San Pablo envió una epístola a la
Iglesia de Roma, capital del Imperio, en la que pedía a sus feligreses
comprensión, con los más débiles, a la hora de emitir un juicio moral (Rom 14,
1-12):
“Al que es débil en la fe,
acogedle sin entrar en discusión puntos de vista. / Pues uno cree que puede
comer de todo y, en cambio, el débil come sólo verdura. / El que come, no
desprecie al que no come, y el que no come que no juzgue al que come, pues Dios
lo ha acogido. / ¿Quién eres tú para juzgar al siervo ajeno? Que se mantenga
firme o que caiga es asunto de su Señor. Y se mantendrá en pie, porque el Señor
es poderoso para sostenerle. / Pues hay quien distingue entre un día y otro, y
ahí quien juzga iguales todos los días: que cada uno siga su propia conciencia.
/ El que distingue el día, lo hace por el Señor-porque da gracias a Dios- y
quien no come, se abstiene en honor al Señor y da gracias a Dios. / Pues
ninguno de nosotros vive, ni ninguno muere para sí mismo; / pues si morimos,
morimos para el Señor; porque vivamos o muramos, somos del Señor. / Para esto
Cristo murió y volvió a la vida, para dominar sobre los muertos y vivos. / Tú,
¿Por qué juzgas a tu hermano? ¿O por qué desprecias a tu hermano? Todos
compareceremos ante el tribunal de Dios. / Porque está escrito: <Vivo yo,
dice el Señor, ante mí se doblegará toda rodilla, y toda lengua confesará a
Dios> / Así pues, cada uno de nosotros
dará cuentas de sí mismo a Dios”
La Carta de San Pablo, alude al
hecho de que entre los feligreses de la
Iglesia de la capital del Imperio, existían ciertas discrepancias, concretamente
entre los paganos y judíos cristianizados, sobre la obligación o no, de celebrar
ciertas fiestas religiosas, así como
sobre la abstinencia o no, del consumo de carne y de vino que se solía vender
públicamente. Más aún, algunos pensaban que sólo los espíritus <débiles>
se veían en la obligación de seguir las costumbres judías y celebrar sus
fiestas por respeto al Patriarca Moisés, así como abstenerse de comer carne y
beber vino que por su procedencia podrían estar contaminados por actos
idolátricos, y en cambio, los espíritus <fuertes>, se verían liberados de
tales obligaciones.
Estas discrepancias podían
acarrear para la Iglesia graves consecuencias, y San Pablo dándose cuenta de
que algunas pequeñas diferencias de opinión, realmente no eran de índole
doctrinal, sino simples escrúpulos sin sentido, escribió su carta a los
feligreses romanos con un espíritu conciliador e indulgente. Así se puede seguir
apreciando en los siguientes versículos, de dicha carta:
“Tanto si vivimos o si morimos
del Señor somos / Pues para esto Cristo murió y retornó a la vida, para dominar
sobre vivos y muertos”
Habla también San Pablo en esta misma
carta, de la divinidad de Cristo, al cual presenta como Señor de la vida y de la
muerte. Por eso dice:
“¿Por qué te atreves a juzgar tú
a tu hermano? ¿Por qué lo menosprecias?, si todos finalmente, debemos ser juzgados
ante el tribunal de Dios “
Son preguntas importantes que el
apóstol realizó a los habitantes de Roma, como pueblo que ya era de Dios, en la
Iglesia primitiva, sobre las que todos deberíamos reflexionar en nuestros días,
en un mundo tan paganizado y materialista como el de entonces.
Son preguntas que también hicieron los santos Padres, en otras ocasiones, pasados los primeros siglos del cristianismo, a pueblos paganizados, como por ejemplo el siglo IX...
Son preguntas que también hicieron los santos Padres, en otras ocasiones, pasados los primeros siglos del cristianismo, a pueblos paganizados, como por ejemplo el siglo IX...
