianza>, estipulada
en su sangre derramada (Mt 26, 28; Mc 14, 24; Lc 22, 20)… Al instituir el Sacramento de la
Eucaristía, anticipa e implica el sacrificio de la Cruz y la victoria de la
Resurrección. Al mismo tiempo, se revela como el verdadero cordero inmolado,
previsto en el designio del Padre desde la fundación del mundo, como se lee en
la primera Carta de San Pedro (I Ped 1, 3-12)”
Alude aquí el Papa Benedicto XVI al Apóstol San Pedro, el cual entre los años 64 a 67 escribió esta primera carta dirigida a la Iglesia de Asia Menor, Iglesia fundada y evangelizada por San Pablo, por entonces ausente, y que en aquellos momentos se encontraba con graves dificultades debido a las constantes persecuciones y atropellos, por parte de las comunidades gentiles no creyentes. En esta carta San Pedro exhorta a su grey, poniendo especial atención a los más jóvenes, para que sean constantes en la fe y la esperanza recibidas, asegurándoles que padecer como cristianos, no es un deshonor, sino la gloria más suprema (I Ped 1, 3-12):
En efecto, por el Sacramento de
la Eucaristía, Jesús incorpora a los fieles a su propia <hora>; de esta
forma quiere mostrarnos en todo su esplendor, la unión indeleble que existe entre Él y su
Iglesia (Benedicto XVI; Ibid):
“Cristo mismo, en su sacrificio
de la Cruz, ha engendrado a la Iglesia como su esposa y su Cuerpo. Los Padres
de la Iglesia han meditado mucho sobre la relación entre el origen de Eva del
costado de Adán mientras dormía (Gen 2, 21-23) y de la nueva Eva, la Iglesia,
del costado abierto de Cristo, sumido en el sueño de la muerte: Del costado
traspasado, dice Juan, que salió sangre
y agua (Jn 19, 34), símbolo de los Sacramentos”
Por ellos, la Iglesia <vive de
la Eucaristía>, y los Padres de la Iglesia y los Pontífices de todos los
tiempos han hablado a los creyentes y no creyentes del Santísimo Sacramento del
Altar, del Sacramento de la caridad, en el que Jesucristo de forma admirable se
ha donado a los hombres para ayudarles en su camino hacia la salvación con
esperanza.
Como también proclamaba en su día el Papa Juan Pablo II (Carta Encíclica <Ecclesia Eucharistia>; 2003): “La Iglesia vive de la Eucaristía. Esta verdad no expresa solamente una experiencia cotidiana de fe, sino que encierra en síntesis el <núcleo del misterio de la Iglesia>. Ésta experimenta con alegría como se realiza continuamente, en múltiples formas, la promesa del Señor: <He aquí que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo> (Mt 28, 20)...
Con razón el Concilio Vaticano II, ha proclamado que el
Sacrificio Eucarístico es <fuente y cima de toda la vida cristiana>
(Cons. Dogm. Lumen gentium, sobre la Iglesia, 11). La Sagrada Eucaristía, en efecto,
contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra
Pascua y Pan de Vida, que da la vida a los hombres por medio del Espíritu Santo.
Por tanto la mirada de la Iglesia se dirige continuamente a su Señor, presente
en el Sacramento del Altar, en el cual descubre la plena manifestación de su
inmenso amor”
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