San Pablo en su Carta dirigida a
los habitantes de Éfeso, ciudad situada en la costa occidental de Asia Menor, al
hablarles de la unión e igualdad de los judíos y paganos gracias a Cristo, se refiere al origen apostólico
de la Iglesia en los
términos siguientes (Ef 2, 16-20):
-El hizo de los dos pueblos un
solo cuerpo y los ha reconciliado con Dios por medio de la cruz, destruyendo en
sí mismo la enemistad;
-con su venida anunció la paz a
los que estabais lejos y a los que estaban cerca;
-porque por él los unos y los
otros tenemos acceso al Padre en un mismo Espíritu.
-De tal suerte que ya no sois extranjeros
y huéspedes, sino que sois ciudadanos de los consagrados y miembros de la
familia de Dios,
-edificados sobre el fundamento
de los apóstoles y de los profetas. La Piedra angular de este edificio es
Cristo Jesús.
Sí, la Iglesia de Cristo está
edificada sobre el fundamento de los apóstoles, es apostólica tal como recoge
el Catecismo, escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico, Vaticano
II (nº 857):
*Fue y permanece edificada sobre
<el fundamento de los apóstoles>, testigos escogidos y enviados en misión
por el mismo Cristo.
*Guarda y transmite, con ayuda
del Espíritu Santo que habita en ella, la enseñanza, el buen deposito, las
sanas palabras oídas a los apóstoles.
*Sigue siendo enseñada,
santificada y dirigida por los apóstoles hasta la vuelta de Cristo gracias a
aquellos que les suceden en su ministerio pastoral: el colegio de los obispos
<a los que asisten los presbíteros> juntamente con el sucesor de Pedro y
Sumo Pastor de la Iglesia (AG <Ad Gentes> 5)
Sucedió que en la última Cena de
Jesús, Éste, fundó su Iglesia, e instituyó el Sacramento de la Eucaristía, con
el que se donó a sí mismo, dando lugar a una nueva congregación, esto es: <una
comunidad unida en la comunión con Él
mismo>, en palabras del Papa Benedicto XVI (La alegría de la fe. librería
Editrice Vaticana. Distribución, San Pablo; 2012):
“Los doce apóstoles son así el
signo más evidente de la voluntad de Jesús respecto a la existencia y misión de
su Iglesia, la garantía de que entre Cristo y la Iglesia no existe ninguna
contraposición, son inseparables, a pesar de los pecados de los hombres que
componen la Iglesia.
Por tanto, es del todo
incompatible con la Iglesia de Cristo un eslogan que estuvo de moda hace
algunos años: <Jesús sí, Iglesia no>.
Este Jesús individualista elegido
es un Jesús de fantasía. No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad
que Él ha creado y en la cual se comunica. Entre el Hijo de Dios encarnado y su
Iglesia existe una profunda, inseparable y misteriosa continuidad, en virtud de
la cual Cristo está presente hoy en su pueblo.