El siglo IX, desde luego, no fue
uno de los más ejemplares en lo referente a las comunidades pertenecientes
a la Iglesia de Cristo, pero como dijo
el Señor: <quién esté libre de culpa que tire la primera piedra>;
ciertamente el ambiente religioso de la Italia del siglo IX, especialmente
después del Pontificado de San Nicolás (858-867), corresponde a una época difícil, mejor dicho caótica, para
la institución creada por Cristo, debido esencialmente a las peculiares
características históricas de aquellos años, en cierta medida, muy parecidas a
las existentes en la época del Imperio Romano y particularmente durante el
siglo I después de Cristo, como hemos recordado.
La Iglesia ha pedido perdón, en
distintas ocasiones, por boca de sus Papas y autoridades eclesiásticas, por las
desviaciones y los perjuicios causados sobre su grey, y por el mal
comportamiento de muchos de sus componentes más ilustres.
Pero una vez reconocido todo esto, lo verdaderamente importante es que Cristo, ha protegido y protegerá a su Iglesia siempre, hasta el fin de los siglos, y por eso, como se suele decir: <Entre las espinas surgieron las rosas de la santidad>, incluso en el siglo IX.
Pero una vez reconocido todo esto, lo verdaderamente importante es que Cristo, ha protegido y protegerá a su Iglesia siempre, hasta el fin de los siglos, y por eso, como se suele decir: <Entre las espinas surgieron las rosas de la santidad>, incluso en el siglo IX.
Así lo constata el gran número de santos mártires reconocidos por la Iglesia, durante
dicho período de tiempo, especialmente en la Península Ibérica. Son muy
dolorosos aquellos casos que se han dado en llamar <Mártires de Córdoba>,
cuyos nombres fueron recogidos en los escritos de San Eulogio (800-859), uno de
los últimos mártires de la época condenado a morir simplemente por sus
creencias religiosas.
Más concretamente, existe una
lista que recoge los nombres de estos mártires cristianos, ejecutados
entre los años 850 a 859; en ella aparece tanto hombres, como mujeres, 22 de
los cuales eran naturales de la capital de Córdoba y cuatro de la provincia,
siendo el resto de otros lugares de la Península y algunos incluso de fuera de
ella. Casi todos ellos fueron decapitados, independientemente de su condición
de diácono, laico, monja, monje, sacerdote o abad.
Recordaremos, a modo de ejemplo,
tan solo otros tres de estos santos
mártires: Natalia, natural de Córdoba (825), de la que sus hagiógrafos
cuentan que se casó con Aurelio, profesando ambos el cristianismo, por lo que
fueron encarcelados, torturados y finalmente decapitados, el 27 de julio del
año 852 y Teodomiro (851), nacido en el
pueblo de Carmona de la provincia de Sevilla (en actualidad es patrón de esta
ciudad), del que se sabe que marchó
joven a Córdoba, por el buen ambiente religioso que allí existía a mediados del
siglo IX, vivió en el convento de San Zoilo (benedictino) hasta su apresamiento
y condena (su muerte se produjo tras haber sido sometido a flagelación y
lanceado).
Estos son algunos de los
paradigmas extraordinarios de santidad que se dieron durante el siglo IX, en la
Península Ibérica, de muchos de los cuales se tiene muy poca información,
aunque se sabe, con seguridad, que en todos los casos, las personas afectadas
dieron su vida por Cristo y su mensaje, convirtiéndose así en modelos
inolvidables para todos los hombres de
buena voluntad.
Estos hechos tuvieron lugar
durante el pontificado de uno de los Papas del siglo IX, reconocido santo por la Iglesia Católica, nos referimos a
León IV (847-855); fue un hombre culto perteneciente a la orden de los monjes benedictinos,
que tuvo que enfrentarse con energía al constante acoso, ataque, y saqueo de
las costas de Italia, por parte de los enemigos de la Iglesia. Para evitar este
terrible problema, amuralló parcialmente el Vaticano, pero los problemas no
quedaron totalmente resueltos y los ataques continuaron con mayor o menor
éxito.
Por otra parte, durante su
pontificado, en el año 852, tuvo lugar un Sínodo en Soissons, donde se pusieron
de manifiesto los peligros del feudalismo, reafirmándose la primacía del Papa,
y en el año 853, otro Sínodo, también llevado a cabo en Soissons limitó las
aspiraciones del Obispo de Reims,
Hincmaro, evitando así los excesos metropolitanos.
Entre tanto, las costas italianas
seguían siendo saqueadas, coincidiendo también, por entonces, la circunstancia
de que el Imperio de Oriente fuera amenazado por los búlgaros; en ese
momento el emperador era Miguel III (842-867), de la dinastía frigia.
Por otra parte, el Papa San León
IV, bajo los auspicios del Emperador Lotario (843-855) dinastía carolingia,
logró por fin construir una muralla más fuerte y completa para proteger el
recinto ocupado por el Vaticano, en el
que ya se había construido la Basílica de San Pedro. De cualquier forma, esto
no fue óbice, para que el enemigo atacara de nuevo Italia y llegara a
desembarcar en la isla de Cerdeña, lo cual hizo temer nuevos ataques con el
objetivo de invadir Roma, por lo que el Papa, se vio
obligado a pedir ayuda a los napolitanos, los cuales respondieron positivamente
a esta llamada de socorro.
Por todo esto y mucho más, se puede decir, que este
Papa fue un hombre valiente y virtuoso, aunque los enemigos de la Iglesia hayan
querido, en ocasiones, obscurecer su imagen
con historias perversas y sin sentido.
En el corto período de tiempo de
tres años, transcurrido desde la muerte de San León IV y el nombramiento de un
nuevo Pontífice, concretamente nos referimos a San Nicolás I (858-867), la
silla de Pedro, estuvo sometida a una serie de vaivenes y situaciones poco
ortodoxas, que la Iglesia Católica detesta, y que quisiera que nunca hubieran
sucedido.
Las leyendas, e interpretaciones erróneas hablan, incluso, de la posible existencia de una mujer ocupando el Vaticano como Papisa, cuestión ésta que la Iglesia ha rechazado siempre rotundamente; de cualquier forma, y a pesar de cualquier tipo de iniquidad, sabemos con seguridad que a un Papa santo como San León IV, le siguió otro nuevo Papa también santo, San Nicolás I, y esto sí es importante para la Iglesia de Cristo…
Las leyendas, e interpretaciones erróneas hablan, incluso, de la posible existencia de una mujer ocupando el Vaticano como Papisa, cuestión ésta que la Iglesia ha rechazado siempre rotundamente; de cualquier forma, y a pesar de cualquier tipo de iniquidad, sabemos con seguridad que a un Papa santo como San León IV, le siguió otro nuevo Papa también santo, San Nicolás I, y esto sí es importante para la Iglesia de Cristo…
Este nuevo Papa fue un hombre
culto, humilde, caritativo, y sobre todo justo; abolió las torturas y las
pruebas judiciales, tanto en ámbitos civiles como religiosos. Tenía un sentido
del pueblo cristiano universal; él fue el que acuñó por primera vez el concepto
de cristiandad, como gran comunidad, que muy pronto cobró gran importancia y
conservó su esencia durante gran parte de la edad media.
Le tocó a San Nicolás además,
soportar un período de la historia en el que la Iglesia de Oriente empezaba ya
a separarse de la de Occidente, a causa del llamado <Cisma de Focio>.
Como buen evangelizador que
también era, este Papa, informado de la labor realizada por los hermanos San
Cirilo y San Metodio, los llamó a Roma para que explicaran porqué no utilizaban
el latín en las ceremonias religiosas. Sin embargo, murió antes de que esta
visita se pudiera producir, y fue su sucesor en el pontificado, Adriano II
(867-872), quien recibió a los hermanos
con honores, por la labor que estaban realizando y aprobó la liturgia eslava.