Cristo es siempre contemporáneo
nuestro, es siempre contemporáneo de la Iglesia construida sobre el fundamento
de los apóstoles, está vivo en la sucesión de los apóstoles. Y esta presencia
suya en la comunidad, en la que Él mismo se da siempre a nosotros, es motivo de
nuestra alegría”
Inevitablemente, si Cristo está
con nosotros, el Reino de Dios viene a nosotros. Por eso, es absurdo tratar de
entender los argumentos que algunos proponen para desvanecer el carácter
apostólico de la Iglesia de Cristo. Y esto es así porque el Señor después de su
muerte en la cruz Resucitó y se apareció a sus apóstoles para decirles (Mc 16, 15-17):
“Id por todo el mundo y proclamad
la buena noticia a toda criatura / El que crea y se bautice, se salvará, pero
el que no crea, se condenará / A los que crean les acompañaran estas señales:
expulsarán demonios en mi nombre, hablarán en lenguas nuevas”
Sí, los apóstoles, siguiendo el
mandato de Cristo evangelizaron por todo el mundo entonces conocido, pues como dijo san Pablo,
el apóstol de los paganos (I Co 9, 16-19):
“Anunciar el evangelio no es para
un motivo de gloria: es una obligación
que tengo, ¡y pobre de mí si no anunciara el evangelio! / Merecería recompensa
si hiciera esto por propia iniciativa, pero si cumplo con un encargo que otro
me ha confiado / ¿dónde está mi recompensa? / Está en que, anunciando el
evangelio, lo hago gratuitamente, no haciendo valer mis derechos por la
evangelización / Siendo como soy plenamente libre, me he hecho esclavo de todos,
para ganar a todos los que pueda”
Como diría en su día el Papa san
Juan Pablo II: la evangelización llevada a cabo por los apóstoles, puso los
fundamentos para la construcción del edificio espiritual de la Iglesia de
Cristo, convirtiéndose en germen y modelo valido en cualquier época de la
historia del hombre…
Jesucristo, fundó su Iglesia para
perpetuar, hasta el fin de los tiempos (parusía) su obra salvadora, mediante
una Nueva Alianza con los hombres, la cual, después de su Resurrección acabó de instaurar, poniendo a la cabeza de la misma
a su apóstol san Pedro.
La promulgación de la Iglesia de
Cristo aconteció durante la celebración de la fiesta de Pentecostés, cuando el
Espíritu Santo descendió en forma de lenguas de fuego, sobre sus apóstoles y la
Virgen María, retirados en el Cenáculo de Jerusalén, desde la Ascensión del
Señor a los cielos.
Los apóstoles son aquellos hombres
elegidos por Jesucristo con la misión de
continuar la labor evangelizadora de la humanidad, iniciada por Él,
durante su estancia en la tierra; pero sabiendo de las grandes dificultades y
peligros que correrían estos hombres, en varias ocasiones les animó
diciéndoles: ¡No tengáis miedo!
Son muchos los testimonios
escritos que nos hablan verazmente del camino recorrido primero, por los
apóstoles, y luego, por sus discípulos, los padres apostólicos, los santos y
mártires de la Iglesia de Cristo, hasta nuestros días.
Y sí, esta Iglesia es apostólica
porque como nos recuerda el papa Benedicto XVI (Ibid): “Hay una unicidad que caracteriza
a los primeros hombres llamados por el Señor, y además existe una continuidad
en su misión apostólica. San Pedro en su primera Carta, se refiere a él mismo como
<co-presbítero> con los presbíteros a los que escribe (1 Pe 5, 1). Así
expresó el principio de la sucesión apostólica: <el misterio que él había
recibido del Señor prosigue ahora en la Iglesia gracias a la ordenación sacerdotal.
La palabra de Dios no es sólo escrita; gracias a los testigos que el Señor, por
el sacramento, insertó en el misterio apostólico, sigue siendo palabra
viva…>.
Con la unidad, al igual que con
la apostolicidad, está unido el servicio Petrino, que reúne visiblemente a la
Iglesia de todas parte y de todos los tiempos, impidiéndonos de este modo a
cada uno de nosotros caer en falsas autonomías, que con demasiada facilidad se
transforman en particularizaciones de la Iglesia y así pueden poner en peligro
su independencia”
En estos tiempos que corren en
los cuales se pone en evidencia una cierta incredulidad para las cosas de la
Iglesia de Cristo, es necesario recordar una vez más que Jesús puso a la cabeza
de la misma, al apóstol san Pedro, y que éste desde el mismo momento de recibir
el Espíritu Santo, junto a los Once y la Virgen María, estaba ya dispuesto para
llevar a cabo la enorme, la colosal tarea que el Señor le había encomendado,
cuando pronunció estas palabras: “apacienta mis ovejas”.