A la muerte del Papa Adriano II,
le sucedió Juan VIII (872-882), el cual actuando en contra de aquellos que aun
difundían la idea de que ningún pueblo tenía derecho a predicar y a llevar a
cabo la liturgia en otros idiomas que no fuera el hebreo, el griego o el latín,
llegó a exclamar: ¡Que se cumplan las palabras de la Santa Escritura: Que todas
las lenguas alaben a Dios!
Estos dos últimos Papas, Adriano
II y Juan VIII, pertenecen ya a la época de la Iglesia denominada <caótica>, y se supone que ambos murieron envenenados, lo que demuestra
la situación tan peligrosa por la que pasaba el pontificado en aquellos
terribles momentos.
Al Papa Juan VIII, le sucedieron
los Papas: Mariano II (882-884), y San Adriano III (884-885). Este último renovó
la excomunión de Focio (Patriarca de Constantinopla), producida durante el
Concilio de Constantinopla (869-870), convocado por el emperador Basilio I
durante el Papado de Adriano II.
Por entonces la situación moral
de algunos miembros de la jerarquía de la Iglesia, dejaba mucho que desear. El Papa
San Adrian III, demostró su valentía contra toda aquella corrupción e incluso
se opuso al poder inaudito, por entonces, de los emperadores, declarando
mediante un edicto, que los Papas no precisaban del consentimiento imperial
para ser nombrados.
Fue proclamado santo al poco tiempo de su muerte, que tuvo
lugar en Vilzacara, próxima a Módena, aunque esta proclamación popular fue
impugnada por sus enemigos, y tuvo que ser mucho más tarde, en el siglo XIX,
confirmada por el gran Papa León XIII, el cual reconoció su culto.
Tras la muerte de San Adriano III
fue nombrado nuevo Pontífice Esteban V (885-891), el cual llevado de su gran
amor a los desamparados recurrió a su propia fortuna para dar asistencia a los
pobres, que por entonces abundaban en Roma, y sobre todo acogida y comida a los niños huérfanos. A la
mala situación económica, se unió una plaga de insectos que provocó una miseria
mayor aún, entre la población, en aquellos difíciles momento de la
historia de Italia.
En el terreno político sucedió
que el Papa, tuvo la necesidad de solicitar la ayuda del emperador Carlos el
Gordo, para luchar contra la invasión de los enemigos de la Iglesia que
acosaban de nuevo a Italia, en gran parte ya tomada por los mismos; pero la
ayuda no llegó a tiempo, pues el emperador murió antes de poder socorrer al
Papa.
Tras la muerte de Carlos III el
Gordo (888), se inició una serie de luchas intestinas entre los distintos
posibles herederos a la corona imperial. Por entonces, en Italia, gobernaba
Guido Spoleto, en Alemania tenía el poder Anulfo, mientras que en Francia,
gobernaba Eudes.
Sucedió que Guido de Spoleto, un
hombre sin escrúpulos, se hizo con todo el poder, por diversas circunstancias
que le fueron favorables, pero muy poco ortodoxas, y en el año 891 el Papa
Adriano V, se vio forzado, a su pesar, a coronarle emperador. Al poco tiempo este Papa murió y su sucesor fue el Papa Formoso (891-896), el cual estuvo también muy poco tiempo en la silla de Pedro, presionado por Guido de Spoleto, que le hizo la vida imposible, y le forzó a coronar como emperador y sucesor de la corona a su hijo: Lamberto de Spoleto (896).
Tras la muerte del Papa Formoso,
fue elegido Bonifacio VI, un Papa que según parece fue impuesto por Lamberto de
Spoleto, pero que duró poco tiempo como Pontífice, puesto que murió el mismo año
de su elección, según parece debido a una enfermedad de gota, aunque algunas
crónicas aseguran que fue envenenado. Muerto el Papa Bonifacio, Lamberto de Spoleto, se arrogó el poder de designar nuevo Papa, eligiendo
a Esteban VI (896-897). Su pontificado fue también muy corto, y durante el
mismo se vio obligado a convocar un Sínodo de los Obispos, acuciado por el
emperador y su malvada madre,
Aguirtrudis, con la única misión de desprestigiar al Papa Formoso.
Este
sínodo se denominó el <Sínodo del cadáver> porque se hizo exhumar el
cuerpo del Pontífice Formoso, vistiendo sus restos con las ropas pontificias,
sometiéndolo a un simulacro de juicio
vergonzoso y ridículo.
Fue un sínodo terrorífico en el
que se puso de manifiesto hasta qué punto puede llegar la maldad del hombre,
cuando se deja llevar por la indignidad y envidia del enemigo común, esto es,
Satanás. El cadáver del Papa fue condenado por crímenes que no había cometido (los
muertos difícilmente pueden cometer crímenes), despojado de sus atributos
papales, y finalmente decapitado cuando ya era un cadáver, y arrojado sus
restos al río Tiber: ¡Hasta dónde puede llegar el desatino y el espíritu
diabólico de los seres humanos!
Parece ser, que durante este
largo proceso, tuvieron lugar muchas más aberraciones y despropósitos, a pesar
de lo cual la leyenda asegura, que los restos de Formoso no desaparecieron en
las aguas del río Tiber, sino que fueron recogidos por un pescador, que los
escondió de sus mortales enemigos. Según parece, finalizado el pontificado de
Sergio III (904-911), los restos del Papa Formoso, fueron por fin encontrados y
depositados en el Vaticano, donde yacen en gracia de Dios.
Todavía hubo otros Pontífices en
este desgraciado y funesto final del siglo IX, tristemente célebre por la
situación de la Silla de Pedro y por los desatinos y corrupción generalizada de
gran parte del pueblo, sumamente paganizado. Estos Papas fueron Romano (897),
asesinado, Teodoro III (897), envenenado también como el anterior y Juan IX
(898-900).
Este último Pontífice había sido
Abad de un monasterio benedictino, y como siempre fue elegido Papa con el apoyo
del tristemente célebre, para la Iglesia de Cristo, Lamberto de Spoleto. Sin
embargo, este Papa, cuenta a su favor, que al menos, convocó un Concilio en
Rábena, donde se rehabilitó la figura del Papa Formoso, y además se decretó que
la elección de los Papas para que fuera válida podía realizarse en presencia de
un representante del emperador, pero recaer sobre un miembro del clero romano,
y nunca sobre un laico. Por otra parte, se prohibió el saqueo de los palacios
obispales y de las residencias de los Papas tras su muerte, lo cual era por entonces,
según parece, una costumbre muy frecuente entre la población. La historia
considera por ello, como el mejor de los llamados <malos Papas> del siglo
IX, a Juan IX, que murió a comienzos del siglo X.
A pesar de esta triste historia
referente al Papado, el siglo IX, fue
especialmente interesante y eficaz, desde el punto de vista de la
evangelización, en otra zona de la actual Europa, nos referimos a la Inglaterra
anglosajona, la cual alrededor del año 600, empezó a estar constituida por una
serie de reinos y sub-reinos que más tarde dio en llamarse la Heptarquía, donde
los cuatro principales estados fueron: Wessex, Anglia Oriental, Mercia y
Northumbria (incluía los subreinos de Bernicia y de Ira), y los reinos menores
de: Kent, Sussex y Essex. Además existían otra serie de reinos y territorios de
menor importancia.
Después de un largo proceso de
evangelización, el cristianismo llegó a abarcar los siete principales reinos
que constituyeron la heptarquía, aunque parece que siempre existieron roces
entre los seguidores del rito romano y los seguidores del rito irlandés.