No fue necesario que nadie le
recordara estas palabras de Jesús a él dirigidas, por tres veces; Pedro estaba
ya lleno del Espíritu Santo y fue Éste el que le impulsó de forma inmediata a
asomarse a la puerta de la casa donde se encontraba reunido con la Virgen María
y los discípulos del Señor, y se dirigió a la gran multitud, allí presente, a
causa del tremendo estruendo producido durante la venida del Espíritu, en forma
de lenguas de fuego, sobre los reunidos en el Cenáculo. Aquellas personas
lógicamente estarían asustadas y al mismo tiempo, asombradas, al escuchar a
aquellos hombres dirigirse a ellos en sus propias lenguas, siendo así que
procedían de muy diversos y lejanos
países.
Las primeras palabras dirigidas
por Pedro a aquella multitud, entre la que había judíos piadosos venidos de
todas las naciones de la tierra, partos, medos, elamitas de Mesopotamia, Judea
y Capadocia, e incluso forasteros romanos, cretenses y árabes, entre otros,
fueron (Hch 2, 16-21):
“Se ha cumplido lo que dijo el
profeta Joel: <En los últimos días, dice Dios, derramaré mi Espíritu sobre
todo hombre, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas, vuestros jóvenes
tendrán visiones, y vuestros ancianos sueños; / sobre mis siervos y siervas
derramaré mi Espíritu en aquellos días, y profetizarán. / Y haré prodigios
arriba, en los cielos, y señales abajo, en la tierra, sangre y fuego y
torbellinos de humo / El sol se convertirá en tinieblas, y la luna en sangre,
antes que llegue el día del Señor grande y glorioso / Y todo el que invoque el
nombre del Señor se salvará”
Pedro convencido como estaba de
haber recibido, momentos antes el
Espíritu Santo, recuerda las enseñanzas recibidas de manos de su propio pueblo,
concretamente se refiere en su discurso, dirigido aquella multitud diversa y
sobrecogida, a la profecía de Joel, hijo de Petrel, sobre la Tercera Persona de
la Santísima Trinidad y sus consecuencias, pronunciada muchos siglos antes de
la llegada del Mesías, por su antepasado (Jl 3, 27-32):
“Y después de esto infundiré mi
espíritu en toda carne y profetizarán vuestros hijos e hijas, vuestros jóvenes
verán visiones / E incluso sobre mis siervos y siervas por aquellos días
infundiré mi espíritu / Y haré prodigios en el cielo y en la tierra: sangre,
fuego y columnas de humo, antes de que venga el grande y terrible día de Yahveh
/ Más acaecerá que todo el que invoque el nombre de Yahveh será salvo; pues en
el monte Sión y en Jerusalén se guarecerá el residuo salvado, conforme dijo
Yahveh, y entre los evadidos, aquellos a quienes Yahveh llamare”
La interpretación de esta
profecía es bien clara, fue evidente para el apóstol del Señor, Cabeza de su
Iglesia; Joel, este antiguo profeta del pueblo elegido, proclama el misterio
que Yahveh (EL Sumo Hacedor), le ha comunicado para el futuro de la humanidad,
tras la llegada del Mesías.
Y la llegada del Mesías ya había
sido y en ella estamos todavía en la actualidad. ¿Cuándo sucederán los
acontecimientos profetizados y recordados por San Pedro? Esto nadie lo sabe
pero lo que no debemos dudar es que llegarán porque Dios nunca ha engañado a
los hombres…
San Pedro conminó, por eso, a
aquellas gentes que escuchaban sus primeras palabras como primer Pontífice de
la Iglesia de Cristo con estas sentidas palabras (Hch 2, 38-39):
“Arrepentíos y bautizaos cada uno
de vosotros en nombre de Jesucristo, para que queden perdonados vuestros
pecados. Entonces recibiréis el Espíritu Santo / Pues la promesa es para
vosotros, para vuestros hijos, e incluso para todos los de lejos a quienes
llame el Señor nuestro Dios"
San Lucas sigue comentando los
hechos que tuvieron lugar tras este discurso de Pedro y lo hace con veracidad y
amor hacia los hombres (Hch 2, 40-41): “Y con otras muchas palabras
animaba y exhortaba (Pedro), diciendo: <Poneos a salvo de esta generación
perversa> / Los que acogieron su palabra se bautizaron, y se les agregaron
aquel día unas tres mil personas”
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