Los historiadores consideran que
entre los siglos VIII y IX, las islas fueron atacadas por diversos pueblos
nórdicos, entre los que se encontraban
los daneses y los noruegos, estos invasores recibieron el nombre de wikingos,
por sus procedencias escandinavas. Atacaban principalmente las Iglesias y
monasterios cristianos, donde ellos consideraban que podían existir mayores
riquezas en aquellos tiempos.
Hacia principios de la segunda
mitad del siglo IX, los daneses organizaron un ejército: el <gran ejército pagano>, al
cual se unieron otros ejércitos de distintos países, de forma que en unos diez
años, consiguieron apoderarse de casi todos los reinos anglosajones;
concretamente Northumbria en el 867, Anglia Oriental, en el 869, y gran parte
de Mercia entre los años 874 y 877.
Toda la riqueza cultural y
religiosa de la Inglaterra anglosajona, cayó bajo el poder de estos pueblos
invasores; en la práctica solamente el reino de Essex salió indemne de este
brutal ataque, pero en el año 878 durante el pontificado de Juan VIII
(872-882), un rey anglosajón llamado Alfredo, logró formar un ejército
poderoso, el cual fue capaz de derrotar a los vikingos en Edington.
Los ejércitos enemigos
retrocedieron, y se afincaron fuera de Essex, y finalmente firmaron un acuerdo
de paz con los anglosajones, consintiendo incluso, en algunos casos, aceptar el
cristianismo como su religión.
El rey Alfredo el Grande, fue un
hombre, muy piadoso y considerado para
sus súbditos, los cuales le estimaron desde un principio, hecho que
puede considerarse muy satisfactorio, si tenemos en cuenta que ello ayudó
enormemente a mantener y aumentar el cristianismo entre el pueblo anglosajón.
Este monarca era hijo de un rey que también había sido cristiano, concretamente Ethelwulfo (839-858), cuyas ambiciones no se centraron tanto en el tema político, como en llevar una vida ejemplar desde el punto de vista religioso, este hombre digno de ser rey, tuvo seis hijos, siendo Alfredo el más joven de los varones.
Sólo mantuvo para sí mismo, este generoso rey, la zona oeste de Essex (Hampshire, Wiltshire, Dorset y Devont). Fue un gran luchador en la defensa de su patria contra los vikingos, logrando algunas importantes batallas como la de Aclea, pero la religión era lo más importante para él, y por eso, ya el primer año de su reinado, visitó Roma como un peregrino más, siendo por entonces Papa, Gregorio IV (827-844), un Papa al que se debe entre otros beneficios para la Iglesia de Cristo, la celebración de la fiesta, que ha llegado hasta nuestros días, de <Todos los Santos>.
Este rey cuidó mucho de la educación
religiosa de sus hijos, pues se sabe que
en el año 853, envió a su hijo Alfredo a Roma, y poco después, también él,
visitó la ciudad santa, donando a la Iglesia Católica algunos bienes, que
fueron muy bien empleados, el por entonces Papa San León IV (847-855), en
beneficio sobre todo de los pobres y en la mejora de algunas ceremonias
litúrgicas, por otra parte, imprescindibles para alcanzar una mayor devoción de
los asistentes a las mismas.
Demostró, así mismo, este rey, su enorme bondad y tolerancia, cuando al regreso de Roma, se encontró que habiendo muerto su hijo mayor, su segundo hijo y heredero Ethelbaldo, le fue infiel, queriendo apoderarse de todo Wessex. En lugar de iniciar una guerra civil contra él, por el contrario, fue generoso y consintió en entregar prácticamente todo el reino a éste, su segundo heredero, aceptando quedarse solamente con Surrey, Sussex y Essex, donde gobernó hasta su muerte en el año 860.
Siempre se ha dicho aquello de
<de tal palo tal astilla>, y esto se cumplió plenamente en el hijo menor
de Ethelwulfo, Alfredo, (cuarto en la línea de sucesión), que además de hombre
religioso, resultó ser un gran rey para su país, mejorando la educación y las
leyes, consiguiendo que incluso los daneses a los que había derrotado en la
batalla de Edington (Wilshire), de forma decisiva, llegaran a aceptar el cristianismo, por lo que es reconocido
santo por la Iglesia anglicana. Fue nombrado rey de Wessex en el año 871 tras
la muerte en batalla del por entonces rey de Inglaterra, su hermano Stelvedo I (tercero en la línea de sucesión), y murió
joven, en el año 899, dejando tras de sí una gran labor política, social, y
religiosa para su reino.
Hubo en Inglaterra en el siglo IX otros reyes santos, entre los que podemos destacar a San Edmundo, rey de la Anglia Oriental, venerado por las Iglesias: católica, ortodoxa y anglicana, como mártir.
La leyenda cuenta que a los
catorce años, había sido coronado rey por San Humberto, en el año 855 en Burna,
capital del reino (Anglia Oriental). En seguida se destacó por su justicia y
caridad con los más necesitados de su reino,
así como por su gran fervor
religioso, que le llevó según se cuenta a memorizar el libro de los Salmos del
Antiguo Testamento, recitándolos con fervor. Nunca quiso enfrentarse en batalla
a los daneses, y por eso, se retuvo en oración en la torre de Hunstanton, lo
que aprovechó el enemigo para atacar Anglia en el año 869. Prefirió este rey el
martirio, antes que renunciar a Cristo, dando un ejemplo inestimable a los
cristianos de todos los tiempos.
Debemos tener en cuenta, a este
respecto, que los mártires soportan todos los sufrimientos y penalidades sin
fin, porque el Espíritu Santo los fortalece, ante las injusticias y las
dificultades, a las que se tienen que enfrentar. Así lo enseñaba San Cirilo de
Jerusalén a sus discípulos; en su primera catequesis dedicada a la tercera
persona de la Santísima Trinidad, el Espíritu Santo ó Paráclito aseguraba:
“Se le llama Paráclito, porque
consuela, fortalece con sus exhortaciones y nos ayuda en nuestras debilidades,
<pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene, más el
Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables (Rm 8,26)…
A menudo alguien, víctima de
injurias, por causa de Cristo, padece injustamente el desprecio. Le amenazan con
el martirio y los tormentos por doquier: el fuego y la espada, las bestias y el
precipicio. Pero el Espíritu Santo sugiere: <Espera en Yahvé> (Sal
27,14)... Es poca cosa lo que te sucede, pero es grande lo que se te dará. Tras
padecer un momento breve, estarás eternamente en compañía de los ángeles. Los
sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se
manifestará… (Rm 8,18).
El Espíritu describe al hombre el
reino de los cielos, le muestra el paraíso de las delicias, y los mártires,
presentes a la vista de sus jueces pero ya en el paraíso, en cuanto a su
energía y su poder, pueden así despreciar la dureza de lo que ven…>”
Habrá sin embargo personas, que
una vez leídas estas enseñanzas de San Cirilo pueda aún hacerse esta pregunta ¿Cómo con la fuerza del Espíritu Santo pueden los mártires dar tan
tremendos testimonios?
“El Salvador dice a los discípulos: <Cuando os lleven a las sinagogas ante los magistrados y las autoridades, no os preocupéis de cómo o con qué os defenderéis, o qué diréis, porque el Espíritu Santo os enseñará en aquel mismo momento, lo que conviene decir> (Lc 12,11-12).
Pues es imposible padecer el martirio por dar testimonio de
Cristo si no se sufre con la fuerza del Espíritu Santo. Pues si <nadie puede
decir, Jesús es Señor, sino con el Espíritu Santo> (I Cor 12,3): ¿Quién dará
la vida por Jesús si no es por el Espíritu Santo?”
No hay comentarios:
Publicar un comentario